Séneca, del taller de Rubens (fragmento).
Lucio Anneo Séneca nació en la Corduba, romana, el año 4 a. C. y falleció en Roma, el 65 d. C., conocido como Séneca el Joven para distinguirlo de su padre, Marco Anneo Séneca.
Filósofo, político, orador y escritor, célebre por sus obras de carácter moral fue orador, Cuestor, Pretor, Senador y Cónsul Suffectus durante los gobiernos de Tiberio, Calígula, Claudio y Nerón, además de tutor y consejero de este último.
Los caracteres de su época están descritos en la gran obra de teatro Britannicus, de Racine, en la que el genial dramaturgo se centra más en la exposición de las diversas y más que peculiares personalidades de los actores históricos de la tragedia, que en el momento histórico o político.
“Britannicus” de Racine, 1670. Gallica, BNF
Séneca fue, entre otras cosas, un gran intelectual y un extraordinario orador, pero también, un político, activo durante los reinados de Claudio y Nerón, si bien, fundamentalmente, lo fue entre los años 54 y 62, los primeros del reinado de su alumno, Nerón, durante los cuales gobernó el Imperio, junto con Sexto Afranio Burro, con poderes absolutos, que ambos asumieron personalmente, sin cumplir ninguna de las vías legítimas; electorales, etc., lo que les creó innumerables enemigos.
El año 62, fue acusado, tal vez falsamente, de haber participado en la Conjura de Pisón, precisamente, contra Nerón, su antiguo alumno, quien le condenó a muerte, el año 65 sentencia que sería consumada por el propio filósofo.
Fue, sin embargo, en el año 41, cuando se produjo el motivo por el que Séneca envió una carta de consuelo a su madre, Helvia, tras serle conmutada una anterior pena de muerte, por el exilio en Córcega.
New York University
●
El año 37, Calígula sucedió a Tiberio.
Tiberio (Capri) y Calígula (Roma)
Séneca era el orador más famoso del Senado, y eso desagradaba al megalómano César, quien, si creemos a Dión Casio, se las ingenió para justificar su ejecución. Dice Casio que una mujer próxima al círculo más íntimo de Calígula, consiguió que este revocara la sentencia, convenciéndole de que Séneca, enfermo de asma toda su vida y para entonces ya con evidente falta de salud, moriría pronto por sí mismo. Puede que fuera así; en todo caso, el proceso hizo que Séneca tomara la decisión de retirarse de la vida pública, si bien, tal vez, ya demasiado tarde.
Como hemos dicho, el año 41, tras la muerte de Calígula y la subsiguiente entronización de Claudio, Séneca, que no había perdido celebridad, fue de nuevo condenado a muerte, sin que sepamos exactamente, por qué, aunque, sí sabemos que la pena fue conmutada, por el destierro en Córcega.
Claudio (Pontano), Nerón (Roma)
Las causas de esta condena se ignoran y, además, los libros de Tácito que probablemente hablaran del asunto, desaparecieron hace siglos. Al parecer, se le acusó de adulterio con Julia Livila, hermana de Calígula, algo muy, muy improbable. Podría ser más cierto, que la esposa de Claudio, la famosa Valeria Mesalina, lo considerase peligroso, aunque esto también es una suposición, posible, pero no documentada y, ciertamente, es también probable que Séneca -todavía muy influyente-, pudiera haber sido, sólo por eso, considerado un enemigo político en potencia para Claudio.
La biografía de Séneca también tiene sus claroscuros, con cambios de actitud impensables y acciones no tan recomendables, como la inmensa fortuna que amasó durante su mandato junto a Burro, que causó, incluso la envidia del emperador. No obstante, vamos a atenernos por ahora, al contenido y la belleza de la carta enviada a su madre, con el fin de proporcionarle consuelo para la pena que iba a causarle su alejamiento, tras la reciente pérdida de su esposo. La duración de aquel exilio, por entonces, era imprevisible, pero se extendió a lo largo de ocho años.
En la carta a la madre, Séneca propone con gran sabiduría y afecto, actitudes estoicas que -para nuestra sorpresa-, nada tienen en común con el contenido de la Consolación a Polibio. carta de la misma época. Polibio gozaba de gran poder e influencia sobre el emperador, y en esta carta -que, casi sin duda, no estaba destinada a hacerse pública-, Séneca se muestra como un gran adulador, en busca el perdón imperial.
El año 49, tras la caída de Mesalina, la nueva esposa de Claudio, la también famosa, Agripina la Menor, consiguió su rehabilitación. Séneca fue llamado a Roma y, por deseo de Agripina, nombrado Pretor. Dos años después, en el 51, la misma Agripina, hizo que Séneca fuera nombrado tutor del futuro Nerón, hijo de un matrimonio anterior.
Dice Tácito, que Agripina se proponía que la buena fama de Séneca, favoreciera de alguna manera a la familia imperial. Con el tiempo, el resultado de la supuesta educación de Nerón, constituirá otro gran interrogante en la biografía de Séneca.
En el año 54, moría Claudio -quizás envenenado por Agripina-, Nerón llegaba al poder. En todo caso, aunque no parece que Séneca hubiera tenido algo que ver con aquella muerte, se conocía su desprecio hacia Claudio, al que había satirizado cruelmente en su obra, Apocolocyntosis divi Claudii; es decir, “Calabacificación del divino Claudio”, cuyo título ya parece decirlo todo.
Nerón tenía entonces 17 años, y Séneca fue nombrado, además, consejero político y ministro, que actuaría junto al austero oficial militar, Sexto Afranio Burro, siendo, además, nombrado por su alumno, Cónsul Suffectus, cargo que ejerció entre mayo y octubre del 55.
Durante los ocho años siguientes, Séneca y Burro, las dos personas de mayor valía e ilustración del entorno de Nerón, gobernaron, de hecho, el imperio romano, con un resultado que, de acuerdo con Trajano, fue el “mejor y más justo gobierno de toda la época imperial”.
Los dos eficientes colegas se centraron en frenar los excesos del joven Nerón, tratando, al mismo tiempo, de que Agripina no concentrara demasiado poder en sus apasionadas manos
Séneca y Burro se habían hecho ilegalmente con el poder, prácticamente absoluto, si bien lo emplearon en promover reformas legales y financieras, muy urgentes, como la reducción de los impuestos indirectos; persiguieron la corrupción de los gobernadores provinciales; llevaron a cabo, obteniendo la victoria, una guerra en Armenia. Se enviaron, a propuesta de Séneca, expediciones en busca de las famosas fuentes del Nilo, etc. Pero la realidad es, que ni Burro ni Séneca ostentaban más título para ejercer el poder, que el de Senadores, por lo que actuaron como lo harían posteriormente, algunos famosos Validos, en este caso, apoyados en el afecto del nuevo emperador.
