Escuela de Atenas, Platón (427-347 aC). Obra de Raphael Sanzio. Vaticano, Roma.
La Escuela de Atenas, es decir, la Academia, fue fundada como escuela filosófica, por Platón, hacia el año 387 aC. en los Jardines de Academo, y destruida en 410 dC., durante la primera Guerra Mitridática. Después de su reconstrucción, sería definitivamente clausurada por Justiniano, en 529 dC. En ella se desarrolló prácticamente, todo el saber en Matemática, Medicina, Retórica y Astronomía, a lo largo de diez siglos.
Curiosamente, se cree que en su entrada figuraba un importante aviso:
Ἀγεωμέτρητος μηδείς εἰσίτω / "No Geómetras no pueden entrar"
La tradición dice que esta frase estaba grabada a la entrada de la Academia de Platón y ha sido transmitida por varios comentaristas de Aristóteles, como Elias en su Comentario a las Categorías, XVIII, 118, 18-19):
καὶ διὰ Πλατὁνα ἐπιγράψαντα πρὸ τοῦ μουσείου ἀγεωμέτρητος μέδεις εἰσίτω/
En la Academia de Platón, delante del templo de las Musas estaba escrito: "No entre nadie que no conozca la geometría".
Juan Filópono: Comentario sobre el alma, XV,117,27, con una pequeña variación: ἀγεωμέτρητος μὴ εἰσίτω “no entre el que no sepa geometría”,
Diógenes Laercio en IV, 10 cuenta una anécdota que muestra la importancia de la geometría en la enseñanza platónica:
“Jenócrates quería estudiar con él sin saber ni música ni geometría ni astronomía, y Platón le dijo: “Vete, pues no tienes los asideros de la filosofía”.
(Antiqutatem. Historia de Grecia y Roma).
Alexis Pierron se centra en este Capítulo, precisamente, en la última época de la Academia, conocida como “Escuela de Atenas”, que Rafael Sanzio legó a la posteridad, a través de su inmortal fresco de la Sala de Sello, en el Vaticano, cuyo eje central es Platón, que lleva en la mano su diálogo Timeo, conversando con Aristóteles, que, a su vez sostiene su Ética a Nicómaco, y a los que rodean múltiples representantes de las ciencias y el pensamiento, incluido Sócrates.
Rafel Sanzio, inmortalizó la Scuola di Atene en una de las “Stanzas” del Vaticano.
La Academia actual, en Atenas
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Libanio, Temistio, Juliano y “Fundamentos de la Física”, de Proclo
Λιβάνιος, Libanio "El Pequeño Demóstenes", originario de Antioquía, c. 314 – c. 394 eC.
Θεμίστιος, Temisto: Paflagonia, c. 317 – Constantinopla, c. 388 eC.
Flavius Claudius Iulianus, Juliano II, “El Apóstata”, Constantinopla, 331/2-Marnaga, 363 eC.
Πρόκλος ὁ Διάδοχος: Proclo “el Sucesor". Constantinopla, 412 - Atenas, 485 eC.
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Atenas en el siglo IV.
Las Escuelas de Atenas mantuvieron secularmente su reputación, y la ciudad era, aún durante el Imperio, la residencia de las Musas. Pero los maestros que perpetuaron, en la patria de Sócrates y Sófocles, el culto a la Filosofía y las Letras, parecían limitarse gradualmente. a una enseñanza oral, y apenas unos pocos nombres entre ellos han llegado hasta nosotros. Eran personajes, aún siendo muy instruidos y muy capaces de transmitir los principios de las ciencias y las artes, que ya no se preocupaban mucho por añadir, ellos mismos, algo, a la antigua herencia. Y no es que no tuvieran libertad para hacerlo; formaban entre ellos como una pequeña república, en la que se entraba por elección, y los emperadores respetaban sus costumbres y derechos. Pero se contentaban con disfrutar de los tesoros amasados por el genio, y vivían en una quietud un poco blanda, que dan, el contento de sí mismo, el éxito obtenido sin demasiados esfuerzos, el bienestar presente y la seguridad del mañana. Los progresos del cristianismo, la supresión de las escuelas paganas en las ciudades en las que dominaba el nuevo espíritu; las tendencias de la política imperial, que amenazaba con adorar tan pronto lo que había quemado y con quemar lo que había adorado; en fin, el soplo poderoso de las doctrinas neoplatónicas; no hacía falta tanto, creo, para despertar este mundo de filósofos y de hermosas mentes, para sacarlos de sus agradables sueños, para recordarles el sentimiento de la realidad. Su vida, en el siglo IV, se convirtió en una batalla y la lucha no cesó hasta el momento en que un emperador abolió la enseñanza de las ciencias profanas e hizo callar los ecos que repetían los armoniosos acentos del divino Platón.
Fue en Atenas donde el politeísmo hizo más esfuerzos para rejuvenecerse, y la que estuvo más tiempo detenida en la pendiente de su decadencia. Allí brillaron las últimas luces del genio pagano y allí se formaron aquellos a los que podríamos llamar, los últimos Griegos.
