Así titulaba ABC Historia, hace poco más un año, (03.12.19) un artículo sobre la entrevista que la reina exiliada, Isabel II, concedió a Benito Pérez Galdós, “que destacó lo agradable que fue la conversación, realizó un perfil muy elogioso sobre Isabel II que había hallado en el palacio de la Avenida Kleber.”
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Isabel II en 1902 y Benito Pérez Galdós en 1905
Heredera con tres años, mayor de edad con trece, sin educación formal desde entonces, casada a los dieciséis y en el exilio con solo treinta y ocho años... Todo en la vida de la Reina Isabel fue demasiado rápido, a excepción de su larguísima estancia en el exilio parisino. Allí, con las aguas más calmadas, recibió la visita de uno de los mejores cronistas en la historia de España, Benito Pérez Galdós, que celebró con la Reina depuesta una entrevista en 1902 por mediación del embajador español en Francia. Galdós utilizó este valioso material para la construcción de “Narváez” y “Bodas reales” de sus Episodios Nacionales, así como para un reportaje, publicado en el diario “El Liberal” el 12 de abril de 1904, a modo de necrológica de una reina que a su muerte seguía siendo una desconocida para los españoles, a pesar de todas las leyendas y calumnias que se contaban sobre ella.
«Te contaré muchas cosas, muchas, unas para que las escribas…, otras para que las sepas».
Una de las principales críticas a Isabel era que, aprovechando sus pecados y escándalos públicos, una tropa de clérigos acudió al Palacio Real a mercadear con su sentimiento de culpa. Una de las más conocidos [influencias religiosas] que intrigaron en su corte fue Sor Patrocinio, de filiación carlista e ideas reaccionarias, a la que la Reina protegió frente a las peticiones, incluso desde Roma, de que fuera desterrada a muchos kilómetros de Madrid.
Retrato fotográfico de Sor Patrocinio, fragmento. De Jean Laurent.
Sobre el Ministerio Relámpago
En 1849, Isabel, su marido, la camarilla de clérigos, entre ellos Sor Patrocinio, y [el supuesto amante de la reina], el Marqués de Bedmar, lograron destituir mediante trampas y subterfugios a Ramón María Narváez, presidente del Consejo de Ministros y cabeza del Partido Moderado. El nuevo Gobierno duró menos de veintisiete horas, lo que el fogoso Narváez tardó en recuperar el poder, pero en las filas liberales nunca se olvidó lo permeable que era la Reina a las influencias del ala más casposa de la Corte. Ante Pérez Galdós, Isabel se justificó por su papel en ese Ministerio Relámpago:
"Cierto que aquel cambio de ministerio fue una equivocación; pero al siguiente día quedó todo arreglado… Yo tenía entonces diecinueve años… Este me aconsejaba, aquel otra, y luego venía un tercero que me decía: ni aquello ni esto debes hacer, sino lo de más allá".
Retrato de la Reina Isabel II hacia 1860, por Luis de Madrazo y Kuntz
La infancia de Isabel II fue una lucha entre moderados, progresistas, absolutistas y los hombres de su madre, la regente María Cristina, por moldear en su beneficio a la futuro Reina de España. Lo que entre todos consiguieron, al final, es aturdir a la niña y provocarle graves carencias afectivas.
(Extractos del artículo de ABC Historia)
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Cabe preguntarse qué le habrían contado a doña Isabel acerca de su padre, tan injustamente apodado “El Felón”, dado que se merecía un adjetivo bastante peor, a causa de sus traiciones, mentiras, falsos juramentos, sus ejecuciones de constitucionalistas, su bajeza ante Napoleón, su adhesión a los “persas” ... y, en fin, aquella sucesión de errores, siempre egoístas del que había dicho que marcharía francamente, el primero... por la senda constitucional.
De la madre, doña Cristina, nos ocuparemos, quizás en otra oportunidad, pero añadamos que tanto el marido de Isabel, como la madre, nunca dudaron en aliarse con cualquiera, incluidos los Carlistas a pesar de las terribles guerras dinásticas convertidas en civiles, en contra de la reina legítima y sus gobiernos camarilla. ¿Por privilegios, quizás? ¿Por afán de riqueza? ¿Por deseo de poder? ¿Convencidos de su “divinidad" omnipotente, que sólo debe responder ante Dios con la ayuda de los puentes tendidos por sus favoritos religiosos?
Es el caso, que, vistos sus antecedentes, no cabe duda de que Isabel II fue injustamente difamada y que, si vivía en una especie de olimpo de ignorancia, fue porque sus “protectores” así lo deseaban para manejar el poder a su antojo, culpándola, sin embargo, a ella, de todos sus fracasos.
