miércoles, 17 de mayo de 2017

Yannis Ritsos - Γιάννης Ρίτσος Romiosyni – Ρωμιοσύνη *Se estrechan la mano y el sol se hace más verdad*




I
Estos árboles no se conforman con menos cielo,
estas piedras no se conforman bajo pasos de extranjeros
estos rostros no se conforman con menos que el sol,
estos corazones no se conforman con menos que la justicia.

El paisaje es duro como el silencio,
estrecha en su seno piedras incandescentes,
ciñe contra la luz sus olivos huérfanos y sus vides,
aprieta los dientes. No hay agua. Sólo luz.
El camino se pierde en la luz y la sombra del cercado es como hierro.
Se volvieron de mármol los árboles, el río y las voces, con la cal del sol.
Las raíces tropiezan con el mármol. Arbustos polvorientos.
La mula y la roca. Jadean. No hay agua.
Todos tienen sed. Hace años. Mastican un bocado de cielo sobre su amargura.

Sus ojos están rojos de tantas vigilias,
y hay un surco profundo marcado entre sus cejas, 
como un ciprés entre dos montañas al atardecer.

Sus manos están pegadas al fusil,
el fusil es la prolongación de las manos
las manos son la prolongación de sus almas
mantienen el furor contenido entre los labios 
y un dolor profundo, profundo, en los ojos
como una estrella en un charco de sal.



Cuando se estrechan la mano, el sol se vuelve más verdadero para el mundo,
cuando sonríen, una golondrina pequeña sale de entre su barba salvaje,
cuando duermen, doce estrellas caen de sus bolsillos vacíos
cuando mueren, la vida sigue adelante con banderas y tambores

Hace ya tantos años que tienen hambre, que tienen sed, que mueren
sitiados por tierra y por mar.
Devoró el calor sus campos,  el salitre inundó las casas
y el viento derribó las puertas y las pocas lilas de las plazas.

Por los agujeros de sus capotes entra y sale la muerte.
Sus lenguas están ásperas como baya de ciprés.
Los perros murieron envueltos en sus sombras
y la lluvia chapotea en sus huesos.

En la garita petrificada fuman estiércol, y por la noche
vigilan el mar embravecido donde se hundió
el mástil quebrado de la luna.


El pan se terminó, se terminaron las balas,
ahora cargan los cañones sólo con  el corazón.

Tantos años sitiados por tierra y por mar
todos tienen hambre, a muchos los matan pero ninguno muere–
en las garitas centellean sus ojos, 
frente una gran bandera, un gran fuego rojizo,
y cada mañana miles de palomas surgen de sus manos
hacia las cuatro puertas del horizonte.

II
Cada anochecer, con el tomillo chamuscado en el seno de la piedra
hay una gota de agua que horada desde siempre el silencio hasta la médula
y una campana colgada del viejo plátano parece pregonar los años



Las chispas dormitan en las brasas del desierto
y los tejados recuerdan el bigote plateado sobre el labio del verano
o el bigote amarillo como las barbas del maíz que la tristeza del ocaso convierte en ceniza.

La virgen duerme entre los mirtos con manchas de uva en la falda.
Por el camino llora un niño  y desde el campo le contesta una oveja que ha perdido a sus crías.

Sombra en la fuente. Helado el barril.
La hija del herrero con los pies mojados.
En la mesa, el pan y la aceituna,
entre las vides el candil de un lucero
y allá en lo alto, girando en su parrilla, la Galaxia
parece oler a grasa, ajo y pimienta.

¡Ah! Qué hilo de estrellas necesitaremos todavía 
para bordar con las agujas de los pinos en el límite chamuscado del verano:
 –esto también pasará–
cuánto exprimirá todavía la madre el corazón sobre sus siete hijos sacrificados
hasta que encuentre la luz el camino en el ascenso de su alma.

Ese hueso que sobresale del suelo
mide palmo a palmo la tierra y las cuerdas del laúd,
y el laúd al anochecer, con el violín, hasta la mañana,
repiten su pena entre la menta y los pinos,
resuenan en los barcos las tensas cuerdas
y el marinero bebe el mar amargo en la copa de Ulises.