Fue en Atenas, donde Juliano aprendió en detalle las operaciones teúrgicas (*), y donde se penetró de aquel misticismo alejandrino que hizo de él, bajo la púrpura imperial, un personaje tan original y extraño; aquella Atenas en la que enseñaron y estudiaron, los Libanios, los Temistos, etc., antes de convertirse en hombres considerados en el imperio; la Atenas, en fin, que vivieron y enseñaron los últimos paganos dignos del nombre de filósofos.
(*) Teúrgia: Especie de magia de los antiguos gentiles, mediante la cual pretendían tener comunicación con sus divinidades y operar prodigios. RAE.
Libanio
Libanio, el Sofista, o el Orador
Nació en 314 o 315, en Antioquía del [río] Orontes y allí también murió, a finales del siglo IV, tras haber brillado en diferentes teatros, sobre todo, en la nueva capital, en la que Constantino había llevado la sede del imperio. Era un pagano ferviente, pero, en absoluto, fanático. Tenía como amigos a algunos de los más ilustres representantes de las doctrinas cristianas; los Basilio, los Crisóstomo, los Gregorio Nacianceno. A pesar de su amor y su admiración hacia Juliano, culpaba al restaurador de las viejas creencias, de haber llevado demasiado lejos sus creencias y su celo, y de haber ejercido contra los cristianos demasiado rigor. Nos queda de él un gran número de obras, pero que pertenecen todas, más o menos, al género sofístico. Son discursos de diversos temas de Historia, Mitología, Moral, arengas oficiales, modelos al uso de los adeptos al arte de la oratoria, etc. La única parte verdaderamente interesante de las obras de Libanio, es la colección de sus Cartas. Hay más de dos mil, y en ellas es donde se puede estudiar, con más resultados, el estado de la literatura de la sociedad griega en el Siglo IV.
Libanio no es menos sofista, ni menos afectado en un escrito de pocas líneas, que en un discurso destinado a ser declamado en público. Pero cuando esas pocas líneas se dirigen a San Basilio, y San Basilio no desdeña responder a los comentarios del retórico pagano, con elogios casi fabulosos, el lector moderno no puede evitar sentir un placer curioso y singular, recorriendo estos monumentos de la cortesía antigua.
No es necesario hacer notar que no hay nada en común entre Libanio y la elocuencia, y que el Orador de Constantinopla, como le llaman algunos, no era, sino un hábil artesano de las frases, un escritor mucho más cuidadoso de los giros del bello lenguaje, que del natural de los sentimientos y de la verdad del pensamiento.
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Temistio
Temistio, o Temisto, es un espíritu más serio y más elevado. Es un filósofo, un hombre de Estado, y aunque no siempre esté exento de los defectos que le pueden aproximar a Libanio, y aunque se acuerde un poco demasiado de su oficio de maestro de Retórica, el calor de sus convicciones, la nobleza de sus sentimientos, la altura de sus ideas, imprimen a su estilo esa gravedad elocuente, esa unción, ese “no sé qué” que hace estimar al escritor, porque bajo este escritor hay un hombre.
Temistio nació hacia el año 325, en Paflagonia [centro-norte de Anatolia, en la costa del mar Negro], y vivió hasta el final del siglo IV, pues se sabe que aún vivía bajo Arcadio [emperador, 395-408]. [**] Desempeñó importantes cargos en Constantinopla y sus virtudes le atrajeron la estima de los cristianos, tanto como la de los paganos. Teodosio no dudó en elegirlo como maestro de su hijo Arcadio. Pero Temistio se mantuvo toda su vida como un pagano, o más bien, como un librepensador. Su reputación de elocuente, hizo que recibiera el sobrenombre de Eufrades, o hablador distinguido o fluido. Tenemos algunas obras de Temistio. Sus comentarios sobre algunos tratados de Aristóteles, son estimados y merecen serlo. Pero fueron estos útiles trabajos los que le ganaron el sobrenombre. Sus discursos no son, a veces, sino arengas aparatosas y panegíricos de emperadores; piezas de cancillería, y no monumentos literarios. Pero la mayor parte, sobre objetivos de una importancia eterna, no han perdido nada, incluso hoy, de su interés y su actualidad. Ved, por ejemplo, con qué vigor, buen sentido y razón, se dirige al emperador Valente, para recomendarle la tolerancia religiosa (Discurso XII). Existen límites en los que expira el poder de la fuerza. Los decretos y las cóleras de los reyes son forzados a confesar la libertad de las virtudes, y, por encima de todo, del sentimiento religioso. Se manda, se impone, en las operaciones del cuerpo, pero los sentimientos del corazón, los actos y las disposiciones del pensamiento, pertenecen a la independencia y a la propia soberanía. Un despotismo insensato a usado ya esta violencia sobre los hombres, y, despreciando su resistencia, ha pretendido imponer a todos, las opiniones de uno sólo, pero no ha conseguido, sino que, todos, de cara a los suplicios, disimulen sus sentimientos verdaderos sin convertirse a otra doctrina. Lo que es hipócrita, no puede ser oro; una religión nacida del temor y no de la voluntad, ¿qué otra cosa es, sino hipocresía? Dios pone la idea de su divinidad en el fondo de toda alma, incluso en la del salvaje y el bárbaro, y esta idea es tan soberana en nosotros, que la violencia y la persuasión, no pueden nada contra ella. En cuanto a la manera de expresarla, lo ha dejado a la voluntad de cada uno. Recurrir a la fuerza contra la conciencia, es, pues, entrar en guerra con Dios, puesto que se trata de arrancar a los hombres un poder que han recibido de Dios mismo. Es la variedad de las opiniones religiosas la que ha nutrido y desarrollado la piedad, y es esta la que la mantiene eternamente.
