Sócrates/ Σωκράτης. Academia de Atenas
Carácter de Sócrates / Σωκράτης, su lucha contra los Sofistas y su doctrina sobre lo Bello y la Elocuencia
Es imposible hablar de los sofistas sin que, al instante, el nombre de Sócrates se presente ante nosotros, por sí mismo.
Sócrates fue, ante todo, su contradictor, su enemigo convencido, ardiente e implacable. Jamás pactó con ellos, y consiguió, a fuerza de valor, de sentido común y de ingenio, si no extirpar todo el mal que aquellos habían hecho, al menos debilitar considerablemente, y disipar la infatuación de las almas sencillas y sinceras a las que aquellas doctrinas no habían gangrenado.
Sócrates, nacido en 470, pertenecía a la robusta y brillante generación, mecida en los heroicos recuerdos de Maratón y Salamina, y que acabó, por medio de las armas y por las artes de la paz, la obra de la grandeza ateniense.
[Maratón y Salamina, 490 y 480 aC. se saldaron con la sonora victoria de Atenas contra el intento de invasión del rey persa, Darío I.]
Era un hombre instruido y letrado, como lo eran también los ciudadanos más pobres, gracias a la excelente educación pública, tan vivamente descrita por Aristófanes. Fue un soldado intrépido en el combate, infatigable en la marcha; soportaba con paciencia admirable, el hambre, la sed, el frío y el calor.
Era un ciudadano siempre dispuesto a sacrificar su vida por el deber, como demostró en más de una ocasión, como lo hizo en su muerte, con un brillante y sublime testimonio. El escultor Sofronisco, su padre, había hecho de él un escultor, y la naturaleza no le negó las cualidades que definen a un gran artista. Pero pronto abandonó el buril, con el cual acababa de dar forma a las Tres Gracias, con el fin de entregarse al conocimiento, es decir, según la máxima que adoptó como divisa, para conocerse a sí mismo.
Pero no se aisló en una contemplación solitaria; comunicó su sabiduría a todo el que la quiso; se hizo preceptor de sus compatriotas, no por obtener ganancias, ni para que hablaran de él, sino en virtud de una especie de vocación interior.
Se le veía en la plaza pública, discutiendo con unos y otros, y trabajando, con todas sus fuerzas por aclarar sus razonamientos, corregir sus defectos, formando sus espíritus en las sacras ideas sobre lo verdadero, lo bello y lo honesto. Mantenía su oficio de escultor -como solía decir-, pero había cambiado de herramienta y de material.
La lucha de Sócrates contra los Sofistas
Tal era, pues, la vida que llevaba ya durante años, cuando aparecieron los sofistas. Muy pronto sacó a la luz del día su falsa ciencia y sus falsos talentos, descubriendo la detestable peste que acababa de abatirse sobre Atenas. Empezó la guerra con la llegada de Gorgias.
Mantuvo, sin paz ni tregua, hasta el fin de su vida, durante cuarenta años enteros, la lucha contra los sofistas, sus discípulos, y contra todos los que, de cerca o de lejos, habían sufrido la desastrosa influencia de sus doctrinas.
Con los discípulos y admiradores, Sócrates se contentaba con mantener conversaciones familiares y, preguntando y provocando la reflexión, conducía, poco a poco, al interlocutor hacia sus propias ideas; hábil, como decía él mismo, para iluminar los espíritus, ejerciendo sobre ellos, también según su expresión, el arte de su madre, la sabía Fenarete. [Comadrona].
Con los propios sofistas era más solemne, aunque no era de los grandes hombres que se proponen curar, ni se alababa de conseguir todo lo que deseaba, que era desenmascarar la auténtica ignorancia de aquellos, la impiedad y la inmoralidad de sus enseñanzas.
Solía actuar de la siguiente manera: Se dejaba invitar por algún amigo a una de las reuniones públicas o privadas que el sorprendente personaje, Gorgias, o cualquier otro, debía honrar con su presencia y encandilar con sus discursos, al más justo precio. Escuchaba religiosamente la magnífica disertación, y no se molestaba por los “bravos” dedicados al orador, testimoniando él mismo, su admiración por talentos tan prodigiosos.