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Transcripción literal de la entrevista, con las reflexiones de Galdós, publicada en “EL LIBERAL” de 12 de abril de 1904, con información complementaria sobre los hechos históricos citados en el artículo.
Isabel II había fallecido tres días antes de la publicación.
LA REINA ISABEL II entrevistada por B. PÉREZ GALDÓS
I
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La primera vez que tuve el honor de visitar en el palacio de la Avenida Kléber a la reina doña Isabel, me impuso la presencia de esta señora un alelado respeto, pues no es lo mismo tratar con majestades en las páginas de un libro, o en los cuadros de un museo, que verlas y oírlas, y tener que decirles algo, dando uno la cara, en visitas de carne y hueso, sujetas a inflexibles reglas ceremoniosas.
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Por mi gusto, me habría limitado a las formas de cortesía y homenaje, tomando a renglón seguido la puerta, sin intentar siquiera exponer el objeto de mi visita, el cual no era otro que solicitar de la majestad que se dignase contar cosas y menudencias de su reinado, haciendo la historia que suena después de haber hecho lo que palpita... Pero el embajador de España, amigo mío de la infancia, que era mi introductor y fiador mío en tal empresa, hombre muy hecho al trato de personas altas, me sacó de aquella turbación, y fácilmente expresó a la reina el gusto que tendríamos de oír de sus labios, memorias dulces y tristes de su tiempo azaroso. Con exquisita bondad acogió Isabel II la pretensión y tratándome como a persona suya, que por suyos tuvo siempre a todos los españoles, me dijo:
-Te contaré muchas cosas, muchas; unas para que las escribas..., otras para que las sepas.
A los diez minutos de conversación, ya se había roto, no diré yo el hielo, porque no lo había, sino el macizo de mi personalidad ante la grandeza jerárquica de aquella señora, que más grande me parecía por desgraciada que por reina. Me aventuraba yo a formular preguntas acerca de la infancia, y ella con vena jovial refería los accidentes cómicos, los patéticos con sencillez grave; a lo mejor su voz se entorpecía, su palabra buscaba un giro delicado que dejaba entrever agravios proscritos, ya borrados por el perdón. Hablaba doña Isabel un lenguaje claro y castizo, usando con frecuencia los modismos más fluidos y corrientes del castellano viejo, sin asomos de acento extranjero, y sin que ninguna idea extranjera asomase por entre el tejido espeso de españolas ideas. Es su lenguaje, propiamente burgués y rancio, sin arcaísmo, el idioma que hablaron las señoras bien educadas en la primera mitad del siglo anterior, bien educadas, digo, pero no aristócratas. Se formó, sin duda, el habla de la reina en el círculo de señoras, mestizas de nobleza y servidumbre, que, debieron componer su habitual tertulia y trato en la infancia y en los comienzos del reinado. Eran sus ademanes nobles, sin la estirada distinción de la aristocracia modernizada, poco española, de rigidez inglesa, importadora de nuevas maneras, y de nuevos estilos elegantes de no hacer nada y de menospreciar todas las cosas de esta tierra. La amabilidad de Isabel II tenía mucho de doméstica. La Nación era para ella una familia, propiamente la familia grande, que por su propia ilimitación permite que se le den y se le tomen todas las confianzas. En el trato con los españoles no acentuaba sino muy discretamente la diferencia de categorías, como si obligada se creyese a extender la majestad suya y dar con ella cierto agasajo a todos los de la casa nacional.
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Contó pasajes saladísimos de su infancia, marcando el contraste entre sus travesuras y la bondadosa austeridad de Quintana y Argüelles. Graciosos diálogos con Narváez contó sobre cuál de las dos tenía peor ortografía. Indudablemente, el general quedaba vencido en estas disputas, y así lo demostraba la reina con textos que conservaba en su memoria y que repetía marcando las incorrecciones. En el curso de la conversación, para ella tan grata como para los que la escuchábamos, hacía con cuatro rasgos y una sencilla anécdota los retratos de Narváez, O’Donnell, Espartero, figuras para ella tan familiares, que a veces le bastaba un calificativo para pintarlas magistralmente…
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Le oí referir su impresión, el 2 de Febrero del 52, al ver aproximarse a ella la terrible figura del clérigo Merino. Impresión más de sorpresa que de espanto, y su inconsciencia de la trágica escena por el desvanecimiento que sufrió, efecto, más que de la herida, del griterío que estalló en torno suyo y del terror de los cortesanos.
