domingo, 12 de febrero de 2017

HISTORIA DE ROMA VIII • ANÍBAL CRUZA LOS ALPES



No hay lección más eficaz para los hombres, que el conocimiento del pasado.

El conocimiento del pasado no sólo es bello, sino que es necesario.

Si se suprime de la historia el porqué, el cómo, el gracias a quién sucedió lo que sucedió y si el resultado fue lógico, lo que queda es un ejercicio, pero no una lección; de momento deleita, pero es totalmente inútil para el futuro.

Polibio. Historia

Polibio; uno de los modelos en yeso de las estatuas, relieves, etc. de los períodos Historicista y Art Nouveau  –fines del Siglo XIX y principios del XX- para los edificios de Ringstraße de Vienna, Austria, almacenados en los sótanos del Hofburg Palace (a su derecha, Brahms)

Puesto que los escenarios en los que se desarrollaron las llamadas Guerras Púnicas, son diversos y distantes –Magna Grecia, Sagunto, Alpes, Norte de Italia y Norte de África–, y se desarrollan a lo largo de los 18 años comprendidos entre el 264 y el 146 aC., parece apropiado, antes de internarnos a fondo en este período que hemos afrontado como Historia de Roma –aunque, en esta ocasión podría titularse igualmente, Historia de Cartago–, hacer un resumen de las causas y fases principales de estas tres guerras, así como de sus causas y consecuencias más inmediatas, procediendo, por el momento, a grandes rasgos, ya que posteriormente habremos de internarnos en algunos de los los hechos con más detalle.

En su causa más próxima estaría la anexión por parte de Roma, de la Magna Grecia y su origen, en el tiempo, no sería sino el gran conflicto de intereses comerciales entre dos potencias de primer orden, como lo eran en aquel momento, Cartago y Roma.

Magna Grecia, es parte del sur de la península de Italia y Sicilia. Comprende ciudades como Nápoles, Siracusa, Agrigento, Regio Calabria, o Mesina, que servían también de puente para el comercio con las poblaciones emplazadas en el actual litoral hispano francés, como Marsella, Antibes, Niza, Ampurias y la costa oriental peninsular, hasta Málaga, justo la zona por la que se decía que había errado Ulises durante diez años, antes de volver a Ítaka.

Roma empieza por atacar Tarento, esta llama a Pirro de Épiro en su ayuda, pero es derrotado y la zona pasa a depender de Roma tras las Guerras Pírricas.

A principios del siglo III, Roma se anexaba parte de la Magna Grecia. Mesina fue atacada por Hierón II de Siracusa, y como Grecia no los protegió, los oscos pidieron ayuda a Roma, mientras que Cartago apoyó a Hierón, que al final, abandonaba y negociaba la paz con Roma.

Roma toma entonces la cartaginesa Agrigento en 261, y 20 años después, obtiene la victoria definitiva en la zona sobre Cartago, con la que firma el Tratado de Lutacio, del que se derivan condiciones muy onerosas para esta última. Con esto terminaría la I Guerra Púnica. 

Pero en 238, Roma entra en Cerdeña y Córcega y en 221, dando la apariencia de que desea resarcirse, Aníbal, ataca y destruye Sagunto, aliada de Roma, ciudad que, según los acuerdos, no debía ser atacada bajo ningún pretexto, pero Aníbal, como veremos, en realidad, buscaba que Roma le declarase la guerra. De hecho, Roma no acudió en ayuda de Sagunto, pero después envió embajadores a Cartago para pedir explicaciones. En consecuencia se dieron por anulados los pactos anteriormente firmados entre ambas potencias.

Además de no atacar a los respectivos aliados, otro de los puntos fundamentales de los acuerdos, era que se respetaría por ambas partes la línea fronteriza marcada por el curso del Ebro, pero Aníbal la cruza; atraviesa los Pirineos y el Ródano y, contra toda expectativa, pagando sin duda un alto precio, logra también atravesar los Alpes con ayuda de los Galos, y se planta en pleno territorio romano para susto y terror de Roma, que, bajo la estupefacción inicial, es derrotada en Ticino, Trebia, Trasimeno y Cannas, ya en Apulia.

Sólo cuando Aníbal se encuentra –al parecer, indeciso-, ya muy cerca de Roma, prácticamente ante sus puertas, para terror de romanos –¡Hannibal ad portas!-, los romanos inician una estrategia de desgaste lejos de sus propios territorios. En realidad, el avance de Aníbal es muy inseguro, porque, en un momento dado, ya agotadas sus reservas, y no habiendo asegurado la retaguardia, no va a retroceder, y esa misma debilidad le impide avanzar sobre Roma, que decide entonces atacarle en territorio cartaginés. Así, Roma empieza por recuperar Sagunto, en 214 y en 210, Publio Cornelio Escipión toma Cartagena. Asdrúbal se dirige entonces a Umbría para auxiliar a Aníbal, pero es derrotado por Nerón. Con ello, la Historia da por terminada la II Guerra Púnica.

Roma decide finalmente, que Cartago debe ser destruida. Al efecto, procede a su asedio y en 146, Publio Cornelio Escipión Emiliano, entra vencedor en una ciudad completamente desabastecida. Tras seis días de combate, como estaba previsto, se inicia la aniquilación de Cartago, que, efectivamente, queda borrada de la faz de la tierra. Cartago Delenda Est. 

Sicilia, Córcega, Cerdeña, el Norte de África, y el Sur y Este de Iberia/Hispania, ya eran romanas. Hasta aquí, el resumen de los hechos, tal como se nos han transmitido. Las Guerras Púnicas constituyen, pues, el punto de partida, de la expansión de Roma, por Oriente y Occidente.


En el proyecto de ampliar la mirada sobre la Historia de Roma a través de los principales autores antiguos, seguimos en esta ocasión a Polibio, quien se plantea en su Historia, las causas que dieron lugar al ilimitado crecimiento de Roma, una de cuyas premisas fue, precisamente, la destrucción total de Cartago, que, como hemos adelantado, fue drásticamente borrada de la faz de la tierra.

Sólo después de haber derrotado a los Cartagineses –dice este autor–, los Romanos considerando que habían dado el gran paso en la conquista del Universo, se atrevieron a poner la mano sobre el resto del mundo, levantándose en armas contra Grecia y Asia. Se trata de saber ahora, gracias a qué táctica, a qué fuerzas y a qué recursos, Roma llegó a imaginar y logró subyugar toda la extensión de las tierras y de los mares conocidos.

Ofrecemos una traducción fragmentaria y necesariamente resumida, pero siempre fiel al pensamiento del autor –en muchas ocasiones, citado de forma literal–, con el objetivo de proponer sus tesis con toda la admiración y el enorme interés que merecen obras como la suya, que, en realidad, se extendía en su origen, a lo largo de cuarenta volúmenes, conservados en la Biblioteca de Bizancio, que llegaron a Europa en el Siglo XV, aunque sólo tenemos completos los cinco primeros.


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El griego Polibio, que vivió entre los años 200 y 118 aC. propugnó una teoría de la Historia que sigue vigente, y que se centra en la investigación global de las causas que originan la evolución política y militar de una nación dentro de un entorno geográfico.

