sábado, 12 de mayo de 2018

Vita divi Iuli / Divino Julio César


Julio César. P.P. Rubens

Tres esclavos transportan una litera en la que yace el cuerpo del que fue Julio César, cuyo brazo derecho cuelga y se balancea como si hubiera cobrado vida, parece marcar el paso de los porteadores, pero tal sensación no hace sino aumentar el patetismo de la escena. César ha sido asesinado.

Ahora impera el silencio, porque la gente está asustada. No saben qué ha pasado realmente y los que lo saben, no lo comprenden.

Nadie ha sido informado todavía, de que, entre los asesinos que, amparados en el número, acabaron con su vida, hay algunos de aquellos a los que él más ha protegido, lo que los hace doblemente culpables. Pero ¿qué les movió a actuar así? ¿Odio a la dictadura que empezaba a dar la cara en el que ahora yacía inerte, frente a la obligación moral de proteger la república? No, sin duda, o quizás, no sólo...

¿Por qué entonces? Como conjura de enemigos se entendería, pero ¿qué papel jugaban en el crimen, amigos y protegidos? El pueblo ignora de qué lado se inclinará ahora la balanza, y su perplejidad, que se parece mucho al terror, recuerda aquellos primeros avisos que se presienten cuando un volcán se dispone a despertar. Algo va a pasar y estas primeras horas, serán trascendentales.

Las palabras de César a los asesinos muestran que le dolía más la traición que las heridas, o la muerte, para la que, sin duda, estaba preparado, pero no lo estaba para afrontarla de manos amigas.

Antonio, su protegido, que no había participado en la conjura, anduvo errático algunas horas; en un instante defendía a los criminales, y en el siguiente parecía odiarlos. A él, sin duda, como a la mayoría, le costó trabajo descifrar los móviles de cada uno de los conjurados -eran más de sesenta-, y tampoco parecía saber hacia qué lado inclinarse en aquellos críticos momentos.

Veintitrés heridas, probablemente de veintitrés manos distintas, se habían convertido en un complejo jeroglífico.

La reacción popular se produjo tras la lectura del testamento de César; la noticia de que había legado sus propiedades en el Trastévere, para uso y disfrute común, y 300 sextercios a cada uno de los habitantes de Roma, añadió leña al fuego, en sentido literal y figurado. Armados de antorchas encendidas en la pira sobre la que ardían los restos mortales de Julio César, todos salieron en busca de los asesinos, que ya se habían ocultado previendo aquel terremoto de ira popular. Sin embargo, no corrían sólo en busca de su salvación, la mayoría estaban tan dispuestos a aceptar un final nefasto, del mismo modo que aceptarían un premio; eso dependía de la fortuna, y ellos corrían tras un destino del que habían destruido los cimientos.

William Shakespeare, una especie de testigo anímico de excepción, o quizá un viajero en el tiempo, ante tan extrema circunstancia, acertó a poner en boca de Antonio, mostrando los despojos mortales de César, un discurso cargado de ironía y savoir faire, a través del cual, él mismo, ya con cierta seguridad, asumía su defensa, su herencia y la condena de los asesinos.

Francisco de Quevedo, por su parte, nos legó un interesante análisis de la persona y los hechos de Marco Bruto, quizás, el cerebro de la conspiración, cuyo protagonismo, no obstante, suele adjudicarse también a otros dos personajes que sobresalen por encima de los sesenta participantes directos de la Conjura, el segundo sería Casio, y el tercero y menos conocido, Décimo o Casca.
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Para saber cómo ocurrió todo con la mayor exactitud posible, acudimos en primer lugar, a los testimonios de Suetonio y Plutarco, que relatan el suceso que conmovió a Roma, en sus, Vidas Paralelas, el primero y en Los Doce Césares, el segundo. Ellos ofrecen interesantes detalles de lo que sucedió en el Senado y de la posterior reacción de este y del pueblo.
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¿Cómo se produjo la muerte de César?

Suetonio

Diversas señales le anunciaron que algo grave iba a ocurrir, pero no supo o no quiso interpretarlas, y por tanto, no se previno. Entre ellas, la más precisa fue la advertencia del arúspice Spurinna

-Cuídate de un peligro que te amenaza para los Idus de Marzo. 