Después, cuando el entusiasmo se calmaba un poco, pedía permiso para dirigirle al sabio en cuestión, una pregunta sencilla, o para pedirle alguna pequeña explicación, que no le avergonzara. El sofista, por ejemplo, había hecho un panegírico de la virtud; Sócrates se mostraba sorprendido de que no hubiera empezado por decir, qué era exactamente la virtud, qué era lo que la hacía ser virtud, y no otra cosa.
Si el sofista se reducía a hacer una enumeración y se ponía a hacer una lista de las diversas cualidades que eran llamadas virtudes, Sócrates no tenía que esforzarse para demostrar que no había contestado a su pregunta.
El sofista, picado en su honor, no se quedaba corto en palabras; lo mismo intentaba hacer una nueva enumeración, que Sócrates rechazaba igualmente, que soltaba una ampliación sobre el poder de la virtud, sus atractivos, o el bienestar y la tranquilidad del alma virtuosa.
La asamblea, como de costumbre, aplaudía calurosamente, pero Sócrates insistía, y quería obtener su definición. Con frecuencia, el sofista, impaciente, recurría a un arsenal de argumentos capciosos, y pasaba a otras cuestiones, o bien oponía una dificultad a otra. Y aquello era lo que esperaba Sócrates; entonces era cuando se lanzaba a la verdadera lucha. Armado de principios seguros, con un sentido común imperturbable y una clarividencia que nadie podía poner en duda, se liberaba de todas las ataduras con presteza y gracia, y reconducía la discusión a los términos precisos. Con una exquisita cortesía en las formas, empezaba a presionar a su oponente y le forzaba a ir de concesión en concesión; lo precipitaba paso a paso en el absurdo. Pero jamás abusaba de su victoria. Era suficiente que el enemigo rindiera las armas o desertara de la batalla.
Su más cruel venganza, aunque no siempre la ejercía, era reprender él mismo al sujeto con el que trataba, y establecer los verdaderos principios en lugar de la palabrería sofística. No hacía, ni siquiera, un discurso en forma; decía una anécdota, un mito alegórico que había oído contar, o bien algunos apotegmas; el comentario de un oráculo, o las palabras de algún sacerdote que recordaba, nunca le faltaban, esperando que los oyentes se llevasen en su alma algún germen nuevo de sabiduría y de virtud, pero, sobre todo, que muchos de ellos empezasen a deshacerse de sus irreflexivas admiraciones; con ello, Sócrates consideraba haber cumplido dignamente su tarea.
No aspiraba al renombre de elocuente ni al de sabio: Todo lo que sé, es que no sé nada, decía, y esta era la única ciencia de la que se adornaba en presencia de los sofistas, y la ironía socrática, no es más que la puesta en práctica de esta famosa máxima, con ayuda de la cual, Sócrates hace tropezar a cada paso, la pretendida ciencia de aquellos que no saben que no saben nada.
Pero Sócrates no era sólo el más espiritual, el más sutil, el más profundo de los críticos, y el más cortés: tenía, sobre todos los puntos esenciales de la moral, de la política, de la religión, ideas perfectamente definidas, soluciones prácticas, y su ignorancia aparente encubría la ciencia más real e incluso el más completo sistema que hasta entonces concibiera ningún filósofo. No era una de esas construcciones fantásticas como las que habían levantado los jonios y los eleatas. Sócrates, que buscaba, ante todo, lo bello y el bien, no se permitía especulaciones sobre la naturaleza universal de las cosas.
Trajo, como dice Cicerón, la filosofía, del cielo, a la tierra. No es ahora el momento para recordar las vivas y sanas luces con que iluminó todas las cuestiones que afectan a la dignidad y a la grandeza moral de la especie humana. Me limitaré a decir algunas palabras sobre el modo en que Sócrates hablaba de lo Bello y de las ideas que tenía sobre el verdadero orador y la verdadera elocuencia.
El artista, según Sócrates, no sabría producir lo bello en sus obras, simplemente copiando a la naturaleza. Tiene que elegir entre los elementos de los que se surte, y esta elección, supone para él una concepción anterior, en virtud de la cual, es capaz de distinguir lo que es bello, de todo lo que no lo es: “Un día fue a casa de Clitón, el estatuario, y hablaba así con él: “Bien veo que no representas del mismo modo al atleta en la carrera, al luchador, al púgil, al pancratista; pero el carácter de vitalidad que entusiasma a los espectadores ¿cómo lo imprimes en tus obras?”
Pancratista. Inmoviliza al oponente, sin golpearlo. S. II AC.
