Madrid, 24 de marzo de 1809–13 de febrero de 1837
Si algunas de mis caricaturas por casualidad se pareciesen á alguien, en lugar de corregir nosotros el retrato, aconsejamos al original que se corrija; en su mano estará, pues, que deje de parecérsele.
Pobrecito Hablador, núm. 1. Dos palabras.
&&&
Su genio era demasiado grande para que hiciese la crítica de la sociedad que tenía delante de los ojos de otra manera que como la han hecho los hombres más privilegiados, como la hizo Aristófanes, como la hizo Persio, como la hizo Cervantes. Reunía todas las cualidades á propósito para ello; talento profundo, experiencia grandísima, y sobre todo, vigor y originalidad de estilo. Así es que nadie le ha igualado en la sátira, si es que merecen el nombre de escritores satíricos aquellos cuyo mérito está solo en zaherir las reputaciones adquiridas y hacer mofa de las cosas más sagradas. La verdad es que el lugar que Larra dejó vacante con su prematura y desastrosa muerte no ha sido vuelto a ocupar todavía.
Prólogo del editor Manuel Pedro Delgado en las Obras Completas de Fígaro. Madrid, 1855
Esta semblanza está basada fundamentalmente en la Vida de D. Mariano José de Larra, conocido vulgarmente bajo el pseudónimo de Fígaro, firmada por Cayetano Cortés, en 1843 y que da paso a la edición de las Obras Completas de Fígaro, publicadas por Manuel Pedro Delgado en 1855, cuyo principal valor reside en el hecho de ser su autor contemporáneo de Larra, y haber redactado su biografía apenas seis años después de la desaparición de aquel, si bien, hoy parece que la obra publicada, no es del todo completa. Datos y anécdotas obtenidos en otras biografías, completan en este caso, el trabajo de Cortés –siempre resaltado en cursiva–, así como algunas menciones históricas, tal vez necesarias para aclarar en lo posible el inquieto período histórico que rodeó la breve existencia del escritor.
Hay una pregunta, no obstante, a la que todavía no se ha encontrado respuesta incuestionable: ¿por qué se suicidó Larra? Algunas explicaciones no son convincentes, otras no encajan con la evolución de su pensamiento, otras han sido negadas por sus descendientes y, otras, por fin, resultan insuficientes; es algo, pues, que cada lector debe deducir, ya que, según parece, el escritor no dejó notas, ni habló con nadie de su terrible decisión. Por otra parte, aunque conozcamos hasta cierto punto, las circunstancias que rodearon sus últimas horas –secretos de familia, las llama su biógrafo–, eso tampoco ayuda a comprender por qué emprendió aquel abrupto y trágico camino sin retorno.
¿Qué vicisitudes podría ofrecer la vida de un pobre escritor muerto á los 28 años? Su vida literaria es la única que ofrecería algún interés, y esta, aunque activa y fecunda sobremanera, está fielmente reflejada en sus diversas obras. Si su talento tiene puntos de contacto con el genio de Molière y de Cervantes; si como ellos se consagró á hacer la crítica chistosa, pero profunda, de la sociedad de su tiempo; si a semejanza de estos grandes hombres, la sátira fue en sus manos un medio de enseñar tanto como de divertir, también se les pareció en el triste y fatal destino que pesó sobre ellos mientras vivieron. Fígaro no gozó un instante de felicidad y puso término a sus días con un suicidio! Su persona nos ofrece un ejemplo de la constante unión, de la íntima alianza, íbamos á decir, que tienen entre sí el placer y el dolor, la alegría y la tristeza, el bien y el mal que forman el lote del hombre sobre la tierra.
Nace Larra el 24 de marzo de 1809, cuando la invasión francesa ha dado ya lugar a muchas innovaciones, no sólo políticas o sociales, sino también artísticas y literarias, que de un modo u otro afectarían a la vida y costumbres de sus contemporáneos. Vivía en la Casa de la Moneda, donde prestaba servicio su abuelo y donde aprendió el Catecismo. Pero en 1812, cuando solo tenía cuatro años, su padre, médico de José Bonaparte, debió abandonar el reino, para establecerse en Francia, donde residieron ambos durante cinco años, encontrando Larra a la vuelta una cierta dificultad para recuperar su lengua natal, que apenas había tenido ocasión de aprender. Aún así, fue un niño al que no gustaban los juegos infantiles, y que devoraba un libro tras otro, de día y de noche.