Por otra parte, tanto él como su esposa, Calpurnia, tuvieron ciertos sueños, que, si no fueron muy explícitos, sí que podrían haberle hecho concebir alguna sospecha.

Curiosamente, por aquellos días, César no se encontraba bien de salud y ello le hizo pensar en quedarse en casa, en lugar de acudir al Senado, pero Décimo Bruto le insistió en que no debía hacer creer a los senadores que llevaban varios días esperándole, que lo hacían en vano, de modo que decidió salir alrededor de la hora Quinta. Por lo que se refiere a los sacrificios, también dieron signos desfavorables.

En el camino, un desconocido le entregó un documento en que se le advertía de una conspiración contra su persona, preparada para aquel día; César lo recogió y lo mantuvo en la mano izquierda, como si fuera a leerlo enseguida, pero no lo hizo.

Una vez en el senado, César le dijo a Spurinna:

-Quizás ofreces falsas predicciones, porque los Idus de Marzo han llegado y no han traído ninguna desgracia.

-Sí -respondió el arúspice, -han llegado, pero todavía no han pasado.

Carl Theodor von Piloty. Niedersächsisches Landesmuseum Hannover

Cuando César tomó asiento, los conjurados le rodearon, Tilio Cimbro, se acercó más, como para hablarle al oído, César lo rechazó con un gesto, y, acto seguido, sin medir palabra, este último, le cogió la toga por los hombros y tiró de ella, como para arrancársela.

-¿Qué violencia es esta?, -gritó César, y, en ese momento, uno de los Casca, que estaba a su espalda, le hirió un poco más abajo de la garganta. César le sujetó el brazo y le atacó con el punzón que llevaba para escribir sobre las tablillas; después quiso avanzar, pero lo detuvo una nueva puñalada; se volvió y se encontró rodeado de puñales en alto. Entonces, se cubrió la cabeza con la túnica y en aquella actitud recibió veintidós puñaladas más. Sólo emitió un gemido al sentir la primera, y no dijo ni una palabra más, aunque algunos aseguran que, cuando vio acercarse a Bruto, le dijo en griego: 

-Καὶ σὺ τέκνον; ¿También tú, hijo?

Después, todo el mundo huyó y él quedó tendido en el suelo durante un tiempo, hasta que tres esclavos lo llevaron a su casa en una litera, de la que pendía uno de sus brazos.

De tantas heridas, sólo una fue mortal; la segunda, recibida en el pecho.

Los conjurados habían pensado arrastrar el cadáver hasta el Tíber y confiscar los bienes del muerto, pero, finalmente, lo abandonaron allí por temor a Marco Antonio y a Lépido.

Jean-Léon Gérôme

Plutarco

Algunos cuentan, todavía hoy, que un adivino advirtió a César que le amenazaba un gran peligro el día de los Idus de Marzo, y que aquel día, César se dirigía al senado, cuando se encontró con el adivino, le saludó y le dijo, burlándose de su predicción;

-Pues bien, ya han llegado los Idus de Marzo...
-Sí -le respondió el adivino en voz baja-, han venido, pero aún no han pasado.

La víspera, César había cenado en casa de Lépido, donde, según era costumbre, firmó algunas cartas en la mesa, y mientras lo hacía, los invitados propusieron la cuestión de cuál sería la mejor muerte. Y César dijo en voz muy alta:

-La más inesperada.

Ya en su casa, cuando estaba acostado en el lecho, con su mujer, como de costumbre, las puertas y las ventanas se abrieron solas de golpe. Despierto por el sobresalto y preocupado por el ruido y la claridad de la luna que entraba en la habitación, oyó a su esposa, que dormía un sueño profundo, lanzar gemidos y pronunciar palabras que no pudo distinguir, pero le pareció que lloraba por él, teniéndolo, muerto entre sus brazos.

Según algunos autores, Calpurnia había tenido una visión distinta; dice Tito Livio que el senado había hecho poner ante la casa una especie de pináculo, que era adorno y distinción, y que Calpurnia había soñado que el pináculo se partía y que tal fue la causa de sus gemidos y de su llanto.

No obstante, cuando amaneció, Calpurnia pidió a César que no saliera, si le era posible, aquel día y que dejara para otro día la asamblea del senado.

Calpurnia

-Si no crees en mis sueños -añadió-, recurre al menos a otros adivinos y ofrece sacrificios para conocer el porvenir.

