París 1888, grabados por Luque. Gallica. BNF:
Tristan Corbière, Arthur Rimbaud, Stéphane Mallarmé,
Marceline Desbordes-Valmore, Auguste Villiers de L'Isle-Adam, y "Pauvre Lelian"; anagrama de Paul Verlaine.
¿Qué es, en opinión de Paul Verlaine, lo que tienen en común estos seis poetas tan dispares entre sí, en algunos casos? Por ejemplo, ¿qué coincidencias, sean del tipo que fueren, hay entre el propio Verlaine y Mallarmé? ¿Y, entre estos y Marceline Desbordes-Valmore, que será hoy nuestro centro de interés? Aparentemente, ninguna; de hecho, buscamos una definición muy compleja, que probablemente ni siquiera constituya una singularidad compartida.
Parece que el indiscutible genio creador de todos ellos, constituyó, en cierto modo, una especie de maldición que los alejó de la comprensión de la mayor parte de la sociedad -una reacción, a veces, mutua-, llevándolos, en ocasiones a encerrarse en sí mismos, cada vez más, sin dejar de oponerse abiertamente a un mundo que los contiene, pero no los acoge, a veces, provocando en ellos reacciones verdaderamente violentas; todo lo cual, pudo hacer que escribieran de forma cada vez más hermética y personal, puesto que, estos poetas, tampoco se parecen entre sí, en la forma de escribir.
Se divorciaron, en fin, algunos de ellos de esa sociedad incapaz de comprender su visión, profundamente subjetiva pero muy analítica, y se alejaron gradualmente, ciegamente, en una huida, casi siempre, trágica. También aquí habría que hacer diferencias, ya que lo trágico, no era un objetivo, pero si es cierto, que al final, se convirtió en una morada, entre cuyas paredes, podían dar libertad a una exigente expresión anímica que, a pesar de todas las contrariedades, convivió dolorosamente con ellos -repito, no con todos del mismo modo-, y a todos los sobrevivió.
Con respecto a Verlaine, parece que el empleo del concepto de “maldito” fue, en parte, consecuencia del poema de Baudelaire titulado Bendición; el primero de Las flores del mal y que, posteriormente, se aplicó -gracias al hecho, precisamente, de ser un término muy amplio y vago a la vez, y, por lo tanto, fácil de restringir o generalizar-, que hacía referencia a todo artista incomprendido; especialmente, claro está, dentro del arte y la poesía fundamentalmente.
La madre, en el poema de Baudelaire, representa un mundo al que el poeta llega involuntariamente, y es rechazado, porque su visión del mismo, ya sea apocalíptica, triste, humilde, soberbia, y, sobre todo, descriptiva, será generalmente rechazada, causándole sufrimientos, que su madre/mundo, considera merecidos.
CHARLES BAUDELAIRE • FLEURS DU MAL ● SPLEEN ET IDÉAL
BENEDICTION
Cuando, por un decreto de las potencias supremas,
El Poeta aparece en este mundo hastiado,
Su madre espantada y llena de blasfemias
Crispa los puños hacia Dios, que se apiada:
«¡Ah! ¡no haber parido todo un nudo de víboras,
antes que amamantar esta burla!
¡Maldita sea la noche de efímeros placeres
en que mi vientre concibió mi castigo!
Puesto que me has escogido entre todas las mujeres
Para ser el asco de mi triste marido,
Y que no yo devolver al fuego,
Como un mensaje de amor, este monstruo encogido,
¡Yo haré resurgir tu odio que me abruma
Sobre el maldito instrumento de tus maldades,
Y retorceré tan bien este miserable árbol,
para que no retoñen sus apestosos brotes!»
Vuelve a tragar la espuma de su odio,
Y, al no comprender los eternos designios,
Ella misma prepara en el fondo de la Gehena
Las hogueras dispuestas para crímenes maternos.
Sin embargo, bajo la invisible tutela de un Ángel,
El Niño desheredado se embriaga de sol,
Y en todo lo que bebe y en todo lo que come,
Encuentra ambrosía y néctar bermejo.
Él juega con el viento, charla con la nube,
Se embriaga cantando en el camino de la cruz;
Y el Espíritu que le sigue en su peregrinaje
Llora al verle alegre como un pájaro del bosque.
Todos a los que quiere amar le observan con miedo,
O se enardecen con su tranquilidad,
Buscando a quien sepa sacarle una queja,
Y sobre él ejercitan su ferocidad.
En el pan y el vino destinados a su boca
Mezclan ceniza con los impuros escupitajos;
Con hipocresía tiran lo que él toca,
Y se acusan de haber pisado sobre sus pasos.
Su mujer va gritando por las plazas públicas:
«Puesto que él me encuentra suficientemente bella para adorarme,
Haré como si fuera un ídolo antiguo,
Y como tal querré que me vuelvan a bañar en oro;
¡Me embriagaré de nardo, de incienso, de mirra,
De genuflexiones, de carnes y de vinos,
Para saber si puedo, de un corazón que me admira
usurpar, riendo, divinos homenajes!
Y, cuando me aburra de estas impías farsas,
Posaré sobre él mi frágil y fuerte mano;
Y mis uñas, como las de las arpías,
Sabrán abrirse un camino hasta su corazón.
