La opinión de Cervantes a través de Sancho Panza
El mito de Covadonga: la primera gesta de la Reconquista fue una escaramuza.
El enfrentamiento entre los astures, liderados por don Pelayo, y las derrotadas tropas musulmanas significó la génesis de un nuevo reino.
En el año 718, el poder musulmán que había invadido la Península Ibérica dominaba ya el territorio asturiano. En Gijón, y bajo el control del prefecto Munuza, Córdoba estableció la sede de gobierno de la zona. En esa coyuntura, ante la autoridad extranjera, un aristócrata local, de nombre Pelayo, decidió rebelarse, liderar un levantamiento contra los musulmanes, reuniendo un pequeño grupo de seguidores y resguardándose en las montañas de la cordillera cantábrica.
"Pelayo, huyendo de una patrulla musulmana, remonta el valle fluvial hasta su final en el monte Auseva y se refugia en el entorno de la cueva natural, la cova dominica o Covadonga", cuenta el historiador Amancio Isla Frez en el capítulo dedicado a la batalla que dio inicio a la llamada Reconquista en el libro Historia mundial de España (Destino). A los mandos de una indeterminada partida de hombres, Pelayo hizo frente a la tropa musulmana que se internó en el paraje montañoso para tratar de apresarlos. La victoria, como es de sobra conocido, cayó del lado cristiano.
La Batalla de Covadonga, acaecida en fecha desconocida —en algún momento comprendido entre 718 y 722—, se conoce gracias a las crónicas astures, escritas dos siglos después de los hechos. Esta distancia temporal entre el combate y los textos provoca, según el catedrático de Historia Medieval Juan Ignacio Ruiz de la Peña Solar, una deformación y exageración del relato; y lo ejemplifica citando la Crónica de Alfonso III, que habla de 187.000 hombres presentes en Covadonga. Además, "introduce abundantes elementos fantásticos (...) en un interesado y hasta cierto punto comprensible intento de sublimación de orígenes".
En otra crónica, la Albeldense, redactada en la misma época, se describen los hechos de la rebelión liderada por Pelayo y el encontronazo de armas entre cristianos y musulmanes de forma más escueta, sin grandilocuencias.
En cuanto al otro bando, existe la Crónica Mozárabe, escrita de forma anónima en 754, y guarda silencio sobre Covadonga. "Puede justificarse por el nulo o escaso eco que tendría en los círculos cordobeses en los que probablemente se escribe, la fallida expedición de castigo dirigida hacia un lejano y apartado lugar de la frontera norteña de la España islámica", expone el asturianista Ruiz de la Peña en el Diccionario Biográfico de la Academia de la Historia.
Entonces, ¿qué dimensión tuvo en realidad, a nivel logístico, una batalla que está enraizada en el imaginario social como un triunfo atronador? "Es, sin duda, una escaramuza, como mucho una serie de pequeños encuentros en que los astures emboscan y vencen a un ejército superior en número, pero un tanto perdido en ese paraje", explica Amancio Isla Frez, doctor en Historia Medieval. La derrota provocó que la guarnición musulmana de Gijón se viese obligada a una retirada al otro lado de la cordillera cantábrica. Pero en el desconocido valle de Olaliés, una nueva emboscada acabaría con las fuerzas del gobernador Munuza.
La principal consecuencia del enfrentamiento fue la fundación de una nueva realidad política, el reino astur, con Pelayo como "caudillo", y no la restauración del anterior reino visigodo. De esto no parece haber grandes discrepancias entre los cronistas medievales y los historiadores contemporáneos. En la Crónica Albeldense, por ejemplo, acabada en 881, se dice de Covadonga que "desde entonces se devolvió la libertad al pueblo cristiano (...) y por la divina providencia surge el reino de los astures”.
"Lo singular de la batalla de Covadonga fue que se convirtió en la cuna de un reino o en una restauración de la monarquía y del reino que se centraba en un específico marco, un lugar referencial de la memoria", asegura Isla Frez. La tradición historiográfica siempre ha resaltado esta fecha como símbolo del primer paso hacia la independencia frente a la dominación exterior de los musulmanes y un acontecimiento que supone la unión social de los territorios cristianos, antes más fragmentados.
Covadonga es la antítesis de Guadalete, donde las tropas del rey visigodo don Rodrigo sucumbieron en el año 711 ante un ejército bereber que se había internado en la Península a través del estrecho de Gibraltar. Resultan curiosos, sin embargo, los datos que han sobrevivido de ambas batallas. Mientras que de la primera no hay dudas sobre su localización física, ha sido imposible determinar la fecha concreta en la que se registró; y lo contrario sucede con la segunda: se puede asegurar cuándo acaeció pero no el sitio preciso en el que se batieron cristianos y musulmanes.
"Lo importante de la batalla serían la persona de Pelayo y el escenario. Sobre ellos se constituyó el relato, y, ante estos dos elementos, la fecha carece de importancia", añade Isla Frez, autor de Ejército, sociedad y política en la Península Ibérica entre los siglos VII y XI. "Pocas batallas han tenido una repercusión y mitificación tan duradera en la memoria colectiva".