Sus palabras hicieron concebir ciertas sospechas y temores a César, porque jamás había visto en ella las debilidades comunes en las mujeres, ni ningún sentimiento supersticioso, pero ahora la veía fuertemente afectada.

Tras los sacrificios, los adivinos le dijeron que las señales tampoco eran favorables y entonces, decidió mandar a Antonio a la asamblea para que cambiara la reunión para otro día.

Pero entonces vio entrar a Décimo Bruto, apodado Albino y tenía en él tal confianza, que le había instituido segundo heredero. Pero él también estaba en la conjura del otro Bruto y de Casio, y temiendo que si César no acudía a la asamblea aquel día, el complot sería descubierto, se burló de los adivinos y convenció a César de que un retraso provocaría los reproches del senado, pues se sentirían insultados. 

-Los senadores -le dijo-, se han reunido por tu convocatoria y están dispuestos a declararte rey de todos los países situados fuera de Italia, y a permitirte llevar la diadema, fuera de Roma, por tierra y por mar. Si ahora que están en sus escaños, alguien va a decirles que se retiren y vuelvan otro día, cuando Calpurnia tenga sueños más favorables, ¿qué dirás a los envidiosos? Y ¿quién querrá escuchar a tus amigos, cuando digan que no se trata, por un lado de la más completa servidumbre y por otro, de la más absoluta tiranía? En todo caso -continuó-, si crees tu deber evitar este día como desgraciado para ti, conviene, al menos que vayas en persona al senado y que tú mismo les digas que retrasas la asamblea.

Cuando terminó de hablar, tomó a César de la mano y le hizo salir, pero apenas cruzaron la puerta, un esclavo extranjero que quería hablarle y no había podido acercarse a él, a causa de la multitud, entró en su casa y puso en manos de Calpurnia un escrito que le pidió que guardara hasta la vuelta de César, porque tenía cosas importantes que comunicarle.

Artemidoro de Cnido, que enseñaba en Roma letras griegas y veía habitualmente a los cómplices de Bruto, sabiendo algo de la conjura, también quiso entregar a César un escrito, pero al ver que éste, a medida que recibía los papeles, se los entregaba a los oficiales que le rodeaban, se acercó cuanto le fue posible y se lo entregó, diciendo:

-César, lee a solas este escrito, y cuanto antes; contiene cosas importantes, que te afectan personalmente.

César lo cogió y varias veces trató de leerlo, pero siempre se lo impidió la multitud que venía a hablarle. Entró en el senado llevándolo todavía en la mano, pues fue el único que conservó. 

Todas estas circunstancias podían haber sido efecto del azar, pero no se puede decir lo mismo con respecto al lugar donde sucedió la sanguinaria escena. Había una estatua de Pompeyo –el gran enemigo y rival de César- y era uno de los edificios que aquel había dedicado para ornamento en su teatro. ¿No es una prueba evidente de que aquella empresa era conducida por un dios, y que había elegido precisamente aquel edificio como lugar de la ejecución?

De hecho, un día, cuando Casio ya estaba preparado para atacar a César, levantó los ojos hacia la estatua de Pompeyo y lo invocó en secreto, aunque no era de los suyos, pero la visión del peligro presente había penetrado en su alma con un animado sentimiento de entusiasmo, que le hizo negar sus viejas opiniones.

Antonio, a quien temían por su fidelidad hacia César y por su propia fortaleza física, fue retenido lejos de la asamblea por Albino, que le entretuvo con una larga conversación.

Cuando César entró, todos los senadores se levantaron para honrarle. 

De los cómplices de Bruto, algunos se situaron en torno al sitial de César, y otros se colocaron frente a él, para reunir sus peticiones con la de Metelo Cimber, hasta que aquel se sentó, rechazando las peticiones, pero como ellos insistían más vivamente, les hizo saber su desagrado. Entonces Metelo le cogió la túnica con las dos manos y le descubrió la parte superior de la espalda; era la señal convenida.

Casca fue el primero que le hirió con la espada, pero el golpe no fue mortal, porque el hierro no penetró lo suficiente. Al parecer, siendo el encargado de iniciar tan enorme empresa, se puso nervioso. César se volvió hacia él y le cogió la espada. Los dos se gritaron al mismo tiempo, César en latín:

-¡Vil Casca!, ¿qué haces?

