No parece que haya dudas acerca del hecho de que la imagen que precede, sea la de Velázquez cuando tenía 57 años y se retrataba mientras pintaba, quizás, a los reyes –Felipe IV y Mariana de Austria-, en el enigmático lienzo que, sin embargo, conocemos como Las Meninas.
…entre otras muchas figuras, está el mismo Don Velázquez pintando. dió muestras de su claro ingenio, en descubrir lo que pintaba, con ingeniosa traza valiéndose de la cristalina luz de un espejo, que pintó en lo último de la Galeria, y frontero al Quadro, en el qual la reflexion ó repercussion, nos representa á nuestros Catholicos Reyes Phelipe y Mariana, en esta Galeria, que es la del Quarto del Príncipe, donde se finge, y donde se pintó.
A. PALOMINO: Las vidas de los pintores y estatuarios…
Suponiendo, pues, que estaba retratando a los reyes –de acuerdo con la afirmación de Palomino, secularmente aceptada-, en realidad, ha pintado a la infanta Margarita y sus meninas, y se ha pintado a sí mismo y a otros personajes de la Corte, de tal forma, que los verdaderos protagonistas, se reducen en este lienzo, a una pequeña e imprecisa imagen –a pesar de lo cual, su identidad no deja lugar a dudas-, reflejada en un espejo, y relegada al último plano.
Hay que convenir, pues, en el hecho de los reyes son, y a la vez, no son, los protagonistas de esta tela, en la que la verdadera protagonista es, quizás, la infanta Margarita, o puede ser que el propio pintor, en cuyo caso, tanto los reyes como la infanta, estarían haciendo de comparsas –dentro de una planificación teatral o escénica, por otra parte, tan propia del Barroco–, acompañados por todos los demás personajes, incluido el mastín, al que Nicolasito Pertusato no deja de fastidiar.
De otro modo, ¿cómo se explicaría que la figura del pintor de la Corte relegara a sus señores a un plano diminuto, en una pintura en la que él mismo terminará siendo el protagonista a pesar de la presencia de estos?
(Como apreciación personal, llama la atención, en todo caso, la extraña forma del brazo derecho del pintor, como si le faltara espacio, y la mano apenas esbozada, así como el hecho de que la paleta parece rozar el pelo de la Menina. Se diría que Velázquez se incluyó en el lienzo después de terminarlo y con cierta dificutad, aunque sin merma de su perfección, ya que tales detalles desaparecen a la distancia adecuada, causando la impresión que el artista deseaba causar.)
Casi imposible imaginar cómo Velázquez concibió y ejecutó tan compleja geometría, tan fantástico juego de imágenes, de las que, en realidad, lo que vemos, sería también la imagen reflejada en el espejo en el que se mira el pintor, junto al cual se supone que están los reyes y donde nos situamos también los espectadores.
De todos modos, esta pintura tiene mucho de inexplicable, tanto en su concepción, como en su objetivo.
Pero el enigma, en definitiva, es algo consustancial a Velázquez, o a Diego Rodríguez Velázquez -como se llamaría hoy, siendo hijo de Juan Rodríguez de Silva y de Jerónima Velázquez-, –igual que Santa Teresa, por cierto, quizás ambos siguiendo una rutina social, que, además, ayudaba a prescindir de apellidos que sugirieran un origen indeseado en la época-. La verdad es, que a pesar de que hay cientos de documentos, publicados y sobradamente conocidos, relativos a toda la vida de Velázquez, resulta que, de hecho, no sabemos nada de este inconmensurable genio.
Si para acceder a la Orden de Santiago, tuvo que jurar ante el Consejo de Órdenes, que jamás había pintado un cuadro para venderlo, se comprende, por una parte, que, hasta que entró al servicio del rey, no los firmara, y por otra, que no exista un solo documento de compraventa, dando lugar a que el desconocimiento sobre su persona, se extienda a buena parte a su obra. Así, hay docenas de lienzos, que podrían se suyos, o no, porque, todavía hoy, nadie puede asegurar, sin sombra de dudas, si muchas de sus obras, especialmente las de su juventud, se deben o no, a sus pinceles y a su portentoso genio creativo.