¡Ay! ¿Quién impedirá entonces el paso, qué espada cortará el valor
y qué llave le cerrará el corazón, que con sus puertas abiertas de par en par
mira a Dios en jardines sembrados de estrellas?

Gran momento como noche de sábado en mayo en la taberna marinera,
noche grande como una bandeja de cobre en la pared del viejo estañador,
grande la canción como el pan del pescador de esponjas en su cena.
Y he aquí que se desliza por las rocas la luna cretense,
¡gap! ¡gap! con los veinte clavos de sus botas,
y he aquí los que suben y bajan la escalera de Nauplio (1)
llenando sus pipas con hojas picadas cogidas en la oscuridad,
con sus bigotes como tomillo [heleno] de Rumeli, con sabor a estrella 
y en los dientes, raíz de pino, rocas y sal del Egeo.


Atraviesan el hierro y el fuego, charlan con cantos rodados,
brindan con raki a la muerte en la calavera de sus abuelos,
se encuentran con Digenis (2) en la era y preparan su cena
cortando su pena en dos como cortan  sobre las rodillas el pan de cebada.

Vamos, Señora de las pestañas saladas, de las manos ahumadas
por el pesar del pobre y por los muchos años
el amor te espera entre los arbustos,
en su cueva la gaviota te ha colgado su negro icono
y el amargo erizo te besa la uña del pie.
Entre el negro grano de uva hierve el mosto rojizo,
hierve la flor en el fuego de rododendro,
bajo la tierra la raíz del muerto busca agua para que beba el abeto
y la madre con sus arrugas empuña con fuerza su cuchillo.

Vamos, señora, tú que incubas los dorados huevos del relámpago,
¿Cuándo un día azul te quitarás el pañuelo de la cabeza y empuñarás de nuevo las armas?
Para que el granizo de mayo sacuda tu frente 
se rompe la granada del sol sobre tu delantal azul
para que lo repartas grano a grano entre tus doce huérfanos,
para que brille el mar alrededor como brilla el filo de la espada y la nieve de abril
y que salga el cangrejo a la piedra a tomar el sol con sus pinzas cruzadas.


III
Aquí el cielo no agota el aceite en la lámpara de nuestros ojos,
aquí el sol toma sobre sí la mitad del peso de las piedras que llevamos siempre a la espalda,
crujen las tejas sin lamentos bajo la rodilla del mediodía,
los hombres van delante de su sombra como los delfines ante de los veleros de Skiathos 
luego sus sombras se convierten en águila que tiñe sus alas en el ocaso
y después se posa en sus cabezas y piensa en las estrellas 
mientras ellos se tumban en el cobertizo con las uvas negras.

Aquí cada puerta tiene esculpido un nombre desde hace más de tres mil años,
cada canto rodado tiene pintado un santo con los ojos feroces 
y una larga cabellera como esparto,
cada hombre lleva sobre su mano izquierda tatuada punto a punto, una sirena roja
cada muchacha tiene un haz de luz salada bajo la falda
y los niños llevan cinco o seis crucecitas de pena sobre sus corazones
como las huellas de las gaviotas en la arena de las playas por la tarde.

No hace falta que  lo recuerdes. Lo sabemos.
Todas los caminos van a Psilalonia. El viento es seco allá arriba.

Cuando allí lejos se desconcha el fresco minoico del atardecer
y se extingue el fuego en el pajar de la costa,
suben hasta aquí las ancianas por los escalones tallados en la roca
se sientan en la Gran Piedra hilando, con los ojos puestos en el mar,
se sientan y cuentan las estrellas como si contaran los cubiertos de plata de sus antepasados
y después bajan despacio para dar de comer a sus nietos la pólvora de Messolonghi.

Sí, es verdad, el Helkómeno (3) tiene las manos muy tristes atadas ,
pero sus cejas tiemblan como la roca que está a punto de desprenderse sobre sus ojos amargos.



Del abismo asciende la ola que no sabe suplicar,
de la altura sopla un viento con venas de resina y pulmones de salvia.