Polibio militaba en la Liga Aquea, lo que le costó ser llevado como rehén a Roma, donde permanecería durante 17 años y donde Lucio Emilio Paulo Macedónico –vencedor de la III Guerra Macedónica–, le encomendó la educación de sus hijos, Fabio y Escipión. Este último, en 150 aC. conseguirá la libertad del historiador y con él irá al norte de África. Polibio se convirtió así, en testigo de la III Guerra y de la caída de Cartago, que describirá en su obra detalladamente. 

Polibio estudió la geografía de Iberia; sus pueblos y costumbres y recorrió el Mediterráneo con el fin de observar en primera persona, los territorios de los que Roma se apoderaría, entrevistando a veteranos de las anteriores guerras. Al morir Escipión, volvió a Roma, donde murió, en el 118 aC., a los 82 años, pero no de vejez, sino a causa de una grave caida del caballo.

Polibio y Tucídides fueron los primeros que excluyeron la acción divina como causa eficiente y motor de la guerra. 

Polibio, pues, baja del Olimpo y analiza las verdaderas causas de las guerras, que en el caso de las Púnicas, se reducen, en la práctica, al hecho de que la potencia marítima de Cartago, así como sus posesiones territoriales en el Mediterráneo, suponían un freno a la expansión comercial de Roma, que, por otra parte, antes de que Aníbal entrara en Sagunto, ya había caído sobre Córcega y Cerdeña, sin necesidad de alegar motivo o provocación alguna por parte de Cartago. 

Asimismo, destaca el hecho de que Roma no había atendido las peticiones de auxilio de Sagunto, por más que posteriormente aireara la bandera de su alianza; pero no se trataba de un elemento estratégico con suficiente peso, aunque su destrucción se esgrimiera posteriormente como causa de guerra. Esto no obstante, no convierte a Aníbal en una víctima –jamás lo fue, y este no es un adjetivo que convenga a su personalidad–; veremos, como Polibio asegura, que si hubiera utilizado la ocupación de las islas del Tirreno para justificar su ataque, habría esgrimido una causa justa, mientras que no lo fue en absoluto, el hecho de destruir Sagunto a modo de falsa contrapartida.

Por último, escribe Tito Livio en el libro XXII, 51:

Cuando todos los jefes cartagineses, rodeando al Aníbal victorioso, le felicitaban, y le aconsejaban, tras haber acabado una guerra tan importante, que durante el resto del día y la noche siguiente, descansara, por él mismo y por sus fatigados ejércitos, Maharbal, comandante de la caballería, pensando que no había un momento que perder, le dijo:

-Será mejor que te diga de qué te servirá esta batalla: dentro de cuatro días, cenarás en el Capitolio como vencedor. Sígueme con la caballería, de forma que me vean llegar antes de saber siquiera que me acerco; iré delante de ti. 

Aníbal encontró que el proyecto era atractivo, pero también, demasiado grande para adoptarlo inmediatamente, de modo que respondió a Maharbal:

-Alabo tu intención, pero necesito tiempo para sopesar tu consejo.

Entonces Maharbal, respondió:

-Los dioses –y esto no me sorprende-, no dan todo al mismo hombre; tú sabes vencer, Aníbal, pero no sabes aprovechar la victoria.

Se cree que aquel retraso de un día, salvó a Roma y al Imperio.
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Polibio. Ringstrasse, Viena

En el Libro III de su Historia, se plantea Polibio: 

El fin y único objeto de toda mi obra es mostrar cómo, cuando y por qué los Romanos se hicieron dueños de todas las partes conocidas del mundo habitado. Establecido el punto de partida de esta evolución; determinada la fecha y siendo universalmente reconocido el resultado, me parece útil recordar y exponer, en primer lugar, y brevemente, los principales acontecimientos que se desarrollaron entre el principio y el fin del período que nos interesa, pues creo que es el mejor medio de dar a los lectores una idea completa del asunto. Empezaré mi relato con la Opimpíada CXL; años 220 a 216.

Cuando haya explicado por qué la guerra llamada de Aníbal estalló entre Roma y Cartago, veremos cómo los Cartagineses invadieron Italia, rompieron el poder de los Romanos, les hicieron temer por su existencia y por la de su patria, y llegaron a esperar seriamente, algo increíble; entrar como vencedores en su capital.

Acto seguido, trataré de mostrar cómo Filipo de Macedonia, aun siendo, en la misma época, vencedor de los Etolios y habiendo sometido toda Grecia, hizo causa común con los Cartagineses. En ese momento interrumpiré mi narración para estudiar la constitución de Roma; demostraré que su forma de gobierno ha influido mucho, no sólo en el restablecimiento del poder romano en Italia y Sicilia y en la conquista de Iberia / Ἰβηρίᾳ y de la Galia, sino también en su proyecto de someter al Universo entero, una vez derrotada Cartago. Se verá cómo gracias a la constante aplicación de ciertos principios, los romanos extendieron su dominio al mundo entero.

Pero el puro y simple resultado de las batallas no nos permite extraer un juicio decisivo sobre los vencedores y los vencidos; en muchos casos, éxitos que parecen considerables, proceden de los peores desastres e inversamente, se ha visto en múltiples ocasiones, cómo las pesadillas más terribles han sido muy útiles a los que las sufrieron valerosamente.

No hay que creer, sin duda, que los hombres de acción no tenían más finalidad que la de derrotar y subyugar al universo, ni que deban ser juzgados por sus victorias y conquistas; nunca se hace la guerra a los vecinos con la única intención de triunfar de un adversario, del mismo modo que no se sale al mar sólo por pasar de un lado a otro, ni se estudian las ciencias o las artes sólo por el placer de aprenderlas. Roma atacó a los Cartagineses, con la intención, primero, de obligarlos a emigrar, y luego, para aniquilarlos por completo, por razones que explicaré más tarde.

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Algunos de los historiadores de Aníbal, queriendo explicarnos por qué se reanudó la guerra entre Roma y Cartago, atribuyen el hecho a dos causas: la primera sería el asedio de Sagunto por los Cartagineses, y la segunda, la infracción por parte de éstos del acuerdo de no pasar el río que los indígenas llaman el Ebro. De acuerdo en que este fue el punto de partida, pero no puedo admitir que fuera el motivo.

El historiador romano Fabio atribuye la guerra de Aníbal, aparte del ataque a Sagunto, a la avidez y la ambición de Asdrúbal. Según este autor, Asdrúbal habría alcanzado un poder considerable en Iberia, y después volvería a África para intentar derribar la constitución de Cartago y hacerse proclamar rey; los principales magistrados habrían descubierto sus proyectos y se opondrían a ellos de forma unánime. Asdrúbal, consciente de esta resistencia, abandonaría África para volver a España, donde habría ejercido la autoridad más arbitraria sin el menor miramiento hacia el Senado Cartaginés.

En cuanto a Aníbal habría sido desde su juventud cómplice y émulo de su cuñado; habría caminado sobre sus huellas cuando le sucedió en el gobierno de Iberia; razón por la que habría provocado la guerra con los Romanos por su propia autoridad, contra la voluntad de su país, ya que, nadie, en efecto, entre los notables cartagineses habría aprobado el golpe de mano de Aníbal sobre Sagunto.

