Los personajes de esta historia, la portuguesa Mariana Alcoforado y el francés Noël Bouton, son históricos y están documentados, pero las Cartas de las que vamos a ocuparnos, podrían serlo, o quizás no, ya que nunca aparecieron los originales. La primera versión de las mismas, publicada por la Gazette de France, en enero de 1669, ofreció dudas sobre su autoría, que muchos adjudicaron a su traductor, el Conde de Lavergne de Guilleragues, quien se inspiraría en cartas de mujeres portuguesas, enamoradas de oficiales franceses -cuando Luis XIV los envió para apoyar a Portugal en la Guerra de Restauração, por la cual el país se desligó de la Monarquía Hispánica definitivamente-, si bien, el traductor aseguró siempre que se había limitado a traducir las cartas que verdaderamente Mariana Alcoforado escribió y envió a Noël Bouton y que este le entregó para su edición cuando ya eran muy conocidas entre sus amistades.
María Alcoforado, nacida en el seno de una familia portuguesa de cierta nobleza, –consta en su registro de bautismo que fue apadrinada por Francisco da Gama, conde da Vidigueira–, contempló, entre 1667 y 68, desde una ventana del convento de la Conceiçao de Beja, en el Alentejo, donde vivía como monja clarisa, uno o varios desfiles o alardes del regimiento de caballería del marqués de Chamilly, Noël Bouton, de quien, inmediatamente se enamoró.
Nostra Senora de Conceiçao. El Convento en Beja donde residía Mariana Alcoforado.
Con la colaboración de Baltasar, hermano de la monja, que facilitó el encuentro entre ellos, María y Noël empezaron a verse en secreto, aunque no parece que fuera necesario que las visitas del francés al convento se multiplicaran demasiado para que María se enamorara de él ciegamente.
Un día –al final de la guerra–, Chamilly comunicó a María que había recibido noticias de que uno de sus hermanos se encontraba enfermo y abandonó Portugal a toda prisa, prometiendo que muy pronto enviaría a alguien a buscarla para llevarla a Francia.
María, o Mariana, o María Ana, se dispuso a esperar, pero a medida que el tiempo pasaba, emprendió un amargo camino que, desde la esperanza, la llevó a la incertidumbre, para desembocar, finalmente en la convicción del abandono y con esto, en la desesperación definitiva; una sucesión lógica, en su caso, de estados de ánimo, que quedó fielmente reflejada en cinco apasionadas cartas, escritas entre diciembre de 1667 y junio de 1668, y que Chamilly guardaría cuidadosamente, aunque parece que casi nadie creyó posible que aquel personaje pudiera ser el destinatario de las mismas, a pesar de que se dice que solía mostrarlas como un botín de guerra.
Una vez convencida de haber alimentado un amor sin objetivo o, más probablemente, reconociéndose víctima de una falsa promesa, María Alcoforado recuperó el buen juicio y llegó a ser Priora de su convento en el que permaneció hasta su muerte, en 1723, a la notable edad de 83 años, habiendo sobrevivido más de cincuenta a su alucinado sueño de amor.
Noël Bouton, de François-Joseph Heim, 1835.
Realizado por encargo de Louis Philippe. Museo Histórico de Versalles.
Noël Bouton, señor de Saint-Léger, Ennery, Osny sur Viosne, Dennevy, Saint-Gilles, marqués de Chamilly, etc., el entonces joven caballero, que llegaría a ser Mariscal de Francia con Luis XIV, había nacido en Chamilly, en 1636, siendo el décimo de trece hermanos.
En contra de la opción familiar a favor del Príncipe de Condé, Noël ingresó, casi adolescente, como voluntario en la Armada Real. Se documenta como prisionero en el asedio de Valenciennes, junto con más 400 oficiales y 4000 soldados, el 16 de julio de 1656.
Casi por azar, puesto que no servía en un puesto fijo –sin llegar a ser exactamente un mercenario, servía bajo contrato–, se vio envuelto en algunos de los acontecimientos históricos más notorios de la época y, singularmente en los que afectaron a la Corona Española.
El 8 de febrero de 1658, fue hecho capitán del regimiento de caballería del Cardenal Mazarino. Participó en la batalla de las Dunas el 14 de junio de 1658, contra Juan José de Austria y el Príncipe de Condé, es decir, también contra su padre y su hermano que mandaban una brigada española. También colaboró en la toma de Dunkerke poco después, saldándose ambos casos con derrota española, siempre por mano del general Schönberg, bajo cuyo mando servía Bouton, y al que posteriormente seguiría a Portugal.
El 7 de noviembre de 1659 se firmaba la Paz de los Pirineos entre Francia y España, por la que fueron amnistiados los amigos y simpatizantes de Condé; los Chamilly pudieron reunirse de nuevo. Poco después, la compañía de Noël Bouton fue reformada y él quedó libre para elegir una causa a la que unirse.
La Isla de los Faisanes, en el Bidasoa, donde se firmó oficialmente el Tratado de Paz entre Francia y España
Justo por entonces, Portugal intentaba desligarse de la Corona Española. Luis XIV, que no podía favorecer abiertamente la rebelión después de haber firmado la paz con España, envió, en calidad de Consejero, al duque de Schönberg, quien habiendo nacido en Heildelberg, podía considerarse como extranjero y no dependiente del rey de Francia. De este modo, el general entró, aparentemente libre de lazos, fidelidades o sospechas, al servicio de Portugal, con el nombramiento de Maestre de Campo del Ejército del Alentejo, desembarcando en Lisboa a finales de 1660. Tres años después, un nuevo cuerpo de ejército formado por extranjeros, llegó a Portugal para ponerse a sus órdenes; Noël Bouton formaba parte del mismo como capitán de un regimiento de caballería.
Bajo las órdenes de Schönberg participó Bouton en el asedio de Valencia de Alcántara, en junio de 1664; asisitió a la derrota española en Vila Viçosa –Montes Claros-, en junio de 1665 y en la posterior retirada del Marqués de Caracena en otoño del mismo año, todo lo cual le valió el ascenso a Maestre de Campo. Siguió combatiendo en Portugal hasta la firma del Tratado de Paz del 13 de febrero de 1568, por el que España reconocía la independencia del reino de Portugal, tras 27 años de guerra y 88 de dominio.
Sólo unos meses después de su intempestiva salida de Portugal, Chamilly, que por azares de la época y, a pesar de su notoria falta de espíritu, se halló presente, como hemos dicho, en algunos de los eventos históricos más relevantes de la época, acudió, con la armada del duque de la Fouillade en apoyo de Creta, defendida por el veneciano Morosini y peligrosamente asediada en aquel momento por el ejército turco.
El asedio de Candía en 1688
Gravemente herido, poco antes de que la isla se rindiera en 1669, Bouton volvió a Francia, donde, a finales de octubre, el editor, Claude Barbin, obtuvo el privilegio para las Lettres Portugaises, que fueron publicadas en 1669.
