La Ilíada es lo que debe ser, lo que siempre fue, y no una Aquileida a la que se habrían añadido una decena de fragmentos tomados de cualquier otra epopeya y de la que el asedio de Troya es el tema. Grote compara la Ilíada con un edificio construido, en principio, de acuerdo con un plan cerrado, pero que se ha ampliado con adiciones sucesivas. En el plan original, Grote sólo admite los cantos, VIII, XI y los siguientes, hasta el XXII incluido y, más rigurosamente, el XXIII y el XXIV. Con esto resulta que la Ilíada es un Louvre o un Fontainebleau en los que se ve la mano de más de un arquitecto.
En el texto que precede, de Alexis Pierron, al que citaremos continuamente, expresa con exactitud cuáles son las dos posturas enfrentadas en sus conceptos acerca de la creación de las epopeyas homéricas.
George Grote, Londres, 17.11.179-18.6.1871.
Historiador de la Antigüedad, especialmente reconocido por su obra, History of Greece.
La Harpe –escritor y crítico-, del que dice Alexis Pierron, que no siempre merece ser citado cuando escribe sobre los antiguos, también dice que encontró, al menos una vez, acentos dignos de este tema; como cuando habla de la Ilíada y del incomparable arte que en ella demuestra Homero:
Veía con pena, lo confieso, que la lucha se iba a reanudar tras la embajada de los griegos, y me decía que sería muy difícil que el poeta hiciera otra cosa que seguir trabajando sobre el mismo fondo. Pero cuando veo que, de pronto, superándose a sí mismo, en el Canto XI y los siguientes, se eleva en un rápido impulso a una altura que parecía acrecentarse sin cesar; entonces, el verbo del poeta me pareció envuelto en todo el fuego de los dos ejércitos; lo que hasta entonces había leído y lo que leía, me recordaba la idea de un gran incendio que, tras haber consumido algunos edificios, habría parecido extinguirse falto de alimento, pero que, reanimado por un viento terrible, hubiera puesto, en un momento, toda una ciudad en llamas.
Seguía, sin aliento, al poeta, que me arrastraba consigo. Estaba en el campo de batalla; veía a los griegos apresurados entre la muralla que habían construido y las naves que constituían su último refugio; a los troyanos precipitarse en multitud para destruir aquella barrera; a Sarpedón arrancando uno de sus parapetos; a Héctor lanzando una enorme piedra contra las puertas que la cerraban, haciéndola volar en pedazos, y pidiendo a gritos una antorcha para incendiar las naves; a casi todos los jefes griegos, heridos y fuera de combate; excepto Ayax, su último bastión, cubriéndolos con su valor y con su escudo, rendido por la fatiga, bañado en sudor, empujado hasta su nave y rechazando siempre al enemigo vencedor.
Las llamas, finalmente, elevándose de la flota incendiada y, en ese momento, la grande e imponente figura de Aquiles en su nave, mirando con una alegría tranquila y cruel aquella señal que Zeus le había prometido, y que constituía su venganza…
Me detuve, como a mi pesar, para lanzarme a la contemplación del vasto genio que había construido aquella máquina, y que, en el instante en que le creía abatido, creció tanto ante mis ojos. Sentí una especie de transporte inexpresable; comprendí que acababa de aprender todo lo que era Homero; sentí un placer secreto e indecible al sentir que mi admiración era igual a su genio y su renombre, que no en vano, treinta siglos habían consagrado, constituía para mí un doble placer al encontrar un hombre y una obra tan grande.
La profunda emoción que la obra de Homero es capaz de despertar en el lector, nunca ha sido puesta en duda y su valor literario, demostrado a través de los siglos, se encuentra sin duda elevado a la categoría del Mito. Pero la cuestión a analizar con respecto a la Ilíada y a la Odisea, no es su calidad literaria, sobre la cual no hay duda; es más bien la necesidad de saber si hubo una Guerra en Troya y un Homero que la contó.
Guerras hubo y hubo Homeros, tampoco hay duda; lo que no sabemos, es, en primer lugar, a cuál de ellas podría referirse la Ilíada, si es que se trata de una en concreto; si fue un solo hombre quien la escribió y, por último, si ese hombre se llamaba Homero.
A decir verdad, desde un punto de vista personal, y aunque siempre nos gustaría saber más, el hecho es que ninguna de esas cuestiones afecta al contenido de la Ilíada y la Odisea; obras maestras por tantos motivos, y que, a lo largo de los siglos, una y otra vez hacen resurgir las emociones descritas por La Harpe.
Sin embargo, no parece que el objetivo del autor fuera contar la guerra propiamente dicha, puesto que, sin preocuparse siquiera de citar las causas de la misma, comienza el relato con la Cólera de Aquiles a causa del botín, cuando el conflicto bélico greco–troyano llevaba más de nueve años abierto y cuando, de todo ello solo sabemos que los triunfantes griegos, no habían sido capaces de tomar la ciudad de Troya que, para entonces está a punto de caer, dando fin a la contienda y a sus funestas consecuencias.
Los defensores, finalmente caerán en una trampa, aparentemente absurda, pero muy bien urdida, tras la que sufrirán, además del fuego y el saqueo, las más crueles venganzas por parte de los griegos, cuyos detalles completaría Virgilio, e incluso un muy creíble Eurípides, que refleja aquellas dramáticas jornadas en Las Troyanas.
Se diría que, con la excusa de fondo de la guerra, el autor se hubiera propuesto, más bien, describir una amplia galería de prototipos, representantes de las más admirables virtudes y de los más odiosos defectos del ser humano, que, en ambos casos, se mostrarían en toda su magnitud y posibilidades, al hallarse aquellos hombres sometidos a una tensión extrema, que los mantendría permanentemente en difícil equilibrio sobre la estrecha línea que separa la vida y la muerte, siendo conscientes de ello y sabiéndose además, sujetos al azar de cualquier flecha lanzada por cualquier divinidad enemiga.
Si el nombre del autor de estas epopeyas, es poco menos que aleatorio, habría, tal vez, que preguntarse, quién, y por qué eligió el de Homero, que la tradición ha impuesto. Considerando que podría tratarse de un apodo convertido en nombre: “El que no ve”; tal vez signifique que nos hallamos ante, La Ilíada y La Odisea, de El Que no ve; algo así como Canción de Ciego, y esto –se dice–, pudieron ser ambas obras, ni más ni menos, hasta su ordenamiento y compilación. De otro modo ¿de dónde salió este nombre, sin apellido –por así decirlo–, sin familia ni origen conocido y de alguien que nunca habla de sí mismo?