Pero el tiempo pasó y Nerón empezó a querer mandar por sí mismo y, sea como fuere, el año 58, Publio Suilio Rufo, también consejero del emperador, acusó a Séneca de haberse acostado con Agripina, algo que, en opinión de Tácito, era poco menos que imposible, pero el desprestigio minó la imagen del filósofo y, en consecuencia empezaron a llover acusaciones contra él, ya fuera de delitos tan absurdos como el de deslegitimar el tiránico régimen imperial; de extravagancia en sus banquetes; de hipócrita y adulador en sus escritos –conviene recordar que, casualmente, fue entonces cuando apareció la ya citada carta al liberto Polibio–; de usura, y, por último, de haber acumulado demasiada riqueza; parece probado, que la fortuna de Séneca en aquel momento era tan llamativa y evidente -Juvenal hablaba con admiración de sus inmensos jardines-, que pudo servir de excusa a Nerón para deshacerse de él, con apariencia de ejercer justicia.
En el año 59, Agripina, la antaño incondicional valedora de Séneca, fue asesinada por su hijo Nerón, lo que constituyó, una especie de aviso para Séneca, que se apresuró a enviar una carta al Senado, justificando el asesinato, aduciendo que Agripina conspiraba contra su hijo. Esta carta también ha sido muy vituperada posteriormente, como base o justificación para acusar a Séneca de hipócrita.
Así las cosas, Burro moría el año 62 y su desaparición hizo que la situación de Séneca se hiciera insostenible; en aquellos momentos, el que privaba al lado del emperador, entre otros, era, Petronio.
Agripina coronando a Nerón.
Nerón, el último emperador de la dinastía Julia-Claudia, contempla, junto con otros personajes, el cadáver de su madre, Agripina la Menor, cuya muerte ordenó él mismo. 59 d. C. Museo del Prado, en depósito en otra institución. Obra de Arturo Montero y Calvo.
Ante tan oscuro horizonte, el año 62 Séneca pidió a Nerón retirarse de la vida pública, no sin antes ofrecerle todos sus bienes, algo que Nerón rechazó, probablemente, porque sabía que pronto estarían en su poder de todos modos. Séneca decidió, entonces, realizar una serie de viajes, en compañía de su esposa -para entonces, Paulina, que era la segunda-, por el sur de Italia, y empezó a escribir las excelentes Cartas a su amigo Lucilio, Procurador en Sicilia, que, dicho sea de paso, inspiraron a Michel de Montaigne, sus famosísimos Ensayos.
Escribió Tácito, que el Tribuno Silvano -quien sí formaba parte de la Conjura-, fue encargado de comunicar a Séneca su condena, lo cual le causaba tanta vergüenza, que encomendó el triste deber a otro Tribuno.
Séneca, después de oír la sentencia, pidió tiempo para hacer testamento, que le fue negado, ya que como dijimos arriba, el Emperador, sabía que, de todas formas, los bienes del filósofo serían confiscados a su favor, en cuanto este, al conocer su condena, procediera a suicidarse, como era de esperar.
No describiremos en detalle el proceso del obligado suicidio de Séneca, pues resultó largo y penosísimo, a pesar de su edad y su falta de salud. Aunque las fuentes no son del todo claras, parece que Paulina, su esposa -temiendo asimismo la venganza del hombre al que tan poco se le daba una vida humana, si se oponía o parecía oponerse a su capricho o interés momentáneo-, decidió morir junto a su esposo, pero algunos autores, entre ellos, Tácito, creen que sus servidores le salvaron la vida y que sobrevivió varios años.
De mulieribus claris de Giovanni Boccaccio, impreso por Johannes Zainer en Ulm ca. 1474
También se ha considerado, como muestra documental, en este sentido, la iluminación precedente, en la que, a Paulina, al parecer, en contra de su voluntad se le aplica un torniquete, que le salvaría la vida.
A la muerte de Séneca siguieron, inexorablemente, los de sus hermanos Galión y Mela, así como la del escritor Lucano -el celebrado autor de “La Farsalia”-, hijo de Mela, y sobrino, por tanto, de Séneca.
Nerón y Séneca. De Eduardo Barrón González,1904. Museo de Zamora
La muerte de Séneca (detalle) 1871, de Manuel Domínguez Sánchez. Museo del Prado
● ● ●
La Consolación a Helvia
Conviene aclarar, quizás, que sólo conocemos a la madre de Séneca gracias a esta Carta; incluso sabemos su nombre, por el título de la misma.
Parece que Helvia perdió a su madre al nacer y fue educada de acuerdo con las severas costumbres de una familia tradicional. Se casó con Séneca el Rétor, nacido en Córboba, que ya había fallecido cuando su hijo escribió esta Consolación.
Conocemos del mismo modo, el nombre de sus otros dos hijos; el hermano mayor, Novatus, que por adopción recibió el nombre de L. Iunius Gallio Annaeanus; que fue Senador y Procónsul de Acaya durante los años 51 y 52 y el menor; M. Annaeus Mela, que pertenecía al orden ecuestre y se dedicó a los negocios. Fue padre, como hemos dicho, del poeta Lucano.
Lucano y La Farsalia, poema inacabado en diez Cantos sobre la guerra civil entre Julio César y Cneo Pompeyo Magno. El Canto VI es conocido por ser el documento más completo que hay sobre necromancia/nigromancia o adivinación, en la Antigüedad.
También conocemos por esta Carta, a la hermana mayor de Helvia; aunque su nombre no aparece en ella, se sabe que estuvo casada con C. Galerius, Prefecto en Egipto y que fue muy importante en la formación y educación de Helvia. También acompañó al joven Séneca a Roma y se ocupó de su crianza, formación y carrera, cuidándolo en sus enfermedades, y favoreciendo la posibilidad de que obtuviera su primera magistratura.
Helvia se dedicó al cultivo de las humanidades hasta que se casó, lo que queda patente, cuando Séneca le dice que vuelva a hacerlo en aquel momento de soledad y desgracia, tras diversas y dolorosas pérdidas, pues con ello enriquecerá su espíritu y distraerá su pena.