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[**] Flavio Arcadio/Flavius Arcadius/ Ἀρκάδιος, c. 377/378-1 de mayo de 408. Emperador de Oriente desde 395 a 408. Parece que fue el primer emperador bizantino, es decir, del llamado Imperio romano de Oriente. Fue el hijo mayor de Teodosio I y de Elia Flacila, nacido en Hispania durante el exilio temporal de su padre justo antes de subir al trono. Su padre lo declaró co-augusto de Oriente en enero de 383, pero empezó a reinar en solitario cuando su padre falleció en enero de 395, en Milán, a donde había acudido para sofocar una rebelión. Su hermano Honorio, sería Emperador de Occidente, desde 393, como consecuencia de la decisión de su padre, consistente en repartir la herencia imperial entre los dos hijos.
Los favoritos del emperador Honorio. 1883. J. W. Waterhouse. Art Gallery of South Australia
Desde 399 ejerció el gobierno un grupo de personalidades ligadas a la emperatriz Eudoxia, como el Prefecto del Pretorio de Oriente, Aureliano, después de 400 el conde Juan, o el general Fravitta, de origen godo. A partir de 403, Juan Crisóstomo, Patriarca de Constantinopla, se opuso constantemente a Eudoxia considerando que esta había empleado la riqueza de su familia para dominar al emperador. Eudoxia, con la ayuda del Patriarca de Alejandría, logró exiliar a Crisóstomo, pero un tumulto popular le hizo retroceder. Aunque logró su objetivo en el 404, año en el que falleció la emperatriz. Arcadio fue dominado durante el resto de su reinado por Antemio, Prefecto del Pretorio de Oriente, pues el emperador, se preocupaba más por parecer un cristiano pío que de las materias políticas o militares de su imperio. Murió en 408, sin haber ejercido más que nominalmente el mando de su imperio. De Eudoxia había tenido cuatro hijos: Pulqueria, Arcadia, Marina, y un varón, el futuro Teodosio II.
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Los corredores, en el estadio, se dirigen todos hacia el mismo juez, pero unos por un lado y otros por otro, igual que, al término de nuestra vida, hay un juez único, soberano y justo, aunque conduzcan a él diferentes caminos; rutas tortuosas, rectas, difíciles, llanas; todas han de llegar al mismo lugar de descanso. El ardor y la emulación de los atletas se extinguirían sin esta multiplicidad de caminos interceptados, esos mil senderos, puesto que no dejar más que uno para todos, sería ahogar la competición en una estrecha negativa.
Si hay que decir la verdad, finalmente, el acuerdo de todas las opiniones, este ensueño de ignorantes, no puede sino desagradar a Dios. ¿No parece, en efecto, que Él mismo prohíbe y condena toda uniformidad de culto? La naturaleza -dice Heráclito-, ama el misterio. El padre de la naturaleza lo ama todavía más. Así, manteniéndose lejos de nuestras miradas y fuera del alcance de la ciencia humana, ¿no nos ha dicho suficientemente, que no pide a todos el mismo culto, sino que desea que meditemos, cada uno con nuestra inteligencia y no con la de otro?
Temistio dirigió algunos de sus discursos contra los que se enorgullecían del nombre de Sofistas, y rechazó enérgicamente este título para sí mismo, como una cualificación infamante. Es evidente que tenía derecho a contarse entre los miembros de una familia más noble que la de Gorgias, y que no era completamente indigno del gran Platón, cuyas obras estudiaba asiduamente.
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Juliano
Juliano, de Edward Armitage (1875). Walker Art Gallery, Liverpool
[Hijo de un hermanastro de Constantino el Grande. Se considera que la famosa anécdota, según la cual Juliano se arrancó la lanza que le había herido y la arrojó hacia el cielo, pronunciando la famosa frase: «Vicisti Galilæ» («Has vencido, Galileo»), es de origen apócrifo. Parece más bien, como explica Gore Vidal, que el invento pertenece al apologista cristiano Teodoreto, quien lo escribió un siglo después de la muerte de Juliano. La frase sirvió de comienzo al poema de 1866 “Himno a Proserpina”, de Algernon Swinburne (RU, 1837-1909). Cabe recordar que, siendo niño, Juliano fue testigo del asesinato de su familia, promovido por el emperador Constancio II, en 337; esto -declaró después-, hizo nacer su desconfianza hacia el cristianismo.]