Las dudas sobre un autor único, sería el motivo por el que las dos obras parecen fragmentos de un relato anterior que quizás narraría la Guerra de Troya propiamente dicha y de la que en este caso, sólo se habría conservado, en primer lugar, en la Ilíada, el retroceso de los aqueos provocado por la cólera de Aquiles y su negativa a participar en la lucha, hasta que vuelve al campo de batalla para vengar la muerte de su amigo Patroclo, acorralando de nuevo a los teucros tras las murallas, que no obstante –recordemos que fueron construidas por manos olímpicas–, siguen siendo inexpugnables, hasta que Ulises concibe la sorprendente estrategia del Caballo de Madera, con su no menos sorprendente consecuencia, la de que los troyanos se dejaran engañar a pesar de las advertencias, abriendo sus puertas al enemigo, que se entregaría a infames venganzas, impropias de héroes.
En segundo lugar, la Odisea, que no es sino el relato de las innumerables dificultades que Ulises hubo de superar antes de volver desde Troya y a su casa, donde le esperan, su esposa Penélope, y su hijo Telémaco, que junto con su palacio, están a punto de pasar a manos de cualquiera de los avispados aristócratas, pretendientes de Penélope, a la que piensan heredar, junto con todas las posesiones de Ulises.
Los dioses, también aquí, se proponen vengar ciertas ofensas recibidas de los mortales, así como castigar la inexcusable actitud de los aqueos contra la ciudad ocupada, de modo que muchos de los vencedores, incluso aquellos que hasta entonces habían sido protegidos por ellos, nunca volverán a sus hogares, mientras que otros, como Homero, emplearán más tiempo en el accidentado viaje de vuelta, que el que pasaron en la guerra propiamente dicha.
Sin embargo, y, a pesar de que podríamos hablar de dos grandes fragmentos de una misma historia, prácticamente no conectados entre sí, su lectura deja en la memoria una sensación de conjunto, o de unidad, que, materialmente, no existe.
Quizás no comprenderíamos en toda su amplitud estos relatos, sin la ayuda de Virgilio y de otros autores que, por aquí y por allá, fueron dejando sus comentarios e hipótesis, así como por la impagable labor de los compiladores. Pero, aun contando con todo esto –es decir, aunque sólo conociéramos el contenido de estos dos relatos–, habríamos de concluir que la causa última, la que explicaría su inconmensurable impacto a lo largo de los siglos, se encerraría en una sola palabra: genialidad.
* * *
Varios historiadores pusieron edad a Homero; así Heródoto, dice que había vivido 400 años antes que él. Helánico de Lesbos asegura que fue contemporáneo de la Guerra de Troya y Tucídides lo sitúa 60 años después de la guerra, mientras que Eratóstenes, le añade cuarenta años más. La crítica, hoy, acepta, en general, el siglo VIII aC.
Entre los elementos de carácter positivo, en relación con la unidad de estas obras, estaría, por ejemplo, el hecho de que ambas parecen proceder de la misma mano, aunque sobre esto tampoco hay unanimidad. Cuenta asimismo, el hecho de que el autor, sea quien fuere, en los dos casos, demuestra conocer bien el mar, y más especialmente, detalles muy concretos de la zona occidental de Asia Menor –Samotracia y Éfeso–, próximos a la actual costa turca.
Por lo que respecta a la península griega, en el llamado Catálogo de las Naves, se citan 78 nombres de lugares, reunidos en 29 grupos comunes, de los cuales, algunos ya no los conocían los geógrafos más inmediatos, si bien, las localizaciones conocidas, hoy siguen siendo exactas.
En cuanto a su ubicación temporal, también se deduce que, en la época, se conoce el hierro, pero se emplea mucho más el bronce.
Hoy se cree que el supuesto autor pudo reunir materiales del mundo micénico; de la llamada Edad Oscura, correspondiente a los siglos X y IX aC que completaría con otros de su propia época.
El lenguaje empleado, conocido como Dialecto Homérico, se mantuvo posteriormente en la tragedia y la lírica, siendo empleado sólo para escribir, lo que, personalmente, me crea otra duda; y es, cómo los espectadores de la Tragedia comprendían lo que oían. Al parecer, la respuesta es positiva, pero sólo para el espectador culto.
La cuestión se complica más a causa del empleo del Hexámetro Dactílico, que, en ocasiones obliga a adaptar la palabra a las necesidades del metro, complicando así su forma y posiblemente su significado. Por último, se cree que se trataría de una mezcla de jonio, eolio, ático, etc. es decir; que podría coincidir con los dialectos empleados por los guerreros griegos de diversos orígenes, coaligados en el ejército de Agamenón.
Veamos lo que decía respecto a esta cuestión, el sabio clasicista francés, Alexis Pierron en su Histoire de la Littérature Grecque.
¿Quién creería –escribió Fenelón–, que la Ilíada de Homero, este poema tan perfecto, no fue compuesto por el esfuerzo del genio de un gran poeta y que los caracteres del alfabeto, lanzadas en confusión por un golpe de puro azar, como los dados, reunieron todas las letras, precisamente en el orden necesario para describir, en versos llenos de armonía y de variedad, tan grandes acontecimientos; para colocarlos y para ligarlos en un conjunto perfecto; para pintar cada objeto con todo lo que tiene de más amable, noble y conmovedor; en fin para hacer hablar a cada personaje de acuerdo con su carácter, de una manera tan ingenua y apasionada? Se puede razonar y sutilizar cuanto se quiera, pero nunca se convencerá a un hombre sensato de que la Ilíada no tiene otro autor que el azar.
François de Salignac de la Mothe, Fénelon, 6.8.1651-7.1.1715.
Teólogo católico, poeta y escritor, muy célebre por su novela Aventuras de Telémaco en la que criticaba duramente a Luis XIV, previniéndole de que su pasividad ante los abusos de la nobleza provocaría una revolución: ha introducido en la corte un lujo monstruoso e incurable.
El argumento de Fenelón con respecto a la unidad de la Ilíada, parecía irreprochable, siendo su autor uno de los hombres que mejor conocieron la antigüedad en su época. Nadie discutía entonces la unidad, tanto de la Ilíada como de la Odisea, ni el arte que había presidido la composición de ambas obras. Pero todo cambió después. Pero además, este razonamiento no habría convencido a Vico, destinatario de las palabras de Fenelón, ya que Vico negaba, precisamente la existencia de Homero.
Giambattista Vico. Nápoles, 23.6.1668–23.1.1744.
La gran originalidad de su pensamiento ha sido muy valorada en el siglo XX por escritores como Benedetto Croce o María Zambrano.