La Carta, que muestra un cálido amor filial, presenta, a la vez un extraordinario contenido ético y filosófico.
• • •
CONSOLATIO AD HELBIAM MATREM - CONSOLACIÓN A HELVIA
Versión reducida, con fragmentos de los originales; traducción de la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes y edición bilingüe con estudio previo, de C. Alonso del Real.
Muchas veces, oh madre excelente, he sentido el impulso de consolarte, y muchas veces también me he contenido. Me movían varias cosas a atreverme: en primer lugar, me parecía que quedaría libre de todos mis disgustos si lograba, si no secar tus lágrimas, contenerlas al menos un momento; no dudaba que podría despertar tu alma, si sacudía mi propio letargo. Quería, en fin, con todas mis fuerzas, poniendo la mano sobre mi herida, acercarme a la tuya para cerrarla.
Pero otros pensamientos retrasaron mi propósito. Sabía, por ejemplo, que no se deben combatir los dolores en la violencia de su primer arrebato, porque solo se logra irritarlo y aumentarlo; igual que en todas las enfermedades, no hay nada hay tan pernicioso como un remedio prematuro. Esperaba, pues, que tu dolor empezara a agotarse por sí mismo, y así, hallarlo más dispuesto para soportar el medicamento, que permitiese aliviar la herida.
Pero al revisar las lecciones que nos dejaron los grandes genios acerca de los medios para contener y corregir la tristeza, no encontré el ejemplo de ninguno que hubiese consolado a los suyos, sino que ellos mismos eran causa de más lágrimas para ellos. Así pues, temía herir tu alma más que consolarla. Necesitaba palabras nuevas, sabiendo que la intensidad de un dolor que excede de la medida común, priva de la elección correcta de las palabras.
Pero voy a intentar consolarte, como pueda, y no porque confíe en mi ingenio, sino porque siento que puedo ser para ti eficaz, pues nunca me has negado nada, y no me negarás ahora la esperanza de poner término a tu pesar.
Ya ves cuánto me prometo de tu indulgencia en contra del dolor, aunque, lejos de enfrentarme bruscamente con él, voy a despertar sus causas y a abrir de nuevo todas las heridas. Ya sé que alguien dirá: «Extraña manera de consolar; colocar el corazón en presencia de todas sus amarguras, cuando apenas se puede soportar una sola». Pero hay males que aumentan a pesar de los remedios, y, sin embargo, se curan con los medicamentos contrarios. Rodearé, pues, tu dolor de todos sus lutos, no con calmantes, sino con hierro y fuego. Con ello lograré que te avergüences, si después de haber triunfado de tantas miserias, no sabes soportar una herida sola en un cuerpo cubierto de cicatrices. Aquellos cuyos años han trascurrido entre calamidades, soportan los dolores más intensos con inquebrantable y firme constancia. La asiduidad del infortunio tiene algo bueno, y es que, termina por fortalecer el ánimo.
La fortuna no te dio ni un solo día sin desgracia, sin exceptuar ni siquiera el de tu nacimiento, pues entonces perdiste a tu madre, y así, en cierta manera fuiste arrojada a la vida y creciste con una madrastra, a la que, con tu dulzura y cariño, convertiste en madre.
A tu tío, que tanto te quería, lo perdiste, justamente, cuando esperabas la hora de su llegada. Y como la fortuna temiese herirte menos distanciando sus golpes, treinta días después llevaste al sepulcro un esposo al que amabas tiernamente y que te hizo madre de tres hijos, y aún llorosa como estabas, vinieron a anunciarte nuevos quebrantos con la ausencia de aquellos hijos: como si todos los males se hubieran puesto de acuerdo para caer a la vez sobre ti. Además de otros muchos peligros y temores, cuyos ataques has soportado sin interrupción, sobre el mismo seno que tus tres hijos acababan de dejar, recibías los huesos de tus tres nietos. Veinte días después de haber dado sepultura a mi propio hijo, muerto en tus brazos y entre tus besos, cuando ya sólo te faltaba llorar por los vivos, supiste que te era arrebatado yo mismo.
Pero igual que los soldados bisoños temen más al médico que a la herida, al contrario que los veteranos, que se prestan a sus cuidados, aun hallándose atravesados de parte a parte, así también debes prestarte tú hoy a la cura. Rechaza, pues, los sollozos y lamentos porque ya has aprendido a ser desgraciada. ¿Ves acaso que te trato con timidez? Nada he suprimido de tus males; todos te los he presentado ante los ojos, con resolución, porque pretendo triunfar de tu dolor y no solo atenuarlo, aunque creo que podré vencerlo, si, en primer lugar, te demuestro que no estoy sufriendo nada que pueda hacerme desgraciado, y muchos menos hacer desgraciados a los que me son más cercanos.
Y te diré en primer lugar lo que tu cariño tiene prisa por saber: que no experimento ningún mal; y si no te convenzo, te repetiré hasta la saciedad, que no me resultan intolerables las penas con las que me imaginas agobiado. No creas lo que te digan de mí; yo mismo te aseguro que no soy desgraciado, y añadiré, para tranquilizarte más, que no llegaré a serlo más adelante.
Todos hemos nacido para la felicidad, si no salimos de nuestra condición. La naturaleza ha querido que, para vivir felices no necesitemos grandes cosas y cada cual puede labrarse su felicidad.
Los sucesos accidentales tienen poco peso, y no pueden obrar con fuerza en ningún sentido: la prosperidad no eleva al sabio, ni la adversidad puede abatirlo, porque ha trabajado siempre para reunir cuanto ha podido dentro de sí mismo y para buscar en su interior toda su alegría. ¡Pero, cómo! ¿me estoy llamando sabio? No, porque si pretendiese serlo, no solamente negaría que puedo ser desgraciado, sino que me proclamaría el más feliz de todos, resultando casi igual a Dios. Hasta ahora, y esto ha bastado para dulcificar todos mis sufrimientos, no he hecho, sino ponerme en manos de los sabios; considerándome demasiado débil para defenderme por mí mismo, y estos son los que me han aconsejado permanecer constantemente en pie, como un centinela y esperar todas las empresas y ataques de la fortuna, antes de que sucedan.