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Juliano no era, en absoluto como Temistio, un hombre sabio y reflexivo. No conoció bien, ni su tiempo, ni a los hombres de su tiempo. La pasión de su alma, le alejaba de la prudencia, y su misticismo le arrastró a graves desviaciones. No obtuvo, sino odio, en su empresa de restaurar el politeísmo, y de devolver al pueblo a los antiguos templos. Sus virtudes personales, sus talentos militares, su valor, su inteligencia, todo cuanto habría sido suficiente en otro siglo, para colocarlo en el rango de los héroes de la humanidad, no hizo de él sino un sofista de una especie extraña, o, si se quiere, un artista, cuyas fantasías arqueológicas, llegaron a comprometer la suerte del mundo. Pero no es nuestro objetivo juzgar aquí al político inhábil; se trata de un escritor, y las obras de Juliano merecen figurar entre las más notables y originales producciones del genio antiguo. No muchos escribieron durante los siglos de la decadencia, con tan espiritual viveza, pero, sobre todo, en el buen gusto clásico y la pureza de dicción, pocos han sido tan irreprochables.
No hay en la literatura griega, un autor cuya lectura sea más interesante para nosotros -me refiero a los franceses y a los parisinos-. Fue defendiendo la Galia contra los bárbaros, como Juliano conquistó la gloria militar.
Y fue cerca de Lutecia [antecesora de la actual París, con la que tiene en común, su ubicación en L’Île de la Cité], en el Palacio de las Termas donde Juliano fue proclamado emperador.
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Le frigidarium, de 1845, par Achille Poirot. Musée National du Moyen Âge; MNMA, Cluny.
Hoy englobadas en el Museo de Cluny, las Termas romanas datan de principios de nuestra era y están situadas en el Quartier Latin/Barrio Latino de París.
Estatua de Juliano en las Termas
Las actuales termas son sólo la parte que se conserva de un conjunto mucho más amplio, que iba desde el Boulevard Saint-Germain, a la rue des Écoles y al Boulevard Saint-Michel, donde se encuentra el actual Museo. Con una gran superficie, era el lugar donde los ciudadanos iban a los baños, a descansar, a hacerse cortar el pelo, a leer, ya que también tenía biblioteca, o sencillamente, a charlar. El complejo termal tenía también una gran palestra donde se practicaba la lucha y otras actividades. Típicas del modo de vida romano, las Termas eran, de hecho, el lugar de encuentro preferido por los habitantes de la ciudad, pues además de los baños rituales, allí encontraban un sencillo medio de relacionarse socialmente.
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En un escrito de Juliano, se encuentra la primera descripción de lo que después sería París. ¿Quién, entre nosotros, permanecería indiferente ante una página como la que transcribo a continuación?
Yo estaba entonces en los cuarteles de invierno, cerca de mi amada Lutecia. Los celtas llaman así a la ciudad de Parisii. Es una Palabra lanzada al río, que lo envuelve por todas partes. Puentes de madera nos llevan allí desde las dos orillas. El río disminuye o crece raramente; está casi siempre al mismo nivel y, tanto en verano como en invierno, provee de agua muy agradable y límpida, tanto para ser observada, como para beberla. Como es una isla, los habitantes necesitan sacar el agua del río. El invierno es muy suave, a causa, según dicen, del calor del Océano, que no está a más de novecientos estadios, y quizás extienda hasta allí su suave vapor, pues parece que el agua el mar es más cálida que el agua dulce. Ya sea esta la causa, o cualquier otra que desconozco, es un hecho que los habitantes de este país tienen los inviernos más tibios. Esto hace que crezcan buenas viñas, y algunos se las han ingeniado para plantar higueras, rodeándolas, durante el invierno, como de una capa de paja, o de cualquier otra cosa, que las preserva de las injurias del aire.
Juliano hablaba así de Lutecia a los habitantes de Antioquía, a propósito de la dura vida que llevaba en la Galia, cuyo imagen opone, en el Misopogon, a las costumbres sensuales y blandas de la ciudad oriental.
El relato de la revuelta de las legiones contra Constancio es demasiado largo para ser transcrito, pero se puede leer en Epístola al Senado y al Pueblo de Atenas, y de esta, citaré algunos párrafos:
De pronto, los soldados rodean el palacio. Todos gritan a la vez, mientras yo me pregunto qué debo hacer, sin llegar a ninguna parte. Descansé un poco en una habitación próxima a la de mi mujer, que entonces vivía, y desde allí, ante un ventanal entreabierto, me prosterné ante Júpiter. En el momento en que los gritos redoblaban, y cuando ya todo era desorden en el palacio, pedí al dios una señal de su voluntad, y él me la concedió allí mismo, ordenándome que obedeciera y que no me opusiera al deseo de los soldados... Alrededor de la tercera hora, un soldado vino a ofrecerme un collar; yo me lo coloqué alrededor del cuello, e hice mi entrada en palacio, suspirando, sólo los dioses lo saben, desde lo más profundo de mi corazón... Los amigos de Constancio, tanteaban la ocasión, urdiendo contra mí nuevas tramas, y distribuyendo dinero entre los soldados... Uno de los oficiales de la corte de mi esposa sorprendió esta intriga... Se sintió lleno de entusiasmo, como aquellos a los que inspiran los dioses, y empezó a gritar en público, en medio de la plaza: “¡Soldados, extranjeros y ciudadanos, no traicionéis al emperador!”. Ante estas palabras, el valor volvió al corazón de los soldados. Todos corrieron en armas hacia el palacio, y allí, al encontrarme vivo, se volvieron locos de alegría, como si se hallaran inesperadamente, a la vista de un amigo. Me rodearon por todas partes, me abrazaban, me llevaron en hombros... Sin embargo, la multitud me reclamaba a los amigos de Constancio para entregarlos al suplicio. Los dioses conocen las luchas que hube de librar para salvarles la vida.”