Como un pajarillo que tiembla y palpita,
Arrancaré ese rojo corazón de su seno,
Y, para saciar a mi animal favorito,
¡Yo se lo tiraré al suelo con desprecio!»
Hacia el Cielo, donde sus ojos ven un espléndido trono,
El Poeta sereno eleva sus piadosos brazos,
Y los amplios destellos de su lúcido espíritu
Le arrebatan el aspecto de los pueblos furiosos:
- «Bendito seas, Dios mío, que das el sufrimiento
Como divino remedio a nuestras impurezas
Y como la mejor y la más pura esencia
Que prepara a los fuertes para santas
voluptuosidades!
Yo sé que reservas un sitio para el Poeta
Entre las filas bienaventuradas de Santas Legiones,
Y que invitas a la eterna fiesta
De Tronos, Virtudes, Dominaciones.
Sé que el dolor es la única nobleza
Donde no morderán nunca la tierra ni el infierno,
Y que para trenzar mi corona mística
ha Imponer tiempos y universos.
Pero las joyas perdidas de la antigua Palmira,
Los desconocidos metales, y las perlas del mar,
Engastadas por tu mano, no serían suficientes
Para esa bella Diadema resplandeciente y clara;
Porque sólo será hecha de pura luz,
surgida del santo hogar de los primitivos rayos,
De la que los ojos mortales, en todo su esplendor,
¡No son más que espejos oscuros y lastimeros!»
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Este poema, publicado en 1847; sirvió para analizar psicológicamente, a un autor; que se aleja de todos, porque se siente diferente y, sorprendido por ello, busca una explicación que no encuentra, si no es advirtiéndose a sí mismo como objeto de una maldición: lo que ya revelaría parte del misterio.
En el transcurso de una existencia en la que solo hay dolor, considerada como una clara injusticia, termina por descubrir el exclusivo privilegio de la felicidad, a través de su huida de la realidad.
Ciertamente, Baudelaire vivió con angustia y sorprendida extrañeza, la inadecuación entre su propia existencia y a la sociedad en la que transcurrieron su infancia y su adolescencia, algo que expresó en este poema, que podemos definir como autobiografía que no estuvo exento, sin duda, de numerosos –a veces, graves-, desórdenes psicológicos, que, en todo caso, no le impiden observarse, en ocasiones, desde un punto de vista crítico.
Es su propia madre quien lo considera una odiosa maldición y se propone destruirlo. Pero, a su vez, él mismo llega a verse como causa del horror de esa madre y, en consecuencia, Dios es quien ha provocado tal situación de manera absolutamente injusta, a pesar de lo cual, siguiendo el camino de su propio intento por comprender lo incomprensible, el poeta determina que todo ocurre porque es un elegido que transita por el camino de la cruz.
Todo esto, en fin, no libró a Baudelaire del rechazo de una parte de la sociedad, que lo consideró como un peligro para los valores religiosos establecidos, lo cual le llevó a enfrentarse a un proceso por inmoralidad –del que al final salió indemne, entre otras cosas, por su recurso a la emperatriz Eugenia de Montijo-, pero, al mismo tiempo, otra parte de la misma sociedad, y, después, la posteridad, colocó su obra sobre un pedestal que representaba una nueva era poética, muy alejada del romanticismo y muy próxima al surrealismo. No se concibe la historia de la literatura francesa sin la existencia de Charles Baudelaire, y como él, Verlaine, Rimbaud, Mallarmé, etc. pero no tanto, con nuestra actual protagonista, prácticamente desconocida en la actualidad, que, involuntariamente sufrió y asumió una trágica condición de vida y se acerca al conjunto de los malditos por su personalismo empleo del lenguaje poético.
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Así pues, fueron etiquetados como “Malditos”, diversos escritores, en la mayoría de los casos, de gran talla literaria, relacionada, o no, con su biografía, algunos de los cuales presento a continuación, en un listado incompleto, pero representativo, que, curiosamente, encabeza un poeta medieval y termina uno americano, colocados de forma acorde con su fecha de nacimiento; siempre, insisto, sin agotar, ni el fenómeno poético, ni sus representantes, agregando, sin embargo, la coincidencia de que buena parte de ellos murieron de forma relativamente prematura y, en ocasiones, trágica.
Primera fila: François Villon, 1431-1463 (32 años); Thomas Chatterton, 1752-1770 (28); John Keats, 1795-1821 (26); Charles Baudelaire, 1821-1867 (46) y Aloysius Bertrand, 1807-1841 (66).
Segunda: Gérard de Nerval, 1808-1855 (53); Conde de Lautréamont, 1846-1870 (76); Edgar Allan Poe, 1809-1849 (40); Petrus Borel, 1809-1859 (50); Charles Cros, 1842-1888 (54) y Germain Nouveau, 1851-1920 (69).
Tercera: Innokienti Ánnienski, 1855-1909 (54); Émile Nelligan, 1879-1941 (72); Antonin Artaud, 1896-1948 (52); Armand Robin, 1912-1961 (49) y Olivier Larronde, 1927-1965 (38).