¡Ah! Que sople una vez y que arrastre los recuerdos del naranjo,
ah, que sople dos veces y que arranque chispas de las piedras como el gatillo al fusil,
ah, que sople tres veces y enloquecerá el bosque de pinos de Liákura, [Parnaso]
que dé un puñetazo y haga saltar por los aires la tiranía
y rompa la argolla de la osa nocturna para que nos baile un tsámiko junto a la cerca
la luna agitará la pandereta para que los balcones de las islas se llenen de niños adormecidos y madres de Souli.

Un mensajero llega desde el Gran Valle  cada mañana
en su rostro brilla el sudoroso sol
bajo el brazo aprieta fuertemente la helenidad entera
como el trabajador lleva su gorra dentro de la iglesia.
Llegó la hora –dice–; Estemos preparados. 
Cada hora es nuestra hora.


IV
Marcharon derechos hacia el amanecer con la arrogancia del hombre que tiene hambre,
en sus inmóviles ojos se formó una estrella,
y en los hombros llevaban el verano herido.

Por aquí pasó el ejército con las banderas en la piel,
tercamente apretados los dientes como si mordieran fruta verde,
con arena de luna en las botas y polvo del carbón nocturno adherido a la nariz y a los oídos. 

De árbol en árbol, piedra a piedra, cruzan el mundo,
sobre almohadas de espinos atraviesan el sueño.
Llevan la vida como un río entre sus manos secas.

Con cada paso conquistan un palmo de cielo para regalarlo.
Parecen de piedra en sus garitas, como árboles quemados,
pero cuando bailan en la plaza, 
retumban los techos de las casas y tintinean los vasos en los anaqueles.

¡Ah! ¿Qué canción hizo temblar las cimas de los montes?
Sostienen el plato de la luna entre las rodillas, y comen,
silencian un “ay” en el corazón
como aplastarían un piojo entre las uñas.

¿Quién te llevará ahora por la noche, el pan caliente para que alimentes tu sueño?
¿Quién estará a la sombra del olivo junto la cigarra, para que no cese su canto, 
ahora que la cal del mediodía tiñe los confines del horizonte
apagando sus grandes nombres masculinos?

Qué bien olía esta tierra al amanecer
la tierra que era suya y nuestra  -su sangre ––¡cómo olía la tierra!–
y ahora, cómo cerraron sus puertas nuestros viñedos,
cómo menguó la luz en los tejados y en los árboles,
¿quién iba a decir que la mitad estaría bajo tierra y la otra mitad entre rejas?

Con todas sus hojas el sol te da los buenos días,
con todos sus estandartes ilumina el cielo,
y estos entre hierros y aquellos bajo tierra.

¡Calla! dondequiera que estén, sonarán las campanas.
Esta tierra les pertenece a ellos y a nosotros.
Bajo la tierra, con las manos cruzadas 
sostienen la cuerda de la campana –esperan la hora, no descansan, 
esperan el tañido de la resurrección. Esta tierra 
es suya y nuestra–  nadie nos la puede quitar.


V
Se sentaron bajo los olivos después del mediodía
cribando la luz con sus gruesos dedos
se quitaron las cartucheras y pensaron cuánto esfuerzo costó atravesar la noche,
cuánta amargura había en los nudos de la malva silvestre,
cuánto valor en los ojos del niño descalzo que llevaba la bandera.

Sólo quedó en el campo una última golondrina,
oscilaba en el aire como una cinta negra en la solapa del otoño, 
como si se hubiera olvidado del tiempo.
Nada más quedó. Sólo las casas quemadas que humeaban.
Los otros nos dejaron hace tiempo bajo las piedras 
con sus camisas desgarradas y su juramento escrito en la puerta derribada.

Nadie lloró. No teníamos tiempo. Pero el silencio creció mucho 
y la luz caía en orden sobre la costa como el ajuar de una muerta.

¿Qué va a ser de ellos ahora, cuando llegue la lluvia a la tierra con las hojas podridas de los plátanos?
¿Qué será de ellos cuando el sol se seque sobre esas sábanas de las nubes como una chinche aplastada en cama campesina, 
cuando se detenga en la chimenea del anochecer la cigüeña embalsamada de la nieve?
Echan sal las viejas en el fuego, ponen tierra en sus cabellos,
desarraigaron las vides de Monemvasiá (4)  para que la uva negra no endulzara la boca del enemigo,
pusieron en una bolsa los huesos de sus antepasados con los cubiertos 
y vagan fuera de las murallas de su patria buscando un lugar donde echar raíces en la noche.