Cuando Juliano llegó a la Galia, los Germanos eran dueños de toda la orilla izquierda del Rin; ocupaban todas las tierras entre el Rin y los Vosgos, y todo el macizo que hoy se llama el Hunsrück, el Eifel y la Ardena. Las ricas llanuras del alto Mosela, del alto Meuse, Bélgica incluso, habían sido devastadas y ya no eran más que un inmenso desierto. En cuatro campañas, Juliano devolvió al Imperio sus fronteras; restableció el prestigio de las armas romanas, y superó a los germanos en la misma Germania. Amiano Marcelino cuenta admirablemente estas grandes guerras. Pero ¡cuánto más admirable aún es el sencillo y modesto relato que hace el mismo Juliano, de aquellos atenienses que se habían entregado desde el primer día a su causa! Juliano, en estas páginas, es digno de los más ilustres narradores de la antigüedad, y su manera de expresarse, tiene un no sé qué de ingenuidad encantadora, que no sabría con quien compararlo. Sólo un héroe puede hablar así de lo que hace, y reflejar sin proponérselo, su genio, su valor y la nobleza y belleza de su alma. No sin emoción, transcribo este admirable pasaje:
Habiendo encontrado la Galia en esta situación, recuperé Agrippina (Colonia), ciudad situada sobre el Rin, tomada unos diez meses antes, y después, Argentoratum (Estrasburgo), fortaleza próxima, al pie mismo de los montes Varsègues (Vosgos). Fue un combate glorioso, y quizás su renombre haya llegado hasta vosotros.
'La defaite de Chnodomar (Chnodomaire) roi des alamans battu par l'empereur Julien en l'an 357 a Oberhausbergen, a l'ouest d'Argentoratum (Estrasburgo).
Los dioses hicieron caer en mi poder al rey de los enemigos; pero no hablé de este éxito a Constancio. Aunque privado de los honores del triunfo, era dueño de hacer degollar a mi prisionero, o de llevarlo a través de toda la Céltica, y ofrecerlo como espectáculo a las ciudades, dándome una especie de placer con las desgracias de Chnodomaire; nadie me lo impedía. Sin embargo, no juzgué en absoluto, oportuno, hacer nada parecido; lo devolví a Constancio, que volvía entonces de las tierras de los Quades y los Sauromates. Así, mientras yo combatía, Constancio había hecho un agradable viaje, bien acogido por los que habitan las orillas del Ister (Danubio); y no fui yo, sino él, quien triunfaba. En el segundo y tercer año siguiente, la Galia entera fue purgada de bárbaros; la mayor parte de sus ciudades fueron tomadas; un gran número de naves sacadas de Bretaña vinieron a anclar allí. Yo zarpé con una flota de seiscientos barcos, de los que trescientos, habían sido construidos bajo mis cuidados, en menos de diez meses, y entré en las aguas del Rin: operación difícil, vistas las incursiones de los bárbaros que habitaban sus orillas. Florentius (prefecto del pretorio) creyendo la cosa tan imposible, prometió dos mil libras de plata por el pasaje, y Constancio, advertido de la compra, había cedido. Me escribió que aceptara, a menos que encontrara la condición demasiado deshonrosa. Pero, ¿cómo no iba a serlo, si incluso se lo parecía a Constancio, tan habituado a ceder a los caprichos de los bárbaros? Yo no les di nada y marché contra ellos. Los dioses protectores se declararon a mi favor y sometí los territorios de la nación de los Salios, expulsando a los Chamaves, y me hice con una gran cantidad de bueyes, mujeres y niños; en fin, inspiré a todos tal terror, y el aparato de mi invasión era tan temible, que de inmediato me enviaron rehenes y aseguraron los víveres a mis soldados. Sería demasiado largo enumerar y contaros en detalle todo lo que hice durante aquellos cuatro años. He aquí el resumen.
Cuando tuve el título de César, atravesé tres veces el Rin, y traje del otro lado de este río, veinte mil prisioneros, tomados de los bárbaros. Dos batallas y un asedio me pusieron en posesión de mil hombres capaces de servir y, en la flor de la edad, envié a Constancio cuatro cohortes de excelentes soldados de infantería, otras tres de buenos jinetes y dos legiones soberbias. Era duelo en aquel momento, gracias a los dioses, de todas las ciudades y tomé cerca de cuarenta.”