El historiador Fabio añade que tras la toma de esta ciudad, los romanos fueron a Cartago para exigir que les entregaran a Aníbal y declarar la guerra en caso de negativa. Pero si preguntáramos a nuestro historiador qué mejor ocasión habrían podido encontrar los Cartagineses, qué conducta más conforme a la equidad y a sus intereses habrían podido tener –si, como dice él mismo, desaprobaban los actos de Aníbal-, que acceder a las reclamaciones de los Romanos entregándoles al culpable. ¿Qué podía él contestar a esta pregunta? Nada, evidentemente. Lo cierto es que los cartagineses estuvieron tan lejos de actuar así, que hicieron la guerra durante 17 años consecutivos bajo la dirección de Aníbal, y no rindieron las armas hasta que perdieron toda esperanza, y se vieron, así como su patria, extremadamente reducidos.

Volviendo a la guerra entre Roma y Cartago, se puede afirmar que la primera causa fue el resentimiento de Amílcar Barca, padre de Aníbal. No se dejó desanimar por el giro desfavorable de la guerra de Sicilia, porque había conservado intacto su ejército de Érice. Si bien había cedido a las circunstancias y consentido en pactar tras la derrota naval de los cartagineses, seguía preparado para volver a tomar las armas y aprovechar la oportunidad. Y si los mercenarios no se hubieran rebelado contra Cartago, habría hecho inmediatamente todo lo que dependiera de él para reanudar la guerra. Pero los desórdenes internos le desanimaron y absorbieron toda su atención.

Cuando los disturbios cesaron y los romanos declararon la guerra a los cartagineses, estos asumieron, al principio, el reto, seguros de que la justicia de su causa les daría la victoria, pero los romanos no mostraron el menor respeto por la equidad, y los cartagineses tuvieron que inclinarse ante la necesidad; con gran pesar, así pues, no pudiendo hacer otra cosa, evacuaron Cerdeña y se resignaron a pagar mil doscientos talentos más sobre la indemnización que ya se les había impuesto, antes que hacer la guerra en semejantes condiciones.

Tal fue la segunda causa, la más importante, de la guerra que después estalló, pues Amílcar, animado a la vez por su propio resentimiento y por la indignación de sus compatriotas, en cuanto aseguró la paz en su pueblo, triunfando sobre los mercenarios rebeldes, volvió toda su actividad hacia Iberia, para poder extraer subsidios en caso de guerra con Roma. De aquí la tercera causa que se debe asignar a esta guerra: los rápidos progresos que los Cartagineses hicieron en Iberia, pues los refuerzos obtenidos, pudieron por sí mismos, darle la confianza y el ánimo necesarios para entrar en campaña.

Fue pues Amílcar quien más contribuyó a provocar la segunda Guerra Púnica, aunque hubiera muerto diez años antes de que esta empezara. Se podrían invocar muchos argumentos en favor de este aserto, pero, lo que sigue, será suficiente para demostrar que está bien fundado.

Cuando Aníbal, vencido por los romanos, fue obligado a abandonar su patria en el año 195 y se refugió en tierras de Antíoco, los romanos enviaron una embajada al rey de Siria para asegurarse de sus intenciones. Los diputados constataron que sus disposiciones respecto a Roma, eran muy hostiles. Fingieron entonces ser amigos de Aníbal para hacerlo sospechoso a Antíoco, y lo lograron, pues, andando el tiempo, el rey desconfiaba cada vez más de su huésped, pero cuando se presentó la ocasión de explicarse sobre el desentendimiento que se había deslizado entre ellos. Aníbal se defendió ampliamente, y cuando vio que todas sus razones no convencían al rey, se decidió a contarle la siguiente anécdota.

–Cuando mi padre estaba a punto de salir a hacer la guerra en Iberia, teniendo yo nueve años, estaba haciendo un sacrificio a Zeus, yo estaba a su lado cerca del altar. Cuando hubo hecho las libaciones y cumplido todos los ritos, pidió a los asistentes que se alejaran un poco e hizo que me acercara. Me preguntó afectuosamente si quería seguirle con su ejército. Yo acepté con alegría, le supliqué, incluso, con ardor infantil, que me llevara consigo. Entonces me tomó la mano derecha y me condujo hasta el altar, donde me hizo jurar que jamás sería amigo de los romanos.

Johann Heinrich: Aníbal jura eterna enemistad a los romanos. 
Germanisches Nationalmuseum

Tras haber hecho este relato a Antíoco, le pidió que confiara en él y que le considerase como el más fiel colaborador, siempre que se dispusiera a combatir a los romanos. 

Lo cierto es que los cartagineses no se resignaron a la derrota que les costó la pérdida de Sicilia, y su resentimiento se acrecentó con la de Cerdeña y por el considerable tributo que se les impuso. Después, cuando habían conquistado la mayor parte de Iberia, se empeñaron en favorecer todo lo que les pareciera dirigido contra los romanos.

Al conocer la muerte de Asdrúbal, que había sucedido a Amílcar como gobernador de Iberia, las tropas, por unanimidad eligieron a Aníbal como jefe; el pueblo fue convocado y la elección quedó ratificada por acuerdo general.

Aníbal tomó el mando y se propuso inmediatamente someter a la tribu de los Olcades. Para empezar, acampó cerca de Altea –en la Mancha actual, aunque el lugar exacto es desconocido–, su principal ciudad, que tomó rápidamente, mediante asaltos impetuosos y desconcertantes. Tras esta, las demás ciudades, aterrorizadas, se rindieron a los cartagineses. Aníbal les impuso contribuciones, y amasó así sumas considerables. Después volvió para pasar el invierno en Cartagena. Se mostró muy generoso con los soldados, los pagó liberalmente, les hizo toda clase de promesas, y les inspiró así un gran afecto y les infunció grandes esperanzas.

El verano siguiente, salió en expedición, esta vez, contra los Vacceos. Tomó Helmántica –Salamanca–  al primer asalto, pero le costó mucho tomar Arbucala –Toro, Zamora–, importante plaza, cuya numerosa población se defendió heroicamente. A su vuelta corrió un gran peligro cuando, de improviso, fue atacado por los Carpetanos, la población más poderosa quizá, de todo el país, a los cuales se unieron las tribus vecinas, sublevadas, sobre todo, por los Olcades refugiados allí y enardecidos igualmente por los supervivientes de Helmántica.

Si los cartagineses hubieran tenido que medirse con ellos en una batalla ordenada, ciertamente, habrían sido derrotados, pero Aníbal tuvo la prudencia de batirse en retirada y de poner el Tajo entre él y sus enemigos. Después los atacó en el momento en que ellos mismos pasaban el río. Tenía, además, unos cuarenta elefantes y estas circunstancias le permitieron lograr un éxito completo e inesperado. Al final fue Aníbal quien, a su vez, atravesó el río; tomó la ofensiva y puso a los bárbaros en fuga, a pesar de que eran más de cien mil.

Tras esta victoria, ya no quedó al sur del Ebro nadie que osara hacerle frente, excepto Sagunto. Pero él se guardó mucho de intentar nada contra aquella plaza, para no dar a los romanos demasiado abiertamente, la ocasión de declararle la guerra, en tanto no hubiera asegurado su autoridad. Seguía en esto los consejos que Amílcar, su padre, le había prodigado.