Por último, es interesante destacar el hecho de que, si bien Velázquez fue muy conocido en el mundo artístico de su tiempo, su existencia y su obra prácticamente se circunscribían al Palacio Real, y a otros colegas, siendo, en general, un absoluto desconocido para el resto de la población, en su época y después, ya que sólo los componentes de la Casa y la Corte, podían admirar aquellas obras maestras, de las que afortunadamente disfrutamos hoy con absoluta facilidad. De hecho, la mayor parte de su obra conservada en el Museo del Prado, procede de la Colección Real.
Autor, que sepamos, de una obra relativamente exigua –entre 120 y 130 obras–, su reconocimiento no se produjo hasta mediados del siglo XIX, y alcanzó su mayor popularidad entre los años 1880 y 1920, coincidiendo con la eclosión del Impresionismo, para cuyos representantes, Velázquez siempre fue un significativo referente, en especial para Manet, que no dudó en definirlo como el más grande pintor que jamás ha existido. Con todo esto, es bien posible que tan tardío reconocimiento, explicara muchas cosas.
Circunscribiéndonos sólo al siglo XXI, han aparecido en el mercado, entre otras, siete pinturas, de las que vamos a ocuparnos, cuya autoría no deja de plantear dudas, ya que, a pesar de que se pueden averiguar importantes datos con respecto a época, entorno histórico, estilo, técnicas, etc. no es fácil resolver la incógnita de su autor, de forma categórica, y concluyente
De la última pintura, muy previsiblemente suya, subastada en Madrid, el día 25 de abril de 2017 –Retrato de una niña–, dice una Orden Ministerial, que se trata de un bien inexportable por ser atribuible a Velázquez. “Atribuible”, leemos, a pesar de lo cual, fue adjudicada por ocho millones de euros, que podrían multiplicarse por sí mismos, si tal atribución quedara probada, algo que tal vez no tarde en suceder, porque, como también dice la Orden: A falta de unos estudios técnicos más completos, todo parece indicar que se trata de una obra atribuible a Velázquez.
Retrato de una niña. Óleo sobre lienzo, 57,5 x 44 cm. Inédito.
Posible fecha de creación, 1617; Velázquez tendría 18 años.
De acuerdo con la empresa que la ha subastado, la obra constituiría una valiosísima aportación para el estudio de Velázquez, ya que pertenece a su primera época en Sevilla, la más enigmática y menos conocida del autor.
No he visto el original y no conocía la existencia de esta pintura, pero a juzgar por las fotografías es posible que sea de Velázquez. Creo que el Estado debería adquirirla.-Declaró el célebre especialista Jonathan Brown.
En todo caso, parece seguro que –de certificarse su autoría-, el lienzo correspondería a la primera época del pintor, cuando aún vivía en Sevilla, y de la que se sabe todavía menos que del resto de su vida, pero a la que corresponden obras como: Vieja friendo huevos, de 1618, que se encuentra en la National Gallery de Londres; El almuerzo, de 1617-18, que se expone en el Hermitage, de San Petersburgo, o La adoración de los Reyes Magos, de 1619, esta sí, en el Museo del Prado.
Sólo se sabe que la presente tela llevaba un siglo en manos de la misma familia –que se refería a la obra como El niño velazqueño–, pero se desconocen los avatares que la tela haya podido sufrir entre los años 1660 y 1900, si contamos desde el fallecimiento del pintor, si es que él mismo la conservaba, o entre 1734 y 1900, si lo hacemos desde el incendio del Alcázar de Madrid, donde es posible que se encontrara de todos modos.
El hecho de que la crítica no haya puesto en duda su autoría hasta ahora, no implica una atribución indubitable, y parece que a pesar del análisis llevado a cabo, único, que se sepa, por el experto, Richard de Willermin, el lienzo ha de ser sometido a diversas comprobaciones, que si no conducen a una identificación definitiva, sí es posible que aproximen más las posibilidades de su atribución a Velázquez.
La observación del lienzo por medio de rayos X, deja ver con bastante claridad una aureola formada por estrellas, que por alguna causa han desaparecido bajo el color, y que han hecho que el lienzo también fuera conocido como Inmaculada joven.
El detalle de las estrellas, unido a la textura y aspecto de la tela que envuelve el brazo de la niña, la asemejarían enormemente a la Inmaculada del Centro Velázquez de Sevilla, datada en 1617, del mismo autor; se trata de similitudes que alcanzan la mayor importancia como elementos comparativos.