El tono sincero y desgarrador de aquellas Cartas contribuyó a hacerlas creíbles y su éxito fue inmediato, alcanzando cinco ediciones el mismo año, aún cuando se desconocía la identidad de los protagonistas, que sólo apareció en una nueva edición publicada en Colonia, en la que se aseguraba que el destinatario era el marqués de Chamilly, atribución aceptada por Saint Simon, si bien la autora seguía siendo una incógnita, pues de ella sólo se conocía el nombre: Mariana, que aparecía en la primera carta.
Mucho años después, en 1810, el investigador Boissonade publicó en el Journal de l’Empire, que tenía un ejemplar de las cartas junto con una nota manuscrita que decía: La religiosa que escribió estas cartas se llamaba Marianne Alcoforada, religiosa en Beja, entre Extremadura y Andalucía. El destinatario era el Conde de Chamilly, entonces, conde de Saint–Léger.
Se buscó entonces en los libros del convento de Beja y se encontró el registro de una monja con el mismo nombre, nacida el 22 de abril de 1640, a pesar de lo cual, las opiniones siguieron divididas. Muchos críticos, entre ellos Leo Spitzer, mantuvieron que las cartas eran obra de Gilleragues, pero posteriormente, otros, como Philippe Sollers, se declararonn convencidos de su autenticidad: Ningún hombre –escribió este último–, y menos el pálido Guilleragues, habría podido llegar tan lejos en la descripción de la “folie amoureuse” femenina. Las cartas, constituyen uno de esos raros documentos de experiencia humana extrema y revelan una pasión que a lo largo de tres siglos no ha perdido intensidad.
Por otra parte, la perfección del lenguaje de las cartas y su propia estructura literaria, aparentemente sencillos, hacen dudar de la autoría de la religiosa portuguesa. En todo caso, la buena literatura consigue frecuentemente el mismo efecto realista que se advierte en las cartas y es tan vívido en este caso, que hace dudar seriamente entre las dos opciones.
Aquella experiencia extrema sorprendió admirativamente a Madame de Sevigné, de cuyo salón irradió buena parte de la celebridad de las Cartas.
El marqués de Saint-Simon -uno de los testigos mejor documentados de la Corte de Luis XIV-, refiriéndose a Noël Bouton después de su muerte, escribió: Al verle y oírle, uno jamás creería que hubiera podido inspirar un amor tan desmesurado como el que hay en el alma de las famosas Lettres Portugaises –y continúa-: Tenía tan poco espíritu que uno se sorprendía siempre, y su mujer, que tenía mucho, con frecuencia se avergonzaba de él. De joven sirvió en Portugal y fue a él a quien se escribieron las famosas Cartas por parte de una religiosa a la que había conocido y que enloqueció por él.
Louis de Rouvroy, Duque de Saint-Simon. Perrine Viger du Vigneau, 1887
Con un tono similar al empleado por Saint–Simon, la Historia de París, Calle a Calle, Casa por Casa, de Charles Lefeuve, aparecida en 1875, se refiere a Bouton cuando residía en la rue Braque, en el Distrito III de la ciudad:
Hôtel de Bailleul. Le presidente Bailleul, señor de Valois tuvo por sucesor al caballero Bailleul, señor de Champlâtreux; Noël Bouton, marqués de Chamilly, fue después su propietario. Alto y grueso, al decir de Saint-Simon, valiente y lleno de honores, excelente mariscal de Francia, pero con un espíritu por debajo de su bastón, y poco capaz de inspirar amor, a pesar de lo cual, este antiguo lugarteniente de Schomberg, se enamoró de una religiosa suficientemente sensible como para escribirle doce cartas memorables [que conocemos] bajo el título de Cartas de una Portuguesa.
Existe, sin embargo, otro texto que trata de modo diferente al supuesto destinatario de la famosas Cartas. En 1675, de vuelta en París después de participar en diversas acciones en los Países Bajos, Luis XIV ofreció concederle un deseo para agradecer su lucha contra los holandeses.
-Sire –respondió él-, no pido nada para mi, pero os suplico que liberéis a mi comandante, que se encuentra prisionero en la Bastilla.
Sorprendido el rey, preguntó quién era aquel comandante.
-Se trata del señor de Briquemault, Sire. Serví a sus órdenes hace mucho tiempo, en Portugal. Fue él quien me enseñó el arte de la guerra y bajo su mando me convertí en el hombre cuyos servicios tienen el honor de complacer hoy a Vuestra Majestad.
El rey concedió la libertad al prisionero en 1674; Briquemault estaba preso en la Bastilla por orden del famoso secretario de Estado de Guerra, Marqués de Louvois, por haber declarado demasiado alto su decepción al haber sido mal recompensado por el marqués.
En 1679, por influencia de Condé, Noël consiguió casarse con una heredera rica, cuyos padres, en principio se opusieron a la boda, pero hubieron de ceder, precisamente a causa de la insistencia del príncipe. La esposa, hija única del señor de Villefix, aportó una inmensa dote al matrimonio.
Louis de Bourbon Condé, el Grand Condé. Just d’Egmont.
De acuerdo con Saint-Simon, la señora de Chamilly se ocupaba continuamente de hacer buenas obras aunque aparentemente era una mujer muy mundana, cuya conversación y modales hacían olvidar su singular fealdad. La unión entre ella y su marido fue siempre muy íntima; en los diversos viajes y gobiernos en los que siempre le había seguido, tenía el arte de hacerlo todo, hasta suplir sus funciones, haciendo creer que era él quien lo hacía. La edad y la melancolía –termina diciendo Saint-Simon-, le aproximaron mucho a la imbecilidad.
Bouton murió en París, en 1715, a los 79 años, en la citada residencia de la rue Braque, en París y fue enterrado en la iglesia de Saint Jean en Grève.
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Carta Primera
Considera, amor mío, hasta qué extremo te ha faltado previsión. ¡Ah, desgraciado! Has sido traicionado y me has traicionado a mí con esperanzas engañosas. Una pasión sobre la que habías hecho tantos proyectos de felicidad, no te causa ahora, sino una mortal desesperación, que no se puede comparar con la crueldad que me causa la ausencia. ¿Qué digo? Esta ausencia a la que mi dolor, por muy ingeniosa que yo sea, no puede dar un nombre suficientemente nefasto, me privará para siempre de ver tus ojos en los que veía tanto amor y que me hicieron conocer momentos que me colmaban de alegría.
¡Ay! los míos han sido privados de la única luz que los animaba y sólo les quedan lágrimas, pues no he hecho otra cosa que llorar sin descanso, desde que supe que habías optado por este alejamiento que me resulta tan insoportable y que me llevará a la muerte en breve.