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Dice Verlaine que, hasta el momento en que él conoció a Marcelina Desbordes-Valmore y escribió sobre ella, bajo una extraordinaria impresión, sólo se disponía de una biografía de Saint-Beuve -completísima-, y de un trabajo crítico dedicado a ella por Charles Baudelaire, en sus: Réflexions sur quelques-uns de mes contemporains, publicadas por Calmann Lévy, en 1885, dentro de las Œuvres complètes de Charles Baudelaire, tome III (p. 338-343), que traducimos a continuación:
III
MARCELINE DESBORDES-VALMORE según Ch. Baudelaire
¿Alguna vez, uno de vuestros amigos, cuando le hablabais confidencialmente de uno de vuestros gustos o pasiones, os ha dicho: ¡Qué curioso!, porque eso está en completo desacuerdo con todas tus pasiones, y tus creencias. Y habéis contestado: Es posible, pero es así. Me gusta, me encanta, y precisamente, incluso, puede ser porque está en violenta contradicción con todo mi ser.
Tal es mi caso con respecto a Mme. Desbordes-Valmore. Si el grito, si el suspiro natural de un alma de élite, si la ambición desesperada del corazón, si las facultades repentinas, irreflexivas, si todo los que es gratuito y viene de Dios, es suficiente para hacer un gran poeta, Marceline Valmore es y será siempre una gran poeta. Es cierto que, si os tomáis el tiempo de observar todo lo que le falta, de lo que se puede adquirir por el trabajo, su grandeza se encontrará singularmente disminuida, pero en el momento mismo en que te sientas el más impaciente y desolado por la negligencia, por el tropiezo, por el temor que sientes, tú, hombre reflexivo y siempre responsable, por un sesgo de pereza, una belleza repentina, inesperada, inigualable, se eleva, y ahí estás tú, irresistiblemente secuestrado en el fondo del cielo poético. Jamás ningún poeta fue tan natural, ninguno menos artificial. Nadie ha podido imitar ese encanto, porque es completamente original e innato.
Si alguna vez un hombre deseó para su esposa o su hija los dones y honores de la Musa, no podría desearlos de otra naturaleza que los que fueron dados a Mme. Valmore.
Entre las numerosas mujeres que en nuestros días se lanzaron al trabajo literario, hay muy pocas cuyas obras no hayan sido, si no una desolación para la familia, incluso para su amante (porque hasta los hombres menos púdicos desean pudor en el objeto de su amor), al menos por esos ridículos masculinos que ponen en las mujeres las proporciones de una monstruosidad.
Hemos conocido a la mujer autora, filántropa, sacerdotisa sistemática del amor, poetisa republicana, poetisa del porvenir, furierista o sansiomoniana, y nuestros ojos, enamorados de la belleza, nunca habían podido acostumbrarse a tantas fealdades acompasadas, a todas las desvergüenzas impías (hay, incluso, poetisas de la impiedad), a todos esos sacrílegos pastiches del espíritu masculino.
Mme. Desbordes-Valmore fue mujer, fue siempre mujer y no fue sino absolutamente mujer; y fue, hasta un grado extraordinario la expresión poética de todas las bellezas naturales de la mujer. Ya canté las languideces del deseo en la muchacha joven, la desolación triste de una Ariana abandonada donde los cálidos entusiasmos de la caridad maternal, su canto guarda siempre el acento delicioso de la mujer; nada de préstamos, nada de ornamentos ficticios, nada del “eterno femenino” como dice el poeta alemán.
Es pues, en su sinceridad misma, donde Mme. Valmore ha encontrado su recompensa, es decir, una gloria que creemos tan sólida como la de los artistas perfectos.
La antorcha que ella agita ante nuestros ojos para iluminar las misteriosas arboledas del sentimiento, o la coloca, para reavivarla sobre nuestro más íntimo recuerdo, amoroso o filial, esa antorcha, la encendió en lo más profundo de su propio corazón, Víctor Hugo ha expresado magníficamente, como todo lo que expresa, las bellezas y los encantos de la vida de familia; pero solo en las poesías de la ardiente Marceline encontraréis ese calor del cuidado materno, del que algunos, entre los hijos de la mujer, menos ingratos que otros, han guardado el delicioso recuerdo. Si no temiera que una comparación demasiado animal fuera tomada como una falta de respeto hacia esta adorable mujer, diría que encuentro en ella la gracia, la inquietud, la flexibilidad y la violencia de la hembra, gata o leona, amorosa con sus crías.
Se ha dicho que Mme. Valmore, cuyas primeras poesías datan ya de muy atrás (1818), fue, en nuestro tiempo, rápidamente olvidada. ¿Olvidada por quién! ¡Por favor! Por aquellos que no sienten nada y no pueden acordarse de nada. Tiene las grandes y vigorosas calidades que se imponen a la memoria, las brechas profundas marcadas de improviso en el corazón, las mágicas explosiones de la pasión. Ningún autor recoge con más facilidad, la fórmula única del sentimiento, lo sublime que se ignora. Como los cuidados más sencillos y más fáciles son un obstáculo invencible para esta pluma fogosa e inconsciente, en revancha, lo que es para cualquier otro, objeto de una laboriosa búsqueda viene naturalmente a ofrecerse a ella; es un perpetuo encuentro. Ella traza maravillas con el descuido que prima en las notas destinadas a los buzones. Alma caritativa y apasionada, como ella bien se define, pero siempre involuntariamente, en este verso:
Mientras podamos dar, no podemos morir.