Los saguntinos enviaban a Roma una embajada tras otra, porque previendo el futuro, temían por su seguridad, y los romanos, que durante mucho tiempo los habían escuchado con poco interés, terminaron por enviar diputados para informarse exactamente sobre la situación. En aquel momento, Aníbal había vuelto con su ejército a sus cuarteles de invierno, en Cartagena, la capital y, por así decirlo, la joya de la Iberia sometida a los cartagineses. Allí se encontró con los diputados de Roma a los que dio audiencia.

Los romanos, poniendo a los dioses por testigos, los invitaron a respetar Sagunto, que estaba bajo su protección, y a mantener lo acordado por Asdrúbal, de no cruzar el límite del Ebro. Aníbal, como hombre joven lleno de fuego guerrero, viendo que la fortuna favorecía sus empresas, y animado, además, por su odio ya antiguo contra Roma, se presentó a sí mismo como defensor de los saguntinos; reprochando a los romanos haberse aprovechado de una sedición reciente, para condenar a muerte injustamente a algunos de los princiopales ciudadanos. Declaró que no dejaría impune semejante perfidia, pues era una costumbre heredada entre los cartagineses, no abandonar jamás a los oprimidos.

Pero lo cierto es, que Poseído por la cólera, Aníbal había perdido la sangre fría y en lugar de invocar sus verdaderas objeciones, recurría a los pretextos más futiles, como es costumbre en las personas que se dejan dominar por sus pasiones hasta perder la noción de lo que es justo y razonable. ¿No habría sido mejor reclamar a los romanos la restitución de Cerdeña y la indemnización que estos habían impuesto injustamente a Cartago, abusando de las circunstancias, y declarar incluso la guerra si se negaban?

Pero al omitir, por el contrario, sus reclamaciones más serias, inventando otras sin fundamento, como la de Sagunto, pasó por haber acometido la guerra, no sólo contra toda razón, sino contra toda justicia. Cuando los embajadores romanos, comprendieron que la ruptura era inevitable, se embarcaron hacia Cartago, a fin de renovar su embajada. 

Previendo que la campaña iba a tener lugar en Iberia, y no en Italia, el Senado tomó medidas con vistas a esta eventualidad, pero decidieron poner orden primero en los asuntos de Iliria –al otro lado del Mar Adriático. Sin embargo, contrariando sus cálculos, Aníbal se les adelantó al tomar Sagunto. A pesar de ello, los romanos, por las razones de las que ya he hablado, enviaron a L. Emilio con un ejército para operar en Iliria en la primavera del primer año de la Olimpíada CXL; años 220/219.

Aníbal salió de Cartagena con sus tropas y marchó sobre Sagunto, previendo que su conquista le aportaría grandes ventajas. En primer lugar, arrancaba a los romanos toda esperanza de hacer de Iberia el escenario de la guerra, porque aterrorizaría a los demás habitantes de la península, haciendo más dóciles a los que ya estaban sometidos y más circunspectos a los que aún eran independientes, pero, sobre todo, se proponía salir del territorio sin dejar enemigos a su espalda. Por lo demás, esperaba procurarse los abundantes aprovisionamientos que necesitaba para emprender la acción que había concebido, para la cual, contaba con que el ánimo de sus soldados y de los conciudadanos que quedaban en su patria, mejoraría ante la promesa de botín. Bajo estas premisas empezó el asedio. 

Al final, tras ocho meses de sufrimiento y de preocupaciones de todo tipo, tomó la plaza y reunió un considerable botín, en plata, hombres y bienes, que en buena parte repartió entre sus hombres, confirmando sus esperanzas de que con ello, afrontarían más animosamente los riesgos, y empezó los preparativos para su empresa con los fondos que había reservado al efecto.

Cuando los romanos fueron informados de la toma de Sagunto, designaron embajadores y los mandaron a Cartago a toda prisa, para plantear un ultimátum, cuya primera alternativa no podía ser admitida por Cartago sin llenarse vergüenza y perjuicios, constituyendo la segunda, el preludio de un terrible conflicto, pues reclamaban que Anibal y sus principales cómplices les fueran entregados, o de lo contrario, les declararían la guerra. Los cartagineses eligieron al más dotado entre los suyos para dar respuesta a los embajadores.

No volvieron a referirse al acuerdo establecido con Asdrúbal, como si nunca hubiera existido o no les afectara, puesto que decían no haberlo ratificado –imitando en esto a los romanos, que durante la guerra de Sicilia, ignoraron lo pactado por el Tratado de Lutacio, pretextando que se había firmado sin la aprobación del pueblo–. Sostenía asimismo el portavoz, que en los pactos acordados tras la guerra de Sicilia, no se mencionaba a Iberia, añadiendo que aun teniendo en cuenta que explícitamente se había acordado que ninguna de las partes molestaría a los aliados de la otra, en aquel momento, Sagunto no era aliada de Roma.

No tenía sentido, respondió Roma, continuar semejante discusión una vez que Sagunto ya había sido destruida y que los tratados habían sido violados, por tanto, los cartagineses debían entregar a los responsables, si querían demostrar que no lo eran ellos mismos.

–He creído mi obligación –escribe Polibio–, no pasar demasiado rápido sobre estos puntos, para esclarecer la verdad ante el lector deseoso de profundizar en la cuestión, ofreciéndole informaciones al respecto, que no pueden ser discutidas. Y procede a exponer los pactos firmados entre las dos potencias desde los tiempos de Junio Bruto y Marco Horacio -los primeros cónsules nombrados tras la expulsión de los reyes-, que especificaba: Entre los romanos y sus aliados por una parte y los cartagineses y sus aliados, por otra, habrá paz y amistad…

Un segundo tratado, del año 348, decía asimismo: Entre los romanos y sus aliados de una parte, y los cartagineses y sus aliados, por la otra, habrá paz y amistad. Los romanos no podrán traficar ni fundar una ciudad en Cerdeña, en Cartago o en la parte de Sicilia que dominan los cartagineses, pero tendrán derecho a comerciar como ciudadanos, lo mismo que los cartagineses en Roma.

Hubo todavía un tercer tratado a raíz de la invasión de Pirro y antes de la guerra de Sicilia. Mantenía todas las cláusulas de los pactos precedentes, añadiendo otra: si uno u otro es atacado, Cartago aportará sus naves de transporte y de guerra. 

Juraron, los romanos, por la piedra: Si digo la verdad, que tenga buena fortuna, pero si actúo de forma diferente a lo que he dicho, que todos los demás se queden en paz. en su patria, bajo sus leyes, con sus bienes, sus penates y sus tumbas, y que sólo yo sea expulsado, igual que tiro esta piedra. Y al decir esto último, tiraba la piedra lejos.

Todavía, cuando acabó la guerra de Sicilia concluyeron un nuevo tratado, con las clásusulas siguientes: los cartagineses evacuarán todas las islas situadas entre Italia y Sicilia, esta incluída. Las dos partes se abstendrán de molestar a los respectivos aliados. Los cartagineses pagarán en diez años mil doscientos talentos, de los que mil serán entregados inmediatamente. Cartago devolverá todos los prisioneros romanos. 