Cuando su padre volvió a la Corte de Madrid, en este caso, como médico del Infante Francisco de Paula, para superar el retraso escolar provocado por el empleo de dos idiomas incompletos, envió a su hijo al Instituto de San Antonio Abad, de los PP. Escolapios, donde también aprendió Latín y Cultura Clásica. En su tiempo libre jugaba al ajedrez.
Instalado después en Navarra, donde el padre había obtenido destino, siempre como médico, durante el invierno 1822-23, tradujo íntegras, la Ilíada y la Odisea, del francés. Pasando de nuevo por Madrid, estudió matemáticas, griego, italiano y francés, antes de matricularse en Filosofía en Valladolid, mientras esperaba alcanzar la edad para empezar Derecho.
Sin embargo, abandonó repentinamente los estudios, por una causa que se desconoce, pero que debió ser muy traumática, pues, al parecer, Larra cambió de carácter y se volvió desconfiado y excesivamente reflexivo –se dice-, para su edad. Posteriormente se afirmó que había tenido relaciones con una mujer, de la que pronto descubrió que era amante de su padre. Pudo ser así, o no, pero Larra hijo, abandonó Madrid, con intención de reanudar los estudios en Valencia, donde apenas permaneció un curso completo, ya que su padre le encontró un empleo, al que él también renunció poco después, pensando en dedicarse a escribir.
Entonces pesaba el despotismo sobre nuestro país con toda la estupidez y brutalidad de que dio muestras en sus últimos años. Era la época en que predicar la ilustración valía tanto como promover un trastorno revolucionario, y el gobierno miraba ambas cosas con la misma mala voluntad.
En septiembre de 1832 se produjeron los Sucesos de La Granja. Carlos María Isidro, el hermano de Fernando VII, intentaba, por mano de Calomarde y, aprovechando la enfermedad del rey, derogar la Pragmática Sanción, que permitiría acceder al trono a Isabel II y no a él, que entendía poseer mejor derecho si seguía vigente la Ley Sálica. Su pretensión daría lugar a las Guerras Carlistas, pero por entonces, la reina Cristina se ponía al frente del gobierno durante la enfermedad de Fernando VII, é inauguraba su administración con aquella serie de medidas que hicieron entonces tan popular su administración; reabrió las universidades después de dos años de vacaciones; firmó una amnistía parcial para los liberales, que permitió la vuelta de unos diez mil exiliados; reorganizó los mandos del ejército, destituyendo a los de filiación carlista y renovó los ayuntamientos, todo ello, por mano de Cea Bermúdez, quien sustituyó a Calomarde en el Gabinete.
Desde agosto de aquel año-, Larra publicaba el Pobrecito Hablador, firmando como Bachiller D. Juan Pérez de Munguía y el partido liberal, es decir, la masa general de los lectores de aquel tiempo empezaba entonces á respirar por primera vez, y no podía menos de ser muy de su gusto que se hiciese burla de todos los achaques del mundo, de todas las flaquezas de la naturaleza humana, lo que para él equivalía a hacerla de todo el sistema político entonces vigente.
Pero los antiguos hábitos del absolutismo subsistían en toda su fuerza. Larra procuraba á la verdad abstenerse de toda expresión de que pudiera creerse envolvía una censura política; a pesar de lo cual se vio atacado por la censura, especie de guillotina del pensamiento que acababa con las ideas con la misma celeridad que la guillotina revolucionaria hacia desaparecer los hombres.
El autor de esta biografía aconseja leer los diferentes números del Pobrecito Hablador, y decir después si una publicación hasta su punto inocente debía despertar las iras censorias y ser considerada poco menos que como subversiva del orden político y social. Ya hemos dicho el cuidado con que huía nuestro autor de satirizar ninguno de los actos del gobierno; abusos y vicios que eran objeto de su sátira, sin echar a nadie la culpa de ellos.