Alma demasiado sensible, sobre la que las asperezas de la vida dejaron una huella imborrable, a ella, sobre todo, deseosa del Leteo [río del Hades cuya ingestión provoca el olvido], le estaba permitido gritar:
Pero si no podemos curarnos de la memoria,
¿Para qué sirve, alma mía, morir?
Ciertamente, nadie habrá tenido más derecho que ella a escribir al principio de un volumen reciente:
¡Un alma prisionera está encerrada en este libro!
En el momento en que la muerte llega para llevarla de este mundo en el que tan bien supo sufrir, y llevarla a ese cielo del que ella deseaba tan ardientemente tranquilas alegrías, Mme. Desbordes-Valmore, sacerdotisa infatigable de la Musa, que no sabía callarse, porque estaba siempre llena de gritos y cantos que querían liberarse, aún preparaba un volumen, cuyas pruebas acababan, una tras otra de posarse sobre el lecho del dolor que no la abandonaba desde hacía dos años.
Los que piadosamente la ayudaban en esta preparación de sus despedidas me han dicho que en ellos encontraremos todo el fulgor de una vitalidad que no se sintió jamás vivir sino en el dolor. ¡Ay!, este libro será una corona póstuma a añadir a todas aquellas, ya brillantes, con las que debe ser adornada una de las tumbas más floridas.
Nunca me ha gustado buscar en la naturaleza exterior y visible los ejemplos y las metáforas que me servirían para caracterizar las satisfacciones y las impresiones de un orden espiritual.
Sueño en eso que me hacía sentir la poesía de Mme. Valmore cuando la recorría con esos ojos de la adolescencia que son, entre los hombres nerviosos, a la vez tan ardientes y tan clarividentes. Esta poesía me pareció como un jardín, pero no con la solemnidad grandiosa de Versalles; tampoco es la pintoresca, vasta y teatral de la sabia Italia, que tan bien conoce el arte de edificar jardines (aedificat hortos); tampoco, no, tampoco, La Vallée des Flûtes –El Valle de las Flautas-, o el Ténare – Ténaro, de nuestro viejo Jean-Paul. Es un sencillo jardín inglés, romántico y novelesco. Macizos de flores representan allí abundantes expresiones de sentimiento. Estanques, límpidos e inmóviles, que reflejan todas las cosas, apoyándose en el otro lado de la bóveda volcada de los cielos, semejan la profunda resignación, completamente sembrada de recuerdos.
Nada falta a este encantador jardín de otra época; ni algunas ruinas góticas se esconden en un lugar agreste, ni el mausoleo desconocido que, a la vuelta de una avenida, sorprende nuestra alma y le recomienda pensar en la eternidad. Sinuosas y sombreadas avenidas, terminan en horizontes súbitos. Así, el pensamiento del poeta, tras haber seguido caprichosos meandros, desemboca en amplias perspectivas del pasado o del porvenir; pero esos cielos son demasiado vastos para ser generalmente puros, y la temperatura del clima demasiado cálido para no amasar temporales. El paseante, al contemplar las veladas extensiones de duelo, siente subir a sus ojos lágrimas de histeria –histerical tears-. Las flores se inclinan vencidas, y los pájaros sólo hablan en voz baja. Tras un precursor rayo, resonó el trueno: es la explosión lírica, en fin, un diluvio inevitable de lágrimas rinde todas las cosas, postradas, sufrientes y desanimadas, la frescura y la solidez de una nueva juventud.
● • •
Veamos finalmente, lo que dice al respecto el propio Verlaine en su Avant-Propos, que, por cierto, no suele aparecer en las traducciones, para pasar, ya definitivamente a transcribir sus observaciones sobre Marceline Desbordes-Valmore.
Prefacio
Era, Poetas Absolutos lo que había que decir para mantener la calma, pero, además de que la calma no es cosa de estos tiempos, nuestro título tiene el valor de que responde justamente a nuestro odio, y, estamos seguros, al de los supervivientes de los Todopoderosos en cuestión, del común de los lectores de élite -una dura falange que nos lo devuelve con ganas.
Absolutos por la imaginación, absolutos en la expresión, absolutos como los reyes de mejores siglos.
¡Pero malditos!
Juzgadlo.
•
Marceline Desbordes-Valmore. Douai, 20.6.1786 – Paris, 23.7.1859.
Actriz, cantante y poeta, que admiró y emocionó a Paul Verlaine
MARCELINE DESBORDES-VALMORE
A pesar, ciertamente, de dos artículos, uno muy completo de ese maravilloso Sainte-Beuve, y el otro –¿me atreveré, quizás, a decirlo?– un poco corto, de Baudelaire; a pesar, incluso, de una cierta buena opinión pública que no la asimila del todo, con Louise Collet, Amable Tastu, Anaïs Segalas y otras “medias azules” (afectadas) sin importancia (dejamos a un lado a Loïsa Puget, por otra parte, divertida, según parece, para los que gustan de ese estilo), Marceline Desbordes Valmore es digna por su oscuridad aparente, pero absoluta, de figurar entre nuestros Poetas Malditos, y es para nosotros, desde luego, un deber imperioso hablar de ella lo más extensa y detalladamente que sea posible.