Frédéric–Auguste Wolf -continúa Pierron-, se habría impresionado menos todavía, porque los griegos, según él, aprendieron mucho más tarde a formar un conjunto poético y a componer verdaderos poemas.
Friedrich August Wolf. Sajonia, 15.2.1759-Marsella, 8.8.1824.
Filólogo y helenista, célebre por negar la unidad de composición de los poemas homéricos. Su punto de vista suscitó la todavía latente controversia denominada Cuestión Homérica.
En la opinión de estos últimos, todo se debía al azar en el nacimiento de la Ilíada y la Odisea, que se habrían formado sucesivamente de la reunión de varios cantos anteriores y que siendo obra de distintos miembros de una misma familia de aedos, sólo se convirtieron en lo que conocemos, por el trabajo de los siglos, y sobre todo, por la compilación hecha en tiempos de Pisístrato.
Pisístrato. c. 607-527 aC. ―Πεισίστρατος―.
Tirano de Atenas en tres ocasiones, la más prolongada, desde 546 a 528 aC. Designó un grupo de sabios para que reunieran la obra de Homero y fijaran un texto único de sus poemas.
Lachmann, uno de los discípulos de Wolf, trató incluso de determinar el número de fragmentos primitivos que habían servido para crear la Ilíada; reconoció 16, ni más, ni menos, y propuso, en virtud de su descubrimiento, una nueva división del poema en 16 Cantos, para dar espacio a los 16 Homeros que así reivindicarían sus respectivas aportaciones.
Karl Konrad Friedrich Wilhelm Lachmann. 1793-1851.
Filólogo alemán y editor de textos clásicos grecolatinos, bíblicos y germánicos.
Creó el método de crítica textual.
Hoy –1875–, en Francia, sobre todo, los seguidores de Wolf son muy raros, pero sigue habiendo personas que mantienen como artículo de fe algunas de las paradojas sobre las que se apoya su sistema.
Hemos visto al bueno de Dugas–Montbel, traductor de Homero, casi pedir perdón a Dios por haber creído que existió un verdadero Homero; hemos oído al célebre erudito Fauriel, en plena Sorbonne, enseñar y exagerar los supuestos de Wolf y leemos todos los días en revistas literarias, incluso en sabias disertaciones, que sólo los pobres de espíritu imaginan que cierto poeta, llamado Homero, ha concebido y ejecutado la Ilíada y la Odisea.
Quedan, pues, por así decirlo, dudas en el aire a propósito de la persona de Homero , y sobre el carácter de la poesía homérica, que harían preciso, en primer lugar, demostrar que Homero no es sólo un nombre; es decir, que las epopeyas homéricas son poemas en toda la fuerza del término, trabajadas y compuestas, como decía Fenelón, por el esfuerzo del genio de un gran poeta.
Kirchhoff y Wilamowitz
Posteriormente, siguió la controversia a la que se añadieron figuras como Johann Wilhelm Adolf Kirchhoff, Berlín, 1826-1908. Filólogo y Epigrafista, Profesor de Filología Clásica en la Universidad de Humboldt y autor de Die Homerische Odyssee -1859-, Sobre la Odisea de Homero y su formación.
También, Ulrich von Wilamowitz-Moellendorff. 1848-1931; Filólogo, helenista y principal representante de la Filología Clásica en el siglo XIX. Opuesto al método de la crítica textual de Wolf y Lachmann, anteponía al estudio de los textos, la reconstrucción de la biografía de los autores a partir de sus obras. Especializado en Literatura Griega, publicó asimismo estudios como La literatura griega en la antigüedad; Introducción a la tragedia griega; Homerische Studien, Aristoteles und Athen y Vitæ Homeri et Hesiodi.
Hoy se acepta generalmente, que los que conocemos como los dos grandes poemas de Homero, procederían, en parte, de una tradición oral, en base a la cual se repiten ciertas fórmulas, propias de la transmisión repetitiva, lo que las hizo muy populares y que Homero heredó, lo que no impide que, quienquiera que fuera el propio Homero, impusiera al relato su propio y exclusivo estilo, creando, en el estricto sentido del término, una obra completa, coherente, única y con valor universal.
§ § §
Respecto a la cuestión sobre si la Ilíada y la Odisea, son obra del mismo autor, no cabe duda –asegura Alexis Pierron-, que fue un solo poeta, genial, quien compuso ambas obras. Pero la duda persiste sobre si hubo un Homero, o dos, o más. La controversia al respecto, como se sabe, ya es centenaria y hay muchos investigadores que mantienen opiniones distintas al respecto. Ya en la antigüedad hubo críticos –curiosamente conocidos como, χωρίζοντες –literalmente, jorísondes- del verbo χωρίζειν; separar, es decir, Corizontes o separadores, que aseguraban que se trataba de obras de diferente autor, si bien basándose –añade el autor-, en motivos poco convincentes.
Todos los Corizontes eran gramáticos de la primera Escuela de Alejandría, que daba más importancia a las palabras que a las ideas, y más a la versificación que a la poesía.
Por ejemplo, les sorprendía –ironiza Pierron- que Creta sólo tuviera 90 ciudades en la Odisea, mientras que se cuentan 100 en la Ilíada. –Si ambos poemas, decían, son del mismo autor, ¿por qué los héroes no comen pescado en la Ilíada, mientras que sí lo comen en la Odisea? –El autor considera que no es necesario detenerse a discutir semejantes infantilismos, añadiendo que algunos, en su tiempo, intentaban volver a honrar las ideas de los Corizontes y dotarlas de un carácter sistemático. Sus argumentos–añade–, tienen, efectivamente, algo más de seriedad que los de los Alejandrinos, porque los extraen de un examen profundo de los dos poemas y de lo que ellos denominan, su sorprendente diversidad.
Así, la Ilíada es más patética y simple, mientras que la Odisea es más moral y compleja. En una es el entusiasmo lo que domina ofreciendo un relato apasionado e interesante, mientras que en la otra, la combinación de las partes suple a la rapidez de la acción; el poeta sondea más profundamente los pliegues del corazón humano, con una mano más segura, y una consciencia más reflexiva.
La Ilíada, esa epopeya de guerras y batallas, debió ser, según los nuevos Corizontes, compuesta en tiempos bastante próximos a la época heroica, cuyo espíritu trasluce, y no lejos de los lugares que habían sido el teatro de las hazañas de los héroes, y que son descritas en el poema con una fidelidad completamente ingenua.