No tratamos, -decía en una nota del número 10 del citado folleto, que es uno de los escritos con mayor libertad-, no tratamos de inculpar en modo alguno por los cuadros que vamos a describir al justo Gobierno que tenemos: no hay nación tan bien gobernada donde no tengan entrada más o menos abusos, donde el gobierno más enérgico no pueda ser sorprendido por las arterías y manejos de los subalternos. Contraria del todo es nuestra idea. Precisamente ahora que vemos a la cabeza de nuestro gobierno una Reina que, de acuerdo con su Augusto Esposo, nos conduce rápidamente de mejora en mejora, nosotros, deseosos de cooperar por todos términos como buenos y sumisos vasallos á sus benéficas intenciones, nos atrevemos a apuntar en nuestras habladurías aquellos abusos que desgraciadamente, y por la esencia de las cosas, han sido siempre en todas partes harto frecuentes, creyendo que cuando la autoridad protege abiertamente la virtud y el orden, nunca se la podrá desagradar levantando la voz contra el vicio y el desorden, y mucho menos si se hacen las críticas generales, embozadas con la chanza y la ironía, sin aplicaciones de ninguna especie, y en un folleto, que más tiende a excitar en su lectura alguna ligera sonrisa, que á gobernar el mundo. Protestamos contra toda alusión, toda aplicación personal, como en nuestros números anteriores. Solo hacemos pinturas de costumbres, no retratos.
Pero todo esto no satisfacía al poder absoluto, y la especie de reacción política que siguió con Cea Bermúdez al sistema que proclamó la amnistía y de cuyas resultas el Rey volvió a empuñar las riendas del estado, contribuyó poderosamente á la intolerancia. Los censores se fueron mostrando cada vez más rigorosos; las mutilaciones fueron cada día en aumento; a duras penas, y solo gracias a grandes empeños, pudieron darse a luz los últimos números del Pobrecito Hablador, hasta que con el 14º se anunció por fin al público la muerte del bachiller. Esto pasaba en el mes de Marzo de 1833.
El absolutismo se lisonjeaba en vano de oponer entonces barreras en España á la libertad, que se adelantaba á la carrera. Nuestro país debía cambiar completamente de faz.
Fernando VII murió en septiembre de 1833, dejándonos legada una guerra civil de ocho años; y cuando el hombre del despotismo ilustrado se lisonjeaba poder continuar gobernando con los mismos principios políticos que hasta entonces, si bien aparentando plegarlos algo mas á las necesidades de los pueblos, he aquí que en Talavera por primera vez, y luego después en Vitoria, Bilbao y otros puntos, da el bando carlista los primeros gritos de la rebelión que debía dar en tierra con las ilusiones del ministro. Desde el célebre manifiesto dado el 4 de Octubre por Cea Bermúdez hasta la proclamación, un tanto obligada del Estatuto, y desde aquí hasta el restablecimiento de la Constitución de 1812 aumentaron las concesiones que de grado o por fuerza fue preciso otorgar a la opinión pública, que imperiosamente las reclamaba.
Se había necesariamente de extender el horizonte literario de nuestro autor, cuya pluma iba teniendo mayores y más importantes asuntos en que ejercerse. La misma censura, que sobrevivió a todas las demás instituciones del absolutismo como para protestar ella sola contra el espíritu liberal que las iba derrocando una tras otra, perdiendo una gran parte de su rudeza primitiva, dejó gozar de cierta independencia a los escritores; en cuya virtud, no estaban totalmente privados de decir algo.
De acuerdo con el Manifiesto firmado por María Cristina, Cea Bermúdez, aseguraba su intención de mantener al gobierno tan alejado de carlistas como de liberales y emprender una importante serie de reformas administrativas que, en parte introdujo el nuevo ministro Javier de Burgos, a quién se debió la estructuración por provincias que se mantuvo en España hasta la instauración de las Comunidades Autónomas.
Larra empezó a escribir en la Revista Española, aunque se inclinó por la crítica teatral, hasta la muerte del rey. Pero apenas estalló el movimiento de Vitoria, cuando escribió el célebre de Nadie pase sin hablar al portero, en que, señalaba de una manera profunda los dos principales rasgos del carlismo, las dos llagas que anunciaban anticipadamente su muerte, el desorden y el robo á que se entregaron sus hordas y la influencia monacal que se hizo sentir en ellas. A este artículo siguieron la Plantanueva o el Faccioso, la Junta de Castell-o-Branco y otros, en que pasó revista a otros hechos característicos del bando rebelde.