Y Casca, mirando a su hermano, dijo en griego:

-¡Ayúdame, hermano!

En un primer momento, todos aquellos que no estaban en el secreto se llenaron de horror, y temblando con todo el cuerpo, no se atrevieron a escapar, ni a defender a César, ni a proferir una sola palabra. Pero los conjurados, sacando cada uno su espada, le rodearon por completo y hacia cualquier lado que se volviera, no encontraba sino espadas que le herían en los ojos y en la cara, como a una bestia feroz asaltada por los cazadores. Se debatía entre todas aquellas manos armadas contra él, pues todos querían tener su parte en el crimen y gustar, por así decirlo, de aquella sangre, como en las libaciones de los sacrificios. Bruto, incluso, le hirió en la ingle.

Él había intentado defenderse, se dice, contra los demás, arrastrando su cuerpo de un lado a otro y lanzando agudos gritos. Pero cuando vio a Bruto venir hacia él con la espada desnuda en la mano, se cubrió la cabeza con la túnica y se abandonó al hierro de los conjurados.

Ya fuera por azar, ya por decisión, fue empujado hacia el pedestal de la estatua de Pompeyo, que quedó cubierto de sangre. Parecía que el mismo Pompeyo presidía la venganza contra su enemigo, que, abatido y palpitante, venía a expirar a sus pies, a causa del gran número de heridas que había recibido; según se dice, 23, y algunos de los conjurados se hirieron entre sí, al intentar herir todos a la vez a un solo hombre.

Vincenzo Camuccini, 1804. 
Galleria Nazionale d'Arte Moderna e Contemporanea. Roma

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¿Qué ocurrió después?

Suetonio

Se abrió su testamento a petición de Lucius Pisón, su suegro, y se hizo la lectura en la casa de Antonio. César lo había hecho en los últimos idus de septiembre, en su casa de Lavicum y después lo confió a la gran Vestal. 

Quinto Tuberon dice que, en todos los que escribió desde su primer consulado, hasta el inicio de la guerra civil, dejaba a Pompeyo su herencia, y que había leído aquella cláusula ante una asamblea de soldados, pero en el último, nombraba tres herederos; los nietos de su hermana; a Cayo Octavio, tres cuartas partes, y a Lucio Pinario, con Quinto Pedio, el otro cuarto. 

Por una última cláusula, adoptaba a Cayo Octavio y le daba su nombre. Designaba como tutores de su hijo, en el caso de que lo tuviera, a algunos de los que le mataron. Décimo Bruto estaba también inscrito en la segunda clase de sus herederos. Finalmente, legaba al pueblo de Roma, sus jardines próximos al Tíber, y 300 sextercios por cabeza.

Fijado el día de sus funerales, se levantó una pira en el Campo de Marte, cerca de la tumba de Julia, y se construyó ante la tribuna de las arengas, una capilla dorada, según el modelo del templo de Venus Génitrix. Se colocó un lecho de marfil cubierto de púrpura y oro, y a la cabeza del lecho un trofeo, con la túnica que llevaba cuando le mataron. 

El día no parecía suficiente para que desfilaran todos los que querían llevar ofrendas; se decidió que cada uno fuera, sin observar orden alguno y por el camino que más le gustara, a dejar sus ofrendas en el Campo de Marte. En los Juegos Fúnebres, se cantaron versos apropiados para excitar piedad por el muerto y odio a los asesinos, sacados del Juicio de las Armas de Pacovius; por ejemplo:
¿Acaso los salvé para morir por su mano?

y otros pasajes de Electra de Atilius, que podían proveer las mismas alusiones. A modo de elogio fúnebre, el cónsul Antonio hizo leer por un heraldo, el senado consulto que discernía a César todos los honores divinos y humanos, y el juramento por el cual todos los senadores se habían comprometido a defender la vida del único César. Añadió muy pocas palabras a la lectura. Los magistrados en funciones, o que ya habían abandonado el cargo, llevaron el lecho al forum, ante la tribuna de las arengas.

Unos querían que se quemara el cuerpo en el santuario de Júpiter Capitolino; otros, en la Curia de Pompeyo. De pronto, dos hombres que llevaban espada a la cintura, y lanzas en la mano, le prendieron fuego con antorchas e inmediatamente, todos empezaron a añadir leña seca, las sedes de los tribunales de los magistrados, y, en fin, todo lo que encontraron a su alcance.