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Algo dijo de la famosa escena con Olózaga en la cámara real, en 1844; mas no con la puntualización de hechos y claridad descriptiva que habrían sido tan gratas a quien enfilaba el oído para no perder nada de tan amenas historias… Empleó más tiempo del preciso en describir los dulces que dio a D. Salustiano para su hija y la linda bolsa de seda que los contenía. Resultaba la historia un tanto caprichosa, clara en los pormenores y precedentes, obscura en el caso esencial y concreto, dejando entrever una versión distinta de las dos que corrieron, favorable la una, adversa la otra a la pobrecita reina, que en la edad de las muñecas se veía en trances tan duros del juego político y constitucional, regidora de todo un pueblo, entre partidos fieros, implacables y pasiones desbordadas.
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Cuatro palabritas acerca del Ministerio Relámpago habrían sido el más rico manjar de aquel festín de Historia viva; pero no se presentó la narradora en este singular caso tan bien dispuesta a la confianza como en otros.
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Más generosa que sincera, amparó con ardientes elogios la memoria de la monja Patrocinio. “Era una mujer muy buena –nos dijo-; era una santa y no se metía en política ni en cosas del Gobierno. Intervino, sí, en asuntos de mi familia, para que mi marido y yo hiciéramos las paces, pero nada más. La gente desocupada inventó mil catálogos, que han corrido por toda España y por todo el mundo… Cierto que aquel cambio de ministerio fue una equivocación; pero al siguiente día quedó todo arreglado… Yo tenía entonces diecinueve años… Esta me aconsejaba una cosa, aquel otra, y luego venía un tercero que me decía: ni aquello ni esto debes hacer, sino lo de más allá… Pónganse ustedes en mi caso. Diecinueve años y metida en un laberinto, por el cual tenía que andar palpando las paredes, pues no había luz que me guiara. Si alguno me encendía una luz, venía otro y me la apagaba…”
Gustosa de tratar este tema no se recató para decirnos cuán difíciles fueron para ella los comienzos de su reinado, expuesto a mil tropiezos por no tener a nadie que desinteresadamente la guiara y aconsejara. “Los que podían hacerlo no sabían una palabra de auto de gobierno constitucional; eran cortesanos que sólo entendían de etiqueta, y como se tratara de política, no había quien los sacara del absolutismo. Los que eran ilustrados y sabían de constituciones y de todas estas cosas, no me aleccionaban sino en los casos que pudieran serles favorables, dejándome a obscuras si se trataba de algo en que mi buen conocimiento pudiera favorecer al contrario. ¿Qué había de hacer yo, tan jovencilla, reina a los catorce años, sin ningún freno en mi voluntad, con todo el dinero a mano para mis antojos y para darme el gusto de favorecer a los necesitados; no viendo a mi lado más que personas que se doblaban como cañas, ni oyendo más que voces de adulación que me aturdían? ¿Qué había de hacer yo?... Póngase en mi caso…”
Puestos en su caso mentalmente, fácilmente llegábamos a la conclusión de que sólo siendo doña Isabel criatura sobrenatural, habría triunfado de tales obstáculos. Si yo hubiera tenido confianza y autoridad, habríame quizás atrevido a decirle: “Verdad, señora, que en la mente de vuestra majestad no entró jamás la idea fácilmente adquirida en la propia cuna; pero el Estado, el invisible ser político de la nación, expresada con formas de lenguaje antes que pomposas galas que hablan exclusivamente a los ojos, rondaban el entendimiento de vuestra majestad, sin decidirse a entrar en él. ¿Verdad que criaron a vuestra majestad en la persuasión de que hacer podía en cuanto se le antojara, y quitar y poner gobernantes como si cambiase de ropa? ¿No confió vuestra majestad demasiado en el amor de su pueblo y en la protección divina, dos cosas ¡ay! sujetas e inesperadas, lastimosas quiebras! Porque los pueblos aman, y Dios protege, pero siempre con su cuenta y razón. El amor de los pueblos es siempre más egoísta que el de los hombres y han menester los reyes de una constante atención sobre las vidas y sobre los intereses de la familia nacional para que esta se mantenga firme en sus cariños y no se revuelva cuando se ve burlada y convertida en rebaño. El favor del cielo debió vuestra majestad esperarlo como sanción de sus acciones y de su fiel cumplimiento de las leyes, y no vislumbrarlo tras de las milagrerías y enredos con que alucinaban a la pobre niña los traficantes en piedad, y cambiantes de almas por intereses, y de intereses por almas. Muchos ingratos vio la reina en su largo camino de la coronación al destierro, y a no pocos hubo de perdonar el mal que le hicieron a trueque de tantos beneficiejos: pero hombres de entereza y de gran virtud halló también en ese camino y no supo valerse de ellos. De los ingratos y de los que no lo eran, de la ambición de los revoltosos y del parecer de los pacíficos, del resentimiento de muchos y del derecho de todos, se formó la gran justicia del 63, ardua, inevitable sentencia que nadie puede condenar analizando sus orígenes obscuros, sus medios desusados, porque los pueblos, cuando se juegan la vida, ponen en el lance todo lo que poseen.