El señor Barbey d’Aurevilly, la destacó antaño, señalando, con esa capacidad poco común que poseía, su originalidad, y su verdadera competencia, por más femenina que fuera.
En cuanto a mí, siempre atento a los buenos o bellos versos, la desconocía y me contentaba con la opinión de los maestros, cuando, precisamente Arthur Rimbaud entró en relación conmigo, obligándome, casi, a leer todo aquello que creía era un fárrago con alguna belleza dentro.
Mi sorpresa fue grande y necesito tiempo para explicarla.
En primer lugar, Marceline Desbordes Valmore era del Norte y no del Sur, una sombra que resulta más sombría de lo que se puede pensar. Del crudo Norte, del Norte bueno (el Sur, dorado siempre, siempre está mejor, pero ese mejor, sobre todo; quizá sea enemigo de lo verdadero), –y esto nos gusta también, a nosotros del crudo Norte–; queda dicho.
Además, ninguna pedantería con un lenguaje suficiente, y el esfuerzo necesario para no perder interés. Algunas citas darán fe de lo que llamaríamos nuestra sagacidad.
Entre tanto, ¿podemos volver a la ausencia total del Sur en esa obra relativamente considerable?, pero con una ardiente comprensión del norte español (¿no tiene España una flema y un empaque más fríos que, incluso, todo britanismo?), su Norte.
Donde vinieron a sentarse las fervientes Españas.
Así es, no hay nada de del énfasis, nada de chic, nada de la mala fe que hay que deplorar en las obras más incontestables de más allá del Loira. Y, sin embargo, ¡qué cálidos estos romances de juventud, estos recuerdos de mujer madura, esa emoción materna! ¡Dulce, sincera, en todo! ¡Qué paisajes, qué amor a los paisajes! ¡Y esa pasión tan casta, discreta, fuerte y conmovedora, a pesar de todo!
Hemos dicho que el lenguaje de Marceline Desbordes Valmore era suficiente; pero deberíamos decir: más que suficiente; aunque siendo tan purista y pedante, añadiré, para quien me llame decadente (injuria, entre paréntesis, pintoresca, “muy otoño”, “muy sol poniente”, digna de quedármela, en suma) que ciertas ingenuidades, aunque sean de estilo, podrían herir nuestros prejuicios de escritor con vistas a lo impecable. La realidad de mis aseveraciones relucirá a lo largo de las citas que voy a prodigar.
Sobre la pasión casta, aunque poderosa que señalábamos; la emoción casi excesiva que habíamos exaltado –sin excesos; es el momento de decirlo–: tras una lectura dolorosa a fuerza de concienzuda, de mis primeros párrafos, mantengo mi opinión.
Y he encontrado la prueba:
UNA CARTA DE MUJER
Las mujeres, lo sé, no deben escribir,
Sin embargo, escribo
Para que puedas leer en mi corazón desde lejos,
Como si te fueras a marchar.
No haré ni un trazo que no esté ya en ti mismo
Mucho más hermoso,
Una palabra dicha cien veces, si viene de quien se ama
Parece nueva.
¡Que te lleve a la alegría! yo, sigo esperándola.
Aunque siento,
que allí donde estés
allí voy, para ver y para escuchar
tu paso errante.
No te desvíes, si pasa una golondrina
Por el camino
Creo que soy yo, quien pasaría fielmente
Para tocar tu mano.
Tú te vas, todo se va; todo empieza a viajar,
Luz y flores,
El hermoso estío te sigue, dejándome la tormenta,
Cargada de llanto.
Pero si solo se vive de esperanza y peligro
Cuando deje de verte,
Compartamos de la mejor manera, yo conservaré las lágrimas
Guarda tú la esperanza.
No, no quisiera -tan unida estoy a ti-
Verte sufrir:
Desear dolor a una bendita mitad,
Es odiarse.
¿Es esto divino? Pues, esperad.
DIA DE ORIENTE
Fue un día tan hermoso como este,
Que para perderlo todo, incendió el amor.
Fue un día de caridad divina;
La eternidad caminaba por el aire azul,
Un día en que, libre de su peso extenuante,
La tierra juega y vuelve a ser niña.
Por todas partes había como un beso de madre,
Un largo ensueño errante, en una hora efímera,
Hora de pájaros, de perfumes, de sol,
De olvido de todo… más allá del bien sin par.
…
Un día, igual que aquella bella jornada,
Que para perderlo todo incendiaba el amor.
Tengo que resumir y reservarme para otras citas.
Y antes de pasar al examen de sublimidades más severas, si se me permite hablar así de una parte de la obra de esta adorablemente dulce mujer, dejadme, con los ojos literalmente llenos de lágrimas, recitar aquí por escrito.
RENUNCIA
Perdona, Señor, mi cara entristecida…
Pero bajo la frente alegre, me pusiste las lágrimas.
Y de todos tus dones, Señor, este es el único que me queda.
Es el menos envidiado; el mejor, tal vez.
