miércoles, 2 de julio de 2014

LAS MENINAS ¿Dónde está el cuadro?


¿Dónde está el cuadro? Th. Gautier

La obra que conocemos como Las Meninas –de acuerdo con Antonio Palomino-, 
fue pintada en 1656.

“…entre las pinturas maravillosas que hizo don Diego Velázquez fue una del cuadro grande, con el retrato de la Señora Emperatriz, (entonces Infanta de España) doña Margarita María de Austria, siendo de muy poca edad: faltan palabras para para explicar, su mucha gracia, viveza y hermosura; pero su mismo retrato, es el mejor panegírico, donde entre otras muchas figuras, está el mismo don Velazquez pintando, dio muestras de su claro ingenio, en descubrir lo que pintaba, con ingeniosa traza valiéndose de la cristalina luz de un espejo, que pintó en lo último de la galería, que es la del Cuarto del Príncipe, donde se finge, y donde se pintó, se ven varias pinturas por las paredes, aunque con poca claridad, conocese ser de Rubens y historias de las Metamorfosis de Ovidio. No hay encarecimiento que iguale al gusto y diligencia de esta obra, porque es verdad, no pintura." 

¿A qué se refiere Palomino con la expresión descubrir lo que pintaba… valiéndose de un espejo? ¿A lo que estamos viendo, o a lo que se pinta en el lienzo que tenemos de espaldas, y que no vemos? 

En el primer caso, el espejo estaría situado exactamente donde se supone que están los reyes y en él se estarían mirando Velázquez y todos los demás personajes, tal como aparecen en Las Meninas. En el segundo caso, el pequeño espejo del fondo, reflejaría precisamente lo que pinta en el lienzo que tenemos de espaldas, es decir, los reyes. Ahora bien, ¿ese retrato de los reyes llegó a realizarse? Y, de ser así, ¿qué pasó con él?

Añade Palomino, admirado, que se colocó el cuadro que vemos, en el cuarto bajo de S.M., en la pieza del Despacho, entre otras excelentes; y habiendo venido en estos tiempos Lucas Jordan, llegando a verla, peguntóle el señor Carlos Segundo, viéndole como atónito: 
-¿Qué os parece?
-Señor, esta es la Teología de la Pintura. Queriendo dar a entender que así como la Teología es la superior de las Ciencias; así aquel cuadro era lo superior de la pintura.

De la Cruz de Santiago en el pecho del pintor se ha hablado mucho; podría hacernos pensar que la pintura no sería anterior a 1659, que es cuando se produjo su entrada en la Orden, pero parece probado que fue añadida posteriormente, aunque no se sabe con seguridad si la pintó el mismo, aunque es posible, y se comprendería, después de la pesadilla que le costó conseguirla. Deja caer Palomino que pudo pintarla el propio Felipe IV, pero esto parece producto de su admirativa imaginación.

Esta es, tal vez, la mejor obra de Velázquez a causa de su perfección, de su complejidad y acaso, por los enigmas que plantea su composición, que nos llevan a preguntarnos con Théophile Gautier, poeta y fotógrafo, entre otras cosas: ¿Dónde está el cuadro?

Cuando nos situamos frente a este lienzo, vemos y comprendemos bien lo que representa: Velázquez estaba pintando, cuando en el taller aparece la Infanta Margarita acompañada por dos meninas, dos enanos, tres servidores y un mastín, ninguno de los cuales es protagonista del momento, puesto que están de espaldas al artista. Así pues, ignoramos lo que, en realidad, está pintando en ese instante fotografiado. El lienzo en el que está pintando es grande y no se ve nada de lo pintado, porque se mira por la parte posterior. 

En torno a él la tranquila movilidad de los los modelos, de los que podríamos decir que están a lo suyo, sin atender en absoluto a nada más, desde luego, no a lo que está haciendo el pintor; si la infanta y las meninas estuvieran posando para la escena del jarrito, estarían mirándole a él y no al espectador. Exceptuamos, quizás, al caballero que se encuentra en la puerta del fondo, sosteniendo el cortinón, pues parece preguntar a Velázquez si necesita más o menos luz para realizar su trabajo. 

Indirectamente aparecen los reyes; Felipe IV y Mariana de Austria, como un complemento casi incidental, un reflejo, ya que ni siquiera era necesario que pasaran por allí y, mucho menos, que posaran para aparecer borrosamente en un espejo al fondo de la escena, algo que, sin duda, Velázquez podía hacer de memoria. Así pues, tampoco podemos deducir que los estuviera pintando a ellos en el misterioso lienzo en el que trabaja en ese momento, pues además de que parece excesivamente grande para aquel menester, la verdad es que Felipe IV, a pesar de sus festivas costumbres, por entonces no tenía motivos, ni ganas de hacerse retratos.