Claro que esto fue pensado, y antes moriría yo que decirlo en la visita. Aun el pensarlo allí era gran impertinencia, por lo cual es lo más probable que lo pensé después. En la visita, yo no hacía más que recrearme, oyendo el encantador murmullo de la Historia viva, fresca, brotando de su nativo manantial. La reina Isabel, animándose con el renovar las añejas memorias, a cada instante tomaba más gusto a sus cuentos por el sabor propio de ellos y por la conciencia que tenía la narradora de su gracioso contar. Verdad que de los asuntos que iban saliendo, ella escogía los de su conveniencia y mayor agrado, desechando los que la enfadaban, o los que por tener espinas no podían pasar sin dolor por sus labios. Al fin, sintonizando ya todos aquellos pasajes alegres y dolorosos que había contado, y como queriendo engarzar con un hilo de oro las buenas y las malas venturas, dijo estas palabras que en mi mente conservo bien grabadas:” Yo tengo todos los defectos de mi raza, lo reconozco; pero también algunas de sus virtudes.”
II
Otro día nos dio más noticias interesantes de cosas y personas, y esclareció algún suceso desvirtuado por la pasión. Inclinando su pensamiento al pesimismo, vimos nublarse su rostro y empañarse al azul de sus ojos.
-Sé que lo he hecho muy mal; no quiero ni debo rebelarme contra las críticas acerbas de mi reinado… Pero no ha sido mía toda la culpa; no ha sido mía…
Acudió León y Castillo a dar consuelo al espíritu de la reina con la fina lisonja que le dictaban su cortesía y su cariñosa adhesión. Ponderó los progresos del reinado de Isabel II, el desarrollo de la riqueza, la difusión de la cultura, el aumento del bienestar; señaló las puras glorias de la guerra de África, las victorias logradas en el terreno del arte y las letras; los ferrocarriles, y tantas cosas que la reina no encontró el día de su advenimiento y dejó el día de su advenimiento y dejó el día de su fin político. pero, aun teniendo estas cosas en boca del embajador toda la verdad del mundo, no convencían a la reina de la fecundidad de su reinado.
-Pero hay más, mucho más –decía- que pudo hacerse y no se hizo; ha faltado tiempo, ha faltado espacio… Yo quiero, he querido siempre el bien del pueblo español. El querer lo tiene una en el corazón; pero el poder ¿dónde está?... Sólo Dios manda el poder cuando nos conviene… Yo he querido… ¿El no poder, ha consistido en mí o en los demás? Esta es mi duda.
Llegó el momento de la despedida. La reina, que deseaba moverse y andar, salió al salón, apoyada en su báculo. Fue aquella mi postrera visita y la última vez que la vi. Vestía un traje holgado de terciopelo azul; su paso era lento y trabajoso. En el salón nos despidió, repitiendo las fórmulas tiernas de amistad que prodigaba con singular encanto. Su rostro venerable, su mirada dulce y afectuosa persistieron largo tiempo en mi memoria.
Recordando después, lejos ya del palacio de Castilla, la última expresiones de desaliento que oímos a la reina Isabel, y aquella otra declaración que en anterior visita hizo, referente a los defectos y virtudes castizas que reconoce en sí, vine a pensar que sus virtudes pueden pertenecer al número y calidad de las elementales y nativas, y que los defectos como producto de la mala educación y de la indisciplina, pudieran ser corregidos, si en la infancia, hubiera tenido Isabel a su lado personas de inflexible poder, educativo, y si en las épocas de formación moral tuviese un corrector dulce, un maestro de voluntad, que le enseñase las funciones de reina y fortificara su conciencia vacilante y sin aplomo. No se apartaba de mi mente la imagen de la reina bondadosa, tal como en sus floridos años nos la presentaron las pinturas de la época, y pensando en ella hacía lo que hacemos todos cuando leemos páginas tristes de un desastre histórico y de las ruinas y desolación de los reinos. Nos complacemos en desbaratar todo aquel catafalco las verdades y edificarlo de nuevo a nuestro gusto. Yo reconstruía el reinado desde sus cimientos, y a mi gusto lo levantaba después hasta la cúspide o bóveda más alta, poniendo la fortaleza donde estuvo la debilidad, la prudencia donde estuvo la debilidad, la prudencia en vez de la temeridad, el sereno servir de las cosas donde moraron las pasiones, la superstición y el miedo. Y en esta reconstrucción empezaría, como he dicho, por el fundamento y lo primero que enmendaba era el enorme desacierto de las bodas reales.