La opinión pública reclamaba con energía la conclusión de la guerra civil, que devoraba todos los recursos. Los diversos ministros que desde fin de 1833 hasta mediados de 1836 se sucedieron no acertaron á contentar ni a liberales ni a carlistas. La impotencia del gobierno resaltaba en todas las cosas. Enhorabuena que creyese conveniente no llevar adelante el desarrollo de las instituciones liberales; pero una parte de la nación lo deseaba así, y solo podía perdonarle que no lo hiciera bajo la condición de manifestarse activo y eficaz en dar cima á la lucha de Navarra: esto es lo que no quiso jamás comprender, a la par de una resistencia ciega á las innovaciones políticas.
Tanta torpeza, tanta imprevisión, tantos errores, tantos desvaríos, no podían menos de ofrecer grande asunto á un satírico, y no le desperdició Larra. Todos sus artículos de este tiempo vienen cuajados de alusiones a los absurdos del sistema con que el gobierno traía descontento á todo el mundo y no lograba casi nunca más que hacer más manifiestas su incapacidad y falta de tino. Eco de las legítimas pretensiones del liberalismo, no pierde ocasión de excitar en ellos al gobierno a que se muestre menos enemigo de las reformas por aquel deseadas, y más cuidadoso de contener los progresos de la facción carlista cuyas. fuerzas iban en constante aumento. Los artículos, por ejemplo, de la Ventaja de las cosas a medio hacer, las varias Cartas de Fígaro, la Cuestión trasparente, la Alabanza o que me prohíban este, ofrecen una prueba de sus sentimientos en esta parte. Los censores y la censura, asunto sobre que el poder no quería ceder absolutamente nada, no dejan sobre todo un momento de ser el punto de mira de sus ataques. Sus razones tenía para ello.
Fue uno de los primeros apóstoles del romanticismo, como uno de los promovedores de las reformas constitucionales. Quería el progreso, quería la novedad en todo, y ambas cosas estaban para él simbolizadas en la libertad. Ese clamor de libertad de imprenta, tan continuo, tan incesante, tan justo, puede tener dos principios: puede considerarse como un derecho meramente político reclamado -por un pueblo víctima que hace el último esfuerzo para romper la cadena; y puede mirarse también como un órgano meramente literario, exigido por un pueblo ansioso de ilustración. En el primer caso la imprenta es el baluarte de la libertad civil; en el segundo, el paladión de los conocimientos humanos.” No hemos creído poder citar palabras más oportunas para hacer ver el profundo enlace que á los ojos de nuestro autor reinaba entre la literatura y la política, y la marcha liberal y simultáneamente progresiva que ambas á dos debían seguir.
Escribió Larra por entonces su novela histórica, El Doncel de D. Enrique el Doliente, basada en una obra francesa, y el drama original, Macías, y llevó a cabo algunas traducciones. Para entonces ya era muy célebre, tanto que, en ocasiones, su periódico tenía que repetir las tiradas, pero hasta ahí llegaba su buena fortuna, que componía la cara opuesta de su mundo familiar.
Larra no era feliz. El mismo lo manifestó así hablando de los escritores satíricos. El escritor satírico, decía, es por lo común como la luna, un cuerpo opaco destinado a dar luz, y es acaso el único de quien con razón puede decirse que da lo que no tiene. Ese mismo don de la naturaleza de ver las cosas tales cuales son y de notar antes en ellas el lado feo que el hermoso, suele ser su tormento. Llámante la atención en el sol más sus manchas que su luz, y sus ojos, verdaderos microscopios, le hacen notar la fealdad de los poros exagerados, y las desigualdades de la tez en una Venus, donde no ven los demás sino la proporción de las funciones y la palidez de los contornos: ve detrás de la acción aparentemente generosa el móvil mezquino que la produce; y eso llaman sin embargo ser feliz!...
Larra se encontraba entonces en la cima del éxito y su presencia era reclamada en los mejores salones, siendo incluso presentado a la reina, por deseo de esta, pero, aunque Larra era generoso y buen amigo, sentía por los hombres en general recelo y desconfianza, cuyos sentimientos sabia disimular sin embargo. En el trato social afectaba siempre modales muy distinguidos, y podía servir de modelo de finura y cortesanía; pero en lo interior de su casa desplegaba un genio duro, desigual y poco sufrido.