Cuando, tras la guerra de África, los romanos declararon la guerra a Cartago, hicieron incluir una artículo adicional: los cartagineses evacuarán Cerdeña y pagarán una indemnización suplementaria de mil doscientos talentos. Y hubo todavía una cláusula más; la que los romanos hicieron en España con Asdrúbal, y que prohibía a los cartagineses cruzar, armados, al otro lado del Ebro. Tales fueron los pactos entre Cartago y Roma, desde el principio, hasta la época d Aníbal.

Los romanos, pues, no faltaron a su palabra al pasar a Sicilia, pero en lo que respecta a Cerdeña, hay que reconocer que abusaron de las circunstancias al forzar a los cartagineses, contra toda justicia, a abandonar la isla y a pagar una suma tan considerable. La acusación aducida por Roma, de que sus soldados habían sufrido daños, tampoco servía, desde el momento en que Cartago devolvió los prisioneros sin rescate. Sólo queda entonces, analizar a cual de los dos bandos se debe achacar la causa de la guerra de Aníbal.

Ya hemos hablado de las alegaciones de los cartagineses; veamos ahora las de los romanos, y no nos referimos a las que entonces hicieron valer, porque estaban tan indignados con el saqueo de Sagunto, que no pensaban en justificarlas, aunque algunos todavía las esgrimen.

En los acuerdos no se especificaba que sólo entrarían en vigor cuando los ratificara el pueblo romano y Asdrúbal, por su parte, disponía de plena autoridad cuando aceptó que los cartagineses no cruzarian el río Ebro con fines bélicos. Y en lo relativo a la seguridad de los aliados de la parte contraria, no se refería sólo a los aliados de aquel momento, como decían los cartagineses, pues en tal caso, deberían haber añadido literalmente, que no se aceptarían más aliados que los que entonces tenían cada una de las partes, o que no entrarían en el pacto aquellos que se aliaran después de su firma. Los aliados eran los de antes, los de entonces y los de después, sin distinciones, ya que nadie iba a aceptar un pacto que privara a las partes de establecer todas las alianzas que quisiera en el futuro. Sentado esto, nadie puede discutir que los saguntinos se habían puesto bajo la protección de Roma muchos años antes de la época de Aníbal.

Si consideramos, pues, el saqueo de Sagunto como causa de la guerra entre Roma y Cartago, habrá que reconocer que los cartagineses la provocaron en menosprecio de toda justicia, puesto que violaron el Tratado de Lutacio, que prohibía atacar a los aliados de la otra parte, y el de Asdrúbal, que impedía a los cartagineses cruzar en armas la línea del Ebro. 

Pero si se atribuye el origen de la guerra a la confiscación de Cerdeña y a la multa impuesta, hay que confesar que los cartagineses tenían razón para vengarse de los romanos, igual que ellos habían aprovechado la ocasión para oprimirlos.

No faltará quien diga que no era necesario insistir tanto sobre esto, pero está claro que, si se suprime la investigación de las causas , los medios, las intenciones y las consecuencias, felices o desgraciadas, de cada acontecimiento, la Historia sólo sería un juego de ingenio, y no serviría para instruir al lector, pues además de distraer la atención un momento, no se obtendría de ella ningún provecho para el porvenir.

Volviendo al asunto en cuestión, los embajadores romanos no contestaron nada a la harenga de los cartagineses, pero el de más edad dijo que llevaba la paz y la guerra para que ellos eligieran y que habían elegido la guerra; los senadores gritaron que la aceptaban. 

Aníbal estaba entonces en Cartagena, en sus cuarteles de invierno. Empezó por permitir a los soldados iberos que volvieran a sus hogares, para que recuperaran la moral y el valor, con vistas a la empresa que meditaba. Después indicó a su hermano Asdrúbal cómo tenía que gobernar y qué medidas debía tomar contra los romanos, si tenía que separarse de él. En tercer lugar, se ocupó de asegurar la paz en África. 

Después de organizar la seguridad en África y en Iberia, no espero más que la vuelta de los mensajeros que había enviado a los galos, para que se informaran de la fertilidad de la región situada al pie de los Alpes y en las orillas del Po; el número de sus habitantes y su valor como soldados, pero quería saber, sobre todo, si guardaban rencor a los romanos por sus derrotas. Contaba mucho con su apoyo y enviaba embajadas a los jefes galos, tanto a los de la Cisalpina, como a los de los Alpes mismos, pues pensaba, en efecto, que no le sería posible hacer la guerra a los romanos en Italia, si no superaba antes las dificultades del trayecto y se aseguraba la alianza y el apoyo de los galos. 

Los mensajeros le informaron de la disposición favorable y de la impaciencia de los galos; le dijeron que la travesía de los Alpes sería extremadamente penosa, dada la altura de las montañas, pero no imposible.

Llegada la primavera, Aníbal hizo salir a su ejército de los cuarteles de invierno y les informó del día que había fijado para la partida. Se puso en marcha el día previsto, con 90000 infantes y 12000 jinetes. Pasó el Ebro, sometió a todas las poblaciones que encontró hasta los Pirineos y tomó por asalto algunas plazas, en menos tiempo del que cabía esperar, pero al precio de sangrientos combates y de considerables pérdidas.

Después partió con el resto de sus tropas compuestas por 50000 infantes y alrededor de 9000 jinetes, para cruzar, primero, los Pirineos y después, el Ródano. Su ejército no era excesivamente numeroso, pero era sólido y muy entrenado por las continuas luchas que habían sostenido en Iberia.

Volviendo a nuestro relato, diremos que los cartagineses eran, en la época de la que hablamos, dueños de toda la costa mediterránea de África. Habían franqueado el estrecho de las Columnas de Hércules –Gibraltar-, y conquistado toda Iberia, hasta el promontorio rocoso donde termina, sobre el Mediterráneo, la cadena de los Pirineos, que separa Iberia de la Galia, a 8000 estadios (1.610 km-) de las Columnas de Hércules; 3000 (604 km.) desde el estrecho hasta Cartagena, desde donde Aníbal partió; 2600 (523 km.) desde Cartagena al Ebro y 600 (120 km.) desde el Ebro hasta Emporion –Ampurias-. 


Desde esta ciudad hasta el paso del Ródano, hay otros 1600 (322 km.). Después, si se remonta el río desde este punto hasta el lugar en el que comienza el ascenso de los Alpes para pasar a Italia, hay 1400 (282 km.) . La travesía de los Alpes, 1200 estadios (241 km.) y ya se llega a Italia por la llanura del Po. Aníbal, pues, tenía ante sí alrededor de 9000 estadios que recorrer (1810 km.); ya había hecho casi la mitad del camino, pero la parte del trayecto que le quedaba por hacer, era, con mucho, la más penosa.

Reconstrucción actual –por carretera-, del recorrido aproximado de Aníbal

Aníbal se preparaba para cruzar los desfiladeros de los Pirineos, cuando los romanos supieron por los embajadores enviados a Cartago, que había pasado el Ebro con sus tropas, mucho antes de lo que esperaban. Tomaron la resolución de enviar un ejército a Iberia bajo el mando de Publio Cornelio Escipión, y otro a África con Tiberio Sempronio

Era el año 218 que es el que figura en los anales de Iberia como punto de partida de su romanización como Hispania.