Ya no moriré en un vínculo de flores.
Te los he devuelto, amado autor de mi ser,
Ya no conservo más que la sal de mi llanto…
Las flores son para el niño; la sal para la mujer.
Hazla inocencia y zambulle en ella mis días.
Señor, cuando toda esa sal haya lavado mi alma,
Devuélveme un corazón para amarte siempre.
Mi asombro se ha agotado en la tierra,
Me he despedido de todo, y mi alma está preparada para resurgir
Para alcanzar los frutos protegidos por el misterio
que sólo la púdica muerte se atreve a cortar.
¡Oh, Salvador! sé tierno al menos para otras madres
Por amor a la nuestra y por piedad con nosotros.
Bautiza a sus hijos con nuestras amargas lágrimas
Y recoge las mías caídos en tus rodillas.
¡Cuánto supera esta tristeza la de Olimpio y la de, A Olimpio!; por muy hermosos que sean estos poemas (sobre todo, el último), ¡son dos poemas orgullosos! Pero, escasos lectores, perdonadme, junto a la entrada de otros santuarios de esta iglesia de cien capillas, que es la obra de Marceline Desbordes-Valmore-, cantar con vosotros algo nuestro.
Que mi nombre no sea más que una sombra ligera y vana.
que no cause jamás, ni temor, ni pena,
Que un indigente se lo lleve después de hablar conmigo
Y lo guarde mucho tiempo en su corazón consolado.
¿Me habéis perdonado?
Y ahora, pasemos a la madre, a la hija, a la muchacha, a la inquieta, pero tan sincera cristiana, que fue la poeta Marceline Desbordes-Valmore.
• • •
Hemos dicho que trataríamos de hablar de la poeta bajo todos sus aspectos.
Procedamos por orden, y, estoy seguro de que os alegraréis cuantos más ejemplos sean posibles. He aquí algunos abusivamente largos, en principio de la romántica muchacha desde 1820 y de un Parny mejor, en una forma apenas diferente, pues se mantiene singularmente original.
LA INQUIETUD
¿Qué es, pues, esto que me perturba? Y ¿qué es lo que me espera?
Estoy triste en la ciudad y me aburro en el pueblo,
Los placeres de mi edad
No pueden salvarme de la duración del tiempo
Antes, la amistad, los encantos del estudio
Llenaban sin esfuerzo mis tranquilos placeres.
¡Ay! ¿Cuál es, pues, el objeto de mis vagos deseos?
Lo ignoro y lo busco con inquietud.
Si, para mí, la felicidad no era la alegría,
Ya no la encuentro en la melancolía,
Pero si temo el llanto tanto como la locura,
¿Dónde hallar la felicidad?
...
Se recupera enseguida en su “Razón”, conjurando y abjurando a la vez, ¡tan gentilmente! Por lo demás, admiramos el monólogo al estilo de Corneille, que es más tierno que Racine, más digno y orgulloso, como el estilo de los dos grandes poetas, con un nuevo giro.
Entre mil gentilezas un poco infantiles, nunca insulsas y siempre sorprendentes, os ruego que admitáis en este rápido recorrido, algunos versos aislados, a propósito, para tentaros a leer el conjunto.
...
Ocúltame tu mirada llena de alma y de tristeza.
...
Se parece a la alegría bajo un sombrero de flores
…
Inexplicable corazón, enigma para ti mismo…
…
En mi seguridad, tú no ves más que un delirio.
…Demasiado débil esclava, escucha,
Escucha y que mi razón te perdone y te absuelva.
¡Devuélvele al menos el llanto! ¿Seguro que vas a ceder?
¡Ah, no! ¡siempre no! ¡Oh, corazón mío, tómalo todo entonces!
...
En cuanto a la Plegaria perdida, obra de la que forman parte los últimos versos, hago una corrección honrosa a propósito de mi propia palabra repetida de gentileza, de hace un instante. Con Marceline Desbordes-Valmore, no se sabe, a veces, lo que decir o lo que retener, tanto te inquieta, deliciosamente, este genio, encantador y él mismo, encantado.
Si algo relativo a la pasión ha sido tan bien expresado como los mejores elegíacos, son precisamente estos fragmentos, en los que no quiero reconocerme más.
Y de las amistades tan puras, al mismo tiempo que los amores, tan castos, de esta mujer tierna y altiva, ¿qué decir, que sea suficiente, si no es que se lea toda su obra?
Escuchad, pues, otros dos cortísimos fragmentos:
LOS DOS AMORES
Era un amor más inquieto que tierno;
Con un arma sin fuerza rozó mi corazón,
Fue ligero como una mentira sonriente.
...
Ofrecía placer sin hablar de felicidad.
...
Fue en tus ojos donde vi el otro amor.
…
Ese completo olvido de sí mismo,
Esa necesidad de amar por amar
y que la palabra amar parece apenas expresar
Tu corazón solitario lo encierra y el mío lo adivina.
Lo siento en tus transportes, en mi fidelidad,
que quiere decir a la vez felicidad, eternidad,
Y que su poder es divino.
LAS DOS AMISTADES
Hay dos amistades, como hay dos amores,
Una se parece a la imprudencia:
Es un niño que siempre se ríe.