El hecho es que el escritor se había casado a los veinte años, el 14 de agosto de 1829, en contra de la opinión de su padre, cuando aún no tenía recursos ni preparación para obtenerlos, con Josefa Wetoret. Pronto se arrepintió de ello, a pesar de que tuvieron tres hijos entre 1830 y 34.
El casamiento de Larra no resultó a la verdad feliz, pero los motivos fueron otros. Fue igualmente su carácter quien originó su desgracia. El amor culpable que concibió por una mujer casada amortiguó en él aquel entrañable cariño que en un principio tuvo a su esposa y a sus hijos, y le lanzó en una senda de extravíos y de errores que empañaron su reputación y su buen nombre.
Con el desencanto se acentúa su radicalización política.-Escribe José Escobar, del Glendon College, York University, de Toronto-. En Abril de 1834, el mes en que se estrena el drama de Martínez de la Rosa, es cuando empieza la temporada teatral con una nueva empresa renovadora en la que Juan Grimaldi lleva la dirección artística. Larra y Bretón de los Herreros son sus más estrechos colaboradores. El compromiso del crítico con la empresa suscita animosidad entre los partidarios de la anterior, especialmente del actor Agustín Azcona a quien la nueva Administración había dejado en la calle. Azcona lanza una revista, el Semanario Teatral, para atacarla. En este periódico, el actor insulta desaforadamente al crítico acusándole de rastrero y venal, echándole en cara que se había dado a conocer en tiempos en que él era uno de los pocos que tenían el privilegio de publicar, sin mencionar que había sido Voluntario Realista; la milicia ultracoservadora.
El medio que Larra juzgó conveniente para obviar la crisis que presentía, consistió en realizar un viaje por el extranjero, a cuyo efecto, evitando la zona de guerra, se embarcó en Portugal, para visitar Londres y París, y volvió a España a fines de 1835 después de diez meses de ausencia, verificando esta vez su viaje directamente por el Pirineo.
El Español, periódico célebre por su tamaño, jamás conocido en España, y que acababa de crearse, fue quien recogió en esta época los trabajos de Fígaro.
Su viaje había contribuido a madurar su talento y hacerle adquirir una solidez y un aplomo que tal vez le faltaban antes: sus críticas teatrales de esta época se distinguen de las anteriores por una superioridad incontestable, y algunas de ellas son un modelo en su género.
Los años del 34, 35 y 36 habían sido empleados en una lucha constante entre la monarquía que quería conservar todo lo que fuese posible del antiguo régimen, y la opinión pública que reclamaba para este instituciones francamente constitucionales.
El Estatuto Real fue la primera concesión eficaz; pero como no fuese seguida de otras que se consideraban como su legítima y necesaria consecuencia; como el gobierno no daba pruebas de liberalismo ni en su espíritu ni en sus tendencias, resultó de aquí que el partido que con razón o sin ella llevaba la voz popular empezó a trabajar en el parlamento y fuera de él para realizar las cosas á que aquel se negaba con tanto empeño. Creyóse, no sin razón, que lo primero que había que hacer era ensanchar las bases mezquinas e insuficientes bajo que el Sr. Martínez de la Rosa había constituido políticamente la nación, y se pidió la reforma del Estatuto. Después de algunas vicisitudes, tras de algunos motines mal reprimidos, y en medio de los apuros de la guerra cada vez más apremiantes, prometiólo al fin la corona como medio de sofocar el levantamiento en 1835. Diferentes circunstancias se opusieron al cumplimiento de esta promesa, hasta que por último habiéndose formado el gabinete del ministerio Istúriz en Mayo de 1836, se anunció solemnemente á la nación que sus deseos y esperanzas más ardientes iban a tener logro mediante la convocación de las cortes revisoras que debían ocuparse en formar una nueva Constitución.