La fortuna agobia a aquellos sobre quienes cae de improviso, pero el que vigila constantemente la vence sin trabajo. Nunca confié en la fortuna, incluso cuando parecía que hacía las paces conmigo. Todos los favores con que me colmaba; riquezas, honores, gloria, los he colocado en un lugar donde pudiese ella recobrarlos sin alterarme, porque los reveses solamente abaten al ánimo que vive engañado por los triunfos. Pero aquel a quien no engaña la prosperidad, no queda consternado por los reveses. Por esta razón, he creído siempre que no hay nada de verdadero en esas cosas que todos los hombres desean; las he encontrado vacías, seductoras y engañosas, sin tener nada en sí mismas que corresponda con su apariencia. Y, en cuanto a lo que llaman males, tampoco encuentro todo aquello tan espantoso y terrible con que me amenazaba la opinión vulgar.
Así, una vez ignorado el juicio de la multitud, si analizamos lo que es el destierro en su última expresión, resulta que no es más que cambio de lugar. Te parecerá que suprimo sus angustias y que quito todo lo que tiene de más doloroso, porque acompañan a este cambio cosas muy desagradables, como la pobreza, el oprobio, o el desprecio, pero después hablaré de esos pretendidos males, porque ahora quiero examinar la amargura que encierra este cambio de lugar.
"Intolerable es carecer de la patria". Piensa en tanta gente que casi no cabe en la ciudad. Pues más de la mitad de ellos están fuera de su patria, ya que de todos los rincones del mundo afluyen aquí; unos por ambición, otros, por los deberes de un empleo público, o una embajada. Otros por el libertinaje que hallan en una ciudad opulenta; otros, por amor a los estudios liberales; por los espectáculos, por amistad, etc. Pregunta a cualquiera, y verás que casi todos han abandonado su morada voluntariamente, para venir a esta ciudad grande y bella sin duda, pero que no es la suya.
Ahora deja a un lado esta ciudad, que en cierta manera puede llamarse patria común y recorre otras; verás que no existe ni una, cuyos habitantes no sean, en su mayor parte, multitud extranjera. Después aléjate de esas orillas, cuyo encanto y delicia atrae también a la muchedumbre y ven a estas playas desiertas, a estas islas salvajes, Sciathum [Skiathos, que forma parte de Islas Espóradas; Egeo], Seriphum [Sérifos, en el Egeo; de las Cícladas], Gyarum [Giaros, también de las Cícladas; hoy despoblada] y Córcega, [La isla más grande del Mediterráneo] y no encontrarás ningún destierro donde no habite alguno por su gusto.
No hay dónde hallar paraje más desolado, más abrupto, que en esta roca; más desprovisto de recursos; habitado por gentes más indómitas: erizado de asperezas más amenazadoras y bajo cielo más inclemente. Y, sin embargo, aquí también hay más extranjeros que ciudadanos, lo que demuestra que, el cambio de lugar nada tiene de penoso, pues se abandona la patria para venir a esta isla. Además, he conocido a algunos que dicen que existe en el hombre cierta necesidad natural de cambiar de sitio y trasladar sus penates. [Los dioses del hogar].
Y si observas los astros que iluminan el mundo, verás que no hay ninguno que se detenga; girando con el universo, gravitan, aunque en sentido inverso; sucesivamente atraviesan todos los signos, pero siempre se mueven, siempre viajan.
Pues bien, considerando esto, no podrás creer que el alma humana, formada de la misma sustancia que las cosas divinas, soporta a disgusto los viajes y emigraciones, cuando la naturaleza de Dios encuentra en perpetuo y rápido cambio su placer y conservación. Pero dejando las cosas celestes, vuelvo a las de la tierra.
¿Qué significan esas ciudades griegas en medio de países bárbaros? ¿qué significa esa lengua macedónica hablada entre la India y Persia? Scitia [entre el Danubio y la costa Norte del Mar Negro] y toda esa región de naciones feroces e indómitas nos muestran ciudades de Acaya [Norte del Peloponeso] construidas en los litorales del Ponto. Ni los rigores de perpetuo invierno, ni las costumbres de los habitantes, tan salvajes como su clima, han impedido que trasladen muchos allí su morada.
Asia está llena de Atenienses; Mileto ha derramado ciudadanos en setenta y cinco ciudades diferentes. Toda la costa de Italia, bañada por el mar inferior, fue la Magna Grecia. Asia reivindica a los Toscanos; los Tirios habitan África; los Cartagineses, Hispania; los Griegos se han introducido en la Galia; los Galos, en Grecia; los Pirineos no cierran ya el paso a los Germanos y la movilidad humana ha paseado por soledades impracticables y desconocidas.
No todos estos pueblos, tenían las mismas razones para abandonar y buscar una patria. pero lo que es evidente, es que, por unos u otras causas, nada permanece en el punto en que nació y el género humano se mueve continuamente, y estos traslados de los pueblos ¿no son, en definitiva, semejantes a los destierros?
Te preguntarás por qué te llevo por tan largo rodeo, pero he de recordarte aún a Diomedes y a todos los otros, a los que la guerra de Troya, tanto vencedores como vencidos, dispersó por ajenas tierras. El Imperio romano lo fundó un desterrado, que huyendo de su patria conquistada, y llevando consigo exiguos restos, en busca de lejano asilo, la necesidad y el temor al vencedor lo arrojaron a las costas de Italia, pero, más adelante, ¿cuantas colonias mandó este pueblo a todas las provincias? Donde el romano vence, habita, y para estos cambios de residencia, se alistaban voluntariamente sus hijos, a los que seguía después el anciano, convertido en colono.
No necesito para mi propósito más ejemplos, pero añadiré uno porque salta a la vista. Esta misma isla ha cambiado muchas veces ya de habitantes. Griegos, Ligurios; Hispanos, que llegaron después, como demuestra la semejanza de costumbres, pues conservan hoy de los Cántabros (1), el gorro con que se cubren la cabeza, el calzado, y algunas palabras. Más adelante vinieron dos colonias de ciudadanos romanos; ¡ tantas veces ha cambiado la población de esta roca árida y espinosa! En fin, difícilmente encontrarás una tierra que esté habitada aún por sus indígenas.
1 No queda claro qué entendía Séneca por cántabros, y otros autores latinos como Julio César los sitúan más al este que la mayoría de los geógrafos de la Antigüedad, pero hasta hoy solo está investigada la relación de los antiguos corsos [...] con los vascos [...], pero no con Cantabria. (R. Sordo: Foros de Montaña...).