Sin ofender a nadie, y por puro pasatiempo imaginativo, puede uno dedicar sus ratos de meditación a ejercer de Providencia que vela por los pueblos. Yo reformaba la Historia y hacía del reinado de Isabel, con la misma Isabel, no con otra, un reinado de bienandanzas. Las bellas cualidades de la soberana las dejaba como eran y han sido hasta el día de su muerte, y los defectos reducíalos a lo más mínimo, casi a la nada, bajo la acción dulce de un matrimonio dictado por la razón y fortificado por el mutuo cariño. Casaba yo a la reina de España con un príncipe ideal. Escogido entre los mejores de Europa, y como esto que digo es imaginación o más bien sueño, no estoy obligado a decir el nombre, y lo designaba sólo con la socorrida fórmula teórica de Equis. Equis daba su mano a Isabel, a despecho de Palmerston y de Guizot, y casados se quedaban, quisiéranlo o no las entrometidas matronas Inglaterra y Francia... Pero ahora faltaba otra cosa en el restaurado edificio histórico. Para que Isabel ejerciera noblemente su soberanía constitucional, elegía yo entre todos los hombres políticos que hemos tenido desde aquellas calendas, a D. Antonio Cánovas, no como era en el día, un mozuelo sin experiencia, sino como fue después en la madurez de su vida. Con el Cánovas de 1876, puesto treinta años atrás en la serie histórica, transmutación admisible en la ley del ensueño, no había miedo de que a espaldas de los Gobiernos visibles trabajasen en las sombras palatinas las camarillas enmascaradas, apartando de su dirección recta las resoluciones de gobierno. Cánovas (y quien sueña Cánovas, puede soñar Prim o Sagasta, aunque estos habrían sido más útiles en días posteriores del reinado), hubiera hecho de la servidumbre de palacio lo que debía ser, habría cortado toda comunicación con monjitas extáticas y capellanes traviesos, suprimiendo con solo un gesto, la milagrería y embusteras santidades que así desdoraban el trono como el altar...
Pues este ideal estadista, que he llamado Cánovas porque los talentos y el rigor de este hombre de nuestro tiempo parécenme los más adecuados para inaugurar en aquellos un reinado eficaz, es la otra Equis marital, ¿habrían podido contener el empuje de las facciones y hacer frente a los efectos de la cruenta guerra, defenderse del conspirar continuo y atajar los pronunciamientos? No habrían hecho todo esto, pero sí algo, más que algo, casi lo bastante para que el reinado se desenvolviera entre suaves discordias, empalmando al fin semipacíficamente con otro reinado en que la mayor cultura facilitara la acción gubernativa. Y a esta paz relativa, alivio más que remedio de tantas guerras, hubieran llegado las dos Equis con sólo abstenerse del gran error de aquel tiempo, que fue la desheredación de los progresistas. Invitados estos al juego constitucional, y sacadas sus ánimas del Purgatorio del ayuno crónico, habrían dado a la patria grandes hombres, y, sin duda, alguna nueva Equis de esclarecido brillo en nuestra historia.
Mas todo esto es un sueño, y sólo en sueños han existido estos Equis, correctores del Destino y de la adversidad humana.
Es un consuelo aceptable, a falta de otros, el rectificar en sueños nuestras desdichas y las ajenas. ¿Quién asegura que este mismo sueño del rey Equis y del ministro Equis, no lo tuvo en sus tristes días la desgraciada doña Isabel? ¿Y quién asegura que no lo tiene ahora?
III
¡Cómo ha de ser! Por no haber agregado a la inocente Isabel las dos Equis, todo se lo llevó la trampa, y las buenas cualidades de la reina, ineficaces para la salud de la Patria, sólo han servido para que algunos, quizás muchos ciudadanos agradecidos, puedan enaltecer su memoria. La bondad generosa, el fácil arranque para las dádivas y mercedes, el corazón abierto a los cariños y cerrado a los rencores, quedaron oscurecidos y ahogados por insubstancial beatería, por la volubilidad y sinrazón que presidían sus cambios de gobierno, por el olvido del principio de libertad, razón primera de su jerarquía, y aliento de los héroes que dieron la vida por ganar para ella la corona. ¡Y ella se quejaba de los ingratos, sin darse cuenta de la monstruosa ingratitud suya!
Comparemos. Poniendo los tiempos de Isabel junto a los tiempos siguientes, para ver si estas generaciones valen más o menos que aquellas, vemos que si en algunos órdenes la diferencia es favorable a nosotros, en otros hemos perdido mucho. Entonces era mayor la ignorancia; pero las voluntades más firmes. Entonces hacían los hombres algo bueno, y quizás algos, perteneciente al reino de la maldad; ahora los hombres han descubierto y practicaban el fácil oficio de no hacer nada. Entonces había más fe, ideales luminosos, mayores arrestos para todo; hoy tenemos mayor cultura, conocimientos de mayor extensión, se sabe el nombre de las cosas, de las subcosas y toda derivación de la materia o del pensamiento tiene su estudio; mas reina en las almas el orgullo del saber o el desdén de lo que se ignora, productos ambos de la blanca pereza de las acciones.