Y todo este encanto describe divinamente, una amistad de niñas pequeñas,
Luego… la otra amistad más grave, más austera,
Se ofrece con lentitud, elige con misterio.
...
Separa las flores por temor a herirse con ellas.
...
Mira con sus ojos y camina sobre sus pasos.
Espera y no se previene.
…
He aquí la nota grave.
•
¡Ay! No podemos limitarnos, a la hora de terminar este estudio. ¡cuántas maravillas locales y cordiales! ¡Qué paisajes de Arras y de Douai! ¡Qué bordes de la Escarpa! ¡Qué suaves y razonablemente extrañas (yo me entiendo y vosotros me comprendéis) estas jóvenes Albertinas, las Inés, Ondinas, esa Laly Galine, esos encantadores “muerto bello país, muerta fresca cuna, aire puro de mi verde tierra, benditos seáis, dulce punto del universo.!”
Tenemos que restringirnos a los justos (o más bien, injustos) límites que la fría lógica impone a las deseadas dimensiones de nuestro pequeño libro, nuestro pobre examen de una poeta verdaderamente grande. Pero -¡pero!- qué pena no querer citar más que fragmentos como los anteriores, escritos mucho antes de que Lamartine brillara y que son, insistimos, del Parny casto ¡y tan sereno! , superior en este tierno género.
¡Dios, qué tarde es! ¡Qué sorpresa!
El tiempo ha huido como un rayo.
Doce veces la hora ha herido el aire
Y todavía sentada junto a ti,
Y lejos de presentir la hora del sueño,
Creía ver todavía un rayo de sol.
¿Es posible que el pájaro ya duerma en su rama?
¡Qué buen tiempo para dormir!
…
Guárdate de despertar a nuestro perro;
no te reconocería como amigo
y le hablaría a mi madre de mi imprudencia.
...
Escucha a la razón; vete, suelta mi mano,
es medianoche...
¡Qué puro ese “suelta mi mano”, y qué amoroso, ese “es medianoche” después del rayo de sol que ella creía ver todavía!
Dejaremos, suspirando, a la muchacha. A la mujer la hemos entrevisto más arriba, ¡qué mujer! La amiga, ¡oh, la amiga! ¡Los versos sobre la muerte de Madame de Girardin!
La muerte acaba de cerrar los más hermosos ojos del mundo. ¡La madre!
Cuando reñí a mi hijo, me escondí y lloré.
Y cuando ese hijo se va al colegio, un grito terrible ¿no es así?
Candor de mi hijo, ¡cómo te van a destruir!
Lo menos ignorado de Marceline Desbordes Valmore, son sus adorables fábulas, muy suyas, aun después de ese amargo Lafontaine y del lindo Florian:
El niño pequeñito iba a la escuela,
Le habían dicho ¡anda! él quería obedecer.
...
Y el “Miedosito” y “el “Mentirosito!” Os lo ruego, resaltad esas gentilezas, que, no son estúpidas ni afectadas:
Si mi niño me quiere
canta “la Dormidora” que aquí quiere decir “la Canción de Cuna” ¡cuánto mejor!
El mismo Dios dirá;
amo a ese niño que duerme.
Llevadle un ensueño de oro.
Y después de constatar que Marceline Desbordes Valmore, ha sido, entre los poetas de estos tiempos, la primera que ha empleado con la mayor fortuna, ritmos inusuales; el de once pies, entre otros, muy artista sin saberlo demasiado, y fue lo mejor, resumamos nuestra admiración por medio de esta admirable cita:
GEMIDOS
¡El infierno está aquí! El otro me da menos miedo.
Pero el purgatorio me inquieta el corazón.
Me han hablado demasiado de él, para que su funesto nombre
no serpentee y permanezca en un corazón tan débil.
Y cuando la marea de los días me derrota flor a flor,
Veo el purgatorio en el fondo de mi palidez.
Si han dicho la verdad, ahí es a donde iremos a extinguirnos.
¡Oh, Dios de toda vida! Antes de alcanzarte.
Es allí a donde hay que bajar, sin luna y sin día,
Bajo el peso del temor y la cruz del amor;
Para oír cómo gimen las almas condenadas
Sin poder decir: “¡Vamos!, estáis perdonadas”;
Sin poder enjugarlas, ¡oh dolor de dolores!
Sentir filtrarse por todas partes llantos y gemidos;
Tropezar por la noche con jaulas o celdas
Que ningún amanecer colorea con sus claras pupilas;
No saber donde gritar al Salvador desconocido:
¡Ay! mi dulce Salvador, ¿es que no has venido?
Tengo miedo de tener miedo, de tener frío, me escondo
Como un pájaro caído que teme que lo cacen.
Vuelvo a abrir mis brazos, tristemente, al recuerdo…
Pero está el purgatorio y siento como llega.
Es ahí donde me sueño conducida tras la muerte
Como una esclava rebelde al final de su jornada,
Ocultando bajo sus manos la frente pálida y marchita
Y pisando su corazón herido por el suelo.
Ahí es donde voy, por delante de mí misma
Sin atreverme a desear nada de lo que amo.
Ya no tendré nada agradable en el corazón
sino el eco lejano de su alegría en vida.