La Odisea es el cuadro de una civilización más perfeccionada, más curiosa de las artes que procuran el bienestar en la vida, siendo, desde muchos puntos de vista, una epopeya de mercaderes y exploradores de lejanas tierras, que dataría de la época de fructífera actividad en la que las ciudades jonias dieron el primer impulso a su comercio e hicieron sus primeras tentativas de navegación.
Hay que proceder al análisis de la lengua empleada para hallar diferencias entre ellos, a pesar de que la uniformidad del dialecto épico, hace que estas no sean sensibles entre uno y otro poema: más ingenuo y próximo a las formas eólicas en la Ilíada, y, más sabio y próximo al Jónico en la Odisea.
En resumen: Sólo hubo un Homero –asegura Pierron-. Y sólo las diferencias entre los temas tratados, explica las variantes entre los dos poemas; el arte, más sabio, si se quiere, en la Odisea, que en la Ilíada, prueba solo que el autor, en la Odisea, se vio forzado a servirse de su genio, mucho más de lo que había necesitado hacerlo en la Ilíada, con el fin de sostener hasta el final la atención del lector.
Es absolutamente falso decir que los sentimientos de los héroes y las heroínas de la Ilíada son de un orden menos elevado, de una pureza menos ideal que las que admiramos en la Odisea. Andrómaca, en realidad, no tiene nada que envidiar a Penélope, y la Elena de la Ilíada no es indigna de la amable mujer que recibe a Telémaco en su palacio.
Los guerreros de la Ilíada no son siempre saqueadores de ciudades y matadores de hombres, del mismo modo que los personajes más pacíficos de la Odisea tampoco son modelos de virtud y, más de una vez nos sorprenden, incluso entre los más sabios, con apasionamientos no muy civilizadas y apetitos algo salvajes. En definitiva, es el mismo hombre en los dos poemas, pero visto bajo dos aspectos diferentes; unos en la vida guerrera y otros, en la vida social.
La Ilíada y la Odisea se completan mutuamente; no se contradicen. Los rasgos eolios no son menos sensibles en la Odisea que en la Ilíada; así como del jonio, futuro germen igualmente, por decirlo así, de ambos poemas. Ambas están escritas en aqueo, un dialecto intermedio entre el eolio y el jonio, del que tienen el estilo, los giros fraseológicos, el orden y movimiento de los pensamientos, pero ¿y la versificación; las fórmulas consagradas; los tradicionales epítetos, etc.? Los Corizontes olvidan compararlos en ambos poemas, cuando es ahí donde brillan de forma más evidente, las similitudes.
Buffon dijo: El estilo es el hombre. Por lo mismo, no sentimos en el derecho de decir aquí: El mismo estilo es el mismo hombre, de donde resulta que no habría más que un Homero.
Sin duda, es una gran maravilla que el mismo hombre que compuso la Ilíada, sea también autor de la Odisea. Pero sería un prodigio mil veces más extraordinario que la existencia de un único Homero; sería la existencia, sucesiva, o no, de dos Homeros.
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En cuanto a la fecha probable de la vida de Homero, se deduce que el poeta de la Ilíada y la Odisea veía a los hombres y a las cosas de la edad heroica con una distancia favorable a la perspectiva. Pero si no fue contemporáneo de los grandes eventos que cuenta, vivió, de todos modos, en un siglo en que su recuerdo estaba aún muy vivo. Es un hecho, parece, que no necesita demostración.
Estimo –dice Heródoto en el Libro II, Cap. LIII–, que Homero y Hesíodo solo vivieron cuatro siglos antes que yo-. Según esta opinión, Homero habría sido contemporáneo de Licurgo, y tres siglos posterior a la caída de Troya.
Habría que situar, pues, su época un poco antes que Licurgo y, quizás hasta el año 1000 antes de nuestra era. Las tradiciones relativas a Licurgo muestran al legislador de Esparta recogiendo y copiando los poemas homéricos, ya famosos en toda Asia Menor. Cuando estos poemas fueron compuestos. las realezas imperaban y Grecia estaba aún gobernada por monarcas hereditarios, descendientes de los antiguos héroes. Si colocáramos a Homero en una época más reciente, hay mil cosas en sus poemas que no se explicarían; por ejemplo la frase: El mando de varios no es bueno; que haya un solo jefe y un solo rey. –Ilíada, Canto II, vv. 204–206-. no lo hubiera dicho ningún poeta en plena democracia.
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Siete ciudades se disputaron el honor de haber sido cuna de Homero: Esmirna, Quíos, Colofón, Salamina, Íos, Argos y Atenas. Pero, no solo ninguna de ellas aporta pruebas convincentes, sino que algunas son, incluso, muy dudosas. El debate realmente serio estaría entre Esmirna y Quíos. En Quíos florecía una escuela de rapsodas que se llamaban Homéridas, que se decían descendientes de Homero y, Simónides, por último, llama a Homero el hombre de Quíos.
Esmirna mostraba un templo que había levantado en memoria del poeta y donde se le honraba como a un héroe, recordando el nombre de Meónida que se le daba, es decir, hombre de la tierra de Esmirna y, sobre todo, de Melesigene, una apelación más significativa todavía; Melesigene, significa hijo de Esmirna; de la ciudad bañada por el Meles.
El poeta que habla en el Himno a Apolo Delio, dice a las hijas de Delos que hay un hombre ciego que habita en la montañosa Quíos, y Tucídides por su parte, dice que este himno es obra de Homero. Cualquiera que sea la autenticidad del himno, podemos creer que si Homero no nació en Quíos, pasó allí parte de su vida y que de allí era ciudadano, de modo que, cualquiera que fuera su verdadera patria, pudo asumir el nombre de hombre de Quios, lo cual sería suficiente para explicar la existencia allí, de la gran escuela de los Homéridas, y la creencia, bien o mal fundada de que estos rapsodas eran descendientes de Homero.
Pero lo cierto es que tiene poca importancia el hecho de Homero naciera en Esmirna o en Quíos. Lo importante, es que pertenece a ese mundo afortunado en el que se desarrollaron con tan poderosa energía, los fecundos elementos aportados por los helenos.
A juzgar por ciertos rasgos muy significativos, Homero era Jonio de nacimiento, y ello se percibe bien en su obra, por ejemplo, cuando dota de un papel tan considerable a Atenea, la gran diosa de los jonios, además de diversos rasgos particulares por él citados y que son exclusivos de las ciudades jonias.
Un espartano hace notar, en Las Leyes de Platón, que Homero ha pintado la sociedad jónica, mucho más que la de los lacedemonios; así, por ejemplo, la exactitud geográfica con que se refiere a lugares de Jonia del Norte y de la Meonia vecina, es decir, de las tierras a las que la tradición de Esmirna asignaba su nacimiento. Se podría justificar con un montón de ejemplos y también la acertada expresión de Aristarco: Es un corazón jónico el que late en el pecho de Homero.