Como Clitón dudaba y tardaba en contestar, Sócrates, le dijo:
-¿Es al conformar tus estatuas con sus modelos vivos, como logras hacerlas tan animadas? Te diré mi secreto. Observando las diferentes posturas del cuerpo, algunas partes se elevan, cuando otras se rebajan; cuando unas son presionadas, las otras se flexionan, y cuando unas se tensan, las otras se relajan. ¿No es quizás, que al imitar esto, le das a tu arte tanta apariencia de verdad?
-Precisamente.
-Esta imitación de la acción del cuerpo ¿no es lo que proporciona más placer a los espectadores?
-Así debe ser.
-Es importante, sin embrago, expresar la amenaza en los ojos de los combatientes y la alegría en la mirada de los vencedores.
-Seguramente.
-Y es necesario también, que la estatuaria exprese, mediante formas, las acciones del alma.
(Jenofonte: Recuerdos de Sócrates: III, 10)
Jenofonte / Ξενοφῶν. Berlín
Sócrates demostró igualmente, al pintor Parrashius, que la pintura debe reproducir, sobre todo, el carácter moral de los personajes (Íd.).
Lo bello, según Sócrates, lo verdaderamente bello, lo que eleva el alma y enciende en ella la admiración y el entusiasmo, es inseparable de lo bueno, tanto en la realidad como en la lengua griega, que los une a veces en una sola expresión, formada por las dos palabras; Bello y Bueno, y se servía de la palabra Bello, él mismo, para significar también lo bueno y lo honesto.
Sócrates no llamaba Poesía a una versificación sonora, o a una música que sólo habla al oído y no dice nada al espíritu. Veía la Retórica y la Elocuencia como dos cosas más o menos incompatibles. La única táctica legítima, según él, trata de aprovechar, en primer lugar, las ideas generalmente admitidas como evidentes, pero a condición de despejarlas insensiblemente de toda impura aleación, y de ofrecer a los oyentes lo que es esencialmente verdadero, bueno y justo:
En toda discusión -dice Jenofonte-, él procedía desde los principios más generalmente admitidos, persuadido de que era un método infalible. No conozco a ninguno que supiera llevar mejor a sus oyentes a reconocer las verdades que quería demostrarles. Fue esta la razón -decía-, por la que Homero dijo que Ulises sabía deducir sus pruebas de las ideas recibidas ante los que le escuchaban y por ello era un orador seguro de su Causa.
(Jenofonte: Recuerdos de Sócrates, IV, VI).
Sócrates y Jenofonte. Rafael: Escuela de Atenas, Signatura, Vaticano.
Platón mezcló demasiado sus propias concepciones con las ideas que había recibido de su maestro, para que se pueda distinguir con certeza todo lo que hay verdaderamente socrático en sus Diálogos, incluso en los más socráticos. Se distingue, no obstante, con bastante frecuencia lo que dice el Sócrates del Diálogo; Sócrates, en vida, no sólo pudo, sino que debió decirlo. Así pues, Sócrates dijo, con seguridad, las palabras que Platón le hace pronunciar en su Gorgias:
El buen orador, el que se conduce de acuerdo con las reglas del arte, apuntará siempre a este fin, la justicia, y en los discursos que dirija a las almas, y en todas sus acciones, ya sea que ofrezca, ya sea que arrebate será por el mismo motivo, pues su espíritu está siempre ocupado por hacer nacer la justicia en el alma de los ciudadanos y por desterrar la injusticia y hacer germinar en ella la temperancia, separándola de la intemperancia; introducir, en fin, todas las virtudes, rechazando todos los vicios.
Platón / Πλάτων. Academia de Atenas
El hombre que desenmascaró a los sofistas, y que había consagrado su vida a la práctica de todas las virtudes, a la búsqueda y la enseñanza de la verdad; el hombre que creía que el Arte no es nada sin lo Bello, ni la elocuencia sin lo justo, mereció mil veces beber la cicuta, y la bebió. Un poeta trágico sin talento; un ricachón malvado o fanático y un demagogo desvergonzado, se asociaron para acusarlo.
La muerte de Sócrates. Óleo de Jacques-Louis David, 1787. Met. NY
Sócrates fue condenado, pero Melito, Anyto y Lycon, no mataron las ideas de Sócrates.
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Traducción de la obra de ALEXIS PIERRON. Historia de la Literatura Griega. Capítulo XXVII. SÓCRATES.
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