Este paso que parecía deber reconciliar definitivamente á todos los amigos de las ideas constitucionales, los dividió sin embargo para siempre. Hasta entonces el partido liberal no estaba dividido en fracciones Pero el advenimiento del gabinete de Mayo los fraccionó en dos bandos absolutamente distintos. ¿Cuáles fueron las causas de esta división tan fatal? Unos se pusieron de parte de la corona en aquella ocasión y se lucieron conservadores, porque el carlismo amenazaba demasiado cerca para no pensar en poner pronto término de aquel modo á las contiendas pendientes. Otros por el contrario se pusieron de parte del pueblo u obraron en nombre suyo, bien por rechazar toda Constitución emanada del poder real, bien porque solo viesen con desconfianza las promesas y concesiones de este último, bien porque la marcha del ministerio Isturiz, que empezó su carrera con un semi-golpe de estado, no les prometiese que había de acceder bastante á las exigencias del liberalismo. El combate entre dos grandes principios políticos se convirtió en lucha entre dos personajes influyentes, el Sr. Isturiz y el Sr. Mendizábal, y de aquí nació la revolución de la Granja.
Fígaro se decidió por el bando conservador; pero no veía la necesidad de exponer el país á nuevos trastornos, ni las instituciones á nuevas conmociones cuando las legítimas exigencias populares iban a ser satisfechas y asentada la libertad bajo firmes y seguras bases. Preparábase además por su parte á tomar una parte directa en el movimiento reformador, pues había sido nombrado diputado por la provincia de Ávila para las cortes. cuando estalló el movimiento de Agosto se encontró sorprendido y sin comprender unos sucesos, en su concepto tan irregulares.
El pensamiento de los escritos de Fígaro, ya no es el instinto espontáneo del liberalismo lo que le inspira; son sus excesos y violencias lo que llama su atención: ya no critica las cosas preocupado su ánimo de las grandes ideas de perfección y progreso; es la amargura del hombre desengañado lo que le mueve a escribir: todas sus esperanzas se han disipado; y es que todas sus ilusiones se han desvanecido; y es que un presente triste y desconsolador le hace desconfiar de todo La negación es el más estéril de los pensamientos humanos; y causa dolor ver a un escritor, como Larra, condenar los desórdenes de la revolución, las atrocidades de su gobierno y los desvaríos de sus ministros en nombre de tan pobre principio. Pero su alma se había gastado. carro revolucionario anda demasiado aprisa para que todos puedan seguir su paso.
El artículo de El día de difuntos de 1836 señala esta nueva fase de la vida literaria de Larra, que se imagina al ver las gentes que se dirigen apresuradamente al cementerio, que este se encuentra dentro de Madrid, que Madrid es el cementerio, ¡Tristes y falaces ideas por cierto! Sí, el trono había muerto, era verdad; pero era el trono absoluto, el trono que esquivaba ser francamente poder constitucional, el trono que no quería renunciar a ninguno de sus antiguos hábitos. Sí, la subordinación militar estaba destruida, no había duda alguna; pero era la subordinación ciega y estúpida que quería el despotismo, el cual no contó sin embargo con fuerza bastante para reprimir una sedición de tropa hecha en nombre de una idea política, teniendo que resignarse vergonzoso á dejarla salir con tambor batiente y banderas desplegadas!
¿Si á los hombres podían ponerse grillos, las ideas estaban ya libres de toda traba? ¿No era providencial ver a la fuerza armada declararse en insurrección en nombre de un principio y estrellarse ante ella toda la fuerza de la autoridad pública, a fin de que los gobiernos no convirtiesen en adelante á los ejércitos en instrumentos de opresión y quise refugiarme, dice, en mi propio corazón... ¡Santo Cielo! También otro cementerio. Mi razón no es más que otro sepulcro. ¿Qué dice? Leamos: «¿Quién ha muerto en él? ¡Espantoso letrero! ¡Aquí yace la esperanza!..» Oh! un hombre sin esperanza no podía hablar de otro modo: así es que no es al mundo a quien debía dirigir su palabra; debía hablar únicamente á Dios!
No solo son sus artículos políticos los que se resienten del giro que la revolución de la Granja hizo tomar á sus ideas y opiniones. La misma negra melancolía, la misma sombría desesperación reinan en sus artículos literarios, juntamente con las mismas lamentaciones por lo pasado, la misma superficialidad al examinar la razón de las cosas. Larra es, debemos confesarlo, inferior a sí mismo. ¿Trata de juzgar el Pilluelo de París? En vez de apreciar en su justo valor la filosofía de esta pieza, nos dirá que la desigualdad de las clases y de las fortunas es un mal necesario, que el continuo alarido de los muchos contra los pocos es un sofisma, cuando no pereza, que los pobres no son siempre necesariamente virtuosos, ni ,el noble y el rico unos bribones, con otras trivialidades.