Entre otras cosas, al calor del conflicto con Inglaterra, a principios de aquel año, la flota de Indias había sufrido un ataque que se saldó con un botín de 600.000 libras para los ingleses; un verdadero tesoro, que no solo suponía la pérdida de la fundamental y casi exclusiva fuente de ingresos por parte de la Corona, sino que tenía la doble contrapartida de enriquecer amenzadoramente al enemigo.

Ya habían pasado diez años desde la caída del Conde Duque de Olivares, quien, de un modo u otro, hasta entonces liberaba al monarca todas sus preocupaciones. En 1648 había terminado la guerra llamada de los Treinta Años, de la que España había salido muy maltrecha, e ignorada en la Paz de Westfalia. Para la época en que Velázquez realizaba esta pintura, el rey se encontraba viejo, cansado y humillado, mientras Inglaterra y Francia se repartían el Flandes español. 

Tras la derrota de Las Dunas, se firmaba el Tratado de los Pirineos de 1659, en el que, terminada aquella terrible Guerra de los Treinta Años, la Monarquía Hispánica intentaba alcanzar la paz, entregando Felipe IV a su hija, como esposa del heredero francés y como garantía del acuerdo. Allí estuvo presente Velázquez.

Sorprende más aun, que a pesar de los malos tiempos, el monarca se dejara retratar con su esposa, apenas insinuados ambos en un plano más que secundario, excepto si lo admitió para dar relevancia a la imagen de la Infanta, ¿por qué, si no? Por el mismo razonamiento, habríamos de preguntarnos, cómo Velázquez, que nunca pareció ni se comportó como un hombre vanidoso, quemó tanta energía en obtener un hábito –aún sabiendo que la Información previa a la que sería sometido, iba a sacar a la luz ascendientes dudosos-, algo que a su vez, se comprendería, si su objetivo -acaso sabiendo que estaba enfermo-, era asegurar en lo posible el futuro de sus descendientes. 

Pero hay algo aún más asombroso en cuanto a las intenciones del artista. Suponiendo que la Infanta y sus servidores, tal como refleja su actitud, simplemente pasaran por allí –de hecho, no se sabe si esta pintura fue un encargo del rey, o surgió de la iniciativa del pintor–, podríamos deducir que Velázquez quiso, sobre todo, retratarse a sí mismo, y hacerlo en el entorno de la familia real, en el que se movía casi con absoluta naturalidad; como en su propia casa, mostrando asimismo, que cuando pintaba, los reyes solían ir a ver su trabajo, prescindiendo de todo protocolo, pues, como hemos dicho, si pintaba a la Infanta no los retrataba a ellos. En todo caso, el cuarto que empleaba como estudio, era más su hogar que el del propio rey. ¿Querría quizás dejar esa muestra de la confianza regia a los envidiosos que lo rodeaban en vida y que lanzaron a la Inquisición sobre su historia, veinticuatro horas después de su fallecimiento?

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La familia de Felipe IV, tal como aparece relacionado el lienzo en el inventario de 1734, está formado físicamente por tres bandas unidas en sentido vertical, formando una superficie total de quatro baras y media de alto y tres y media de ancho; 3,18 x 2,76 lo que permite que las figuras del primer plano sean de tamaño natural, como el mastín, en contraposición al plano final; el punto de fuga que compone la figura de la puerta del fondo –de la que se suele decir que no sabemos si entra, o sale–, representada con un tamaño equivalente al del tronco erguido del perro.

Marcas, perfectamente visibles, de las junturas de las bandas de lienzo.

Velázquez aparece, maravillosamente, dentro de la pintura, a la vez que está viéndose a sí mismo y se retrata desde fuera de la misma. Parece mirar con atención hacia el espectador, pero no sabemos qué es lo que observa en realidad. Esta dualidad recuerda en ocasiones a Cervantes, cuando describe una situación de la que él mismo forma parte; es decir, cuando se sitúa dentro y fuera del libro simultáneamente, sin que apenas podamos darnos cuenta de ello. Los genios saben hacer estas cosas.