¡Cielos! ¿a dónde iré?
sin pies para correr?
¡Cielos! ¿dónde llamaré
sin llave para abrir?
Bajo la eterna retención que rechaza mi plegaria
Nunca más el sol llegará a mis párpados
Para secarlos del mundo y de escenas angustiosas
que me hacen bajar la mirada dolorida.
¡Nunca más el sol! ¿Por qué? Esta luz amada
Que sin embargo brilla en la tierra para los malos;
Sobre un pobre culpable al que llevan a la horca,
Como un suave “Ven a mí” el orbe se expande y brilla
Ya no hay fuego en ninguna parte, ni pájaros en el espacio.
Ni Ave María en la brisa que pasa.
A la orilla de los lagos secos no se mueve ni una rama.
Y no hay aire para mantener un átomo vivo.
Esos frutos que todo ingrato siente fundirse en sus labios
No darán ya color con su frescura a mi fiebre,
Y de mi corazón ausente que vendrá a oprimirme
Amontonaré lágrimas sin poder llorarlas.
Cielos ¿a dónde iré
sin pies para correr?
Cielos ¿a qué puerta llamaré
sin llave para abrirla?
No más recuerdos que me provocan lágrimas,
recuerdos tan vivos que viviré de su encanto;
No más familia, por la noche, sentada junto a la puerta
Para bendecir su sueño cantando junto al antepasado;
Nunca más el tono adorado, cuya gracia indestructible
obligaría a la nada a volverse sensible.
No más libros divinos deshojados desde el cielo,
Conciertos que todos mis sentidos escuchaban con mis ojos.
Y así, no atreverte a morir, cuando ya no te atreves a vivir
Ni buscar en la muerte un amigo que te libere.
¡Oh, padres! ¿Por qué, pues, buscáis vuestras flores en nuestras cunas,
si el cielo ha maldecido al árbol y a los retoños?
Cielos, ¿adónde iré
sin pies para correr?
¿Adónde llamaré
sin llave para abrir?
¡Bajo la cruz se inclina al alma prosternada,
Castigada, tras la muerte por la desgracia de haber nacido.
Y ¿qué pasa, en esta muerte que se siente expirar,
si un grito lejano me pide que espere?
¿Y si en ese cielo apagado, una pálida estrella
enviara su luz a mi melancolía?
¿Y si bajo esos tensos arcos de sombra y desesperanza
unos ojos inquietos se encendieran para verme?
Sería mi madre, intrépida y bendita
Descendiendo para reclamar a una hija suficientemente castigada.
Sí, sería mi madre que habría enternecido a Dios
La que vendría a librarme de este horrible lugar,
Y levantaría al viento de la joven esperanza
Su último fruto, que cayó mordido por el sufrimiento.
Sentiría sus brazos, tan hermosos, dulces y fuertes,
Estrecharme y levantarme con su poderosa energía.
Sentiría correr entre mis nacientes alas,
El aire puro que eleva a las golondrinas libres.
Y mi madre, huyendo para no volver más
Me llevaría, viva, a través del porvenir.
Pero antes de abandonar los mortales campos
Iríamos a llamar a las almas amigas,
Más allá del fúnebre campo en el que puse tantas flores
Disfrutaríamos con los perfumes que nacieron de mis lágrimas.
Y tendremos voces, emoción y fuego
Para gritar: ¡Queréis venir? A esas almas dolientes.
¿Queréis venir hacia el verano que hace que todo florezca,
dónde vamos a amar, sin llorar y sin morir?
¡Venid, venid a ver a Dios!; somos sus palomas.
Tirad vuestros sudarios; los cielos ya no tienen tumbas.
El sepulcro se ha roto por el amor eterno.
¡Mi madre nos alumbra para una estancia eterna!
Aquí ya se me cae la pluma de la mano y ¡un agradable llanto moja mis “patitas de mosca”. Me siento impotente para seguir explorando a semejante ángel.
Y de forma pedante, puesto que tal es nuestra penosa tarea, proclamamos con voz alta e inteligible, que Marcelina Desbordes-Valmore, es, sencillamente -con Georges Sand, tan distinta, compleja, no sin encantadoras indulgencias, con enorme sentido común, orgullo y, por así decirlo-, aun con cierto atractivo masculino-, la única mujer de genio y de talento de este siglo y de todos los siglos, en compañía de Safo quizás, y de santa Teresa.
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Y, hasta aquí, la ponderadísima crítica de Paul Verlaine. La biografía de la escritora con numerosos detalles complementarios, y, por supuesto, contando con el trabajo biográfico de Saint-Beuve, así como importantes muestras de la poesía de la autora, llegará muy pronto.
Sin embargo, no querría poner la palabra FIN, sin antes mostrar un retrato de Marceline, muy probablemente pintado por Goya.
Posible retrato de Marceline Desbordes-Valmore realizado por Francisco de Goya.
La fotografía procede del tome 3 de "Demeures inspirées et sites romanesques".
El retrato está hoy desaparecido, pero, se sabe que Desbordes-Valmore y Goya se conocieron en Burdeos, entre 1824 y 1828. (Inst. Cervantes en Burdeos).
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