Será difícil  ahora que nuestra lengua sea como el cerezo, menos dura, menos pétrea–
aquellas manos que quedaron en los campos o arriba en las montañas o debajo de los mares, no olvidan, 
será difícil que olvidemos sus manos,
será difícil que las manos encallecidas por las armas puedan hablar con una margarita,
dar gracias al libro que sostienen sobre sus rodillas o al pecho de la noche estrellada.
Pasará el tiempo. Y tendremos que hablar. Hasta que encuentren su pan y su justicia.

Dos remos clavados en la arena cuando amanece bajo la tormenta ¿Dónde estará la barca?
Un arado clavado en la tierra y el viento que sopla. Quemada la tierra.
¿Dónde está el labrador?
Ceniza el olivo, el viñedo y la casa.
La noche avara de sus estrellas entre pañuelos.
Hay orégano y laurel seco en el armario junto a la pared. No lo tocó el fuego.
Y un puchero ahumado en la chimenea – el agua hierve sola en la casa cerrada. No tuvieron tiempo de comer.

Bajo su puerta quemada las venas del bosque –corre sangre por esas venas.
Y suena un paso conocido. ¿Quién es?
Un paso conocido de clavos sonando en la cuesta.
Tiembla la raíz dentro de la piedra. Alguien viene.
La consigna, la contraseña. Hermano. Buenas noches.
Encontrará entonces la luz a sus árboles, encontrará el árbol su fruto.
La cantimplora del muerto todavía tiene agua y luz.
Buenas noches, hermano mío. Buenas noches.

En su cabaña de madera vende hilo y especias el viejo anochecer.
Nadie le compra nada. Subieron a los montes.
Es difícil que bajen ya.
Y difícil que hablen desde su altura.

Una noche, los muchachos cenaron en la era;
quedan los huesos de las aceituna y la sangre seca de la luna 
y el decapentasílabo de sus armas. 
A la mañana siguiente los gorriones se comen las migajas de su hogaza, 
los niños juegan con las cerillas con que encendieron sus cigarros y los espinos de los astros.

Y la piedra, donde se sentaron bajo los olivos al mediodía frente al mar,
mañana será cal en el horno,
pasado mañana encalaremos nuestras casas y el muro de San Salvador,
al día siguiente sembraremos las semillas allí donde durmieron,
y un capullo de granada estallará como la primera risa del niño en el regazo tibio del sol.

Y ya después nos sentaremos en la piedra para leer su corazón entero
como si leyéramos la historia del universo por primera vez.


VI
Así, con el sol frente al mar que blanquea el horizonte, pendiente de día
cuentan dos y tres veces el apremio y el tormento de la sed,
vuelven a contar desde el principio cómo fue la vieja herida,
y el corazón se dora al calor como las cebollas de Vátika delante de sus puertas.

Según pasa el tiempo más se parecen sus manos a la tierra
según pasa el tiempo, sus ojos se parecen más al cielo.

Se vació el vasija del aceite. Algunos posos en su fondo y el ratón muerto.
Se agotó el coraje de la madre junto a la tinaja de barro y la cisterna.
Se amargan con la pólvora las encías del desierto.

Dónde está ahora el aceite para el candil de Santa Bárbara,
dónde está ya la menta para incensar el icono dorado de la tarde, 
el trozo de pan para que la noche mendiga
toque la canción de las estrellas con su lira.

En el viejo castillo, allá en lo alto de la isla se alinean los asfódelos y las higueras.
La tierra ha sido removida por el cañón y las tumbas.
El cuartel derribado abre al cielo su boca. Ya no queda sitio 
para otros muertos. Ya no hay sitio donde la pena pueda peinar su cabellera.

Casas quemadas que buscan con ojos ciegos el mar de mármol 
y las balas clavadas en las paredes 
como puñales en las costillas del santo al que ataron a un ciprés.