Partieron, cada uno por su lado, hacia el destino que se les había asignado. Escipión rodeó la costa de Liguria e hizo en cinco días el trayecto entre Pisa y Marsella, llegando a la primera boca del Ródano, llamado Boca de Marsella. Tras desembarcar sus tropas, supo que Aníbal ya había atravesado los Pirineos, pero pensó que todavía estaba lejos, pero Aníbal, que había comprado a unos y sometido a otros, llegó bruscamente con su ejército, teniendo a mano derecha el mar de Cerdeña, para intentar el paso del Ródano.

Ante la noticia de que el enemigo estaba tan cerca, Escipión, negándose a creer en una marcha tan rápida y queriendo ser exactamente informado en este sentido, envió en reconocimiento a trescientos jinetes de los más valerosos, guiados y apoyados por galos a sueldo de los masaliotas - marselleses. Entre tanto, daba descanso a los soldados y deliberaba con sus tribunos, con el fin de saber qué puestos convenía ocupar para presentar batalla.

Aníbal estableció su campamento cerca del río, a unos cuatro días de marcha hasta el mar, y se dispuso a atravesarlo inmediatamente por el único vado posible. Compró a sus pobladores todas las embarcaciones de que disponían, que eran muchas, pues se dedicaban al comercio por mar y le compró también toda la madera que tenían, para construir balsas. De pronto descubrió que una multitud de bárbaros se reunía al otro lado poara impedirle el paso. Llegada la noche salieron sus exploradores para buscar otro sitio y, una parte de sus soldados se pusieron en marcha inmediatamente, cruzaron por un lugar más alejado antes de que amaneciera.

Al día siguiente, el quinto de su llegada, se dispuso a hacer cruzar al resto de sus hombres, así como a los caballos y elefantes que llevaba consigo. Cuando los bárbaros lo vieron, se lanzaron al ataque, sin apercibirse de que tras ellos avanzaban los soldados que cruzaron en primer lugar, y que empezaron a dar grandes voces capaces de estremecer e inspirar terror a los atacantes, sobre los cuales cayeron, tras incendiar su campamento. Los Galos, desconcertados por el giro que tomaban las cosas, se vieron forzados a emprender la huida.

Dueño del paso, Aníbal hizo cruzar al resto de las tropas, así como a los elefantes. Al día siguiente fue informado de que la flota romana había amarrado en las bocas del Ródano, y envió un cuerpo de 500 jinetes a reconocer su posición, su número y sus planes. Después convocó a todos sus hombres y los arengó, mandándolos finalmente a descansar, pues tenía intención de levantar el campamento al día siguiente.

Tras disolver la asamblea, volvieron los exploradores, de los que la mayor parte, habían sido masacrados; habían encontrado una columna romana enviada por Escipión y se había producido entre ellos un sangriento choque en el que perecieron unos ciento cincuenta jinetes romanos y doscientos exploradores de los cartagineses. Aseguraban los testigos, que los sobrevivientes se apresuraban a informar al cónsul de la presencia de Aníbal, que inmediatamente, se puso en marcha. 

Al efecto, tuvo que construir enormes balsas que unió entre sí y cubrió de tierra y de hierba, con objeto de hacer que los elefantes atravesaran sobre ellas, porque se asustaban; algunos de ellos, enloquecidos, se lanzaron al agua, haciendo que se ahogaran sus conductores, si bien ellos sobrevivieron gracias a las trompas, que les permitían respirar y eliminar el agua que tragaban. Una vez que lograron hacerlos atravesar, Aníbal los organizó en la retaguardia con la caballería y se puso en marcha.

La llanura del Po está separada del valle del Ródano por las cumbres de los Alpes, que se extienden desde Marsella, hasta el golfo que forma el fondo del Adriático; Aníbal tenía que franquearlas para pasar de la cuenca del Ródano a Italia.

Algunos autores que han contado el paso de los Alpes, han querido asombrar a los lectores introduciendo elementos maravillosos en la descripción de estas montañas: cayendo así fatalmente en dos cuestiones incompatibles. Por un lado, Aníbal sería un general de valentía y sabiduría sin par, a la vez que hacen de él un imprudente. Si los Alpes, como ellos dicen son tan escarpados e inaccesibles que no permiten el paso a los caballos, mucho menos podrían atravesarlos un ejército y unos elefantes; así pues, o los dioses debían guiar y favorecer a los hombres –el elemento maravilloso-, o, por el contrario, Aníbal habría perecido con todo su ejército a causa de su inconsciencia sólo por intentarlo sin conocer las dificultades.

-Puedo hablar de estos acontecimientos con plena aseguridad –escribe Polibio-, porque me he informado de testigos contemporáneos y porque he visitado el teatro de operaciones, a lo largo de un viaje que hice por los Alpes, para observar con mis propios ojos lo que allí había.

Tres días después de que los cartagineses levantaran el campamento, Escipión llegó al lugar por el que habían cruzado el río y se quedó extremadamente sorprendido, al constatar que se habían ido; jamás habría imaginado que tuviesen la audacia de emprender el camino para llegar a Italia, visto el gran número de bárbaros que se interponían y lo poco que se podía confiar en su fidelidad. Así, cuando vio que los obstáculos no los habían detenido, volvió rápidamente a sus naves y embarcó a las tropas para dirigirse a Italia con la intención de atravesar Etruria y llegar antes que Aníbal al confín de los desfiladeros alpinos.

Cuatro días después llegó a una región poblada y fértil llamada La Isla y que esta rodeada por el Ródano y el Isère. Allí encontró a dos hermanos que se disputaban el poder, con las armas en la mano. El mayor le pidió ayuda y Aníbal se la prestó, sabiendo que ello le reportaría ventajas posteriores, como ocurrió. Recibió a cambio, no solamente soldados, víveres y municiones, sino que pudo renovar sus armas, que estaban muy gastadas para entonces. Además, sus hombres recibieron ropa y calzado, lo que les permitió franquear la montaña en mejores condiciones. Pero el gran servicio que aquel rey le prestó a Aníbal, fue acompañarle hasta la entrada de los Alpes, de modo que atravesaron sin tropiezos el país de los Alobroges, hacia los cuales abrigaban ciertos temores. 

Remontó la rivera durante diez días; había recorrido unos 800 estadios y ya pisaba las primeras estribaciones de los Alpes, cuando se encontró ante el peligro más acuciante. Los Alobroges se emboscaron en gran número en los lugares por los que necesariamente debía pasar. De hecho, si hubieran sabido ocultar la trampa, el ejército púnico habría sido completamente destruido, pero se dejaron ver, y aunque hicieron bastante daño a Aníbal, se hicieron mucho más a sí mismos.

Habiendo sido informado de la maniobra, Aníbal acampó al pie de la montaña y envió en reconocimiento a algunos guías galos, para que trataran de descubir las intenciones y el plan de los atacantes, los cuales le dijeron que durante el día, los alobroges vigilaban todos los pasos, pero que por la noche, se retiraban a una ciudad próxima. El cartaginés tomó sus medidas. Puso a su ejército en marcha y avanzó durante el día hasta la entrada del paso peligroso, donde acampó a poca distancia del enemigo. Al caer la noche, salió a la cabeza de un grupo de élite y ocupó las posiciones que los bárbaros habían abandonado, como de costumbre, para retirarse a la ciudad.