La excepcional perfección y realismo de la pintura resultante, la naturalidad de la escena y, sobre todo, la intensa presencia simultánea del pintor detrás del caballete y a nuestro lado, es decir, como actor y espectador, son elementos aparentemente sencillos que, junto con la increíble perspectiva, el admirable reparto de luces y sombras, la rara imagen de los reyes en el espejo del fondo y, hasta el mastín en primer plano, junto al niño que no deja de molestarlo, hacen pensar que estamos ante algo que tiene truco y que no somos capaces de discernir; quizás, como escribió Palomino: porque es verdad, no pintura.

También dice Palomino lo de la cristalina luz de un espejo. Pues bien, aunque parece referirse al que refleja la imagen de los reyes -lo cual ya supondría un ingenioso truco-, no cabe duda de que lo sería mucho más, si el espejo lo tuviera frente a sí y si en él, no sólo se viera a sí mismo, sino a todos los modelos que forman parte de la composición, incluido, claro está, el impecable y obediente mastín.

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Vamos, en primer lugar, a presentar a los personajes retratados, ya que están identificados con gran seguridad; todos menos uno. Prescindiendo del protocolo, empezaremos por el plano inferior, que es el que ocupan las protagonistas de la escena, no sin antes preguntarnos –ya que esta pintura fue conocida mucho tiempo como la Familia de Felipe IV– por qué no aparece María Teresa, hija mayor del rey y de su primera esposa, Isabel de Borbón, nacida trece años antes que Margarita, y que no se casó hasta cuatro años después de la composición de Las Meninas, concretamente, el 9 de junio de 1660, con Luis XIV de Francia.

María Teresa de Austria, la gran ausente de esta Familia Real. Velázquez, 
1651-1654 Ó/l. 34,3 x 40. 
The Metropolitan Museum of Art, Nueva York, The Jules Bache Collection


Una cuestión de espacio físico: eliminada la parte superior de la pintura, los personajes, que antes se movían holgadamente, ahora parecen abigarrados. Se comprende así que el plano que va desde la cabeza del pintor hasta el techo, más grande que el que ocupan los personajes, tiene un cometido imprescindible.

María Agustina Sarmiento de Sotomayor. 

Hija del conde de Salvatierra, heredera del Ducado de Abrantes, por su madre, Catalina de Alencastre y destinada a casarse con el conde de Peñaranda, un Grande de España. Es la menina situada a la izquierda y presenta un jarrito de agua fresca a la Infanta, ante la que, naturalmente, se inclina. El broche en forma de mariposa que lleva en el pelo, es muy similar al que muestra María Teresa de Austria en el retrato de arriba.

La Infanta Margarita.

Tiene cinco años –nacida en 1651-, y esta es una de las mil veces que Velázquez la retrató, con el fin de que su tío, Leopoldo I –nacido en 1640-, estuviera al tanto de su evolución, ya que le había sido destinada como esposa.

Retratos de Margarita de Austria realizados por Velazquez entre 1653 y 1660


Isabel Velasco era hija de Bernardino López de Ayala y Velasco, Conde de Fuensalida y Gentilhombre de Cámara de Su Majestad. En realidad era menina de la reina Mariana de Austria desde 1549. Fue casada con el duque de Arcos, y murió en 1659.

María Bárbara Asquín, de origen alemán, conocida como Mari Bárbola, estuvo al servicio de la condesa de Villerbal y Walther hasta la muerte de esta, momento en que fue recibida en Palacio, justo cuando nació Margarita a la que siempre acompañó. 

De Nicolasito Pertusato, sabemos que era hijo de una familia noble del Milanesado –origen que se conoció a través de su testamento-. Entró al servicio de palacio en 1650 y, quince años después, ya era más conocido como don Nicolás. Todavía en 1675, Carlos II le nombraba Ayuda de Cámara. Murió a los 75 años y dejó testamento a favor de doña Paula de Esquivias.


En principal término está un perro echado y, junto a él, Nicolasico Pertusato Enano, pisándolo, para explicar –en palabras de Palomino-, al mismo tiempo que su ferocidad en la figura, lo doméstico y manso; pues cuando lo retrataban se quedaba inmóvil en la acción que le ponían. Se clasifica como mastín español o castellano y, probablemente se llamaba “León”.


…la llave de la Cámara y de Aposentador en la cinta, y en el pecho el hábito de Santiago, que después de muerto le mandó Su Majestad se le pintasen; y algunos dicen que Su Majestad mismo se le pintó.


Felipe IV y la reina, Mariana de Austria. ¿Modelos o espectadores? Si posaban ellos, ¿eran la Infanta y sus acompañantes quienes observaban?

José Nieto Velázquez. 