No obstante, conviene aclarar que esta Inmaculada del Centro Velázquez, que se presentó en París en 1990, como obra procedente del “círculo de Velázquez” fue subastada en Sotheby’s en 1994, con atribución de Velázquez, corroborada por José López Rey y Jonathan Brown, pero rechazada por Alfonso E. Pérez Sánchez, que se inclinaba por la autoría de Alonso Cano. A pesar de todo, el lienzo fue de nuevo expuesto en París, en 2015, como obra original de Velázquez.
La niña parte de una profunda oscuridad, que subraya las encarnaciones y las telas de la túnica del retrato, de la que se supone es la hermana del pintor, Juana. (Peio H. Riaño, en El Espectador).
De acuerdo con el completísimo Corpus velazqueño, Diego fue el mayor de ocho hermanos. Cuando el 7 de noviembre de 1621 era bautizada la menor, Francisca, Velázquez ya era, a su vez, padre de dos hijas, pues se había casado a los 19 años con la hija de su maestro, Pacheco: Después de cinco años de educación y enseñanza le casé con mi hija, movido por su virtud, limpieza, y buenas partes, y de las esperanzas de su natural y grande ingenio.
También de 1617 sería esta pintura, titulada La educación de la Virgen, encontrada inesperadamente en los almacenes de la Universidad de Yale, expuesta y presentada públicamente, en 2010.
Podría ser un precedente de la Niña, o quizás, una obra de la misma época y del mismo pintor, o podría no ser ninguna de las dos cosas, porque no parece haber acuerdo al respecto, si bien pondremos todas las posibilidades en la balanza.
Aparte de innumerables detalles y coincidencias, inmediatamente, llama la atención, a primera vista, la cara de pena y la vestimenta de la niña, en todo similar a nuestra Niña.
Los más recientes estudios establecen la autoría de Velázquez en esta obra que datan en Sevilla, en el taller de Francisco Pacheco, hacia 1617, cuando todavía era aprendiz. Algunos críticos la consideran como su primera obra conocida e identificada.
El conservador de arte de San Diego, John Marciari, contaba en 2010, a Marta Caballero, en El Cultural.es, que cuando vio la obra en 2003 no tenía ninguna idea acerca de quien fuera el autor, pero que pasados unos meses, se le planteó el nombre de Velázquez, casi como una iluminación.
-¡Espera, esto es un Velázquez de la primera época! –se dijo-, pero acto seguido, pensó que no podía ser posible que semejante lienzo hubiera permanecido en Yale durante ochenta años, sin que nadie reparase en él. A pesar de todo, dijo que aun estando seguro de su atribución, creía que no iba a ser capaz de demostrarla.
La composición, las pinceladas largas y gruesas, el tratamiento de los pliegues de los ropajes y la ejecución del bodegón en la parte inferior izquierda de la obra indicarían la autoría velazqueña. Marciari apuntó, incluso, que pudo presidir el retablo mayor del convento carmelita de Santa Ana, hasta su inundación en 1626.
Sin embargo, en este caso, Jonathan Brown, puso en duda la atribución afirmando que la pintura contenía detalles groseros, ejecutados con poca destreza, que los objetos del bodegón parecían estar volando, que a la Virgen la había dejado de sexo indeterminado y que según Pacheco la obra contenía un gran error, porque, en su opinión, la Virgen nació en estado de perfección, incluyendo la capacidad de leer.
Ciertamente, Francisco Pacheco, en su Tratado de la Pintura, no deja muy bien parado el asunto de esta pintura:
Con menos fundamento, y más frecuencia, se pinta hoy la bienaventurada Santa Ana enseñando a leer a la Madre de Dios, cuya pintura es muy nueva, pero abrazada del vulgo; digo nueva, porque he observado que habrá 24 años, poco más o menos, que comenzó hasta este de 1636, de una Santa Ana de escultura que estaba en una capilla en la iglesia parroquial de la Madalena, la cual acompañó después un escultor moderno con la Niña leyendo; de donde pintores ordinarios la extendieron, hasta que el licenciado Juan de Roelas (diestro en el colorido, aunque falto en el decoro) la acreditó con su pincel, en el convento de la Merced de esta Ciudad; donde está la Virgen arrodillada delante de su madre, leyendo en casi un misal, de trece o catorce años, con su túnica rosada y manto azul sembrado de estrellas y corona imperial en la cabeza; tiene a su lado Santa Ana un bufete con algunas colaciones del natural y debajo, un gatito y perrillo, junto a la Virgen está una canastilla de labor con otros juguetes; y aunque es verdad que ha parecido a algunos doctos no haber fundamento bastante para reprehender semejante pintura…
Juan de Roelas: Educación de la Virgen. Museo de Bellas Artes de Sevilla
Sorprende, sin duda, el rechazo de Pacheco al tema de la Educación de la Virgen, desde el punto de vista doctrinal, dejando clara su opinión acerca de Roelas, en quien destaca igualmente el supuesto error, como –falta de decoro–, sobre el valor artístico de la pintura –diestro en el colorido–.