Cuando amaneció y los bárbaros vieron lo que había ocurrido, renunciaron a su proyecto, pero al observar que la caballería atravesaba las gargantas penosamente y en una larga fila, se sintieron tentados a atacar y cayeron sobre los cartagineses, que perdieron un gran número de hombres, caballos y bestias de carga, no tanto por la acción enemiga, como por las dificultades del terreno. El camino no sólo era estrecho y abrupto, sino que estaba bordeado de precipicios y el menor movimiento hacía rodar a los animales de carga con sus fardos.

Aumentaban la confusión los caballos heridos; unos, enloquecidos por los golpes que recibían, retrocedían y cerraban el paso a los que seguían; otros se precipitaban hacia adelante y caían por las pendientes, ya tan peligrosas, arrastrando todo a su paso. A la vista de todo esto, Aníbal considerando que aun cuando escapara a la emboscada, se hallaría en una situación desesperada si perdía sus bagajes, se puso a la cabeza de los que habían avanzado por la noche y acudió en ayuda de los que intentaban pasar.

Así, cayendo desde la alto sobre los alobroges, mató a muchos de ellos, aunque perdió el mismo número de los suyos, porque el desorden aumentó ante los gritos de los combatientes, no obstante, cuando la mayor parte de los asaltantes ya habían muerto, los supervivientes huyeron, dejando el paso franco, con lo que pudo finalmente atravesar el desfiladero con lo que le quedaba de animales y de carga. 

Después reunió cuantos hombres pudo y marchó sobre la ciudad de la que los alobroges habían salido para atacarle. Los habitantes habían salido atraidos por el botín con el que ya contaban, por lo que la encontró casi desierta y apenas capaz de defenderse. Allí encontró caballos y mulas, además de hacer prisioneros y procurarse provisiones de trigo y ganado para tres días, pero, sobre todo, sembró el terror entre los habitantes de la zona a la que se dirigía y quitó a los montañeses las ganas de enfrentarse a él.

Más adelante otros hombres salieron a su encuentro en son de paz, al menos aparentemente, y Anibal, aunque desconfiado, terminó por aceptarlos como guías. Así, reemprendieron la marcha y dos días después, pero los bárbaros que los seguían, los atacaron en un desfiladero peligrosísimo.

De nuevo su ejército podía haber sido aniquilado, si no fuera porque, desconfiando aún de las intenciones de los galos, había colocado a la cabeza de sus columnas los bagajes, y la infantería pesada en la retaguardia, que finalmente rechazó el ataque. Aun así tuvo muchas pérdidas y bajas, pues los bárbaros, dueños de posiciones altas en la montaña, les lanzaban gruesas piedras que causaron grandes destrozos, pero siguió avanzando a lo largo de toda la noche. Por la mañana, el enemigo se había alejado. Aníbal reunió sus fuerzas y continuó su ascenso hacia la cima de los Alpes, ya que por temor a los elefantes, nadie osaba acercarse.

Nueve días después alcanzaba la cima y levantaba el campamento para descansar dos jornadas, durante las cuales tuvo la sorpresa de ver cómo muchos de los caballos que habían huido espantados, volvían al campamento.

Las cumbres estaban ya cubiertas de nieve, pues se aproximaba el Ocaso de las Pléyades –finales de septiembre; año 218–. Aníbal veía a sus hombres decaídos a causa de los males sufridos y muy aprensivos, frente a nuevas dificultades, de modo que los reunió e hizo un esfuerzo para reanimar su coraje. Una única circunstancia le servía de apoyo: Italia se veía ya al pie de las montañas.

Goya, 1770. Aníbal vencedor contempla por primera vez Italia desde los Alpes. 
Fund. Selgas-Fagalde, Cudillero, Asturias

Les mostró las llanuras del Po y les recordó la disposición amistosa de los galos del entorno. Después les señaló con el dedo la dirección en la que se encontraba Roma. De este modo logró disipar sus temores y al día siguiente mandó levantar el campamento e iniciar el descenso. No encontró más enemigos que algunos malhechores emboscados, pero la nieve y las dificultades del terreno le hicieron perder casi tantos hombres como los que había perdido en el ascenso. La pendiente era tan abrupta y el sendero tan estrecho, que por poco que se desviaran, caían por el precipicio, pues la nieve hacía la pista extremadamente difícil de reconocer. 

No obstante, las tropas soportaron bien aquellas miserias a las que ya estaban muy habituados, pero, finalmente, llegaron a un lugar en el que el desfiladero se estrechaba de tal manera, que ni los elefantes, ni los demás animales podían pasar. Para colmo, a lo largo de un estadio y medio –alrededor de 300 metros–, la pendiente, que ya antes era de lo más abrupto, había empeorado a causa de un desprendimiento reciente. El desánimo y el pánico se habían adueñado de nuevo de los soldados. Aníbal pensó por un momento en evitar aquel paso, dando un rodeo, pero la nieve, que seguía cayendo, lo hacía imposible y tuvo que renunciar.

Les afectaba sobremanera un fenómeno bastante extraño y particular de esta región. Sobre la nieve que quedaba del año anterior, había caído nieve fresca, que aún era blanda y poco espesa, por lo que se hundían los pies en ella con mucha facilidad, pero una vez que otros habían pasado, se hizo compacta y helada, hasta el punto de que patinaban con los dos pies a la vez, como ocurre cuando se pisa sobre un terreno fangoso. 

Y lo peor, eran las consecuencias de aquellas caídas; cuando los soldados, incapaces de asegurar el paso, caían, se esforzaban por levantarse sirviéndose de las rodillas o de las manos, y volvían a resbalar, arrastrando consigo todo aquello a lo que intentaban agarrarse.

Desesperando de pasar en tales condiciones, Aníbal acampó en la misma cumbre. Después, bajo sus órdenes, los soldados excavaron un camino en los flancos del precipicio. Fue un trabajo extremadamente penoso, pero en un solo día, el sendero fue suficiente para que pasaran la caballería y los bagajes. 

Una vez completada esta tarea, acamparon fuera de la zona de nieves y llevaron a todos los animales a pastar. Además de esto, Aníbal hizo ensanchar el camino a los númidas, que trabajando en equipo, lograron a duras penas, en tres días, hacerlo practicable para los elefantes, que ya estaban medio muertos de hambre, pues en las cimas y en las altas regiones de los Alpes, no hay absolutamente, ni árboles, ni vegetación, porque la nieve nunca se funde y persiste en verano igual que en invierno. Por el contrario, los dos flancos del macizo son boscosos, arbolados y perfectamente habitables.

Cuando Aníbal reunió a todas sus tropas, bajó a la llanura, donde llegó tres días después, tras haber franqueado el precipicio en cuestión. Había perdido mucha gente en el transcurso de aquel trayecto, tanto combatiendo, como en el cruce los ríos, así como en los abismos y las escarpaduras de los Alpes, que habían sido igualmente funestas para los hombres, pero mucho más para los animales.

En resumen, cuando cinco meses después de su partida de Cartagena –contando los quince días de la travesía de los Alpes–, hizo su audaz entrada en la llanura del Po, en el territorio de los insubres, no le quedaba ya, de la infantería, sino doce mil africanos y ocho mil iberos, y de la caballería, seis mil hombres en total. Fue él mismo quinn declaró esto, en una inscripción en el Cabo Lacinium, donde hizo recuento de sus tropas.