Aposentador de la reina. Sirvió en palacio hasta su fallecimiento. Tal vez espera a que los reyes atraviesen la estancia. Tal vez pregunta a Velázquez si necesita más o menos luz. Tal vez comprueba que todo funciona como está prescrito, etc. Se ha dicho que podría tener algún parentesco con el pintor.

Marcela de Ulloa. 

A la muerte de su esposo, Diego Peralta de Portocarrero, marqués de Almenara, entró al servicio de la condesa de Olivares, pasando después a formar parte del personal de palacio, donde desde 1643 fue la encargada del servicio de damas –ella debía vigilar el servicio de la meninas-. También era Camarera Mayor y responsable del servicio personal de la infanta Margarita y de su madre, la reina Mariana de Austria. Era la madre de Luis Fernández de Portocarrero, el celebérrino cardenal, Consejero de Estado, quasi Valido de Carlos II y factótum del primer gobierno de Felipe V.

El personaje con el que habla la señora de Ulloa, apenas esbozado, es el único no identificado en la pintura, aunque se le menciona como guardadamas y, en ocasiones se ha dicho que se trata de Diego Ruiz Azcona, Mentor.

Los cuadros del fondo han sido reconocidos como: Minerva y Aracne de Rubens y Apolo y Marsyas, o Pan, de Jordaens. Atenea castiga a la joven tracia que la desafió demostrando que conocía las infidelidades de los olímpicos; -realmente, le está dando una paliza despiadada-. En la obra de Jordaens, Apolo castiga a su vez, al semidiós que pretendía emular su sacra música. Al parecer, los dos obras eran copias realizadas por J. B. del Mazo, el yerno de Velázquez.

El espacio reflejado en la pintura es muy complejo y de difícil planteamiento y ejecución; se trata del único caso, en la obra de Velázquez, en que aparece el techo. Sobre el punto de fuga de la puerta del fondo, en la pared derecha del espectador, el artista ejecuta el desarrollo de la perspectiva en la creciente sucesión de ventanas con sus huecos, acentuándola con la precisa cantidad de luz que dejan pasar.
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Cuatro años antes de realizar esta obra maestra, Velázquez había sido nombrado Aposentador Mayor, un cargo que requería casi toda su atención y que apenas le permitía dedicarse a la pintura, a pesar de que la escasa obra realizada en aquellos años, sea, posiblemente la mejor, como lo demuestran estas indescriptibles Meninas, de 1656. Por la misma época también tuvo ocasión de tratar con algunas grandes figuras del arte, como Francisco Rizzi, también pintor del rey, y tres años después, con motivo de la decoración del Salón de Espejos del Alcázar, Juan Carreño de Miranda también colaboró con él, así como Zurbarán, Alonso Cano y Murillo, entre otros, y algunos más trabajaron bajo su dirección en las pinturas del Salón de Reinos del Buen Retiro.

En 1660, con ocasión de la entrega de la Infanta María Teresa para su boda con Luis XIV, Velázquez acudió a la Isla de los Faisanes en cumplimiento de sus funciones como aposentador. Por uno de esas escasísimas notas escritas por él mismo, sabemos que pasó aquellos días, sobrecargado de trabajo y sin horas de descanso; trabajando de día y viajando de noche. Él mismo se hizo eco de la noticia de que había fallecido durante el viaje de vuelta; …per il camino il D. Diego Velasco Pittore cosí celebre apresso Sua Maestá morse d’infirmità molt’in breve.., escribió Niccolo Ricci al cardenal Barberini el 15 de mayo de 1660. Es posible que Velázquez cayera entonces gravemente enfermo, aunque vivió casi lo justo para volver a Madrid y morir en su casa.

Fue enterrado el día 6 o el 7 de agosto de 1660, con el Hábito de la Orden de Santiago. Sus restos se han buscado desde hace mucho tiempo, pero sin resultados. De acuerdo con una información que resumo, del diario El País yfecha 9 de mayo e 1999, el pintor, fallecido el 5 de agosto de 1660, sería enterrado el día 7 en una cripta de la iglesia de San Juan Bautista, próxima al Alcázar de Madrid.

A principios del siglo XIX, José Bonaparte ordenó derribar el templo para crear un espacio abierto frente al Palacio Real; la actual plaza de Ramales, pero la demolición sólo duró tres días, por lo que, según los expertos, es posible que sólo se derribaran los muros que sobresalían del pavimento. Pero, en todo caso, no hay constancia de que los restos del pintor fueran trasladados a otro lugar.