Obras de Juliano
La lectura de Juliano no encierra ningún peligro. Lo que queda de sus escritos contra el cristianismo, es demasiado poca cosa, y de tal debilidad, o más bien, puerilidad, que cuesta comprender cómo los padres de la Iglesia se hayan dignado a enfrentarse a semejantes ataques. No hay que temer que ningún francés de hoy repudie el Evangelio por las ficciones de los poetas paganos, y se pongan a ofrecer sacrificios a los dioses del Olimpo. Y no es mucho más creíble, que los dos opúsculos sobre el Rey Sol y sobre la Madre de los Dioses, hagan muchos adeptos al misticismo alejandrino y a la teúrgia de Iamblico. Además, estos escritos son oscuros y poco interesantes. Si no hubiera en Juliano más que este fondo y este estilo, no hablaríamos de este autor, pero ¡qué obras, el Misopogon y los Césares! Digamos mejor, ¡qué maravillas de verbo y de gracia, de buen gusto clásico, de pura y elegante dicción! Es Luciano mismo. La Epístola al Senado y al Pueblo de Atenas es de una belleza que no palidece junto a los más nobles monumentos de la elocuencia antigua; y los tratados en los que Juliano se limita al papel de filósofo y moralista, no son indignos de lo que Marco Aurelio meditó siempre, y los Pensamientos. El epistológrafo y el poeta incluso, en Juliano, merecen también algo más que un vistazo distraído. Sólo los Panegíricos son más mediocres. No me han gustado. Son demasiado ficticios y declamatorios. Lo que arruina estos ejercicios de retórica, son los temas, evidentemente impuestos por conveniencias políticas, o incluso por molesta necesidad. Aún comprendo que Juliano haya alabado a Eusebio, al que debía mucho, ¡pero a Constancio, el asesino de todos los suyos! No hay obligación alguna de leer estos elogios. Hay, no obstante, en estos discursos de un género tan falso, pasajes muy notables. Así, en el retrato idealizado de un buen príncipe, como el Ensayo sobre los Elogios, se nos ha hecho familiar, y Thomas, señala con derecho, su veracidad, su justicia, y su perfecta razón, pero fragmentos brillantes, rasgos felices, veracidad de los detalles o cualidades eminentes de estilo, no hay. Si la elocuencia continua, incluso con Trajano por objeto, es apenas tolerable, ¿qué será la elocuencia intermitente, aplicada a los imaginarios méritos del abominable Constancio?
Sólo conocemos fragmentos del libro de Juliano en defensa del Helenismo, es decir, de las tradiciones religiosas de Grecia, contra los ataques del cristianismo. No tenemos nada de sus Memorias sobre las campañas de Germania. Si fuera permisible, dice un crítico, juzgas este escrito por el carácter general de sus obras literarias, parece que pudo conciliar la sencillez de César con más gracia, pero con menos nervio y concisión. La obra maestra de Juliano, es la sátira titulada los Césares o el Banquete. Es el cuadro de las virtudes, los vicios y los errores de los emperadores. Los personajes están trazados con mano maestra, con una presión y una veracidad de color, admirables. Constantino no recibe aquí ningún halago, sino que es un hombre sanguinario, hipócrita, afeminado, cubierto de crímenes, que merecería quizás, incluso menos tratamiento. La sátira contra los habitantes de Antioquía, titulada Misopogon, es decir, el enemigo de la barba, no está menos lleno de sal y de aprobación.
No obstante, se produce una especie de sentimiento molesto al ver al dueño del universo hundir la majestad imperial en la ironía y la invectiva, porque los Galileos de Antioquía se burlaron de sus pretensiones filosóficas, de su descuidada vestimenta, de su barba mal cortada y de sus maneras bruscas y sin dignidad. Pero es sobre todo, en las confesiones que no puede impedirse hacer, donde se percibe más visiblemente lo que era entonces el estado general de las almas, y cuánto el paganismo decretado por ley, respondía a los instintos y a las necesidades de los pueblos:
Hacia el décimo mes, llega la antigua solemnidad de Apolo, y la ciudad debía ir a Daphné, para celebrar esta fiesta. Abandono el templo de Júpiter Casio y me apresuro, imaginando que iba a ver toda la pompa de que Antioquía es capaz. Tenía la imaginación llena de perfumes, víctimas, libaciones, jóvenes revestidos de magníficas túnicas blancas, símbolo de la pureza de su corazón, pero todo aquello no era sino un bello sueño. Llegué al templo y no vi a la víctima, ni un pastel, ni un grano de incienso. Quedé sorprendido, creo, sin embargo, de que los preparativos se hicieran fuera, y que, por respeto a mi calidad de soberano pontífice, se esperaran mis órdenes para entrar. Pregunté pues, al sacerdote qué ofrecería la ciudad en aquel día solemne. –Nada, me respondió, aquí sólo hay una oca que he traído de mi casa, pues la ciudad no ha ofrecido nada.
Los discursos y las cartas de Juliano prueban, no menos elocuentemente, que la reacción pagana se había detenido en la sociedad oficial, y que no había ganado la gran sociedad del imperio. Para dar al politeísmo una apariencia de vida, Juliano se redujo a predicar, por así decirlo, la falsificación del cristianismo.
Así, en sus instrucciones a un gobernador de la Galacia, reconocía que los cristianos ganaban en virtudes exteriores sobre los paganos; y fue en este progreso de la secta aborrecida. Después, tras haber recomendado a los que la detestaban como él que no se dejaran vencer más así a los ojos de los pueblos, y tras haber dicho a Arsace, que no permitiera que los sacerdotes de los dioses llevaran una vida inconveniente y disipada, Juliano añade estas palabras: “Estableced en cada ciudad, hospicios, para que las gentes sin asilo o sin medios de vida disfruten allí de nuestros beneficios, cualquiera que sea, en todo caso, la religión que profesen. Sería demasiado vergonzoso que nuestros súbditos estuviesen desprovistos de todo auxilio de nuestra parte, mientras que no se ven mendigos, ni entre los judíos, ni incluso, entre esta secta impía de los Galileos, que alimentan no solo a sus pobres, sino, a menudo, a los nuestros.”