Sin embargo pienso que aún me unen a ti las desgracias de las que eres la única causa: te destiné mi vida en cuanto te vi y siento cierto placer en sacrificarla. Envío mil veces al día mis suspiros hacia ti; te buscan por todas partes y me devuelven por toda recompensa muchas inquietudes, y una advertencia demasiado sincera, que debo a mi mala fortuna, la crueldad de no sufrir de la que me alabo y que me dice a cada momento: Deja, deja, infortunada Mariana, de consumirte en vano y de buscar a un amante al que no verás nunca; que ha cruzado los mares para huir de ti, que está en Francia rodeado de placeres, que no piensa ni un solo momento en tu dolor y que te dispensa de todos esos transportes, de los cuales no sabe nada. Pero no, no puedo resolverme a juzgarte tan injuriosamente y estoy demasiado interesada en justificarte. No quiero ni imaginar que me hayas olvidado. ¿No soy ya bastante desgraciada para atormentarme con falsas sospechas? Y ¿por qué debería esforzarme en no recordar todo el cuidado que te tomaste para demostarme tu amor? Me sentí tan seducida por aquellos cuidados, que sería muy ingrata si no te amara con el mismo entusiasmo que la pasión me proporcionaba cuando disfrutaba del testimonio de la tuya. ¿Cómo puede ser que los recuerdos de momentos tan agradables se hayan vuelto tan crueles? ¿Es necesario que, en contra de su naturaleza, sólo sirvan para tiranizar mi corazón?
Mi corazón, al que tu última carta redujo a un extraño estado; sufrió impulsos tan sensibles, que hizo, según parece, esfuerzos para separarse de mí e ir a encontrarte. Me agoté tanto con aquella emoción tan violenta, que durante más de tres horas me abandonaron todos los sentidos; me prohibí volver a una vida que debo perder por ti, puesto que no puedo conservarla para ti. Finalmente volví a ver la luz, a mi pesar, y me alegraba sentir que moría de amor y además, me sentía bien por no estar ya expuesta a ver mi corazón roto por el dolor de tu ausencia. Después de ese accidente he tenido muchas indisposiciones diferentes, pero, ¿podría acaso estar sin daños sabiendo que no te veré? Los soporto sin quejas porque vienen de ti. Me pregunto si es esa la recompensa que me ofreces por haberte amado tan tiernamente. Pero no importa, estoy decidida a adorarte toda mi vida y a no ver jamás a nadie, y te aseguro que harías bien si tú tampoco amaras a nadie. ¿Te contentarías con una pasión menos ardiente que la mía? Encontrarás, quizás, más belleza –aunque entonces me decías que yo era muy hermosa-, pero jamás encontrarás tanto amor y, todo lo demás no es nada.
No llenes tus cartas de cosas inútiles y no me digas más que me acuerde de ti. No te puedo olvidar y tampoco olvido que me hiciste creer que vendrías a pasar algún tiempo conmigo; ¿por qué no toda la vida? Si me fuera posible salir de este desgraciado claustro, no esperaría en Portugal el efecto de tus promesas; iría, sin guardar ninguna medida, a buscarte, a seguirte y a amarte por todo el mundo. No quiero ni imaginarme que esto podría ser, ni quiero alimentar una esperanza que pudiera causarme algún placer, porque ya solo quiero ser sensible al dolor. Confieso, sin embargo, que la oportunidad que mi hermano me ha dado para escribirte, me ha sorprendido produciéndome una cierta alegría que ha suspendido un momento la desesperación en la que me encuentro.
Te conjuro a que me digas por qué te propusiste fascinarme, como lo hiciste, sabiendo que me ibas a abandonar. Por qué te encarnizaste en volverme tan desgraciada y no me dejaste en la tranquilidad de mi claustro? Te había injuriado yo en algo? Pero te pido perdón; no te acuso de nada, no me encuentro en estado de pensar en una venganza y sólo acuso al rigor de mi destino y creo que el separarnos, nos hizo todo el daño que podíamos temer; pero no sabría separar nuestros corazones, porque el amor, que es más poderoso que ese destino, los ha unido para toda nuestra vida. Si tienes algún interés en la mía, escríbeme a menudo. Me merezco que te tomes alguna molestia para hablarme del estado de tu corazón y de tu suerte, pero sobre todo, ven a verme.
Adiós. No puedo dejar esta carta, porque estará entre tus manos y yo quisiera tener esa misma alegría. ¡Qué insensata! me doy cuenta de que esto no es posible. Adiós, ya no puedo más. Adiós, ámame siempre y hazme sufrir todavía más males.
Edición portuguesa de 1930. Biblioteca do Alentejo.
Carta Segunda.
Tu Teniente acaba de decirme que una tempestad os obligó a volver atrás al reino del Algarve; temo que hayas sufrido mucho en el mar y esta aprensión me ha ocupado de tal manera que no he vuelto a pensar en mis propios males. ¿Teparece bien que tu Teniente deba saber mejor que yo todo lo que te ocurre? Porque está mejor informado y, además, por qué no me has escrito? Que desgraciada soy si es que has tenido ocasión de hacerlo desde que te fuiste, más aún, si la has tenido y no me has escrito, tu injusticia y tu ingratitud son extremas, pero aún así, me desesperaré si te provocan algún malestar; prefiero que te quedes sin castigo antes que sentirme vengada.
Resisto a todas las apariencias que me deberían convencer de que ya no me amas y estoy mucho más dispuesta a abandonarme ciegamente a mi pasión que a los motivos que me das para lamentarme por tu falta de atenciones. Cuántas inquietudes me habrías evitado si tu proceder hubiera sido igual de negligente las primeras veces que te vi, como me pareció que lo era después. Pero ¿quién no se habría engañado, como yo, por tanto ardor y quien no lo hubiera creído sincero? Aun así cuesta mucho tiempo resolverse a sospechar de la buena fe de aquellos a quienes amamos. Aunque para mí es suficiente la menor excusa y sin que tú mismo te preocupes de hacerlo, el amor que te profeso te sirve con tal fidelidad, que no puedo consentir encontrarte culpable ni aunque solo fuera por disfrutar del sensible placer de justificarte yo misma.
Me acabaste con tus asiduidades y me incendiaste con tus transportes, me hechizaste con tus amabilidades y me hiciste sentirme segura con tus juramentos; mi propia violenta inclinación me sedujo, pero ahora la continuación de aquellos agradables y felices comienzos, sólo son lágrimas, suspiros y una muerte funesta, sin que yo pueda poner en ello ningún remedio.