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La vida de Homero es, ya lo hemos dicho, desconocida y sus pretendidas biografías, no son más que compilaciones ingeniosas, agradables de leer, pero que no resisten el análisis histórico. Sólo concuerdan en el hecho de que el verdadero Homero, como el legendario, habría viajado y visto mucho y habría sufrido el capricho de la suerte y la injusticia humana.
Se dice que perdió la vista en la vejez y que al igual que Demódoco, no dejó de recitar o cantar hasta su último día. Los pintores y escultores griegos, siempre lo representaron bajo la figura de un venerable anciano, pero no sería ese el fogoso poeta de la Ilíada, aunque también podríamos reconocer al sabio que relata las aventuras de Ulises. El hecho es que lo único que se sabía de él con seguridad, es que era ciego y que ello condicionó sus representaciones.
Hay, no obstante, monumentos antiguos en los que Homero aparece vidente y joven, o al menos en una edad de plena fortaleza física, así en las monedas de Esmirna, como en ciertas medallas y algunos bajorrelieves y pinturas –reproducidas por Millin en su Galerie Mythologique.
Por otra parte –continúa Pierron-, el autor no ha creado ni a sus dioses, ni a sus héroes, ni los acontecimientos que llenan sus poemas. Ahora bien, aunque Zeus era adorado en Grecia mucho antes del nacimiento de Homero, después del poeta, ya solo existió en la imaginación humana bajo los rasgos con que él poeta lo pintó. Homero fue mucho tiempo para Grecia, el teólogo por excelencia. Su gloria religiosa no empezó a palidecer sino ante el Dios que los filósofos encontraron en el fondo de la conciencia humana, como Anaxágoras, Sócrates y Platón; sólo eclipsado por el cristianismo. En cuanto a los héroes, Homero los puede reivindicar como suyos con más justo título aun, que a los dioses.
Pero el verdadero triunfo de Homero, es el personaje de Aquiles. Aquiles es a la vez un héroe y un hombre, y es él quien dota de verdadero y profundo interés a la Ilíada. La pasión lo ciega; concibe un odio sin piedad hacia los griegos y su desesperación, a la muerte de Patroclo, el furor de la venganza que le llena; su encarnizamiento contra Héctor, etc.
De todas esas debilidades de un alma imperfecta, podemos sentir el germen en nosotros mismos, y los acentos del poeta que las cuenta, vibran hasta el fondo de nuestras entrañas. Pero de un extremo a otro del poema, el alma de Aquiles se va purificando y crece en un progreso continuo. La parte divina de esta poderosa naturaleza se desprende poco a poco de las sombras de la pasión y de la cólera, y brilla al fin, con toda su innata luz. El hombre se desvanece y solo queda el héroe.
Aquiles grita, al principio del altercado, mirando cara a cara al rey de reyes, Agamenón: -¡Borracho con ojos de perro y corazón de ciervo; nunca has tenido el valor de armarte para la guerra junto a tu pueblo, ni de ir a las emboscadas con los más valientes de los aqueos. Verdaderamente, es mucho mejor para ti, ir con la gran armada de los aqueos, y robar el botín a los que te contradicen. Rey que devoras al pueblo, porque mandas en hombres de nada, porque de lo contrario, atrida, tu ultraje de hoy habría sido el último. (Ilíada, Canto I, vv. 225 y ss.).
Evocándose más tarde a sí mismo, en un exceso de dolor, Aquiles reconocerá lealmente sus errores: -Atrida, lo que hacemos en este momento, nos hubiera sido más útil a los dos, hacerlo, cuando con el corazón lleno de odio, nos entregamos, por una muchacha, a una lucha destructiva.(Ilíada, Canto XIX, vv. 56 y ss.).
En la ebriedad de la victoria, cuando acaba de vengar a Patroclo y Héctor está muerto a sus pies, su pensamiento su nubla; su fiero instinto estalla en toda su salvaje rudeza insultando a los insensibles restos de su enemigo: -Pues bien, Héctor, cuando despojabas a Patroclo, te alababas por haber salvado tu vida; no me temías a mí porque estaba lejos. ¡Insensato! Pero me tenía a mí, preparado en las profundas naves, como un vengador mucho más fuerte que él; a mí, que te he arrastrado por la tierra. Perros y aves de presa te destrozarán vergonzosamente, mientras que a él, los aqueos le harán funerales. (Ilíada, Canto XXII, vv. 331 y ss.).
Pero si esperamos a que la razón recupere su poder, el hombre divino vuelve a aparecer, más grande que nunca, más hermoso, más completamente héroe, como en las escenas más solemnes y conmovedoras que la poesía ha producido nunca: una de ellas es la reacción de Aquiles cuando es informado de la muerte de Patroclo y la otra, aquella en la que Príamo, a sus pies, le pide el cadáver de su hijo Héctor.
-Patroclo yace en tierra, y se combate en torno a su cuerpo despojado. En cuanto a sus armas, están en poder del valeroso Héctor-. Dijo, y una negra nube de dolor envolvió a Aquiles. Tomó ceniza entre las manos y se la echó por la cabeza, oscureciendo su gracioso rostro y ennegreció toda su divina túnica. Él mismo estaba echado sobre el polvo que cubría gran parte de su cuerpo y sus manos y ensuciaba su cabello sin piedad. Las mujeres que le servían, las cautivas que constituían la parte de Patroclo en el botín, se llenaron de una violenta desesperación y lanzaron enormes gritos. Se precipitan fuera de las tiendas; rodean al belicoso Aquiles. Se golpeaban el pecho con las manos y sentían que se les doblaban las rodillas. Antíloco, por su parte, gimiendo, derramaba lágrimas, sostenía las manos de Aquiles, que lanzaba suspiros desde el fondo de su generoso corazón, pues temía que Héctor cortara con el hierro la garganta del cadáver, y sus gemidos resonaron con un terrible ruido. -Ilíada, Canto XVIII, vv.2 y ss.-.
Aquiles llevado por Ayax. Vaso François.
Asa de la crátera de Ergótimo, pintada por Clitias, h 570.Florencia
El gran Príamo entra sin ser notado. Se detiene cerca de Aquiles, abraza sus rodillas y besa las manos terribles, homicidas, que han matado a más de uno de sus hijos. El mismo Aquiles está estupefacto viendo a Príamo, parecido a los dioses, mientras los demás se llenan de estupor y se miran entre sí.