Inmediatamente después, dos tocadores de flauta y actores, que se habían vestido para la ceremonia los ornamentos consagrados a las pompas triunfales, se despojaron de ellas, las hicieron pedazos y las lanzaron a las llamas; los veteranos legionarios arrojaron también las armas que llevaba para los funerales; e incluso un gran número de matronas, arrojaron sus joyas y los juguetes de los niños.  

Muchos extranjeros tomaron parte del gran duelo público, manifestando, cada cual mejor, su dolor a la manera de su país. Se hicieron notar, sobre todo, los judíos, que incluso velaron varias noches junto a la tumba.

Inmediatamente después de los funerales, el pueblo corrió con las antorchas a las casas de Bruto y de Casio, de donde fueron expulsados con grandes dificultades. De camino, el tumultuoso gentío, encontró a Helvio Cinna, y por error, le tomaron por Cornelio Cinna, a quien buscaban por haber pronunciado la víspera un vehemente discurso contra César; lo mataron y pasearon su cabeza en la punta de una lanza. 

Más tarde, se levantó en el Foro una columna de mármol de Numidia, de un solo bloque de cerca de veinte pies, con esta inscripción:

Al Padre de la Patria 

que durante mucho tiempo estuvo en uso para ofrecer sacrificios o hacer votos y resolver ciertas diferencias, siempre jurando en nombre de César.

Algunos de entre los suyos tuvieron sospechas de que César no deseaba vivir más y que aquella indiferencia procedía de su mala salud, que le había hecho despreciar las advertencias de la religión y los consejos de sus amigos.

También hay quienes piensan que, tranquilizado por el último senadoconsulto y por el juramento prestado a su persona, había despedido a la guardia de hispanos que le seguía a todas partes espada en mano.

Otros, por el contrario, le adjudican un pensamiento; que prefería sucumbir de una vez a los complots de sus enemigos, antes que temerlo continuamente.

Algunos todavía dicen que acostumbraba a decir que a la república le interesaba más que a él mismo su conservación; que él ya había adquirido suficiente gloria y poder desde hacía mucho tiempo, pero que la república, si él desaparecía, ya no tendría descanso, y se hundiría en los espantosos males de las guerras civiles.

Pero en lo que hay mayor acuerdo, es en que su muerte estuvo bastante cerca de lo que él había deseado. Pues leyendo un día en Jenofonte, que Ciro había dado, durante su última enfermedad, algunas órdenes para sus funerales, testimonió su aversión por una muerte tan lenta, y deseó que la suya fuera rápida y repentina. Así, la víspera del día en que murió, en una cena en casa de Marco Lépido, cuando un invitado propuso la cuestión: ¿Cuál es el fin más deseable de morir?, César respondió: Repentino e inesperado.

Murió en el año 56 de su edad y fue colocado en el número de los dioses, no solamente por el decreto que ordenó su apoteosis, sino también por la multitud, persuadida de su divinidad. Durante los primeros juegos que su heredero, Augusto celebró por él tras su apoteosis, un cometa que se elevó hacia la hora once, brilló durante siete días seguidos, y se creyó que era el alma de César recibida en los cielos. Por esta razón se le representa con una estrella sobre la cabeza.

Se hizo tapiar la curia donde había sido asesinado y los Idus de Marzo fueron llamados día parricida, y se prohibió para siempre que los senadores volvieran a reunirse en aquella fecha.

Casi ninguno de los asesinos le sobrevivió más de tres años, ni murió de muerte natural. Condenados todos, murieron todos, cada uno de una manera diferente; unos en naufragios, otros en combate, e incluso hubo uno que se atravesó a sí mismo con el mismo puñal con el que había herido a César.

Julio César. De Clara Grosch, 1892
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En su brevísimo relato titulado La trama, escribe Jorge Luis Borges:

Para que su horror sea perfecto, César, acosado al pie de la estatua por los impacientes puñales de sus amigos, descubre entre las caras y los aceros la de Marco Bruto, su protegido, acaso su hijo, y ya no se defiende y exclama: ¡Tú también, hijo mío! Shakespeare y Quevedo recogen el patético grito.