¿Proceden estos males de los males de marras? Así debe ser, como nuestra relativa cultura tuvo por maestra la pedantería de aquellos tiempos y el poquísimo saber que entonces se acumuló en escuelas y talleres. Y es saludable que el ejemplo más pernicioso que nos legó aquel reinado, fue un nuevo mandamiento de novísima ley que entonces empezó a tener franco uso: “Hagamos todo lo que se nos antoje y cada cual observe la ley de su propio gusto.” El cumplimiento del deber, desde aquellas décadas, rige sólo para los tontos, y de estos, rodando años y días, van quedando muy pocos. En cambio, acrece prodigiosamente el número de hombres agudos, chistosos y neciamente prácticos, mientras en la sutil corruptela de hacer cada uno lo que quiera, revistiendo el desafuero de formas hipócritas, y pagando a la ley un tributo externo por medio de trampas hechas con figurados resortes y pintados mecanismos que imitan los de la ley. Este mal viene de allá, de los enmarañados tiempos en que difícilmente se veía la relación entre los efectos y las causas. Su inicial impulso nadie sabe donde estuvo, pero de allá procede sin duda, esta facilidad para erigir en norma de la vida los propios gustos, como este amaneramiento social de tomarse todo a broma y el hablarlo todo con módulos de lenguaje a veces ingeniosos, signo y marca indudable de nuestra decadencia.
¿Y cómo dudar que de allá nos vino el caciquismo, ahora más terrible y devastador que en sus orígenes, porque lo hemos cultivado con esmero, al aire libre y en estufa, y dádole más fuerza y extensión para que nos atormente a todos por igual y sin que ningún nacido se escape? Finalmente, en descargo de aquella edad, reconozcamos como obra exclusiva de la nuestra este mal inmenso metido en lo más hondo de nuestra naturaleza, al cual llamamos crudamente y sin atenuación ninguna la frescura nacional. La imagen de esta generación, principalmente en la parte de ella que habita en las grandes ciudades, se nos representa alzando los hombros y alargando el labio inferior para expresar el supremo desdén de todas las cosas. ¿Se nos van las provincias de América y Oceanía? Bueno. ¿Se estanca la riqueza, pierde la mitad casi de su valor nuestra moneda, nos cierran las naciones modernas el camino de África, fundadas en el vergonzoso abandono de nuestra política internacional? Bien, todo está bien... Vivimos y vegetamos sin prever el fin de nuestras desdichas, heredadas las unas, de creación reciente las otras.
Faltas añejas, faltas recientes, nos han traído a esta situación. Debilitado el ideal patrio, debilitada la fe en la monarquía, la fe en la República, queda tan solo la esperanza en una nueva fe, que surja del fondo social acabando con la indiferencia y el caciquismo, con el autonomismo personal, y con la caterva depravada de frescos y chistosos. Los problemas que enardecían a los hombres en otro tiempo, pasaron y se desvanecieron o resueltos o a medio resolver, perdido el gran interés que a los hombres movía en favor de ellos. Resta el problema nuevo que avanza sobre tanto escombro, el problema del vivir, de la distribución equitativa del bienestar humano, y de las vindicaciones que, apenas intentadas, difunden por todo el mundo la desconfianza y el pavor. Todo eso viene y ante esta intensa aspiración general de incontrastable poder, la historia de ayer quedará reducida a cuentos vanos, y las figuras que fueron grandes o que lo parecieron, mermarán hasta llegar a ser apenas perceptibles.
El reinado de Isabel se irá borrando de la memoria, y los males que trajo, así como los bienes que produjo, pasarán sin dejar rastro. La pobre reina, tan fervorosamente amada en su niñez, esperanza y alegría del pueblo, emblema de libertad, después hollada, escarnecida y arrojada del reino, baja al sepulcro sin que su muerte avive los entusiasmos ni los odios de otros días. Se juzgará su reinado con crítica severa; en él se verá el origen y embrión de no pocos vicios de nuestra política; pero nadie niega ni desconoce la inmensa ternura de aquella alma ingenua, indolente, fácil a la piedad, al perdón, a la caridad, como incapaz de toda resolución tenaz y vigorosa. Doña Isabel vivió en perpetua infancia, y el mayor de sus infortunios fue haber nacido reina y llevar en su mano la dirección moral de un pueblo, grande obligación para tan tierna mano.