Para sobrellevar estos cambios de lugar, descartando los inconvenientes que conlleva el destierro, Varrón, el más docto de los Romanos, juzga que nos basta gozar, donde quiera que nos encontremos, de la naturaleza misma. Según M. Bruto, es suficiente para aquellos que parten para el destierro, poder llevar con ellos sus virtudes. ¡Qué poco vale lo que perdemos! Dos cosas excelentes nos seguirán a donde quiera que vayamos: la naturaleza que es común a todos, y la virtud que nos es propia. Así lo quiso, créeme; aquel, sea quien quiera, que dio la fortuna al universo; sea un Dios, señor de todas las cosas, sea una razón incorpórea, arquitecto de estas obras maravillosas, sea un espíritu divino repartido con igual energía en los cuerpos más grandes y en los más pequeños.
Lo más excelente del hombre está fuera del poder humano la posibilidad de dárselo o de quitárselo: hablo del mundo, la creación más bella y brillante de la naturaleza; de esta alma hecha para contemplar y admirar el mundo, del que ella a su vez es la parte más magnífica; esta alma que nos pertenece en propiedad y para siempre y que debe durar tanto como duremos nosotros. Marchemos, pues, contentos, erguidos y con paso firme a donde nos lleva el hado.
Recorramos todas las tierras; ni una sola encontraremos en el mundo que sea extraña al hombre. Desde todas ellas se eleva nuestra mirada a igual distancia hacia el cielo; y el mismo intervalo separa las cosas divinas de las humanas. Mientras no se prive a mis ojos de este espectáculo de que no se sacian, con tal que se me permita contemplar la luna y el sol, sumergir mi vista en los demás astros, interrogar su salida y su ocaso, su distancia y las causas de su marcha, unas veces rápida, otras lenta; admirar durante las noches tantas brillantes estrellas, inmóviles unas, desviándose ligeramente otras, pero girando siempre en la órbita que tienen trazada, y en tanto que unas se lanzan de pronto, otras nos deslumbran con un rastro brillante como si fuesen a caer, o vuelan arrastrando tras de sí inflamada cabellera; con tal que viva en esta compañía, y me mezcle, en cuanto puede mezclarse el hombre, con las cosas del cielo; con tal de que mi alma, aspirando a contemplar los mundos que participan de su naturaleza, se mantenga en las regiones sublimes, ¿qué me importa el suelo que piso?
Cuanto más largos hayamos hecho nuestros pórticos, cuanto más hayamos elevado nuestras torres, extendido nuestros dominios, ahondado nuestras grutas de estío y más atrevida sea la techumbre que cubra nuestra sala de festines, más habremos hecho para ocultarnos el cielo. La suerte te ha arrojado a un país donde el edificio más grande es una cabaña. Débil será tu corazón y muy bajo buscarás consuelos, si para vivir animosamente en ese asilo necesitas pensar en la cabaña de Rómulo. Di más bien: Este humilde hogar es asilo de virtudes; y será superior en magnificencia a todos los templos, cuando se vea en él la justicia con la continencia, la sabiduría con la piedad, la ordenada observancia de todos los deberes con la ciencia de las cosas divinas y humanas. Ningún paraje es estrecho cuando puede contener esta multitud de grandes virtudes: no es penoso ningún destierro, cuando se puede ir a él con este acompañamiento.
Bruto, en el libro que escribió sobre la virtud, dice que vio a Marcelo en el destierro de Mitilene, viviendo con toda la felicidad compatible con la naturaleza del hombre, y entregado con más entusiasmo que nunca a los estudios elevados. Así añade que, cuando iba a separarse de él, le parecía partir él mismo al destierro, antes que dejar un desterrado. ¡Oh Marcelo, más dichoso cuando merecías las alabanzas de Bruto, que cuando tu consulado recibía las de la república! ¡Cuán grande fue aquel hombre a quien no se podía abandonar en el destierro sin creerse desterrado uno mismo; que se hizo admirar por un hombre que fue admirado hasta por el mismo Catón! Bruto refiere también que C. César no quiso detenerse en Mitilene, porque no podía soportar la presencia de aquel noble infortunio. El Senado reclamó la vuelta de Marcelo con preces públicas; no por Marcelo, sino por ellos mismos, desterrados, si habían de vivir lejos de él. César se avergonzó de volver sin Marcelo. Pero puedes creer que aquel grande hombre se animó con estas palabras, para soportar tranquilamente el destierro:
«Estar lejos de la patria no es una calamidad; ¿te has imbuido bastante en la filosofía para saber que el sabio en todas partes encuentra su patria? ¿Cómo no? ¿el mismo que te desterró, no estuvo diez años privado de su patria? Verdad es que fue por ensanchar el imperio, pero no por eso dejó de estar privado de la patria. Y míralo ahora atraído por el África, que nos amenaza con nueva guerra; por Hispania, que reaviva las partes vencidas y dominadas; por el pérfido Egipto, por el mundo entero, atento para aprovechar nuestras conmociones. ¿Adónde acudirá primero? ¿A qué partido se opondrá? La victoria le paseará por toda la tierra. Que todas las naciones se postren para adorarle: tú vive contento con la admiración de Bruto».
Marcelo soportó, pues, sabiamente su destierro, y el cambio de lugar no alteró nada en su alma, aunque tuviese por compañera la pobreza, en la que nada se encuentra penoso, cuando no se está cegado por esa locura que todo lo trastorna: la avaricia y el lujo. ¡Qué poco basta, en efecto, para la conservación del hombre! ¿y qué puede faltar al que posee algo de virtud?
Por lo que a mí toca, observo que no he perdido riquezas sino cuidados. Limitados son los deseos del cuerpo; quiere preservarse del frío, saciar con alimentos el hambre y la sed: todo lo que se apetece fuera de esto, es un trabajo que se toma para los vicios y no para las necesidades.
No es indispensable registrar todos los Océanos, cargar el vientre con inmenso estrago de animales, ni arrancar conchas en las desconocidas orillas de los mares más remotos. Los dioses y las diosas confundan a aquellos cuyo desenfreno traspasa los límites de tan apetecido imperio. Quieren que se vaya a cazar más allá de Phaso para proveer a su ambiciosa cocina; se atreven a ir en busca de aves hasta entre los Parthos, de los que todavía no nos hemos vengado. De todas partes se hace venir lo que puede satisfacer las exigencias de su desdeñosa gula. De los últimos extremos del Océano se trae lo que apenas recibirá su estómago gastado por los placeres. Vomitan para comer; comen para vomitar: y desdeñan digerir los manjares que han pedido a toda la tierra. Al que desprecia todas estas cosas ¿qué daño le hace la pobreza?