El historiador de la Escuela de Alejandría, que consagró a Juliano excelentes páginas, caracteriza como sigue, el talento literario del autor de los Césares: “Escritor lleno de gracia y de naturalidad, raramente deja escapar rasgos de mal gusto o movimientos declamatorios. Tiene más inteligencia que imaginación; más vivacidad que elocuencia, más delicadeza que elevación y grandeza. Ningún autor de su tiempo se le puede comparar por la sencillez de la composición y por la claridad y elegancia de su estilo.
[En la época de Juliano, también eran estudiantes en la Academia, Basilio, Obispo de Cesarea -santo ortodoxo-, y Gregorio Nacianceno, -santo ortodoxo y católico-, ambos teólogos, que unieron a sus enseñanzas la idea de que la cultura clásica debía ser respetada y conservada.]
Icono de San Basilio el Grande en la Iglesia de Santa Sofía de Kiev. Y San Gregorio el Teólogo, fresco de Kariye Camii, Constantinopla.
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Proclo
Dedicatoria al rey Fernando I de Nápoles -hijo de Alfonso V de Aragón-, de la Theologia Platonica de Proclo, traducida al Latín por Pietro Balbi. Bérgamo.Entre Juliano y Proclo hay un lapso de tiempo bastante considerable; pero la literatura pagana no ofrece de uno y otro, sino nombres oscuros. Los menos indignos de ser citados son aquellos hombres modestos que enseñaban filosofía en Atenas, hacia finales del siglo IV y durante la primera mitad del V; así Plutarco, hijo de Nestorius, y Syrianus, los dos maestros que transmitieron a Proclo la rica herencia de la ciencia alejandrina. Pero estos dos filósofos, incluso, tampoco son conocidos. Sus obras se han perdido, a excepción del sabio comentario de Syrianus sobre la Metafísica de Aristóteles. Quizás, algunos de los escritos de Proclo, no son sino las redacciones de las lecciones de sus maestros. Sabemos al menos, que Plutarco, en su extrema vejez, había querido leer y estudiar, con un joven con gran esperanza, ciertos diálogos de Platón, y que le había hecho redactar unos comentarios, diciéndole: “La posteridad los conocerá bajo tu nombre”.
Proclos había nacido en 412 en Xanthe de Lycia, o, según otros, en Constantinopla, pero dentro de una familia licia. Fue a hacer sus estudios en Alejandría, y volvió, a los veinte años, a Atenas, bajo la dirección de Plutarco y Syrianus. Tras haber completado su educación viajando, se asentó en Atenas, y sucedió, hacia el año 450, en Syrianus en la dirección de la escuela. De ahí el sobrenombre de Diadokos, es decir, el Sucesor, que, a veces se une a su nombre.
Tratados filosóficos de Proclo.
Proclo escribió mucho. Aunque no tenemos nada más que parte de sus obras, este resto es muy considerable, y contiene tratados de una importancia capital, entre otros, los inmensos comentarios sobre el Timeo, el Parménides el Alcibíades y los Elementos de Teología. Tiene también algunos opúsculos muy notables, cuyos originales griegos se destruyeron, y no hay sino una grosera y defectuosa traducción latina del siglo XIII. La manera de Proclo no tiene nada de la brusquedad impetuosa, del desorden, de la confusión que hemos señalado en los escritos de Plotino; se aproxima más a la elegancia fácil y agradable de Longino y de Porfirio. El pensador profundo y el sabio universal no dejan nunca mal al escritor. Proclo se adelanta metódicamente, lentamente, con detalle, pero con claridad, diciendo todo lo que tiene que decir, sin dejar nada que adivinar al lector. Es un excelente autor didáctico. Si Plotino hace sentir más vivamente y más fuertemente la verdad, Proclo, como dice M. Vacherot, los hace comprender mejor. El mismo crítico caracteriza excelentemente la empresa del filósofo de Atenas; “Proclo fue, más que ningún otro filósofo de esta época, penetrado por el espíritu alejandrino, de ese espíritu que aspira a comprenderlo todo, a explicarlo todo, a conciliarlo todo. No es una tradición de sentido común, cualesquiera que sean la naturaleza y la importancia, que él no haya tenido en cuenta. Toda la filosofía alejandrina primero, y después, toda la ciencia del pasado, vienen a resumirse en este sistema, que no se podría definir con razón la síntesis universal de los numerosos elementos de la sabiduría antigua, elaborada bajo la influencia del platonismo. Proclos expresaba enérgicamente el carácter de su misión, cuando se llamaba pontífice de todas las religiones; habría podido añadir, y filósofo de todas las escuelas.”