-Acuérdate de tu padre, Aquiles, igual a los dioses. Es de la misma edad que yo y se encuentra en el adverso quicio de la vejez. Quizás otros pueblos vecinos lo asedien pesadamente, y no habrá nadie para alejar de él la guerra y la muerte. Pero al menos, cuando oiga decir que estás vivo, se alegrará en su corazón y espera todos los días ver a su hijo volviendo de Troya.
En cuanto a mí, soy el más infortunado de los hombres, pues había engendrado hijos muy valientes en la vasta Troya, y ni uno de ellos me queda. Tenía cincuenta cuando llegaron los hijos de los aqueos; diecinueve me nacieron del mismo seno y otras mujeres me dieron a los demás en mi palacio. La mayor parte han muerto bajo los impetuosos golpes de Marte, pero él, el único que me quedaba, el que defendía la ciudad y a nosotros mismos, he aquí que tú lo has matado hace poco, cuando luchaba por su país, Héctor. Y es por él por quien he venido a los bajeles de los aqueos, para redimirlo de tus manos. Y he traído una gran recompensa. Así pues, respeta a los dioses, Aquiles, y apiádate de mí en recuerdo de tu padre, aunque soy más conmovedor que él, pues he tenido el coraje de hacer lo que jamás haría un mortal sobre la tierra; he acercado mi boca a la mano del hombre que ha matado a mis hijos.
Príamo ruega a Aquiles que le entregue el cuerpo de su hijo Héctor
Aquiles, pensando en su padre, sintió la necesidad de llorar. Tomo la mano del anciano y lo separó suavemente. Ambos se abandonaron a sus recuerdos: Príamo los de Héctor lloró abundantemente. Aquiles, por su parte, lloraba por su padre y a veces por Patroclo. Los gemidos de ambos llenan la casa. (Ilíada, Canto XXIV, vv. 486 y ss.)
El personaje de Ulises no ofrece el espectáculo de estas tempestades interiores. Ya no es la lucha de las pasiones violentas contra los más nobles instintos, el eterno combate del hombre y del héroe. Ulises está en paz consigo mismo, pero los dioses furibundos le han declarado la guerra. La lucha está entre ellos y él. Intenta detener el peligro bajo cualquier aspecto y es sobre los poderes de la naturaleza desencadenados por los dioses sobre los que el héroe obtendrá sus más llamativas victorias. Ulises, en la Ilíada, ya es el mismo que encontramos en la Odisea; el hombre sabio entre todos, prudente, fecundo en astucias y en consejos útiles; el tipo, en fin de la actividad inteligente, o de la virtud austera.
Pero la desgracia agudiza más sus facultades y mostrará en toda su energía esta firmeza industriosa que no descansa. Tampoco es que Ulises no se queje nunca; bien al contrario, lo hace, con acritud, y más de una vez maldice en su corazón el día en que llegó al mundo; pero el amor a la vida y la esperanza de volver a encontrar a los suyos, reaniman y renuevan su paciencia y su ánimo. Es posible incluso que, cuando en las palabras suena débil y abatido, en los hechos resulte más firme e indomable.
Si leemos el admirable relato de la tempestad que lo lanza a las playas de la isla de los feacios, vemos a un Ulises entero, cuyo carácter aparece a la vez débil y firme, abatido o indomable, según nos fijemos en su discurso o en su conducta.
Cuando Ulises se despierta en la orilla en que ha sido dejado cuidadosamente por los feacios, no reconoce su patria: Se levanta, se golpea los muslos con la palma de las manos y grita, lanzando un suspiro: ¡Ay! ¿En qué país me encuentro? ¿Sus hombres serán insolentes, salvajes, injustos, o bien hospitalarios y con un alma que respeta a los dioses? ¿A dónde llevaré estos tesoros? Yo mismo ¿a dónde voy? ¿Por qué no me habré quedado con los feacios? Habría encontrado a algún rey magnánimo que me habría recibido bien y me habría ayudado a volver. –Odisea, Canto XIII, vv. 497 y ss.-
Pero ese mismo hombre al que lo desconocido asusta, y que se desespera como el más común de los mortales, inmediatamente recupera su antiguo vigor. Pisotea sus temores en cuanto se ve cara a cara con los pretendientes y prosigue hasta el final, el cumplimiento de sus designios con invencible perseverancia.
Para mejor asegurar sus golpes, rebaja su orgullo; sufre sin murmurar el desprecio de sus mismos enemigos y los más sangrientos ultrajes. Y hará más; admitido a la presencia de Penélope, que no puede reconocerlo, impone silencio a sus propios afectos. No dice: Soy Ulises, sino que guarda el secreto hasta el instante que le marcan los dioses y su propia sabiduría: Daba a todas sus mentiras apariencia de verdad y Penélope, ante sus relatos, se fundía en llanto. Como la nieve amontonada por el céfiro en la cumbre de las montañas se funde al soplo del Euro y aumenta hasta las orillas la corriente de los ríos, así las bellas mejillas de Penélope se fundían en lágrimas y lloraba a su esposo al que tenía delante. Ulises sentía compasión en su corazón por su mujer llorosa, pero sus ojos. como el cuerno o el hierro, permanecieron inalterables dentro de los párpados. se tragó sus lágrimas para sostener su artificio. –Odisea, Canto XIX, vv. 203 y siguientes).
Además de los ya citados, hay una larga y magnífica serie de personalidades creadas por el poeta; figuras majestuosas o terribles, melancólicas o alegres, que llenan y animan la Ilíada y la Odisea. Homero es el más grande y fecundo creador de hombres. Sus personajes nunca son abstracciones; tampoco los define solo por epítetos, ni se limita a decirnos quienes son y de donde vienen; se retratan a sí mismos cuando los vemos actuar y los oímos hablar.
Así, el inconfundible Ayax de Telamón: Zeus, desde las alturas pone en el alma de Ayax la idea de huir. El guerrero se detiene sorprendido, se echa a la espalda el escudo de siete cueros y se aleja, extendiendo su mirada sobre la multitud, como una bestia feroz, volviendo a menudo la cabeza. Sus pasos se suceden lentamente. Como el fiero león es alejado del establo por perros y campesinos que velan toda la noche, y vuelve a intentarlo una y otra vez en vano, atacado por todas partes, y al final se retira al amanecer con la tristeza en el corazón, así Ayax, en aquel momento se aleja de los troyanos, con el alma triste y muy a su pesar, pues temía mucho por las naves aqueas.