La religión jugó un papel muy importante en Covadonga: muchos cronistas medievales se abrazaron a la intervención divina para narrar unos hechos inverosímiles, como que los proyectiles retornaban mortalmente sobre los musulmanes que los habían lanzado o que las tierras se desplomaban sobre los enemigos. Todo ello, sumado a las exageradas cifras de soldados —algunos relatos hablan de 124.000 bajas islámicas, cuando es difícil de creer que en aquella época y en aquel lugar concreto hubiese un ejército de semejante tamaño—, contribuyó a reforzar la monumentalidad de la victoria.
Covadonga, batalla o escaramuza, tiene una posición destacada en al Historia de España por marcar el inicio del retroceso de la dominación musulmana de la Península, por lanzar lo que se conoce como Reconquista, un término rechazado por muchos historiadores, como Xosé Manuel Núñez Seixas, director de la obra Historia mundial de España: "La Reconquista es un invento de la historiografía nacionalista española por su carácter teológico, una concepción del pasado español que tenía mucho que ver con lo católico y que excluía los aportes de las culturas judía y musulmana, tan relevantes como romanos, visigodos", aseguró en una entrevista con este periódico. "Los medievalistas no utilizaron este término. Lo que se vende es una visión estereotipada de la historia que ha calado muy hondo yestá llena de reminiscencias políticas".
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Favila, el hijo de don Pelayo, murió entre las garras de un oso, al que pretendía matar; veamos la historia según Cervantes, en boca de Sancho:
De los osos seas comido
como Favila el nombrado.
—Ese fue un rey godo —dijo don Quijote— que yendo a caza de montería le comió un oso.
—Eso es lo que yo digo —respondió Sancho—, que no querría yo que los príncipes y los reyes se pusiesen en semejantes peligros, a trueco de un gusto que parece que no le había de ser, pues consiste en matar a un animal que no ha cometido delito alguno.
—Antes os engañáis, Sancho —respondió el duque—, porque el ejercicio de la caza de monte es el más conveniente y necesario para los reyes y príncipes que otro alguno. La caza es una imagen de la guerra: hay en ella estratagemas, astucias, insidias, para vencer a su salvo al enemigo; padécense en ella fríos grandísimos y calores intolerables; menoscábase el ocio y el sueño, corrobóranse las fuerzas, agilítanse los miembros del que la usa, y, en resolución, es ejercicio que se puede hacer sin perjuicio de nadie y con gusto de muchos; y lo mejor que él tiene es que no es para todos, como lo es el de los otros géneros de caza, excepto el de la volatería, que también es solo para reyes y grandes señores. Así que, ¡oh Sancho!, mudad de opinión, y cuando seáis gobernador, ocupaos en la caza y veréis como os vale un pan por ciento.
—Eso no —respondió Sancho—: el buen gobernador, la pierna quebrada, y en casa. ¡Bueno sería que viniesen los negociantes a buscarle fatigados, y él estuviese en el monte holgándose! ¡Así enhoramala andaría el gobierno! Mía fe, señor, la caza y los pasatiempos más han de ser para los holgazanes que para los gobernadores. En lo que yo pienso entretenerme es en jugar al triunfo envidado las pascuas, y a los bolos los domingos y fiestas, que esas cazas ni cazos no dicen con mi condición ni hacen con mi conciencia.
—Plega a Dios, Sancho, que así sea, porque del dicho al hecho hay gran trecho.
—Haya lo que hubiere —replicó Sancho—, que al buen pagador no le duelen prendas, y más vale al que Dios ayuda que al que mucho madruga, y tripas llevan pies, que no pies a tripas; quiero decir que si Dios me ayuda, y yo hago lo que debo con buena intención, sin duda que gobernaré mejor que un gerifalte. ¡No, sino pónganme el dedo en la boca, y verán si aprieto o no!
—¡Maldito seas de Dios y de todos sus santos, Sancho maldito —dijo don Quijote—, y cuándo será el día, como otras muchas veces he dicho, donde yo te vea hablar sin refranes una razón corriente y concertada! Vuestras grandezas dejen a este tonto, señores míos, que les molerá las almas, no solo puestas entre dos, sino entre dos mil refranes, traídos tan a sazón y tan a tiempo cuanto le dé Dios a él la salud, o a mí si los querría escuchar.
—Los refranes de Sancho Panza —dijo la duquesa—, puesto que son más que los del Comendador Griego, no por eso son en menos de estimar, por la brevedad de las sentencias. De mí sé decir que me dan más gusto que otros, aunque sean mejor traídos y con más sazón acomodados.
Con estos y otros entretenidos razonamientos, salieron de la tienda al bosque, y en requerir algunas paranzas y puestos se les pasó el día y se les vino la noche, y no tan clara ni tan sesga como la sazón del tiempo pedía, que era en la mitad del verano; pero un cierto claroescuro que trujo consigo ayudó mucho a la intención de los duques, y así como comenzó a anochecer un poco más adelante del crepúsculo, a deshora pareció que todo el bosque por todas cuatro partes se ardía, y luego se oyeron por aquí y por allí, y por acá y por acullá, infinitas cornetas y otros instrumentos de guerra, como de muchas tropas de caballería que por el bosque pasaba. La luz del fuego, el son de los bélicos instrumentos casi cegaron y atronaron los ojos y los oídos de los circunstantes, y aun de todos los que en el bosque estaban.
Don Quijote de la Mancha, II Parte, Cap. XXXIV
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