Durante este tiempo, Publio Escipión, quien había confiado el mando de sus tropas a su hermano Cneo, encargándole combatir a Asdrúbal en Iberia, volvió y desembarcó en Pisa a la cabeza de un pequeño número de hombres. Pasando por Etruria, tomó consigo las legiones que allí le habían enviado a las órdenes de los pretores, para combatir a los Boyos, y vino a acampar a la llanura del Po, donde le esperaba el enemigo, ardiendo en deseos de medirse con él.

Después de cruzar el Ródano, Aníbal todavía tenía 38000 infantes y más de 8000 jinetes, pero la travesía de los Alpes, le había costado cerca de la mitad de su ejército y los supervivientes habían cambiado tanto, física y moralmente, por tan larga serie de fatigas, que, habrían podido ser confundidos con una horda salvaje. Aníbal, pues, se concentró en elevarles la moral y reponer las energías, tanto de los hombres, como a los caballos.

Una vez que se restablecieron, trató de atraerse a los habitantes de Turín, cuyo país está justo al pie de los Alpes, para crear con ellos lazos de amistad y alianza, pero desconfiando de los cartagineses, rechazaron sus avances. Aníbal entonces, asedió su principal ciudad y la tomó en tres días. Después hizo pasar a cuchillo a todos aquellos que se habían mostrado hostiles a sus proposiciones, y con semejante rigor, inspiró tal temor a las tribus bárbaras más próximas, que todos vinieron a ofrecerle sumisión.

El resto de las tribus galas de la llanura, habrían querido unirse a los cartagineses, de acuerdo con su proyecto primitivo, pero como las legiones romanas ya habían pasado e interceptaban las comunicaciones, no se movieron, ya que incluso algunos de ellos se vieron obligados a servir en el ejército romano. Esta situación decidió a Aníbal a avanzar sin tardanza para llevar a cabo el gran golpe que devolvería la confianza a las poblaciones dispuestas a tomar su partido.

Mientras meditaba este proyecto, supo que Escipión ya había franqueado el Po con su ejército y que estaba muy cerca. Calculando los pocos días transcurridos desde que dejara a su adversario a las orillas del Ródano, en la longitud y las dificultades de la travesía desde Marsella hasta Etruria, y sabiendo bien lo que suponía para un ejército aquella marcha, al principio no lo creyó, pero como el rumor se confirmara cada vez más, le sorprendió en extremo que el cónsul hubiera concebido semejante designio y hubiera podido realizarlo.

Para Escipión, la sorpresa fue la misma: al principio creyó que Aníbal ni siquiera intentaría el paso de los Alpes con sus heterogéneas tropas y que si se arriesgaba a hacerlo, fracasaría sin remedio. Así pues, cuando se le anunció que había llegado sano y salvo a Italia y había asediado algunas plazas, se quedó vivamente sorprendido por la audacia y la intrepidez del general cartaginés. 

Lo mismo pasó en Roma cuando se supo la noticia. Apenas acababan de conocer los últimos detalles relativos a la toma de Sagunto y habían tenido justo el tiempo de deliberar sobre el hecho y enviar a sus cónsules -uno de ellos, a África, para asediar Cartago, y otro a Iberia, para combatir a Aníbal-, cuando de pronto ¡eran informados de que este estaba en Italia a la cabeza de un ejército y que ya había asediado varias plazas!

Aquello parecía inverosímil. En medio del trastorno que resultó de ello, se decidió a informar inmediatamente a Tiberio Sempronio, que estaba en Lilibeo, que el enemigo había invadido Italia y que era preciso, abandonando cualquier asunto, acudir en socorro de la patria. 

Sempronio reunió sus tropas del mar e hizo que volvieran al camino de Roma, y en cuanto a su ejército de tierra, le hizo jurar entre las manos de los tribunos y le fijó la fecha en la que debía estar de vuelta, antes de anochecer, en Ariminum –Rímini. Esta ciudad está situada a las orillas del Adriático, en el límite meridional de la llanura del Po. Había movimiento por todas partes a la vez y las informaciones más inesperadas se sucedían; todos se preguntaban angustiados sobre lo que podía pasar.

Entre tanto, Aníbal y Escipión se dirigían el uno hacia el otro. Cada uno por su lado, los dos generales dirigieron a sus tropas las harengas que exigían las circunstancias. 

Aníbal hizo una puesta en escena: hizo traer a los prisioneros que habían hecho en el paso de los Alpes, a los que habían tratado duramente, y que además venían cargados de cadenas, muertos de hambre y habían recibido tantos golpes, que sus cuerpos eran una herida. Colocó ante ellos algunas de las armaduras de las que usaban los reyes galos, caballos y túnicas de gran precio. Les preguntó quienes querían luchar entre sí, sabiendo que el premio del vencedor, serían aquellas prendas, mientras que el perdedor tendría que morir. Todos quisieron luchar y Aníbal hizo echar a suertes los que deberían hacerlo. Los hombres alzaban las manos al cielo, pidiendo cada uno que la suerte recayera sobre su persona.

Cuando la lucha terminó, los prisioneros que no habían participado, celebraron tanto a los vencedores como a los muertos, que se habían librado de los crueles males, a los que ellos mismos seguían sometidos. Los cartagineses comparando el miserable destino de los supervivientes con el de los muertos, también consideraban más felices a estos últimos, pues a los vivos les quedaba mucho por sufrir.

Comprendida la moraleja por los cartagineses, tal como Aníbal deseaba, vieron con claridad la suerte que podían correr si caían prisioneros, hasta el punto de preferir la muerte. Debían luchar para vencer, pero en caso de que esto no fuera posible, debían luchar hasta morir. Nadie tendría posibilidad de derrotar a hombres que combatían con la inagotable energía de la desesperación.

Una vez restaurados los ánimos, Aníbal los felicitó y los mandó a descansar, anunciándoles que se pondrían en marcha el día siguiente por la mañana.

Escipión, que en aquel momento ya había cruzado el Po, decidió pasar el Tesino. Él también convocó a las tropas para arengarlas. Les dijo que sería indigno e inimaginable, que los cartagineses, tantas veces derrotados por los romanos, y desde hacía tanto tiempo, obligados a pagarles tributo y casi reducidos a la esclavitud, tuvieran la audacia de revolverse contra ellos.

-Nos encontramos en presencia de Aníbal –continuó-, pero ha perdido la mayor parte de su ejército, y lo que le queda del mismo, agotado por la privaciones, no tiene ya valor alguno. Han perdido asimismo la mayor parte de sus caballos y los que les quedan, están extenuados tras las largas dificultades de la marcha, de modo que ya pueden dar poco servicio. Sólo tenéis que dejaros ver para vencerlos. Pero, por encima de todo, debéis confiar en el hecho de que yo mismo me encuentre aquí, entre vosotros; ¿habría abandonado yo la flota y mi misión en Iberia, con tanta prisa, si no tuviera razones para creer que mi vuelta era indispensable y no tuviera la victoria por cierta?

Su autoridad y la exactitud de los hechos que alegaba, inspiró a los soldados un vivo deseo de combatir. Después los felicitó por su arrojo y los despidió, dándoles la orden de estar preparados para ponerse en marcha a la primera señal.
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