Los magnánimos troyanos y sus aliados no dejan de perseguir al gran Ayax, hijo de Telamón, clavando sus lanzas en el escudo. Cuando Ayax recuerda su vigor impetuoso, se vuelve y las falanges de troyanos se detienen, de modo que les impide, de todas formas, acercarse a las naves.
Allí está él, en el espacio que separa a los troyanos y a los aqueos, revolviéndose furioso; las armas lanzadas contra él, unas se clavan en el escudo y otras caen por el camino sin rozar su blanca piel. –
Lo que se dice de Ayax, se podría decir de otros, a título no menos justo, pero sobre todo, de las mujeres de las que Homero nos ofrece bellas imágenes. Elena, por ejemplo, que es la belleza; también es una esposa culpable, o más bien, una víctima del amor.
Mientras los ancianos del pueblo estaban sentados sobre las Puertas Sceas. Habían renunciado a los combates a causa de su vejez; pero eran buenos conversadores, parecidos a las cigalas que, posadas en un árbol del bosque, hacen oír su armoniosa voz. Tales eran los jefes troyanos sentados en la torre. En cuanto vieron a Elena, que avanzaba hacia la torre, se dirigieron mutuamente en voz baja palabras aladas:
-No habría que indignarse porque los troyanos y los aqueos de fuerte armadura sufran tantos males desde hace tanto tiempo, por tal mujer; se parece sorprendentemente a las diosas inmortales. –Ilíada, Canto III, vv. 146 y ss.-
¡Ay! hubiera preferido una muerte funesta cuando seguí a tu hijo a estos lugares, abandonando mi lecho nupcial y a mis hermanos y a mi amada hija y a mis amables compañeras de la infancia; todo ello ha sido nada y me he consumido en llanto. Elena a Príamo. -Ilíada, Canto III, vv. 472 y ss.-
Héctor es también bueno y afectuoso con ella, pero es sobre todo ante él, todo, ante quien ella deja ver elocuentemente su confusión y su vergüenza:
-Cuñado, soy una infame, la causa de mil males, una mujer horrible. Ojalá los dioses, el día en que mi madre me trajo al mundo, hubieran enviado un huracán que me hubiera llevado a una montaña o sobre las olas de un mar resonante; las olas me habrían sumergido antes de que se produjeran tantos males. Pero, puesto que los dioses decidieron estas calamidades, debería al menos ser la compañera de un hombre más valiente; así disfrutaría, creo, de la obra de su debilidad. Pero entra, cuñado, y siéntate, pues la fatiga abruma tu espíritu, gracias a mí, a mi infamia y al crimen de Alejandro. Zeus nos ha impuesto a los dos un funesto destino, a fin de que la misma posteridad nos tenga por tema de sus cantos. –Ilíada, Canto VI, vv. 344 y ss.-
Penelope y sus pretendientes. John William Waterhouse -1912
Penélope es el modelo de la fidelidad y la virtud. Andrómaca, la esposa, no menos entregada y más conmovedora todavía. Nausicaa, la amable hija de Alcinoo. Calipso y Circe, son más mujeres que diosas, llenas de gracia, belleza y encantos; Homero les dio la belleza de Venus.
Las fuentes del arte humano no alcanzan estas encantadoras creaciones; en ninguna otra parte se ve resplandecer de forma más manifiesta, más pura de toda terrestre mezcla, el dios que Homero llevaba en su interior. La inspiración no es una palabra vana, se siente sobre todo, cuando se piensa en las mujeres de Homero.
Los poetas dramáticos buscaron en la Ilíada y la Odisea, en todos los sentidos y sacaron de esa fecunda mina incalculables tesoros. ¿Quién podría decir todas las tragedias a las que Homero dio el tema y el héroe? Incluso la musa cómica debe a Homero más de uno de sus triunfos. El Cíclope de Eurípides es una prueba evidente y ciertamente no es el único drama satírico o la única farsa que se le debe a Homero.
Tersites tampoco era un héroe desdeñable y su insolente franqueza podía dirigir a los espectadores algunas buenas verdades que son la mejor sal de la antigua comedia.
Este extraño personaje, cuyo nombre designa todavía la desvergüenza, es uno de los tipos más curiosos de la Ilíada. Homero lo pinta con mano maestra. –Sólo Tersites, charlatán sin mesura, chillaba como un grajo. Era un hombre hábil para provocar toda clase de injurias, diciendo tonterías contra los reyes, sin reflexión y sin vergüenza, atento únicamente a hacer reír a los argivos. Además era el más feo de todos los que habían ido a Ilion. Tenía los ojos extraviados, cojeaba y tenía la espalda encorvada y el pecho hundido; la cabeza puntiaguda y con algunos pelos sueltos. –Ilíada, Canto II, vv. 212 y ss.-
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En cuanto a sus descripciones, Homero jamás describe por describir, incluso en detalles en los que parece a veces, descender. Necesita pocos versos para pintar las frescas estancias de Calipso:
Un bosque verdeante rodeaba la gruta; alisos, álamos y olorosos cipreses. Aves de anchas alas hacían allí sus nidos; búhos, halcones, cornejas marinas, atentas a todo lo que pasa sobre las olas. La profunda gruta estaba tapizada por una viña en pleno crecimiento, completamente cargada de racimos. Cuatro fuentes fluyendo muy próximas una de otra, haciendo correr límpidas aguas por los cuatro costados. En las orillas florecían suaves praderas, esmaltadas de violeta aromática. Incluso un inmortal, al aproximarse a aquellos lugares, admiraría el espectáculo que le alegraría el corazón. –Odisea, Canto V, vv. 63 y ss.-
Pero lo que realmente le preocupa, es el hombre y su destino; sus sentimientos y sus pasiones. Cuando se trata de las obras de la industria humana o de las maravillas creadas por Hefesto, es incansable. El mundo es hermoso a sus ojos, pero lo es, sobre todo, porque en él vive el hombre otorgándole todo su valor y significación. En una tempestad, no sólo ve los rayos que surcan las nubes, o los truenos que resuenan en el espacio, o las olas que se elevan por el aire, o los enormes abismos que se abren; es el hombre lo único que le interesa; es de Ulises, de quien hace notar los lamentos y al que sigue, de ola en ola, hasta la costa de Ogygia o hasta la isla de los feacios.
Cuadros, comparaciones, imágenes, etc. no son para él sino accesorios, destacando siempre el alma y el pensamiento. Si pinta a los troyanos velando junto al fuego en los campos de batalla, y lo que le llama la atención, no es el aspecto del campamento; el claroscuro de la escena; la lucha de la luz contra las tinieblas de la noche, sino los cincuenta mil guerreros que tiemblan de impaciencia esperando el amanecer.