Cierto que experimenté placeres sorprendentes al amarte, pero me cuestan insólitos dolores y todos los ánimos que me provocas son extremados. Si me hubiera resistido con más obstinación a tu amor; si te hubiera causado alguna tristeza, o celos, para encenderte más; si tú hubieras percibido algo artificial en mi conducta, si hubiera querido, en fin, oponer mi razón a la natural inclinación que siento por ti y que tan pronto me hiciste percibir –aunque todos los esfuerzos habrían sido inútiles–, podrías castigarme severamente sirviéndote de tu poder sobre mí. Pero me pareciste amable antes de decirme que me amabas; me testimoniaste una gran pasión y yo me sentí despojada y me lancé a amarte perdidamente. ¿Por qué tú, que no estabas tan ciego como yo, permitiste que llegara al estado en que me encuentro? ¿Para qué querías mis arrobamientos si sólo podían resultarte inoportunos? Sabías que no te quedarías para siempre en Portugal, ¿por qué quisiste elegirme para hacerme tan desgraciada? Habrías encontrado, sin duda, en este país cualquier mujer más bella, con la cual hubieras tenido los mismos placeres, ya que sólo los buscabas vulgares, y ella te hubiera amado fielmente mientras te viera; el tiempo la habría consolado de tu ausencia, y habrías podido abandonarla sin perfidia y sin crueldad, que es más el proceder de un tirano empeñado en perseguir y no el de un amante, que solo debe pensar en complacer. ¡Ay! ¿Por qué ejerciste tantos rigores sobre un corazón que te pertenece?
Ahora veo que has sido tan fácil de dejarte persuadir contra mí, como yo lo he sido para dejarme persuadir a tu favor. Yo habría resistido, sin necesidad de tanto amor, y pensando que no habría hecho nada de extraordinario, a las más pesadas razones, y nunca podrían ser las que te han obligado a abandonarme; me habrían parecido muy débiles y no existen las que hubieran podido arrancarme de tu lado, pero tú has aprovechado pretextos, como que tenías que volver a Francia, y que el barco se iba; ¿por qué no lo dejaste irse? Que tu familia te había escrito; ¿conoces acaso todas las persecuciones que yo he sufrido de la mía? Que el honor te obligaba a abandonarme; ¿presté yo atención al mío? Que tenías obligación de ir a servir al rey, pero si todo lo que se dice de él es cierto, no tiene la menor necesidad de tu ayuda y te habría excusado.
Habría sido demasiado feliz si hubiéramos pasado la vida juntos, pero ya que es necesario que la cruel ausencia nos separe, creo que debo sentirme orgullosa de no haber sido infiel y no quisiera, por nada del mundo, haber cometido tan negra acción. Pero ¿qué digo? Tú has conocido el fondo de mi corazón y de mi ternura y aún así has podido decidirte a dejarme para siempre y exponerme a la ansiedad que me produce el hecho de que ya no te acuerdes de mi. ¿Debería por eso sacrificarme a una nueva pasión?
Sé muy bien que te amo como una loca, pero no me quejo de la violencia de mi corazón, me he acostumbrado a sus persecuciones y ya no podría vivir sin el placer que he descubierto y del que disfruto al amarte en medio de mil dolores, pero soy perseguida con extremo desagrado por el odio, y por el malestar que me producen todas las cosas: mi familia, mis amigos y este convento me son insoportables. Todo lo que tengo obligación de ver y todo lo que tengo que hacer necesariamente, me resulta odioso; soy tan celosa de mi propia pasión que creo que todos mis actos y mis deberes tiene que ver contigo. Sí, siento escrúpulos si no empleo todos los mementos de mi vida en ti. ¿Qué haría yo, sin todo el odio y todo el amor como llenan mi corazón? ¿Podría sobrevivir a este sentimiento que me ocupa incesantemente, para llevar una vida tranquila y languideciente? El vacío y la insensibilidad no van conmigo.
Todo el mundo se ha dado cuenta de mi completo cambio de humor, de mis modales y de mí misma. Mi madre me ha hablado de ello con irritación y después, con cierta bondad, pero no sé lo que le he contestado; creo que se lo he confesado todo.
Las religiosas más severas sienten piedad del estado en que me encuentro; les produce cierta consideración y me ofrecen algunas atenciones. Todo el mundo está conmovido por este amor mientras tú permaneces en una profunda indiferencia, sin escribirme más que cartas frías, llenas de repeticiones, y no llegas ni a la mitad del papel; parece, por decirlo vulgarmente que te mueres de ganas de terminarlas.
Doña Brites me atormentaba días pasados, intentando hacerme salir de mi habitación y, creyendo entretenerme me hizo ir al balcón desde el que se ve Mértola. Yo la seguí, pero inmediatamente me sentí herida por un recuerdo cruel que me hizo llorar todo el resto del día. Me ayudó a volver y me lancé sobre la cama, donde hice mil reflexiones sobre las pocas apariencias que veo de curarme; todo lo que hacen para serenarme, agudiza mi dolor y en los mismos remedios encuentro incluso razones para afligirme. Te vi pasar muchas veces por ese lugar con un aspecto que me hechizaba, y estaba en ese balcón el fatal día en que empecé a sentir los efectos de mi desgraciada pasión. Me pareció que querías complacerme, aunque no me conocías y me convencí de que me habías distinguido entre todas las que estaban conmigo. Pensé que cuando te paraste, lo habías hecho para que te viera mejor y admirase la gracia y habilidad con que manejabas tu caballo; incluso me preocupaba cuando lo hacías pasar por un sitio difícil y, en fin, me interesé secretamente por todo tus actos, sentía que no me eras en absoluto indiferente y sentía como mío todo lo que hacías.
Sabes suficientemente lo que sucedió y cómo empezó y, aunque ya no puedo solucionar nada, no debería escribirte esto por temor a que te sientas culpable si es posible que no lo seas, y para no tener que reprocharme tantos esfuerzos inútiles para obligarte a serme fiel, porque nunca lo serás, ¿podría yo esperar de mis cartas y de mis reproches lo que mi amor y mi abandono no han podido hacer con tu ingratitud? Estoy demasiado segura de mi desgracia; tu injusto proceder no me deja razones para tener la menor duda ; tengo que aceptar, pues, que me has abandonado.
¿Es que sólo tenías encantos para mí y no eras agradable a otros ojos? No me molestaría que los sentimientos de los demás justificaran los míos en cierto modo, y quisiera que todas las mujeres de Francia te encontrasen agradable, pero que ninguna te amara ni te atrajera, pero esto es un proyecto ridículo e imposible, a pesar de que se muy bien que apenas eres capaz de un gran enamoramiento y que podrías olvidarme sin ninguna ayuda, incluso sin ser empujado por una nueva pasión; tal vez lo que desearía es que tuvieras algún pretexto razonable. Ciertamente no sería más desgraciada, pero tú no serías tan culpable; sé muy bien que en Francia vives sin grandes placeres, con entera libertad; el cansancio de un largo viaje, cierta decencia y el temor de no responder a mis transportes te retienen.
¿No te atraigo en absoluto? Yo me contentaría con verte de vez en cuando y con saber simplemente que seguimos en el mismo sitio, pero es un mal consuelo, ya que quizás estarás más sometido al rigor y la severidad de alguna otra mujer, de lo que lo has estado a mis favores. ¿Es posible que te enamores del trato desagradable? Pero antes de entregarte a una gran pasión, piensa bien en el exceso de mi dolor, en la incertidumbre de mis proyectos, en las divergencias de mi ánimo, en la extravagancia de mis cartas, en mi confianza, en mi desesperanza, en mis deseos, en mis celos. Vas a ser desgraciado y te conjuro a aprovechar el estado en el que me encuentro, y que al menos lo que sufro por ti, no sea inútil.