Escribió Palomino que el cuerpo de Velázquez fue llevado "hasta la bóveda" de la iglesia de San Juan, mientras que Juan de Alfaro, dice que fue enterrado en una "cripta sepulcral", lo que supondría, quizás, la existencia de una planta subterránea en la iglesia, aunque no necesariamente, es decir, que pudo ser enterrado, no en una cripta propiamente dicha, sino bajo alguna de las bóvedas de la iglesia, tanto en la central como en las laterales. Por otra parte, si fue depositado en uno de los nichos abiertos en los muros de la iglesia, lo más probable, es que sus restos fueran retirados durante las obras ordenadas por Bonaparte.

Por otra parte, se sabe que en 1843 se llevó a cabo una primera excavación que no arrojó ningún resultado positivo. Se volvió a intentar entre 1958 y 1959, por parte del Ayuntamiento e Madrid, pero no ha aparecido ni siquiera la documentación relativa a aquellos trabajos, aunque sí se sabe que entonces se retiró el pavimento original de la iglesia, lo que hubiera constituido un elemento fundamental para determinar la ubicación de la tumba del pintor, en el caso de que hubiera sido inhumado bajo aquel pavimento, lo que constituye otra de las posibilidades.

Lo lógico sería pensar que Velázquez, como servidor real distinguido, fuese enterrado en un lugar destacado, lo que avalaría el hecho de que su amigo, Gaspar de Fuensalida, secretario real, le cedió su cripta sepulcral. Sin embargo, esta hipótesis pierde fuerza ante el hecho documentado, de que los herederos del pintor pagaron unos 250 reales por el enterramiento; una cantidad muy reducida, que solo alcanzaría para poveerse de un espacio muy secundario, probablemente en las proximidades de la entrda del templo.
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La estancia en la que se desarrolla la escena de Las Meninas, como ya aclaró Palomino, era el Cuarto del Príncipe, que tenía una escalera al fondo y recibía la luz del sol a través de siete ventanas altas, de las que Velázquez refleja cinco. A partir de los Inventarios –en los que sólo se exceptúa la existencia del espejo–, y de los planos de Juan Gómez de Mora, ha sido posible reconstruir la estancia tan fielmente representada por el pintor, a pesar del incendio del Alcázar en 1734.

Es una sala rectangular de 20 x 5 metros, con ventanales en uno de los lados. Estaba decorada con unos 40 cuadros, todos ellos copias realizadas por Martínez del Mazo sobre originales de Rubens en su mayoría, más otras colocadas entre las ventanas. En la pared del fondo, junto a las dos pinturas de las que ya hemos hablado, habría otras dos; Prometeo robando el fuego sagrado y Vulcano forjando los rayos de Júpiter, presumiblemente destinados todos a mostrar el valor de la pintura como arte y ciencia y no como oficio vil, o lo que es lo mismo, para dar a entender la dignidad del oficio de pintar, algo en lo que Velázquez estuvo empeñado, especialmente en su última época. Hay que tener en cuenta que si, en general, hasta entonces los pintores dedicaban su vida exclusivamente al arte desde la infancia, como es el caso de Velázquez, cabe también recordar aquí que, en su caso, la pintura no le llevó a abandonar el resto de su formación, sino todo lo contrario, ya que el análisis de su biblioteca permite deducir que nos estamos refiriendo a un gran erudito, tal como afirma Angel del Campo.

Velázquez tenía pues, una gran cultura, además de que pintaba como solo lo hacen los genios, lo que hizo afirmar, con razón, a Palomino:


Édouard Manet visitó el Museo del Prado en 1865, después escribió a su amigo, el pintor Henri Fantin-Latour: Velázquez, por sí solo justifica el viaje. Los pintores de todas las escuelas que le rodean, en el museo de Madrid, parecen simples aprendices. Es el pintor de los pintores.
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Por último, mediante el interesantísimo estudio gráfico llevado a cabo por Miguel Ángel Mantillaveremos algunas de las múltiples posibilidades que sugiere esta increíble y misteriosa obra de arte.

Aspecto real del Cuarto del Príncipe, sin personajes.

Reconstrucción/ampliación de las paredes laterales del estudio de Velázquez.

  Los reyes habrían posado así.

La imagen completa de Pertusato, en la que se aprecia asimismo el pentimento de Velázquez en la posición de la pierna derecha.

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Finalmente, sólo me queda añadir que comparto plenamente la opinión del Filósofo e Historiador del Arte alemán, Carl Justi, especializado en la pintura del Siglo de Oro español -cuya biografía de Velázquez, recomiendo-, cuando dijo: No hay cuadro alguno que nos haga olvidar éste.



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