Todo el día descansan los muertos boca arriba bajo el sol,
y sólo cuando anochece se arrastran los soldados sobre  el vientre 
entre las piedras chamuscadas,
buscan con las narices dilatadas un aire que no huela a muerte,
buscan los zapatos de la luna masticando pedazos de sus suelas,
golpean en las rocas con los puños por si cae una gota de agua 
pero el otro lado la pared está hueco y se vuelven a oír los golpes 
como bombas que caen dando vueltas en el mar
y oyen una vez más el llanto de los heridos junto a la puerta.
¿A dónde iras? Te grita tu hermano.

Se condensa la noche en torno a las sombras de los barcos extranjeros.
Los caminos están cerrados por barreras.
No queda más camino que el que va a las alturas.
Y ellos insultan a los barcos y se muerden para oír su dolor que todavía no se ha convertido en hueso.

Arriba en las almenas capitanes muertos de pie guardan el castillo:
bajo los uniforme se pudren sus carnes.
¡Eh, hermano! ¿No has perdido el aliento?
La bala ha florecido en tu corazón,
cinco jacintos han nacido  bajo el brazo de seco granito,
y mientras van respirando el perfume cuenta un cuento– ¿No te acuerdas?
Y bocado a bocado, la herida cuenta lo que es la vida,
la manzanilla florecida en la suciedad de la uña del dedo gordo de tu pie 
te explica la belleza del mundo.

Coges la mano. Es tuya. Está cubierta de sal.
Tuyo es el mar. Como si arrancases un pelo de la cabeza del silencio
 jugo amargo gotea de la higuera. Donde quiera que estés el cielo te mira.
El lucero enreda tu alma entre los dedos como un cigarrillo,
para que te lo fumes, cara al cielo,
mojando tu mano izquierda en un río de estrellas y el fusil pegado a tu derecha como una novia,
para que recuerdes que el cielo nunca te ha olvidado 
cuando saques de tu bolsillo la vieja carta y, con los dedos quemados por la luna, la desdobles y leas valentía y gloria.

Después subirás a la atalaya más alta de tu isla 
y, poniendo una estrella en el cargador de tu fusil, dispararás al aire 
por encima de mástiles y muros 
por encima de montes inclinados como guerreros heridos 
únicamente  para asustar a los espíritus y que se refugien bajo la manta de la sombra–
 volverás a disparar a las cimas del cielo para encontrar su cicatriz azul 
como si encontraras bajo su camisa el pecho de la mujer que mañana amamantará a tu hijo 
como si encontraras al cabo de los años el tirador de la puerta de la casa de tus padres.


VII
La  casa, el camino, la higuera, las pipas de girasol que picotean las gallinas en el portal.
Los conocemos, nos conocen. Aquí, entre la maleza, la culebra ha abandonado su camisa amarilla.
Aquí están la cabaña de la hormiga y el torreón de la avispa con sus muchas almenas, 
en el mismo olivo la muda de la cigarra del año pasado y la voz de la de este verano,
en los arbustos tu sombra que va detrás de ti como un perro silencioso y muy sufrido,
perro fiel –que se tumba al mediodía junto a tu siesta oliendo el laurel,
y por las noches se enrosca a tus pies mirando una estrella.

Hay silencio en las peras que se esponjan en los muslos del verano,
un sueño de agua que se embelesa en la raíz del algarrobo 
la primavera tiene siete huérfanos dormidos en su delantal,
un águila medio muerta en sus ojos 
y allá arriba, detrás del pinar, 
se seca la capilla de San Juan del Ayuno,
como el blanco excremento del gorrión sobre una ancha hoja del moral que secó el calor.

Ese pastor envuelto en su pelliza 
tiene en cada pelo de su cuerpo un río seco 
tiene un bosque de encinas en cada agujero de su flauta
y su bastón tiene los mismos nudos que el remo que golpeó por primera vez el mar azul del Helesponto.

No es necesario que te acuerdes. La vena del plátano tiene tu sangre, la misma que el asfódelo y la alcaparra de la isla.
El pozo silencioso alza desde su profundidad al mediodía 
una redonda voz de vidrio oscuro y blanco viento,
una voz redonda como la de un cántaro viejo– la misma voz antiquísima. 
Cada noche la luna vuelca en los campos los muertos,
palpa sus rostros con dedos crueles, helados, para reconocer a su hijo 
por el corte de su barbilla y por las cejas de piedra,
tantea sus bolsillos. Siempre encuentra algo. Algo encontramos.
Un talismán con la sagrada cruz. Una llave, una carta, un reloj parado a las siete. Damos cuerda al reloj de nuevo. Las horas avanzan.