Hace cinco o seis meses me hiciste una penosa confidencia; confesaste de buena fe que habías amado a una dama en tu país; si es ella la que te impide volver, despídela sin reservas para que yo no me consuma más, porque algún resto de esperanza me sostiene todavía, y sería feliz si ella se perdiera y si me perdiera yo misma; mándame su retrato con alguna de tus cartas y escríbeme todo lo que ella te dice. Encontraría en ello, quizás, algún consuelo, o terminaría de afligirme del todo; no puedo seguir más tiempo en el estado en que me encuentro y no hay ni un cambio que me sea favorable. También quisiera tener el retrato de tu hermano y de tu cuñada; todo lo que significa algo para ti me es muy querido, y estoy completamente entregada a todo lo que te concierne; no queda nada de mí misma. Hay momentos en que me parece que sería capaz de servir a la que ames; tus malos tratamientos y tus desprecios me han abatido hasta tal punto que a veces no me atrevo ni a pensar, que creo que podría ser celosa sin disgustarte, y creo que cometo el mayor error del mundo haciéndote reproches. A menudo me convenzo de que no debo hacerte ver con rabia, como lo hago, sentimientos que desapruebas.
Hace rato que un oficial espera esta carta; había resuelto escribirla de manera que te la hiciera recibir sin disgusto, pero es demasiado difícil; debo terminar. No está en mi mano el poder de decidirme, me parece que te hablo cuando te escribo y que estás un poco más presente. La primera no será tan larga ni tan inoportuna, podrás abrirla y leerla con la seguridad que te doy; es cierto que no debo hablarte de una pasión que te disgusta y no hablaré más de ello. En pocos días hará un año que me abandoné a ti sin reservas. Tu pasión me parecía muy ardiente y sincera y nunca hubiera pensado que mis favores te hubieran afectado lo suficiente como para obligarte a hacer quinientas leguas y exponerte a naufragios cuando te ibas; nadie me dio nunca ese tratamiento, puedes acordarte de mi pudor, de mi confusión y de mi desorden, pero no te acordarás de que todo eso te llevaría a amarme a tu pesar.
El oficial que debe llevarte la carta me avisa por cuarta vez que quiere irse; ¡qué prisa tiene! Sin duda abandona a alguna desgraciada en este país.
Adiós. Me da más pena terminar esta carta, que la que tú tuviste al abandonarme, quizá para siempre. Adiós, no me atrevo a darte los mil nombres de la ternura, ni a abandonarme sin necesidad a todos mis impulsos. Te amo mil veces más que a mi vida y mil veces más de lo que pienso: ¡qué querido me eres y qué cruel! No me escribes y no puedo evitar decírtelo una vez más. Vuelvo a empezar y el oficial se irá, ¿qué importa? que se vaya; escribo más para mí que para ti, porque sólo quiero calmarme y mi carta no te preocupará porque no la leerás. ¿Qué es lo que he hecho para ser tan desgraciada? Y ¿Por qué has envenenado mi vida? ¿Por qué no he nacido en otro país? Adiós. Perdóname. Ya no me atrevo a pedirte que me ames; ¿te das cuenta a lo que el destino me ha reducido? Adiós.
Carta tercera
¿En qué me convertiré y qué quieres que haga? Estoy muy lejos de todo lo que había previsto. Esperaba que me escribieras desde todos los lugares por donde pasaras, que tus cartas serían muy largas, que mantendrías mi pasión con la esperanza de volver a verte, que una completa confianza en tu fidelidad me daría un cierto descanso y que me quedaría sin embargo, en un estado suficientemente soportable sin dolores extremos. Incluso había pensado en algunos débiles proyectos para hacer todos los esfuerzos de los que fuera capaz, para curarme, pero solo si pudiera saber con certeza que me has olvidado del todo. Tu alejamiento; mis impulsos de entrega; el temor de arruinar completamente el resto de mi salud con tantas vigilias y tantas inquietudes; la escasa apariencia de que vayas a volver; la frialdad de tu pasión y de tu despedida; tu partida, fundada en suficientes malos pretextos y otras mil razones demasiado buenas y demasiado inútiles, parecen prometerme una ayuda bastante segura, si me fuera necesaria, no teniendo en fin, que combatir sino contra mí misma; porque no puedo deshacerme de tantas debilidades, ni parar todo lo que sufro hoy.
Ay, cómo lamento no compartir el dolor contigo y tener que ser desgraciada yo sola. Este pensamiento me mata y me muero de ansiedad porque nunca has sido suficientemente sensible a nuestros placeres. Sí, ahora reconozco la mala fe de todos tus actos y me traicionabas cada vez que me decías que eras feliz por estar a solas conmigo. Pero no debo sino a mis impertinencias tus ardores y tus transportes; hiciste de la frialdad un plan para inflamarme y veías mi pasión como una victoria, pero tu corazón nunca se conmovió. Eres muy desgraciado y tuviste muy poca delicadeza al no haber sabido aprovechar de otra manera mis impulsos. Y cómo es posible que no haya podido hacerte feliz con tanto amor?
Lamento por amor a ti los placeres infinitos que te has perdido. ¿Cómo puede ser que no quisieras disfrutarlos? Si los conocieras, sabrías, sin duda, que son más agradables que cuando los lograste, y sabrías que son mucho más felices y que se siente algo mucho más conmovedor cuando se ama violetamente, que cuando se es amado.
No sé ni quien soy ni lo que hago, ni lo que deseo; estoy dividida entre mil impulsos contrarios, ¿se puede imaginar un estado tan deplorable? Te amo perdidamente, pero te guardo la suficiente consideración como para no desear que te agiten los mismos sentimientos que a mi; me mataría, o moriría de dolor sin matarme, si estuviera segura de que no tienes descanso y que tu vida no es más que sufrimiento y agitación, que lloras continuamente y que todo te resulta odioso. Si no puedo soportar mis males ¿cómo podría soportar el dolor que me darían los tuyos, que me resultarían mil veces más dolorosos? pero tampoco puedo resolverme a desear que no pienses en mi y, para ser sincera me causa celos y me enfurece todo lo que te causa alegría, lo que te conmueve el corazón y tus placeres en Francia.
No sé por qué te escribo; se bien que sólo tendrás piedad de mí y yo no quiero piedad; me desprecio a mi misma cuando pienso en todo lo que te he sacrificado: perdí la reputación, me he expuesto a la ira de mis parientes, a la severidad de las leyes de este país contra las religiosas, y a tu ingratitud, que me parece el peor de los males. Sin embargo, sé que mis remordimientos no son verdaderos y que querría, con lo mejor de mi corazón, haber corrido grandes peligros por tu amor, y siento un placer funesto en haber aventurado mi vida y mi honor, y pienso que todo lo que tengo de más preciado debería estar a tu disposición, pero no tendría que haberlo empleado como lo he hecho. Incluso me parece que ni me alegran mis penas, ni los excesos de mi amor, ni que pueda halagarme por estar contenta de ti.