El hecho es, sin embargo, que este lienzo de Roelas que critica, salvando las evidentes distancias estilísticas, presenta múltiples similitudes con el que ahora se atribuye a Velázquez, exceptuando sólo la figura de San Joaquín.
Sabiendo, pues, que Pacheco ejercía con el pintor, el papel, no sólo de maestro, sino el de mentor y protector, y casi el de padre, sorprende, a primera vista, que este tratara en su pintura un asunto tan censurable para él.
Pero demos un paso más en la interpretación, ya no de las críticas palabras de Pacheco, que están bien claras, sino en su utilización como argumento en manos de J. Brown, para desacreditar la atribución de la presente pintura a Velázquez.
Observando la pintura sin juicios previos, nos surge una pregunta: ¿Y si en lugar de interpretar que Santa Ana está enseñando a María, fuera esta la que está enseñando a su madre?
Esto explicaría que Velázquez no pintó, como parecería, contrariando aquellos aspectos doctrinales esgrimidos por su suegro, sino todo lo contrario. La atenta observación de la pintura no se opone a esto. El artista ejecutaría un asunto muy en boga en el momento, pero no a costa de enfrentarse a la opinión de su mentor; algo que, entre otras cosas, no encajaría en su actitud habitual en ese sentido, hasta donde podemos saber. De ser así, desaparecería un argumento en contra de la atribución a Velázquez.
El hecho es, sin embargo, que este lienzo de Roelas que critica, salvando las evidentes distancias estilísticas, presenta múltiples similitudes con el que ahora se atribuye a Velázquez, exceptuando sólo la figura de San Joaquín.
Sabiendo, pues, que Pacheco ejercía con el pintor, el papel, no sólo de maestro, sino el de mentor y protector, y casi el de padre, sorprende, a primera vista, que este tratara en su pintura un asunto tan censurable para él.
Pero demos un paso más en la interpretación, ya no de las críticas palabras de Pacheco, que están bien claras, sino en su utilización como argumento en manos de J. Brown, para desacreditar la atribución de la presente pintura a Velázquez.
Observando la pintura sin juicios previos, nos surge una pregunta: ¿Y si en lugar de interpretar que Santa Ana está enseñando a María, fuera esta la que está enseñando a su madre?
Esto explicaría que Velázquez no pintó, como parecería, contrariando aquellos aspectos doctrinales esgrimidos por su suegro, sino todo lo contrario. La atenta observación de la pintura no se opone a esto. El artista ejecutaría un asunto muy en boga en el momento, pero no a costa de enfrentarse a la opinión de su mentor; algo que, entre otras cosas, no encajaría en su actitud habitual en ese sentido, hasta donde podemos saber. De ser así, desaparecería un argumento en contra de la atribución a Velázquez.
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En todo caso, la obra requirió una notable y concienzuda restauración, y aun así, el ángel, cortado en la parte superior, el cesto de costura de la parte inferior y el lado izquierdo del lienzo, con la mesa y la figura de San José, que habían sido recortados, nunca pudieron reponerse.
Finalmente, no sólo fue Jonathan Brown quien rechazó la atribución a Velázquez de esta obra, que calificaba de pastiche, a pesar de lo cual se expuso en París, en 2015 bajo el nombre del pintor, obviando las persistentes dudas al respecto.
Por parte del Museo de Prado - Javier Portús-, declaró igualmente, que la presente obra, está fuera de los niveles de calidad exigibles al artista.
La Universidad de Yale, con todo, sigue considerándose en posesión de un tesoro, sin ningún género de dudas, que, además, sería el primer cuadro conocido de Velázquez.
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