Efectivamente, Shakespeare y Quevedo, recogen el patético grito de Julio César; ambos dicen mucho y muy interesante al respecto, aunque en esta ocasión, recogeremos sólo el argumento trazado por Shakespeare en Julio César, drama en el que, como ya apuntamos, el autor parece haber penetrado en el alma y la hora de sus personajes, y ello resulta especialmente llamativo en su creación de Marco Antonio, justo en el momento de su discurso junto a los restos mortales de César.

En una próxima entrada, veremos cómo los principales historiadores antiguos dibujan la personalidad de Julio César; con su ayuda comprendemos mejor una figura, quizás no muy complicada, pero sí dotada de aquellos mil matices, que convirtieron al héroe en un dictador muy querido por muchos. Seguirán, asimismo, algunos extractos de La Vida de Marco Bruto, traducida y comentada por Quevedo, en la cual se leen interesantísimas conclusiones. Y, por último, tras la espada de Bruto, los nombres y apuntes biográficos de 20 de los conspiradores; apenas la tercera parte de los conjurados, pero probablemente, los que llegaron a herir a César personalmente.
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Julio César. William Shakespeare. Extractos.



Bruto: Aquí llega Antonio. ¡Bien venido, Marco Antonio! 

Antonio: ¡Oh excelso César! ¿Tan abatido yaces? ¿Todas tus glorias, conquistas, triunfos y despojos se han reducido a esto? ¡Adiós! 

Desconozco, patricios, lo que intentáis y, quién todavía derramará su sangre, qué otro de rango elevado; si he de ser yo, ninguna hora mejor para morir que la que ha visto caer a César, ni ningún instrumento la mitad de digno para vuestras espadas, enriquecidas ya con la sangre más noble de todo el universo. 

Bruto: ¡Oh Antonio! ¡No supliques de nosotros la muerte! Espera únicamente que hayamos apaciguado a la muchedumbre atemorizada, y entonces te explicaré por qué yo, que amaba a César en el instante de herirle, he procedido así. 

Antonio: Eso es cuanto deseo. Y solicito ahora permiso para exhibir su cuerpo en la plaza pública y hablar desde la tribuna, como corresponde a un amigo en la celebración de las exequias. 

Bruto: Lo harás, Marco Antonio. 

Casio: Bruto, quiero hablarte. (Aparte) ¡No sabes lo que estás haciendo! ¡No permitas que hable Antonio! ¿Ignoras hasta qué punto pueden conmover al pueblo sus palabras? 
… … …

Antonio: ¡Oh, perdóname, polvo ensangrentado, que sea suave y humilde con estos carniceros! Tú representas la destrucción del hombre más insigne que ha vivido jamás. ¡Ay de las manos que vertieron esta preciosa sangre! Ante tus heridas, frescas todavía —cuyas mudas bocas, se entreabren para invocar de mi lengua la voz y la palabra—, lo profetizo: ¡caerá una maldición sobre los huesos del hombre: discordias internas y los furores de la guerra civil devastarán a Italia entera! ¡Sangre y destrucción serán tan comunes, y las escenas de muerte tan familiares, que las madres se contentarán con sonreír ante la vista de sus niños descuartizados por las manos de la guerra! ¡Las acciones bárbaras sofocarán toda piedad! Y el espíritu de César, hambriento de venganza, vendrá en compañía de Atis, la diosa vengadora, salida del infierno, y gritará en estos confines con su regia voz: ¡Muerte!, y desencadenará los perros de la guerra! ¡Este crimen se extenderá a todo el universo por los lamentos de los moribundos pidiendo sepultura! 
… … …

Bruto: Si alguien se pregunta por qué Bruto se alzó contra César, ésta es mi contestación: -No porque amara a César menos, sino porque amaba a Roma más. ¿Preferiríais que César viviera y morir todos esclavos, a que César esté muerto y todos viváis libres? 

Porque César era mi amigo, le lloro; porque fue afortunado, le celebro; como valiente, le honro; pero porque fue ambicioso, le maté. Lágrimas tuve para su afecto, gozo para su fortuna, honra para su valor y muerte para su ambición. ¿Quién hay aquí tan abyecto que quiera ser esclavo? ¡Si hay alguno, que hable, pues a él he ofendido! ¿Quién hay aquí tan estúpido que no quisiera ser romano? ¡Si hay alguno, que hable, pues a él he ofendido! ¿Quién hay aquí tan vil que no ame a su patria? ¡Si hay alguno, que hable, pues a él he ofendido! 