Estoy viva,, a pesar de lo infiel que soy, y hago tantas cosas para conservar mi vida como para perderla. Me avergüenza pensar que mi desesperación sólo está en mis cartas. Si te amara tanto como te lo he dicho mil veces, ya estaría muerta hace tiempo. Te he engañado quejándome, ¿por qué no te quejas tú? Te vi marchar; no puedo esperar volver a verte jamás y, sin embargo, respiro; te he traicionado y te pido perdón, pero no me lo concedas. Trátame con severidad. No pienses que mis pensamientos son demasiado vehementes y sé más difícil de contentar. Mándame lo que quieras, que yo fallezco de amor por ti y te conjuro a ayudarme a superar la debilidad de mi sexo; que se cambien todas mis indecisiones por una verdadera desesperación, por un final trágico que te obligue a pensar en mi con más frecuencia. Mi recuerdo te sería amado y quizás te conmoverías ante una muerte extraordinaria, que valdría más que el estado al que me has reducido.
Adiós. Quisiera no haberte visto nunca. Pero ¡ay!, siento claramente la falsedad de este sentimiento, y se, en el mismo momento en que te escribo, que prefiero ser desgraciada amándote, que no haberte visto nunca. Acepto, pues, sin reclamar mi mal destino, puesto que tú no has querido hacerlo mejor.
Adiós, prométeme que me echarás de menos tiernamente si muero de dolor, y que al menos la violencia de mi pasión te provoca desgana y alejamiento de todo; ese consuelo será suficiente para mi, y si tengo que abandonarte para siempre, quisiera no dejarte para otra. Serías muy cruel si te sirvieras de mi desesperación para volverte más amable y para hacer ver que has provocado la pasión más grande el mundo.
Adiós una vez más. Te escribo cartas muy largas; soy muy desconsiderada contigo y te pido perdón. Me atrevo a esperar que tengas alguna indulgencia para esta pobre insensata que antes no lo era, como bien sabes, antes de amarte.
Adiós. Me parece que te hablo demasiado del insoportable estado en que me encuentro, pero aún así, te agradezco desde el fondo de mi corazón la desesperación que me causas, porque detesto la tranquilidad en la que he vivido antes de conocerte.
Adiós. Mi pasión aumenta a cada instante. ¡Tengo tanto que decirte!
Carta cuarta
Creo que causo un gran perjuicio a los sentimientos de mi corazón, tratando de dártelos a conocer al escribirlos. Qué feliz sería si fueras capaz de juzgarlos por la violencia de los tuyos. Pero no debo entregarme así y tampoco puedo dejar de decirte, mucho menos vivamente de lo que lo siento, que no deberías maltratarme como lo haces, con ese olvido que me desespera y que te avergüenza. Pero al menos sería justo que sufrieras cuando me lamento de las desgracias, que ya preveía cuando te vi resulto a abandonarme.
Se bien que me engañé al pensar que habrías procedido con más buena fe de la que se acostumbra a tener, porque el exceso de mi amor, me ponía, parece, por encima de toda clase de sospechas y merecía más fidelidad de la que se encuentra habitualmente. Pero la disposición que tenías a traicionarme, se impuso sobre la justicia que debías a todo lo que he hecho por ti, aunque no dejaría de ser desgraciada si me amaras, lo soy porque te amo y quisiera deberlo todo sólo a tu inclinación hacia mí, pero estoy muy lejos de hallarme en ese estado, porque no he recibido ni una sola carta desde hace seis meses.
Atribuyo toda mi desgracia a la ceguera con la cual me abandoné y me até a ti; debí comprender que mis placeres terminarían antes que mi amor. No podía esperar que te quedaras toda la vida en Portugal y que renunciaras a tu fortuna y a tu país, sólo por pensar en mi. Mis sufrimientos no pueden tener sosiego y el recuerdo de mis alegrías me colma de desesperación. ¿Es que todos mis deseos serán inútiles y jamás volveré a verte en mi habitación con todo el ardor y toda la exaltación que demostrabas? Pero me engaño, porque sé muy bien que todos los sentimientos que ocupaban mi cabeza y mi corazón, en ti solo se encendían ante algunos placeres y que terminaban tan pronto como ellos.
Debía, en aquellos momentos demasiado felices, haber llamado a la razón en mi auxilio para moderar el funesto exceso de mis delicias y para anunciarme todo lo que iba a sufrir después, pero me entregaba completamente a ti y no me encontraba en estado de pensar en algo que hubiera podido envenenar mi alegría e impedirme disfrutar plenamente de los ardientes testimonios de tu pasión. Me complacía demasiado estar contigo, como para pensar que un día te alejarías de mi, pero recuerdo haberte dicho alguna vez que me harías desgraciada, pero aquellos temores se disipaban pronto y además disfrutaba al sacrificarlos abandonándome al encantamiento y a la mala fe de tus protestas.
Conozco el remedio de todos mis males y me libraría de ellos inmediatamente si no te amara, pero no quiero ese remedio: prefiero sufrir antes que olvidarte. Ya ves, sólo depende de mí. No me puedo reprochar haber deseado ni un momento no amarte más. Pero tú eres más lamentable que yo, porque vale más sufrir todo lo que yo sufro, que disfrutar de los lánguidos placeres que te ofrecen tus amantes francesas. No envidio tu indiferencia y no me das pena; te desafío a que me olvides por completo. Me alabo de haberte puesto en situación de no tener, sin mí, más que placeres imperfectos, y soy más feliz que tú, puesto que estoy más ocupada.
Hace poco, me han nombrado Portera en el Convento; todos los que me hablan creen que estoy loca y yo no sé ni lo que les contesto. las religiosas tienen que ser tan insensatas como yo cuando me han considerado capaz de hacer algo.
Envidio la suerte de Emanuel y Francisca, porque no puedo estar permanentemente a tu lado como ellos. Yo te habría seguido y seguramente te habría servido con más corazón. No deseo nada más en el mundo que verte; ¿al menos te acuerdas de mí? Me contento con tu recuerdo, pero no me atrevo a sentirme segura; no limitaría mis esperanzas al recuerdo de cuando te veía todos los días, pero ahora me has hecho aprender que debo someterme a todo lo que tú quieras y a pesar de eso no me arrepiento de haberte adorado; me alegra que me sedujeras y tu rigurosa ausencia, quizás eterna, no disminuye en nada el impulso de mi amor; quiero que todo el mundo lo sepa y no hago ningún misterio de ello; me alegro de haber hecho todo lo que hice por ti contra toda decencia, y ya no hablo de mi honor ni de mi religión, por amarte perdidamente toda mi vida, una vez que empecé a amarte.