Esto, como se ve, no es formar un juicio, esto no es presentar un análisis, esto no es hacer una crítica; es quejarse, es llorar, es hacerse pedazos el corazón. ¡Qué contraste ofrece este modo de escribir de Fígaro con el que tenía en sus buenos tiempos! Entonces discurría, entonces meditaba, entonces se entusiasmaba con las innovaciones, entonces la esperanza era su numen inspirador; ahora divaga, cierra los ojos, no sabe sino lamentarse de lo pasado , y el desaliento le domina completamente. El mundo social, político y religioso, no es para él más que un edificio viejo que se desmorona por todas partes.
Seriamos injustos con Larra, si no reconociésemos la influencia que ejercieron en esta última fase de su vida literaria que estamos examinando los pesares y los quebrantos domésticos: la funesta pasión por Dolores Armijo, que tuvo la desgracia de concebir, Por lo mismo que sus convicciones políticas habían sufrido tan rudo golpe, se aferró cada vez más á su malhadado amor, el cual debía costarle la vida. La persona que se le había inspirado no le guardaba ya una correspondencia, sin la que se creía completamente desgraciado.
Cuantos lo conocieron recuerdan un hombre de baja estatura –un metro, sesenta-, pero muy dandy; siempre vestido con gran elegancia… incluso el día que fue su último día, se arregló de forma tan impecable como acostumbraba.
Todos los que le trataron entonces íntimamente, pudieron observar el desorden de sus ideas, la incoherencia de sus acciones, el desvarío de sus sentimientos, indicios de una catástrofe próxima. Sus últimos escritos la hacían presentir de una manera patente. En el artículo consagrado a la memoria del malogrado conde de Campo Alange decía quince días antes de su muerte con un tono melancólico y lúgubre: Ha muerto el joven noble y generoso, y ha muerto creyendo: la suerte ha sido injusta con nosotros, los que le hemos perdido, con nosotros cruel; con él misericordiosa! En la vida le esperaba el desengaño! La fortuna le ha ofrecido antes la muerte! Eso es morir viviendo todavía; pero ¡ay de los que le lloran, que entre ellos hay muchos á quienes no es dado elegir, y que entre la muerte y el desengaño tienen antes que pasar por este que por aquella, que esos viven muertos y le envidian.» ¿No son estas las palabras del moribundo?
13 de Febrero de 1837.
Aquel día Larra visitó a su mujer y a Mesonero Romanos, y paseó por el Prado con Mariano Roca de Togores, con quien pensaba escribir en colaboración un drama sobre Quevedo. Era lunes de Carnaval, ya anochecido, recibió a Dolores [Armijo] a quien acompañaba su cuñada.
Su amada, después de cinco años de amores, quería romper unos lazos doblemente ilegítimos y criminales, y él lo resistía con todas sus fuerzas. Creyendo poderla decidir a cambiar de opinión, quiso tener con ella una entrevista Túvola en efecto en su casa la noche de dicho día, pero nada consiguió. Todos los esfuerzos del amante se estrellaron ante la impasible resolución de la mujer. y apenas habían pasado unos cuantos minutos después de haberse despedido fríamente y sin dejarle ninguna especie de consuelo, cuando oyeron los criados de Larra un ruido que al principio tomaron por la caída de un mueble, pero que luego que entraron en la habitación después de un larguísimo rato, conocieron había sido la detonación de una pistola con que se había quitado la vida. ¡Se había suicidado delante del espejo! ¡Y fue una de sus pequeñas hijas la que primero echó de ver la desgracia de su padre!
(Recuerdo haber oído que un periódico madrileño informó de su muerte con el siguiente titular: “Larra se tiró un tiro”, pero, hasta la fecha no he podido documentar esta dato anecdótico.)
Museo Romántico de Madrid.