Fue generosa, olvidó las injurias, hizo todo el bien que pudo en la concesión de mercedes y beneficios materiales; se reveló por un altruismo desenfrenado, y llevaba en el fondo de su espíritu un germen de compasión impulsiva en cierto modo relacionado con la idea socialista, porque de él procedía su afán de distribuir todos los bienes de que podía disponer, y de acudir a donde quiera que una necesidad grande o pequeña la llamaba. Era una gran revolucionaria inconsciente, que hubiera repartido los tesoros del mundo, si en su mano los tuviera, buscando una equidad soñada y una justicia que aún se escondía en las vaguedades del tiempo futuro. En sus días tristes soñaba con las dos Equis, que hubieran hecho de ella una reina burguesa y correctísima. Tal vez en los días alegres soñó con una tercera Equis, que la guiaba al reino inmenso, misterioso, de la nivelación social, donde todos los humanos disfrutan por igualo de los dones del cielo y de la tierra.
Descanse y sueñe en paz.
B. Pérez Galdós. Abril de 1904.
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Epílogo
En septiembre de 1868, una reacción que conocemos como "la Revolución Gloriosa" destronó a Isabel II. Los militares que abanderaban la rebelión asumían causas estrictamente políticas y, sobre todo, un deseo necesario de renovar el Estado, que atravesaba una situación económica tan extremadamente dura, que parecía hacer inevitable una revuelta popular, todo lo cual no eximía a todos los protagonistas de ciertas ambiciones personales.
En consecuencia, el 30 de septiembre de 1868, la reina tuvo que abandonar el territorio español, y se instaló en París, para no volver nunca más.
A pesar de la confianza que ella les había otorgado –de forma inocente, al menos en apariencia-, algunos de los portadores de “espadones” como el general Serrano, la traicionaron sin piedad, una vez que comprendieron que ya no sería útil para sus intereses.
Conviene, sin duda, recordar que había sido proclamada a los tres años, y reina efectiva, a los trece –de todo lo cual queda constancia en la “Gaceta de Madrid”-, tras los asombrosos titubeos de su padre, que tan pronto era “sálico” como dejaba de serlo, o se afirmaba pública y “francamente constitucionalista”, con la misma facilidad que firmaba las sentencias de ejecución de los que, en realidad lo eran.
Con semejante equipaje, la joven reina se halló envuelta en las intrigas de su madre, que ocultó a todos su nuevo matrimonio morganático y sus hijos, habidos tras la muerte de Fernando VII, con el práctico objetivo de no perder la regencia. Posteriormente también fue manejada por los amigos de su marido y por él mismo, quien, al igual que la reina Cristina, no dudaba en conspirar contra los diferentes gobiernos que se sucedieron casi sin pausa, sin que Isabel II interviniera con conocimiento de causa, pues jamás recibió una mínima formación apropiada para ejercer el poder, todo lo cual, la colocó en una rampa de descenso, por la que aquella niña grande y mandona casera, se fue despeñando, recibiendo toda clase de desprecios y siendo habitualmente considerada responsable de rodos los desastres posibles, aun cuando ella, posiblemente, no comprendía, ni era informada de las verdaderas causas de los mismos.
Así, paulatinamente, llegó a prestar su confianza a las élites más conservadoras de un reino, a cuyos súbditos desconocía y, por tanto, ignoraba sus necesidades y carencias, razón por la cual, llegó a ser considerada culpable de todos los desastres, y menospreciada e insultada por ellos.
Una grave crisis económica, provocada, en parte, por decisiones equivocadas, a la que siguió otra, de carácter alimentario, como consecuencia de malas cosechas, provocó una insuperable falta de trabajo y una subida del pan, es decir, que se reunieron todos los elementos necesarios, para provocar una revuelta popular.
Para completar el desastre, si las Cortes planteaban alguna medida tendente a paliar aquella terrible situación, se encontraban con la negativa permanente del general Narváez, el más conocido de los “espadones”, para quien los conflictos sociales, eran actos con los que se acababa fácil y radicalmente, por medio del ejército.
Desde 1866, algunos políticos liberales y progresistas, se habían reunido en Ostende, para proponer, planificar, y ejecutar, en su caso, un plan por medio del cual derrocarían el gobierno, proponiendo otro, de carácter provisional que propusiera medidas destinadas a cambiar la situación económica y social del reino. Ante las dudas provocadas por la posibilidad de que la reina lo aceptara, habituada como estaba, a su grupo conservador, se sopesó la necesidad de derrocarla y crear una asamblea constituyente.
La amplitud de miras que mostró el grupo de Ostende, con el objetivo de ampliar el número de adhesiones, logró reunir a generales, como Prim, e incluso, Serrano, que años antes había sido “confidente” de la reina, aunque, para entonces, había siso alejado de la Corte.