Y no digo estas cosas para obligarte a escribirme. No. No quiero que te sientas obligado; sólo deseo de ti lo que proceda de tu propio impulso y rechazo todos los testimonios de amor a los que podrías sentirte obligado, porque me complacería en disculparte porque no tendrás, quizás, el placer de no tomarte la molestia de escribirme y yo siento una profunda disposición a perdonar todas tus faltas.
Un oficial francés ha tenido al caridad de hablarme esta mañana más de tres horas, de ti: me ha dicho que la paz está hecha en Francia. Si es así ¿no podrías venir a verme y llevarme a Francia? pero no lo merezco; haz lo que te apetezca, mi amor, y no dependas más de la manera en que debes tratarme; desde que te fuiste no he tenido ni un momento de salud, ni otro placer que no fuera decir tu nombre mil veces al día. Algunas religiosas que saben del deplorable estado en el que me has dejado, me hablan de ti con frecuentemente, pero yo salgo lo menos posible de mi habitación, a la que viniste tantas veces y miro sin descanso tu retrato, que me es mil veces más querido que mi vida y me proporciona cierta alegría, aunque también me causa dolor, desde que pienso que quizás no volveré a verte nunca más.
¿Me has abandonado para siempre? Estoy desesperada; tu pobre Mariana ya no puede más y se desvanece al terminar esta carta. Adiós. Adiós. Ten piedad de mi.
Carta quinta
Te escribo por última vez y espero hacerte saber, por la indiferencia de mis palabras y por la disposición de esta carta, que por fin me he convencido de que ya no me amas y que por tanto, yo tampoco debo amarte. Te enviaré pues, por el primer medio todo lo que me queda de ti. No temas que te vaya a escribir, ni siquiera escribiré tu nombre en el paquete, porque he encargado todos esos detalles a Dona Brites, a la que tenía acostumbrada a confidencias bien distintas de estas. Sus cuidados serán menos sospechosos que los míos y tomará todas las precauciones necesarias para asegurarse de que has recibido el retrato y las pulseras que me regalaste.
Sin embargo, quiero que sepas que me siento, desde hace algunos días, en disposición de quemar y romper esas pruebas de tu amor que me eran tan queridas; te dejé ver tanta debilidad que nunca hubieras creído que fuera capaz de llegar a tales extremos, pero quiero disfrutar de todo lo que he sufrido para separarme de ellas por causarte al menos alguna decepción, aunque confieso, para mi vergüenza y la tuya, que me he sentido más apegada de lo que hubiera querido decir, a estas bagatelas y que he necesitado de todas mis reflexiones para deshacerme de cada una en particular, incluso cuando ya me alababa de no estar apegada a ti. Pero al final se alcanza lo que se desea después de tantos razonamientos.
Lo he puesto todo, en fin, en manos de Dona Brites. Cuántas lágrimas me ha costado esta decisión después de mil impulsos y mil incertidumbres que no conoces y de los que seguramente ya no te informaré. Le he hecho jurar que nunca volverá a hablarme de estas cosas y que jamás me las daría, aunque se las pidiera sólo una vez más, y que te las devolverá sin avisarme.
No he sido consciente del exceso de mi amor hasta que he tenido que hacer tantísimos esfuerzos para curarme de él, y temo que no me habría atrevido a intentarlo si hubiera previsto tantas dificultades y tanta crueldad. Estoy convencida de que hubiera sido menos desagradable amarte, a pesar de lo ingrato que eres, que dejarte para siempre. He comprendido que me eres menos querido que mi propia pasión y es extraño que me haya costado tanto combatirla, a pesar de que tu injurioso proceder ya me había hecho odiosa tu persona.
El natural orgullo de mi sexo no me ha ayudado a resolverme contra ti. He sufrido tus desprecios y habría soportado también los celos que me hubieras causado con otra mujer, por tener, al menos alguna pasión que combatir, pero tu indiferencia me resulta insoportable, igual que tus impertinentes protestas de amistad y las ridículas delicadezas de tu última carta, aunque me han hecho ver que has recibido las últimas que yo te envié y que no te han afectado al corazón a pesar de haberlas leído. ¡Ingrato! Todavía estoy lo bastante loca como para desesperarme al no poder pensar que no te habían llegado o que no te las había enviado.
Detesto tu sinceridad. ¿Te había pedido yo que me dijeras la verdad? Hubiera sido suficiente con que no me escribieras, porque yo no quería explicaciones; soy tan desgraciada que no he sido capaz de obligarte a que te cuidaras de engañarme, ni a que tuvieras que excusarte conmigo.
Debes saber que comprendo que eres indigno de mis sentimientos y que conozco bien todas tus malignas cualidades. A pesar de ello –si todo lo que he hecho por ti puede merecer que te tomes alguna molestia por un favor que te pido–, te conjuro a que no me escribas más y a que me ayudes a olvidarte por completo. Si me demuestras, aunque sea muy débilmente, que te ha causado algo de pena la lectura de esta carta, quizás podría creerte, y quizás también, tu fe y tu aceptación me causarían desprecio y cólera, y todo eso podría volver a encender la llama. No trates, pues, de influir en mi conducta; echarías por tierra todos mis proyectos al menor intento. Tampoco quiero conocer el efecto de esta carta; no estropees el nuevo estado para el que me preparo. Creo que puedes alegrarte por el daño que me causas –aun cuando hubieras intentado alguna vez hacerme feliz–. No me quites esta incertidumbre, con el tiempo haré de ella algo tranquilo y prometo no odiarte; tengo ya sentimientos demasiado violentos como para poder siquiera intentarlo.
Estoy convencida de que quizás encontraría en ese país un amante más fiel y mejor, pero ¿quién puede darme amor? ¿La pasión por otro me serviría de algo? ¿Ha podido algo la mía contigo? ¿Acaso no sé ya que un corazón tierno no olvida jamás a aquel que le hizo sentir transportes que desconocía y de los que, sin embargo era tan capaz? Y sé que todos los impulsos están ligados al ídolo que los creó y que sus primeras ideas y sus primeras heridas no pueden ser curadas ni borradas, y que todas las pasiones que se ofrecen a su soporte y que se esfuerzan por colmarlo y contentarlo, le prometen en vano una sensibilidad que ya no volverá a encontrar y que todos los placeres que busque, sin ninguna gana de encontrarlos, no le sirven sino para hacer más evidente que nada le es más querido que el recuerdo de su dolor.
¿Por qué me hiciste conocer la imperfección y la tristeza de una unión que no iba a durar eternamente, y las desgracias que siguen a un amor tan violento cuando no es recíproco?, y ¿por qué una inclinación ciega y un cruel destino se unen siempre, normalmente, para decidirnos por aquellos que serían deliciosos para cualquier otra?