Aquí llega su cuerpo, que trae con dolor Marco Antonio, que, aunque no tomó parte en su muerte, recibirá los beneficios de ella, pues tendrá un puesto en la república. ¿Quién de vosotros no obtendrá otro tanto? Y ahora os abandono, pero os aseguro que, igual que he matado a mi mejor amigo por la salvación de Roma, guardo el mismo puñal para mí, cuando quiera mi patria reclamar mi muerte. 

Dejadme marchar solo, y si queréis agradarme, quedaos aquí con Antonio. Honrad el cadáver de César y oíd la apología de su gloria, que, con nuestro beneplácito, pronunciará. ¡Os suplico que nadie, excepto yo, se aleje de aquí hasta que Antonio haya hablado! 
(Sale.) 
… … …

Antonio: Amigos, romanos, compatriotas, prestadme atención. Vengo a enterrar a César, no a ensalzarlo. El mal que hace el hombre le sobrevive. El bien queda frecuentemente sepultado con los huesos. Sea así con César. El noble Bruto os ha dicho que César era ambicioso. Si lo fue, era una falta la suya, y gravemente la ha pagado. Con la venía de Bruto y los demás —pues Bruto es un hombre honrado, como son todos ellos, hombres todos honrados— yo sólo vengo a hablar en el funeral de César. 

César era mi amigo, y para mí leal y sincero, pero Bruto dice que era ambicioso, y Bruto es un hombre honrado. Trajo a Roma innumerables cautivos, cuyos rescates llenaron el tesoro público. ¿Parecía esto ambición en César? Siempre que los pobres dejaban oír su voz lastimera, César lloraba. ¡La ambición debería tener una sustancia más dura! No obstante, Bruto dice que era ambicioso, y Bruto es un hombre honrado. 

Todos visteis que en las Lupercales le presenté tres veces una corona real, y la rechazó tres veces. ¿Era esto ambición? No obstante, Bruto dice que era ambicioso, y, ciertamente, Bruto es un hombre honrado. ¡No hablo para desaprobar lo que Bruto ha dicho! ¡Estoy aquí para decir lo que sé! Todos le amasteis alguna vez, y no sin causa. Mi corazón está ahí, en ese féretro, con César.

Ayer todavía, la palabra de César hubiera podido hacer frente al universo. Ahora yace ahí, y nadie hay tan humilde que le reverencie. ¡Oh señores! Si estuviera dispuesto a excitar al motín y a la cólera a vuestras mentes y corazones, sería injusto con Bruto y con Casio, quienes, como todos sabéis, son hombres honrados. No quiero ser injusto con ellos. Prefiero serlo con el muerto, conmigo y con vosotros, antes que con esos hombres tan honrados. 

Pero aquí tengo un pergamino con el sello de César. Lo encontré en su gabinete y es su testamento. Oirá el pueblo su voluntad —aunque, con vuestro permiso, no me propongo leerlo.

Todos: ¡Queremos conocer el testamento! ¡Léelo, Marco Antonio! 

Antonio: Tened paciencia, amables amigos. No debo leerlo. No es conveniente que sepáis hasta qué extremo os amó César. Pues siendo hombres y no leños ni piedras, sólo hombres, al oír el testamento de César os enfureceríais llenos de desesperación. Así, no es bueno haceros saber que os instituye sus herederos, porque si lo supierais, ¡oh!, ¿qué es lo que no haríais? 

Todos: ¡Lee el testamento, queremos oírlo! 

Antonio: ¿Tendréis paciencia? ¿Permaneceréis un momento en calma? He ido demasiado lejos al deciros esto. Temo agraviar a los honrados hombres cuyos puñales traspasaron a César. 

Todos: ¡Son unos traidores! 

Antonio: ¿Queréis obligarme entonces a leer el testamento? Pues bien: formad círculo en torno del cadáver de César y dejadme enseñaros al que hizo el testamento. ¿Descenderé? ¿Me dais vuestro permiso? Si tenéis lágrimas, disponeos ahora a verterlas.