C. César, al que creo dio vida la naturaleza para mostrar lo que pueden los grandes vicios en la gran fortuna, comió en una sola cena diez millones de sextercios; y a pesar del auxilio de tantos genios inventivos, apenas pudo gastar en una comida la renta de tres provincias. ¡Desgraciados aquellos cuyo paladar no despierta sino con platos delicados, y no se los hace preciosos su sabor exquisito, ni nada de lo que agrada a las fauces, sino la dificultad de adquirirlos!
Si recobraran la sana razón, ¿qué necesidad tendrían de poner tantas industrias al servicio de su vientre? ¿Para qué ese comercio? ¿Para qué ese estrago de bosques? ¿Para qué esos sondeos en los abismos? A cada paso se encuentran alimentos que la naturaleza ha sembrado en todas partes; pero como ciegos pasan a su lado; errantes van por todas las comarcas; cruzan los mares, y cuando con tan poco podían calmar el hambre, la irritan con grandes gastos.
Desearía decirles: ¿Por qué lanzáis naves al mar? ¿por qué armáis vuestras manos contra los animales y contra los hombres?, ¿por qué amontonáis riquezas sobre riquezas? ¿No queréis pensar en lo pequeño que es vuestro cuerpo? ¿Por qué correr en pos de tantas cosas? Sin duda nuestros antepasados debían ser muy desgraciados, puesto que con sus propias manos preparaban sus alimentos, tenían por lecho el suelo, sus techos no brillaban aún con el oro, y no centelleaban en sus templos las piedras preciosas. Pero entonces se respetaban los juramentos hechos ante dioses de arcilla.
Menos dichoso vivió en nuestros días aquel Apicio [gastrónomo romano] que, en una ciudad de donde en otro tiempo se expulsaba a los filósofos como corruptores de la juventud, puso escuela de glotonería, infestando su siglo con vergonzosas doctrinas. Pero voy a referir su fin. Después de haber gastado en la cocina un millón de sextercios y disipado en comidas los regalos de los príncipes y la inmensa renta del Capitolio, agobiado de deudas, se vio obligado a examinar sus cuentas, y calculó que solamente la quedaban diez millones de sextercios, y creyendo que vivir con diez millones de sextercios era vivir en extrema miseria, puso fin a su vida con veneno.
Consideremos, entonces, si es el estado de nuestro caudal y no el de nuestra alma el que importa para nuestra felicidad. Aquel hombre, en realidad se envenenaba, cuando, no solamente se deleitaba en sus inmensos festines, sino que se gloriaba de ellos, y cuanto más ostentaba sus desórdenes, más atraía toda la ciudad a la contemplación de su desenfreno, más invitaba a imitarle a una juventud naturalmente inclinada al vicio sin necesidad de malos ejemplos.
Esto sucede a los que no ordenan las riquezas por la razón, que tiene límites fijos. No es, pues, desgracia la pobreza en el destierro; porque no hay paraje tan estéril que no produzca abundantemente lo necesario para la subsistencia del desterrado.
La naturaleza, al imponer necesidades al hombre, no se las impuso onerosas, pero si lo que desea es tener vestidos teñidos de púrpura y tejidos con oro, no es a la fortuna sino a sí mismo a quien debe acusar de su pobreza. Si desea vasos de oro, vajilla de plata o platos de bronce, y un rebaño de esclavos, capaz de hacer estrecho el palacio más grande; bestias de carga, pedrerías de todas las naciones, etc. en vano reunirás todo esto para él, porque no conseguirá satisfacer su alma insaciable.
No acontece esto solamente con el dinero y los alimentos: igual carácter tienen todos los deseos que no proceden de la naturaleza, sino del vicio: por mucho que le deis, no pondréis fin a la avidez, sino que le daréis más aliciente. Cuando nos contenemos en los límites de la naturaleza se desconoce la miseria; cuando se traspasan, la pobreza nos sigue hasta en la cumbre de la riqueza. Nada importa la riqueza al alma que tiene presente su origen: ligera y libre de todo cuidado. Por lo tanto, nunca puede condenarse al destierro un alma libre. Este cuerpo, prisión y lazo del alma, va agitado de aquí para allá: sometido a suplicios, latrocinios y enfermedades, pero el alma es sagrada, es eterna, y no es posible que nadie ponga la mano sobre ella.
Pero volvamos a los ricos. ¡Cuántas veces en su vida se parecen a los pobres! En la guerra, por ejemplo, ¿qué tienen de todo cuanto poseen, si la disciplina militar prohíbe todo aparato? ¡Locos! ¡Qué ceguera! ¡qué ignorancia de la verdad!
Por mi parte, cuando recuerdo los ejemplos antiguos, me avergüenzo de buscar consuelos contra la pobreza; porque en nuestro tiempo, de tal manera se ha exagerado el exceso del lujo, que hoy pesa más el equipaje de un desterrado que antes el patrimonio de un personaje.
Homero solamente tuvo un siervo; tres Platón y ninguno Zenón, de quien procede la rígida y viril sabiduría de los estoicos; y sin embargo, ¿quién osará decir que vivieron miserablemente? ¿Despreciará alguien la pobreza que tan ilustres ejemplos tiene?
“El cambio de lugar es tolerable, si efectivamente solo se cambia de lugar y la pobreza es tolerable si no lleva consigo la ignominia, que es la que puede abatir el ánimo”. Si pretenden asustarme con una multitud de males, contestaré que, si tienes bastante fuerza en ti mismo para rechazar un ataque de la fortuna, debes tenerla también para rechazarlos todos, pues una vez que la virtud ha endurecido el ánimo, le hace invulnerable. Si se ha liberado de la avaricia -el azote más pernicioso del género humano-, no tardará en abandonarle la ambición. Y, si no consideras el último día como castigo, sino como una ley de la naturaleza, cuando hayas lanzado de tu corazón el temor a la muerte, no dará entrada a ningún terror y verá todas las demás pasiones deslizarse ante él sin alcanzarle. La razón no rechaza separadamente cada vicio, sino todos a la vez, venciendo con un solo esfuerzo.
Más aún que la ignominia es la muerte ignominiosa. Y sin embargo, considera a Sócrates, con aquel sereno rostro que en otro tiempo contuvo la insolencia de más de treinta tiranos, entra en su prisión, a la que también debía purgar de ignominia, porque no podía haber cárcel allí donde se encontraba Sócrates.