Proclo poeta
Las poesías de Proclo prueban que la filosofía no era menos apropiada para expresar él mismo la verdad bajo formas brillantes y populares, como para encontrarla en el fondo de los símbolos antiguos, en los versos de Orfeo, de Homero o de Pitágoras. Estas poesías son himnos religiosos. Era el tiempo, en el que pretendidos poetas ponían bajo el nombre de Orfeo, plegarias hieráticas y místicas, en las que la poesía falta completamente, y los llaman himnos (hay 88 que no tienen nada en común, ya no digo con el genio de Orfeo, sino tampoco con el talento de los sectarios órficos que vivían en tiempos de Pisístrato y los Pisistrátidas). Los himnos de Proclus, al contrario, relucen de verbo y de inspiración; y tres, al menos, de estos seis fragmentos, pueden pasar por obras maestras. Los dos himnos a Venus no tienen gran importancia quizás; el de Hécate y Jano, es muy breve y un poco insignificante, pero el himno Al Sol es magnífico de pensamientos e imágenes, y el himno a Minerva Polymetis, es decir, a la ciencia y a la sabiduría, es más elevado y más brillante todavía, el Himno a las Musas, que voy a transcribir completo, dará una idea de las transformaciones que Proclo hacía sufrir a las viejas tradiciones. Se verá que todo es nuevo en sus plegarias, excepto los nombres de las divinidades que invoca, y que son los dogmas de su filosofía que tradujo poéticamente, incluso cuando parece seguir por los caminos pisados de la mitología. Es todo esto lo que hace el profundo interés de estos versos; y es por esto por lo que esta filosofía es viva e inmortal, y comparable a las obras más admiradas que nos haya legado el genio literario de Grecia. Proclos es un verdadero poeta y un gran poeta; no un héroe de la poesía, como Homero o Esquilo, sino uno de los más grandes después de los primeros. Es igual, al menos, a Cleantes:
“Cantemos, sí, cantemos la luz que eleva a la altura a los mortales: estas son las nueve hijas del gran Júpiter, las Musas de voz armoniosa. Cuando nuestras almas vagaban a través de los abismos de la vida, sus libros salutíferos las santificaron, y las preservaron de la espera funesta de los terrenales dolores. Por ellas nuestras almas aprendieron a elevarse por encima de las olas profundas del olvido, para que llegaran puras al astro asociado a sus destinos, hacia ese astro que ellas abandonaron antaño, cuando cayeron en la playa de la existencia, locamente heridas de amor, para el martirio. En cuanto a mí, diosas, calmad mis tumultuosas agitaciones, y embriagadme con palabras sensatas de sabios; haced que la raza de los humanos impíos no pueda desviarme del sendero sagrado, luminoso y fecundo. Del seno de la multitud sin reglas y sin freno, atraed continuamente hacia la luz santa mi alma errante; cargadla de frutos de vuestros preciosos libros, y concededme poseer siempre el don de la elocuencia y la persuasión. Escuchadme, dioses que tenéis el timón de la sabiduría sagrada; vosotros que encendéis en las almas de los mortales la llama que los eleva a las alturas; vosotros que los deleitáis en la morada de los inmortales, lejos de la tenebrosa cueva de este mundo, santificándolas por las purificaciones de los cantos místicos. Escuchadme, poderosos salvadores; en los santos libros mostradme la pura luz, disipad la bruma que hay sobre mis ojos, a fin de que distinga sin esfuerzo al dios inmortal, del hombre. Que un pernicioso demonio no me retenga eternamente lejos de los bienaventurados, bajo las profundas corrientes del olvido. Que un castigo funesto no encadene los lazos de la vida de mi alma temblorosa al seno de la humanidad helada, mi alma, que no quiere seguir vagando así en adelante. Despertad en mí, dioses guía, la sabiduría resplandeciente. Yo me esfuerzo por alcanzar la vía que conduce hacia vosotros; reveladme los misterios y las iniciaciones de las palabras sagradas.”
El único defecto que se puede reprochar a los versos de Proclo, es un poco de redundancia en los epítetos y la repetición demasiado frecuente de las mismas ideas y las mismas palabras.
Sucesores de Proclo
Proclo dejó tras de sí una Escuela de Atenas bastante floreciente. Marinius, que le sucedió como él mismo había sucedido a Sirianus, era un hombre de cierto talento y un filósofo distinguido. Sólo tenemos de él una Vida de Proclo, obra interesante, aunque muy mediocre; pero sabemos que compuso tratados estimables en varios aspectos importantes de la ciencia. Damascius, que era un escritor elegante, y cuya imaginación entusiasta se apasionó por las doctrinas de Iamblico, se separó más de una vez de Proclo, su maestro. Esto es lo que nos dice Simplicísimo, el excelente comentarista de Aristóteles y Epícteto.
Simplicio y Damascio estaban en la cumbre de su renombre cuando Justiniano, en el año 529, ordenó cerrar las escuelas de filosofía. Ellos se refugiaron, con algunos de sus discípulos, junto al rey de Persia, Cosroes. Volvieron después, durante el imperio, pero fueron incapaces de reanimar el fuego extinguido de la civilización pagana.
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ALEXIS PIERRON: Histoire de la Littérature Grecque. LA ESCUELA DE ATENAS. Cap. L.
(Los textos complementarios en azul, no forman parte de la obra de Pierron).
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