Discurso de Marco Antonio

¡Todos conocéis este manto! Recuerdo cuando César lo llevó por primera vez. Era una tarde de verano, en su tienda, el día que venció a los de Nervi. Mirad: por aquí penetró el puñal de Casio. Ved qué brecha abrió el implacable Casca. Por esta otra le hirió su muy amado Bruto. Y al retirar su maldito acero, observad cómo la sangre de César parece haberse lanzado tras él, como para asegurarse de si era o no, Bruto, el que tan inhumanamente abría la puerta. Porque Bruto, como sabéis, era el ángel de César. 

Juzgad, oh dioses, con qué ternura le amaba César. Ése fue el golpe más cruel de todos, pues cuando el noble César vio que él también le hería, la ingratitud, más potente que los brazos de los traidores, se anonadó completamente. Entonces estalló su poderoso corazón, y, cubriéndose el rostro con el manto, el gran César cayó a los pies de la estatua de Pompeyo, que se inundó de sangre. ¡Oh, qué caída, compatriotas! En aquel momento, yo, y vosotros y todos, caímos, y la traición sangrienta triunfó sobre nosotros. 

¡Oh!, ahora lloráis y percibo en vosotros la impresión de la piedad. Esas lágrimas son generosas. Almas compasivas. ¿Por qué lloráis, cuando aún no habéis visto más que la desgarrada vestidura de César? Mirad aquí. Aquí está él mismo, acribillado, como veis, por los traidores.

Guillaume Letière

Los que han consumado esta acción son hombres dignos. ¿Qué secretos agravios tenían para hacerlo? ¡Ah! Lo ignoro. Ellos son sensatos y honorables, y no dudo que os darán razones. Yo no vengo, amigos, a despertar vuestras pasiones. Yo no soy orador como Bruto, sino, como todos sabéis, un hombre franco y sencillo, que amaba a su amigo, y esto lo saben bien los que públicamente me dieron licencia para hablar de él. Porque no tengo ni talento, ni elocuencia, ni mérito, ni estilo, ni ademanes, ni el poder de la oratoria, que enardece la sangre de los hombres. Hablo llanamente y no os digo sino lo que todos sabéis. Os muestro las heridas del bondadoso César; pobres, pobres bocas mudas, y les pido que ellas hablen de mí. Pues si yo fuera Bruto y Bruto fuera Antonio, ese Antonio exasperaría vuestras almas y pondría una lengua en cada herida de César, capaz de conmover y amotinar las piedras de Roma. 
… … …

Os lega además todos sus paseos, sus quintas particulares y sus jardines recién plantados a este lado del Tíber. Los deja a perpetuidad para vosotros y para vuestros herederos como parques públicos para que paseéis y recreéis. ¡Éste era un César! ¿Cuándo tendréis otro semejante? 
… … …         ... ... ...         ... ... ...

Bruto: La sombra de César se me ha aparecido dos veces durante noche: una, en Sardis, y la otra, ayer, aquí, en los campos de Filipos. ¡Sé que ha llegado mi hora! Buen Volumnio, tú sabes que los dos fuimos juntos a la escuela. Pues bien, en nombre de nuestra antigua amistad, te ruego que tengas firme mi espada, mientras me arrojo sobre ella.

Volumnio: Eso no es trabajo para un amigo, señor.

Bruto: Entonces, tú, Estratón, te suplico que te quedes conmigo. Eres un muchacho digno de todo respeto y en tu vida ha habido algunos rasgos de honor. Sostén, pues, mi espada, y vuelve a un lado el rostro mientras me arrojo sobre ella. ¿Querrás hacerlo, Estratón? 

Estratón: Dadme primero vuestra mano. ¡Adiós, señor! 

Bruto: ¡Adiós, querido Estratón! (Se arroja sobre la espada.) ¡César, cálmate ahora! ¡No deseé tu muerte la mitad de lo que deseo la mía!

Brutus Rondanini, Gliptoteca de Munich
Καὶ σὺ τέκνον; ¿También tú, hijo?

Antonio: ¿Cómo murió Bruto, Estratón? 

Estratón: Sostuve su espada y se arrojó sobre ella. 

Antonio: ¡Éste es el más noble de todos los romanos! Todos los conspiradores, menos él, obraron por envidia del gran César. Sólo él, al unirse a ellos, fue guiado por un motivo generoso y en interés del bien público. Su vida fue pura, y los elementos que la constituían se combinaron de tal modo, que la naturaleza, irguiéndose, puede decir al mundo entero: ¡Éste era un hombre!

FIN


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