Bien sé que algunos consideran como lo peor de todo el desprecio, pareciéndoles preferible la muerte. A éstos diré que el mismo destierro está con frecuencia exento de todo desprecio. Si el hombre grande cae, es grande también caído, y no hay que considerarlo más despreciado que esas ruinas de sagrados templos, que se pisan, pero que las personas religiosas veneran como si todavía permaneciesen en pie.
Así pues, madre querida, como en lo que a mí respecta, nada hay que deba hacerte derramar lágrimas; son sólo tus propios sentimientos los te hacen llorar, y estos pueden reducirse a dos: o bien te afliges porque crees haber perdido un apoyo, o bien porque no puedes soportar el dolor de su ausencia. En cuanto a lo primero, muy poco he de decir: conozco tu corazón, y sé que no amas a los tuyos más que por ellos mismos. Tú te has regocijado profundamente de la fortuna de tus hijos, pero usando parcamente de ella: impusiste siempre límites a nuestra liberalidad, mientras que no los ponías a la tuya, pues, en patria potestad aún, aumentabas el caudal de tus hijos, que ya eran ricos; te mostraste en la administración de nuestro patrimonio tan activa como si hubiese sido tuyo; nada recibiste de todos nuestros honores más que regocijo y gasto; tu cariño no pensó jamás en el interés. No puedes, pues, en ausencia de tu hijo, desear lo que en presencia suya nunca consideraste como tuyo.
“Estoy privada de los abrazos de mi amado hijo; no gozo de su presencia, de su palabra: ¿dónde está aquel cuyo rostro disipaba la tristeza del mío, en el que depositaba todas mis penas? ¿dónde aquellos coloquios de los que me mostraba insaciable? ¿dónde aquellos estudios a los que asistía con más gusto que una mujer, con más familiaridad que una madre? ¿dónde aquellos encuentros y aquella alegría infantil al ver a la madre?”
Si hubieses partido mucho tiempo antes, habrías sufrido menos; la distancia misma habría suavizado el sentimiento, Si no hubieses partido, habrías tenido al menos como último consuelo el placer de ver a tu hijo dos días más. Y hoy, gracias a la crueldad del destino, no has estado presente en mi infortunio y no has podido acostumbrarte a mi ausencia. Pero cuanto más terrible es esta desgracia, más indispensable te es reunir todo tu valor, más ánimo necesitas para combatir, hallándote al frente de un enemigo conocido y frecuentemente vencido. No brota tu sangre de cuerpo intacto; has sido herida en tus mismas cicatrices.
No necesitas buscar excusa en tu condición de mujer, a la que se permiten las lágrimas como por derecho, muy extenso sin duda, pero no ilimitado. Dejarse abatir por dolor infinito cuando se pierde una persona querida, es loco cariño; no experimentar ninguno, es inhumana dureza. El equilibrio mejor entre el cariño y la razón es experimentar el dolor y dominarlo.
Nunca te sedujeron las perlas y piedras preciosas; ni brillaron ante tus ojos las riquezas: cuidadosamente educada en casa antigua y severa, no pudo influir en ti el ejemplo de los malvados, tan peligroso hasta para la virtud. Jamás gustaste de esos vestidos hechos de manera que todo lo dejen a la vista. Tu único adorno fue el más bello de todos, aquel que el tiempo no deteriora; tu único adorno fue la castidad.
Cornelia fue madre de doce hijos; que el hado redujo a dos; fueron los Gracos. Y después de los funerales de su último hijo, nadie la vio llorar. En el destierro ostentó valor y en la muerte, prudencia. En el número de estas mujeres quiero verte colocada; y puesto que siempre viviste como ellas, bien harás en seguir su ejemplo para moderar y comprimir tu tristeza. Aunque sé que no se encuentra esto en nuestro poder y que ningún sentimiento se deja dominar; especialmente el que nace del dolor; porque este es enérgico y rebelde a todo remedio. Aunque algunas veces queremos contener y ahogar nuestros suspiros, por nuestro rostro compuesto y fingido se ve correr el llanto.
No te indicaré los medios que han usado muchos, como buscar el alejamiento en la duración de un viaje; emplear mucho tiempo en el examen de cuentas y administración de tu patrimonio; no te diré, en fin, que te ocupes sin cesar en asuntos nuevos: todas estas cosas solamente sirven por breves momentos, porque no son remedios, sino aplazamientos al dolor: por mi parte, prefiero poner término a la aflicción, que engañarla.
He aquí la razón por la que te llevo hacia el refugio de todos aquellos que huyen de la fortuna, los estudios liberales; éstos curarán tu herida y te librarán de toda tristeza. Aunque nunca hubieses tenido esta costumbre, hoy habrías de recurrir a ella; pero tú, en cuanto lo permitió la antigua severidad de mi padre, si no llegaste a poseer, al menos absorbiste los conocimientos nobles. ¡Ojalá, menos adherido a las costumbres de los antiguos, mi padre, varón tan virtuoso, te hubiese dejado profundizar, más bien que desflorar, las doctrinas de los sabios! No tendrías así que buscar auxilios contra la fortuna, sino que usarías tus armas.
No alentó mi padre tu afición a los estudios: sin embargo, merced a un genio penetrante, conseguiste más de lo que parecían permitirte las circunstancias, poniendo en tu alma los cimientos de todas las ciencias. Vuelve a ellas ahora, y te darán seguridad, consuelo y alegría: si verdaderamente han penetrado en tu alma, jamás tendrá cabida en ella el dolor, la inquietud, el tormento inútil de vana aflicción: a nada de esto se abrirá tu pecho, porque desde muy antiguo está cerrado a todos los vicios. Ahí tienes seguros guardianes, los únicos que pueden ponerte al abrigo de la fortuna.
Pero como antes de llegar al puerto que te prometen los estudios necesitas apoyos en que descansar, quiero mostrarte entre tanto los consuelos que te son propios.
Mira a mis hermanos: mientras se encuentren en seguridad, no tienes derecho para acusar a la fortuna: en uno y en otro encontrarás encanto por sus diferentes virtudes: el uno ha conseguido los honores por sus conocimientos, y el otro, por su sabiduría, los ha despreciado. Goza de la grandeza del uno, de la paz del otro y del amor de los dos.
Conozco los afectos íntimos de mis hermanos: el uno ha apetecido las dignidades para honrarte; el otro se ha recogido en vida de tranquilidad y reposo para dedicarse por completo a ti. La fortuna ha dispuesto admirablemente tus hijos para proporcionarte apoyo y deleite; puedes descansar en el favor del uno y gozar de los ocios del otro. Ambos rivalizarán en cariño hacia ti, y el amor de dos hijos compensará la pérdida de uno. Puedo asegurarlo con audacia: lo único que te faltará es el número.