Incluso aunque pudiera esperar algo agradable de una nueva unión, y aunque encontrara a alguien con buena fe, tengo tanta pena de mi misma, que me causaría grandes escrúpulos el poner al último hombre del mundo en el estado al que tú me has reducido a mí, y aunque no estoy obligada a guardarte ningún respeto. No podría decidirme a ejercer una venganza tan cruel sobre ti, incluso aunque fuera capaz de intentarlo por algún cambio que se hubiera producido en mi y que no pude prever.
En este mismo momento intento excusarte porque sé que una religiosa no es alguien común para amar. Pero creo que si se tiene capacidad de razonar cuando se hace una elección, uno debería unirse a ellas antes que a otras mujeres, porque nada les impide pensar continuamente en su pasión y no les distraen mil cosas que disipan y que ocupan a las mujeres de mundo; diría que no puede ser muy agradable ver a aquella a la que sea ama, siempre distraída en mil bagatelas, y creo que hay que tener poca delicadeza para soportar, sin caer en la desesperación, que la amada solo hable de reuniones, acuerdos y paseos y estar siempre expuesto a nuevos celos porque ellas están obligadas a dar atenciones y complacencias y conversación y ¿quién podría asegurar que no encuentran placer en todas esas cosas y que sienten hacia sus marido un extremo desagrado, cuando para nada necesitan su consentimiento? Me imagino cómo deben desconfiar de un amante que no les hace rendir cuenta exacta de todo, que cree tranquilamente y sin inquietarse, todo lo que ella les dice y que la ve con toda tranquilidad y confianza sujeta a todos sus deberes.
Pero yo no pretendo probarte con buenas razones que deberías amarme: sería un mal medio, cuando yo he empleado otros mucho mejores y no me han dado resultado. Conozco muy bien mi destino para intentar superarlo; sería desgraciada toda mi vida, como ya lo era cuando te veía todos los días. Me moría de ansiedad pensando que no me serías fiel y quería verte a todas horas aunque no era posible; me preocupaba el peligro que corrías entrando en el convento y tampoco podía vivir cuando estabas en el ejército; me desesperaba por no ser más bella y más digna de ti; me quejaba de la mediocridad de mi condición y a menudo creía que el interés que parecías tener por mi te podría causar algún perjuicio; me parecía que no te amaba bastante y soporté por ti la cólera de mis padres. Estaba, en fin, en un estado tan penoso como el que tengo ahora. Si me hubieras dado alguna muestra de tu pasión desde que te fuiste de Portugal, habría hecho cualquier esfuerzo para salir de aquí, aunque fuera disfrazada, para ir a encontrarte, y ¿qué habría sido de mi si me hubieras rechazado después de presentarme en Francia? ¡Qué error y qué perdición, qué colmo de vergüenza para mi familia, que me es tan querida desde que no te amo!
Ya ves que me queda algo de sentido y que comprendo que podría haber sido más lamentable de lo que soy; por una vez en la vida, te hablo razonablemente y espero que eso te agrade y que estés contento de mi, pero no quiero saberlo; ya te he dicho que no me escribas y te conjuro a no hacerlo.
¿Alguna vez has pensado en el modo en que me has tratado y que estás más obligado hacia mí que hacia cualquier otra persona en el mundo? Te he amado como una insensata despreciando todas las demás cosas. Tu proceder no es el de un hombre honesto; es necesario que hayas sentido hacia mí una aversión natural, puesto que no me amaste perdidamente; yo sólo me dejé hechizar por unas cualidades muy mediocres y nunca hiciste nada que pudiera complacerme ni hiciste el menor sacrificio por mí. ¿Qué placeres buscabas? No renunciaste al juego ni a la caza y fuiste el primero en unirte al ejército aunque habías llegado después que los demás. Te expusiste como un loco a pesar de que te rogué que te cuidaras por mi amor y no intentaste nada para establecerte en Portugal, donde eras estimado. Una carta de tu hermano te hizo marchar sin dudar un instante y después supe que durante el viaje mostraste el mejor humor del mundo.
Tengo que reconocer que estoy obligada a odiarte mortalmente, pero yo misma me atraje todas las desgracias: primero te acostumbré a una gran pasión, con exceso de buena fe y, es preciso mucho artificio para hacerse amar así: hay que buscar con destreza los medios para encender la pasión –el amor solo, no provoca amor–; tú querías que yo te amara y como ese era tu designio, no hubo nada que no hicieras para lograrlo; incluso me hubieras amado si hubiera sido necesario, pero sabías que podrías lograrlo sin necesidad de pasión; ¡qué perfidia! Crees que me has podido engañar impunemente, pero si cualquier azar te devolviera a este país, te advierto que te entregaré a la venganza de mis parientes.
He vivido demasiado tiempo en un abandono y una idolatría que ahora me da horror y el remordimiento me persigue con rigor insoportable. Siento vivamente la vergüenza de las culpas en que me has hecho incurrir y ya no siento la pasión que me impedía reconocer su enormidad, ¿cuándo dejará de destruirme este amor y cuando me libraré de esta cruel adversidad?
De todas formas no te deseo ningún mal y hasta me decidiría a consentir que fueras feliz, pero, ¿cómo podrías serlo si es que tienes corazón? Me gustaría escribirte otra carta dentro de algún tiempo para hacerte ver, quizás, que estoy más tranquila, y que me alegraré de poder reprocharte tu injusto proceder, cuando ya no esté tan afectada y, cuando te haga saber que te desprecio y que ya hablo con indiferencia de tu traición; que he olvidado todos mis placeres y mis penas, y que ya solo me acuerdo de ti cuando quiero.
Estoy de acuerdo con el hecho de que me provocaste una gran pasión que me hizo perder la razón, pero eso no debo dejar que te envanezcas; yo era joven y crédula; me habían encerrado en este convento desde la infancia; sólo conocía personas desagradables y jamás había oído las alabanzas que tú me hacías incesantemente. Me parecía que te debía aquellos encantos y la belleza que encontrabas en mi y de los que me hiciste ser consciente. También oía hablar bien de ti; todo el mundo hablaba a tu favor; hacías todo lo necesario para darme amor… pero al fin he salido de ese encantamiento y tú me has ayudado mucho; confieso que lo necesitaba enormemente.
Al devolverte las cartas, guardaré cuidadosamente las dos últimas que me escribiste y las volveré a leer con más frecuencia todavía, que leí las primeras, para no volver a caer en mis debilidades, que tan caras me han costado. Qué feliz habría sido si hubieras querido que te amara para siempre.
Me doy cuenta de que aún estoy demasiado entregada a mis reproches sobre tu infidelidad, pero recuerda que me he prometido un estado más sereno y lo conseguiré, o tomaré contra mi cualquier resolución extrema, de la que tendrás noticias sin demasiado disgusto. Pero ya no quiero nada de ti; incluso creo que ya no escribiré más. ¿Acaso estoy obligada a rendirte cuentas precisas de todos mis actos?
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