En abril del año 68, murió el general Narváez; Isabel II no tuvo mejor idea–ya fuera motu proprio, o aconsejada secretamente, que nombrar en su lugar al personaje menos aconsejable en aquel momento crítico, como fue González Bravo, en una decisión que terminó de derribar todos los frenos, pues se trataba de “un político autoritario y ultraconservador, que al inaugurar su gobierno, prometió resistencia a toda tendencia revolucionaria”, rodeado de una camarilla de la que formaban parte los imprescindibles, Sor Patrocinio o el padre Claret-, lo que terminó de animar a los políticos remisos al cambio. La reina reaccionó desterrando a los más importantes generales, tanto liberales como moderados, entre los cuales se hallaba, ni más, ni menos, que el propio Serrano. La camarilla palaciega seguía tejiendo sus redes en silencio y sin asumir la menor responsabilidad por las consecuencias de sus actos, que siempre correspondería, como así fue, a la propietaria de la Corona.
En septiembre del 68, cuando la reina disfrutaba tranquilamente de sus vacaciones en San Sebastián, Prim, Serrano y otros, volvieron en secreto a España, al tiempo que el Vicealmirante Topete se pronunciaba en Cádiz, con el respaldo de la flota con la que se reuniría Prim, que, al mando d una fragata, avanzó reuniendo simpatizantes por la costa levantina.
El 17 de septiembre se oficializó la actividad rebelde que, en pocos días, dio al traste con la monarquía, o, por mejor decirlo, con aquella incoherente reina. Ante el inesperado desarrollo de los acontecimientos, el presidente González Bravo, dimitió de inmediato, siendo sustituido por el general de la Concha, que se encontró sin fuerzas militares con que afrontar la situación.
Juan Bautista Topete y Carballo, de Rafael Monleón. Museo Naval. Madrid
Retrato anónimo de González Bravo, y
Gutiérrez de la Concha, por Miguel Aguirre Rodríguez. Senado
Al parecer, cuando la reina recibió la noticia, propuso volver a Madrid, abandonado su veraneo, sin embargo, aconsejada por el nuevo presidente, optó por permanecer en San Sebastián, ante la no muy lejana posibilidad de que se viera obligada a abandonar el reino de manera forzosa.
El 28 de septiembre se producía la derrota de los leales monárquicos en Alcolea de Córdoba, a la vez que la guarnición de Madrid se unía a los rebeldes, todo lo cual provocó que la reina decidiera abandonar el reino definitivamente el día 30, yendo a buscar refugio en París, donde, tras ser bien acogida por Napoleón III, se compró el hotel que ya conocemos “Palacio Castilla”, en el que residió el resto de su vida.
Isabel nunca creyó merecer aquella “suerte” y, para su satisfacción, llegó a vivir la restauración en las personas de Alfonso XII, en 1874, seguido de Alfonso XIII, en 1886.
Gobierno Provisional, 1869. Figuerola, Ruiz Zorrilla, Sagasta, Juan Prim, Serrano, Topete, Adelardo López de Ayala, Lorenzana y Romero Ortiz. Fotografía de J. Laurent.
Ya para el día 8 de octubre, se formó un Gobierno Provisional encabezado por Prim y Serrano, si bien ello no supuso la vuelta a la paz, el orden y el trabajo, pues dentro de aquel diverso grupo que protagonizó la revuelta, se enfrentaban demasiadas corrientes, entre las que, si bien, algunas preconizaban la República, otras defendían el retorno a la monarquía, como el general Topete, proponiendo algunos, incluso, un cambio de dinastía, pero mostrándose, en todo caso, partidarios de una Corona de carácter democrático; algo que, al parecer, hizo exclamar a Serrano, que tal idea era más improbable que “encontrar un ateo en el cielo”.
Amadeo de Saboya en 1872, retratado por Vicente Palmaroli. Museo del Prado
Al final, y a propuesta de Prim, ya en 1870, las Cortes ofrecieron la Corona a Amadeo de Saboya –hijo de Víctor Manuel II-, que, al parecer, podría asumir el papel de un monarca liberal, que quizás pudiera servir de eslabón entre las diversas tendencias de carácter monárquico y, acaso, las de sus contrarios. Sin embargo, por razones que quizás todavía están por esclarecer, en el sentido de averiguar si se trató de una actitud popular innata a provocada, Amadeo de Saboya, convertido en diana de tantas posturas fieramente contradictorias, en realidad casi anárquicas y, sin duda, contrarias a los supuestos principios que decían abanderar, se le hizo imposible establecer unos criterios mínimos de organización del reino, por lo que, prácticamente se puede decir que no llegó a reinar. Abdicó a los dos años de su elección.
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