Hay un monumento notorio de la enorme idea que los griegos se hacen del genio de Homero; es la Apoteosis del Poeta, del escultor Arquelao de Priene, hijo de Apolonio; un bajorrelieve que es una de las más bellas obras antiguas que hay en Roma.
Homero, coronado por el Tiempo y por el Universo, recibe las peticiones y los sacrificios de Mythus, personificación de la palabra y otras nueve figuras simbólicas le honran elevando hacia él los brazos o lanzando exclamaciones. Aparece en el grupo la Poesía –no hacía falta decirlo–; la Tragedia y la Comedia. Pero eso no es todo: la Historia, la Virtud, la Memoria y la Fidelidad están con ellas, e igualmente en su nombre, Mythus se prepara a derramar libaciones y a hacer degollar a la víctima, que espera cerca del altar, al pie del trono en el que Homero se complace en su gloria, asistido por su dos inmortales hijas, la Ilíada y la Odisea.
Apoteosis de Homero. Bajorrelieve, s. I aC. Arquelao de Priene -225-205 a.e.
British Museum. Londres.
Los rapsodas fueron durante siglos, prácticamente los únicos usufructuarios del tesoro que había dejado Homero. La copia de los poemas homéricos, hecha, se dice, por Licurgo, o no estaba completa o nunca fue bien conocida en la Grecia continental, porque no fue hasta el tiempo de Solón y Pisístrato, cuando todo el mundo pudo leer la Ilíada y la Odisea completas.
Solón, que había visitado Jonia, y cuya sagaz inteligencia supo notar las concordancias de todos los cantos que escuchaba o que leía, ordenó a los rapsodas que figuraban en las grandes Panateneas, que siguieran en su recitación de los cantos homéricos, un cierto orden que él mismo determinó y, conforme, según él, al plan del pensamiento de Homero. Es esta, al menos, la tradición más acreditada.
Según otra tradición, el reglamento de las Panateneas fue obra de Hiparco, el hijo de Pisístrato, que mandó hacer un manuscrito completo de la Ilíada y la Odisea. Los manuscritos parciales, fueron puestos a contribución; todos los rapsodas fueron invitados a proveer su contingente oral y, una sabia crítica hizo la criba entre escoria y metal.
Fui yo –dice Pisístrato en un epigrama puesto en su boca–, fui yo quien reunió los cantos de Homero, anteriormente diseminados. Toda la antigüedad le reconoce este glorioso testimonio. Gracias a él desapareció el desorden y la confusión en los que se desenvolvían los rapsodas que propagaron por toda Grecia a Homero.
Aquellos que citaron la obra durante los siglos V y VI aC. estaban conformes, salvo raras excepciones, con el texto del que disponemos hoy.
Homero y su guía. Idealización de W. A. Bouguereau
No sorprende que se hayan calificado como interpolaciones ciertos episodios de la Ilíada y de la Odisea que parecen poco acabados, y que podrían pasar por obra vulgar, pero que la evocación de los muertos, en el Canto XI, según algunos críticos, sea una interpolación; es algo que yo –Pierron- no podría admitir.
Recordaré, en primer lugar, que es, quizás, de todas las partes de los poemas homéricos, aquella que los antiguos citaban con más frecuencia, sin que ninguno de ellos sospechara de su autenticidad. Diré, además, que este Canto es uno de los más hermosos de la Odisea; uno de los más ricos de colorido y poesía, y que el interpolador habría sido un insensato por ahogar así la obra de un genio en el océano de otro; Homero.
Sentimos el alma de Homero en las palabras que dirige a Ulises la sombra de su madre, Anticlea: Ni Artemisa de las seguras flechas me mató en mi casa, ni una enfermedad consumió tristemente mi cuerpo y me arrancó la vida. Fue el dolor por no verte más; mi inquietud por tu suerte, ilustre Ulises; el recuerdo de tu ternura hacia mí, que alegró mi dulce existencia. (Odisea, Canto XI, vv 498 ss.)
Fue, desde luego, el genio de Homero y no otro, el que dispuso esta escena tan dramática y conmovedora de la evocación; es sin duda al más grande de los pintores a quien debemos todos estos cuadros que se extienden ante los ojos de Ulises. ¿Quién, si no Homero hubiera podido describir, con tanta ingenuidad y energía, la muerte de Agamenón?
Neptuno no hizo naufragar mis naves –dice la sombra del rey de reyes–, ni hizo levantarse contra mí el impetuoso soplo de los terribles vientos; los enemigos no me hirieron en la tierra durante el combate; fue Egisto quien urdió mi muerte y me asesinó con la ayuda de mi criminal esposa. Me invitó a un festín en su casa y me mataron como a un buey al que se abate para el banquete. Esa es la penosa muerte que sufrí. En torno a mi todos mis amigos caían sucesivamente degollados, como puercos de blancos dientes, que se servirían a la mesa en la casa de un hombre rico y poderoso, para una fiesta de bodas, una comida en el campo o un espléndido festín. (Odisea, Canto XI vv 406 y ss.).
***
A pesar de las críticas de Pierron, las teorías de Wolf se mantuvieron a lo largo del siglo XX, hasta el punto de que la controversia amenazaba con alargarse hasta el infinito. No obstante, al quedar fuera de duda el origen de la tradición oral, la cuestión homérica, tal como se había planteado hasta entonces, pareció resolverse por sí misma.
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En cuanto a la suerte de los héroes griegos tras la caida de Troya, podemos servirnos, en parte, del poema que Yiorgos Seféris -Γιώργος Σεφέρης dedicó a Astianax -Ἀστυάναξ, un niño pequeño, hijo de Héctor y de Andrómaca, quien ya viuda y convertida en esclava, ha de ver cómo Neoptólemo, hijo de Aquiles –o, tal vez, Ulises-, lo arroja al vacío desde una torre de la muralla.
τώρα ποὺ κανεὶς δὲν ξέρει
ποιὸν θὰ σκοτώσει καὶ πῶς θὰ τελειώσει,…
ahora que nadie sabe
a quién matará, ni como terminará,…
Cuando los aqueos abandonaron Troya para volver a sus hogares, sabían bien a qué crueles venganzas se habían entregado y a quién habían matado, pero ignoraban cómo terminarían ellos mismos y cómo los dioses castigarían sus excesos y arbitrariedades. Algunos de ellos no llegaron nunca, aunque conservaron la vida; otros murieron en el camino; otros, fueron asesinados al llegar a su casa y otros, en fin, tardaron años en volver. Pero las secuelas de la Guerra de Troya, constituyen una larga historia.
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