Y cuando pasado mañana se hayan podrido sus ropas y queden desnudos entre sus botones militares 
como se quedan  los trozos  de cielo en las estrellas del verano,
tal vez entonces podamos encontrar su nombre y podremos gritar: “¡Amo!”

Entonces. Pero quizá estas cosas están a la vez muy cerca y muy lejos,
como cuando encuentras una mano en las tinieblas y das las buenas noches con la amarga cortesía del desterrado cuando regresa a la casa paterna 
y ya no le conocen ni siquiera lo suyos 
porque él conoció la muerte 
y conoció la vida que hay antes de la vida y sobre la muerte 
y las distingue. No se entristece. Mañana, dice.  Pero está seguro de que el camino más largo es el más próximo al corazón de Dios.

Pues esta es la hora en que la luna besa junto a la oreja con algo de tristeza,
las algas, la maceta, el escabel, la escalera de piedra, 
todos le dan las buenas noches 
y los montes y los mares y las ciudades y el cielo le dan las buenas noches 
y entonces tirando ya la ceniza del cigarrillo por entre los barrotes del balcón
podrá llorar por su seguridad,
podrá llorar por la seguridad de los árboles, de las estrellas y de sus hermanos.


Yannis Ritsos
Atenas, 1945-47

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NOTAS y Curiosidades

(1) Y he aquí los que suben y bajan la escalera de Nauplio 

Nauplio y Palamedes/Palamidis. Los venecianos construyeron la fortaleza de Palamidi, en Navplio, a principios del siglo XVIII y los otomanos continuaron la obra tras la conquista de la ciudad en 1715. Palamidis, es un personaje de la Guerra de Troya. Se accede a la fortaleza, por una gran escalera  que tiene entre 800 y 1000 escalones que conducen a la entrada occidental.. Este ascenso proporciona unas vistas fascinantes de Navplio y su entorno. 

PalamIdIs en el pasado


Las Escaleras de Palamidis

Palamidis, de Antonio Canova. Villa Carlotta in Tremezzo (Lago di Como).

Para no ir a la guerra de Troya, Ulises fingió haberse vuelto loco. Palamidis de Argos, fue encargado de comprobar si era cierto y descubrió el engaño de Ulises, quien, para vengarse, amontonó oro en la tienda de Palamidis y declaró que había sido sobornado por Príamo, el rey de Troya, enemigo de los griegos. Palamidis fue lapidado, pero Navplio vengó la injusticia diez años después, dando falsas señales de luz a la flota griega cuando volvía de Troya, y haciendo que perdiera el rumbo.

Se decía que Palamidis había inventado el ajedrez, los dados, y hasta una buena parte del alfabeto griego. Filóstrato añade incluso que inventó el faro, la balanza, y otros elementos, que al parecer podrían proceder de Creta. 

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(2) Se encuentran con Digenis en la era y preparan su cena.
  Digenis Akritas. Poeta lírico y épico.

Anónimo. Las Hazañas de Digenis Akritas

El poema se compone de 5000 versos, escritos en demótico, en dos partes: La primera está dedicada a los amores del padre y la madre del héroe, y la segunda a las hazañas de Digenis propiamente dichas, durante la guerra contra los turcos. Las primeras hojas faltan, por lo que la acción empieza de inmediato en medio de una matanza: Estupefactos ante aquella visión, extendían los brazos, tomaban las cabezas de los cadáveres y miraban sus rostros a fin de reconocer a la hermana que buscaban. Al no encontrarla, recogieron tierra y cubrieron las cabezas… después empezaron a llorar.
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(3) Sí, es verdad, el Helkómeno tiene las manos muy tristes atadas ,

El Helkómeno, Cristo Encadenado, de la iglesia de Monenvasia

La Iglesia Helkómenos en Monenvasiá

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(4) desarraigaron las vides de Monenvasiá para que la uva negra no endulzara la boca del enemigo,

Monenvasiá. Lugar de nacimiento del poeta



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