Abraza estrechamente contra tu seno a Novatila [la esposa de su hermano Novato, conocido como Galión], que muy pronto debe darte biznietos: ámala también por mí. Hace muy poco que la fortuna le arrebató su madre; tu cariño puede hacer, si no que se consuele de esta pérdida, al menos que no la lamente. Que se alimente con tu enseñanza, que se conforme a tu modelo: le darás mucho, aunque no la des más que tu ejemplo.
Si tu padre no se encontrase ya ausente, también lo contaría entre tus grandes consuelos; considera sin embargo ahora según tu afecto qué es lo más importante, y comprenderás cuánto más justo es conservarte para él que sacrificarte para mí. Siempre que en sus violentos accesos se apodere de ti el dolor queriendo dominarte, piensa en tu padre: sin duda que, dándole nietos y biznietos has cesado de ser su hija única; pero a ti sola pertenece conceder el último galardón a esa existencia tan felizmente llevada. Mientras viva él, es un crimen quejarte de vivir tú.
Hasta ahora he callado tu consuelo más grande; tu hermana, ese pecho fidelísimo en el que depositas todas tus penas como en el tuyo; esa alma maternal para todos nosotros. Con ella has confundido tus lágrimas; sobre su corazón has recobrado la vida. En tus afectos se inspiró siempre, pero cuando se trata de mí, no se aflige únicamente por ti.
En sus brazos fui a Roma; en su maternal seno convalecí de larga enfermedad; ella fue la que puso en juego su favor para conseguirme la cuestura; y la que no podía sostener sin timidez una conversación o saludo en voz alta, por su cariño hacia mí triunfó de su modestia. Ni su vida retirada, ni su cortedad, que podría llamarse campesina si se considera la petulancia de muchas mujeres, ni su quietud, ni la tranquilidad de sus costumbres apacibles y solitarias la impidieron mostrarse hasta ambiciosa por mí. He ahí, querida madre, el consuelo que puede confortarte: únete cuanto puedas a esa hermana y retenla en estrecho abrazo.
Los entristecidos suelen huir de lo que más aman, para que nada turbe su dolor: tú debes refugiarte en ella y con todos tus pensamientos: ya quieras conservar el luto de tu alma, ya quieras despojarte de él, en ella encontrarás fin o compañía a tu dolor. Pero si conozco bien la prudencia de esa mujer perfectísima, no consentirá que te consumas en inútil aflicción, y te citará su propio ejemplo, del que yo fui testigo.
En medio de peligrosa navegación perdió a su amado esposo, nuestro tío, al que se había unido siendo virgen: sin embargo, pudo soportar a la vez el dolor y el temor, y triunfando de la tempestad, náufraga valerosa, recuperó su cuerpo. ¡Oh, cuántas mujeres hay cuyas bellas acciones se pierden en la oscuridad! Si hubiese vivido en aquellas edades antiguas en que la sencillez sabía admirar las virtudes, ¡cuántos ingenios se hubiesen disputado la gloria de celebrar una esposa que, olvidando su debilidad, despreciando el mar, tan temible hasta para los más intrépidos, entrega su cabeza a los peligros por una sepultura, y ocupada completamente en los funerales de su espeso, no piensa en los suyos!
Los poetas han ensalzado en sus versos a la que se ofreció a la muerte en lugar de su esposo; sin embargo, mayor mérito existe en buscar la sepultura con peligro de la vida: el amor es más grande cuando con igual peligro consigue menos. Que nadie se admire ahora por qué durante diez y seis años que su esposo gobernó en Egipto, jamás se presentase en público, jamás recibiese en su casa a nadie de la provincia, jamás solicitase nada de su marido, ni consintiera que la pidiesen nada a ella misma. Así aquella provincia locuaz e ingeniosa para ultrajar a sus prefectos, en la que aquellos mismos que evitaron las faltas no pudieron escapar a la difamación, le celebra como único modelo de perfección; y, lo que era más difícil aún para hombres que se complacen en los sarcasmos, hasta con peligro de la vida, reprimieran la intemperancia de su lengua, y hoy mismo deseen alguno que se lo parezca, aunque no se atreven a esperarlo. Mucho es haber obtenido durante diez y seis años la aprobación de aquella provincia; pero es mucho más haber sido ignorada. No refiero estos detalles para celebrar todos sus méritos, porque sería aminorarlos mencionarlos tan ligeramente; sino para hacerte apreciar la grandeza de alma de una mujer a la que, ni la ambición ni la avaricia, compañeras y azote de todo poder, consiguieron dominar; de una mujer a la que el temor de la muerte, cuando esperaba el naufragio en su desamparada nave, no impidió abrazarse al cadáver de su esposo y cuidar, no de cómo le salvaría, sino de cómo lo llevaría al sepulcro. Necesario es que muestres igual valor, sustraigas tu ánimo al dolor y obres de modo que nadie te suponga arrepentida de tu maternidad.
Sin embargo, como a pesar de lo que hagas, tu pensamiento se dirigirá siempre hacia mí y ningún hijo tuyo se presenta con tanta frecuencia a tu memoria, no porque les ames menos, sino porque es natural llevar más veces la mano a la parte dolorida, he aquí cómo debes pensar de mí: me encuentro alegre y contento como en los mejores días: nuestros mejores días son aquellos en que el ánimo, libre de todo cuidado, emprende cómodamente los trabajos, y en tanto, encuentra placer en los estudios ligeros, en tanto ávido de verdad se eleva para contemplar su naturaleza y la del universo.
Primero examina las tierras y su posición; después, las leyes del mar que las rodea, sus flujos y reflujos alternos; contempla el intervalo que media entre el cielo y la tierra, lleno de asombros, y ese espacio en el que estallan con fragor los truenos, los rayos, el soplo de los vientos y las nubes que lanzan la nieve y el granizo.
Después de pasear por las regiones inferiores, se eleva a las superiores, goza del magnífico espectáculo de las cosas divinas, y recordando su eternidad, camina en medio de lo que fue y de lo que será en todos los siglos.
• • •
Platón, Séneca, y Aristóteles. Devotional and Philosophical Writings, London, c. 1325–1335.
● ● ●
No hay comentarios:
Publicar un comentario