Desaparecía el escritor que con tanta gloria marchaba por las mismas huellas que Cervantes, que Molière, que Juvenal y que todos los grandes satíricos. Algunos años más de vida, alguna más grandeza en su genio, he aquí lo que le faltó para haberse colocado a la altura acaso de estos grandes hombres; los homenajes tributados á su memoria atestiguan bien cuán grande era el vacío que iba a dejar en las letras españolas contemporáneas.
En el mes Marzo de este año se trasladaron sus cenizas al cementerio en que reposan las de Calderón y las del nunca bastante llorado Espronceda! Hoy día comprenden ya todos que á los hombres no les toca más que rendir homenaje al talento; á Dios solo corresponde pedir cuenta del uso que se haya hecho de él.
Concluyamos pues, añadiendo que la circunstancia de haber muerto antes de sus 28 años, dejando una esposa joven con un niño que ahora tiene 12 años y dos niñas, una de 10 y otra de 8, debe hacernos más respetuosos todavía con la memoria de Fígaro.
Cayetano Cortés. 1843.
Los restos de Fígaro estuvieron expuestos los días 14 y 15 de febrero en la Real Iglesia Parroquial de Santiago y San Juan Bautista y ante él desfilaron prácticamente todos los personajes representativos de las ciencias, el arte, la política y la prensa de Madrid, entre ellos, Martínez de la Rosa, Mesonero Romanos, García Gutiérrez, Roca de Togores, los Madrazo, Hartzenbusch, Alenza, Ferrer del Río, Salas y Quiroga, Joaquín María López, Bretón de los Herreros, etc.
El ministro de Gracia y Justicia, José Landero, vecino de Larra, tramitó su entierro en el cementerio extramuros de la Puerta de Fuencarral, donde Zorrilla leyó un poema en memoria del escritor.
A la memoria desgraciada del joven literato don Mariano José de Larra.
Ese vago clamor que rasga el viento
es la voz funeral de una campana:
Vano remedo del postrer lamento
de un cadáver sombrío y macilento
que en sucio polvo dormirá mañana.
Acabó su misión sobre la tierra,
y dejó su existencia carcomida,
como una virgen al placer perdida
cuelga el profano velo en el altar.
Miró en el tiempo el porvenir vacío,
vacío ya de ensueños y de gloria,
y se entregó a ese sueño sin memoria
que nos lleva a otro mundo a despertar.
...
Que el poeta en su misión
sobre la tierra que habita,
es una planta maldita
con frutos de bendición.
Duerme en paz en la tumba solitaria,
donde no llegue a tu cegado oído
más que la triste y funeral plegaria
que otro poeta cantará por ti.
Esta será una ofrenda de cariño,
más grata, sí, que la oración de un hombre,
pura como la lágrima de un niño,
memoria del poeta que perdí.
...
Poeta, si en el no ser
hay un recuerdo de ayer,
una vida como aquí
detrás de ese firmamento...
conságrame un pensamiento
como el que tengo de ti.
Imagen: Zorrilla. Fragmento de “Los Poetas Contemporáneos”, de Esquivel.
Siete años después, a causa del derribo de aquel cementerio, se trasladaron los restos al cementerio de la Sacramental de San Nicolás de París y Hospital de la Pasión, pasada la Puerta de Atocha.
El 13 de febrero de 1901, Azorín y un grupo de amigos de la Generación del 98, vestidos de luto y con sombrero de copa, bajaron desde la Puerta del Sol, por la calle de Alcalá, hasta el cementerio, donde dejaron numerosos ramos de violetas. Azorín leyó un discurso, al que siguieron otros, como los de los hermanos Pío y Ricardo Baroja.
Azorín, de Zuloaga. 1941
En 1902, finalmente, los restos de Larra fueron depositados en el Panteón de Hombres Ilustres del cementerio de San Justo, al otro lado del Manzanares. Presidieron el acto, Núñez de Arce, Francisco Silvela y Miguel Moya. Formaron la comitiva, entre otros, el Duque de Rivas en representación del Rey; el Conde de Romanones, Ministro de Instrucción Pública, en representación del gobierno; Antonio López Muñoz, por el Congreso y Lora por el Senado.
Notas tomadas de Jesús Miranda de Larra
&&&
¿No se lee en este país porque no se escribe, o no se escribe porque no se lee?
Carta a Andrés, escrita desde las Batuecas por El Pobrecito Hablador
No hay comentarios:
Publicar un comentario