miércoles, 1 de julio de 2015

Publio Virgilio Marón - Publius Vergilius Maro


Cuando Mayia Pola, la esposa de Vergilius Maro, sintió próximo el nacimiento de su hijo, soñó que en su lugar paría una rama de laurel, que, al caer sobre la tierra, arraigaba y fructificaba en un árbol que daba muchos y distintos frutos y flores. 

El día siguiente, 15 de octubre de 70 aC cuando Mayia atravesaba un campo junto a su marido, se detuvo repentinamente, y, abandonando el camino, se dirigió a una zanja próxima, donde se echó y, discretamente, dio a luz al niño que había de convertirse en uno de los más grandes y admirados poetas de la historia; Publio Virgilio Marón - Publius Vergilius Maro. Esto sucedió en Andes, actualmente, Piétole, cerca de Mantua - Mantova.


El niño no lloró al nacer, mostrando, al contrario, el gesto tranquilo y sosegado, que manifestaría durante toda su vida. De acuerdo con la costumbre de la tierra, los padres plantaron una rama de álamo en el lugar exacto en el que vino al mundo; augurando un hermoso destino para el recién nacido. La rama creció con gran rapidez, igualándose en muy poco tiempo, con el resto de los álamos más antiguos de la zona. Con el tiempo, aquel árbol se hizo célebre y a él acudían las parturientas para hacer votos o cumplirlos respecto a sus propios hijos.

Busto di Virgilio. Parco della Grotta di Posillipo. Napoli

Con el tiempo, Virgilio se convirtió en un muchacho alto y moreno, de aspecto fuerte, quizá, incluso, algo rústico, pero de salud siempre delicada, que comía muy frugalmente y no era amigo del vino. 

Tuvo dos amigos y compañeros especialmente queridos; Cebetis y Alejandro, ambos con una buena formación intelectual, siendo además, el primero, un poeta excelente. Aunque se dijo que Virgilio estuvo enamorado de una mujer, llamada Plotia Hieria, los biógrafos apuntan que, si bien se le ofreció la oportunidad de tratar íntimamente con ella, nunca quiso aceptarla. Todo esto y buena parte de lo que sigue, lo sabemos gracias a Suetonio, quien asegura tener constancia de que toda la vida del poeta fue tan virtuosa en la boca y en el ánimo, que en Nápoles le apodaron Parthenias – Virgen.

Amante de la soledad, y sin duda, bastante tímido, en las contadas ocasiones en que iba a Roma, se alojaba, como un refugio, en la casa más próxima para evitar los saludos que levantaba su popularidad, pues aunque tenía allí una casa en el Esquilino, junto a las tierras de Mecenas -parece que llegó a poseer una fortuna notable; diez millones de sestercios–, prefería la tranquilidad sin compromisos que le proporcionaban Campania o Sicilia, porque, además, él no era amante de la riqueza. Destaca Suetonio, que habiéndole ofrecido Augusto los bienes de un desterrado, no quiso –no se atrevió, dice el biógrafo–, a aceptarlos.

Estudió Literatura, Medicina, Matemáticas y algo de Derecho, llegando incluso a defender una causa ante los jueces –una sola y no más-, ya que, según recuerda Meliso, por entonces, su discurso era tan lentísimo que le hacía parecer un ignorante.

Perdió a sus padres hallándose ya en edad madura, y antes había perdido dos hermanos; Silón, cuando aún era un niño y Flaco, en edad adulta, al que convirtió en personaje de sus Bucólicas, donde aparece llorado bajo el nombre de Dafnis, de quien Mopso canta la muerte y Menalcas la apoteosis.

Josephus Justus Scaliger. Obra de Paullus Merula, de la Universidad de Leiden. 1597

Tan tarde como en el año 1573, Escalígero editó un conjunto de obras cortas atribuidas a Virgilio desde la antigüedad, bajo el título Appendix Vergiliana, o Pseudo Virgilio, entre las que podemos encontrar títulos como, Culex, Dirae, Aetna, Ciris, Catalepton, Cataleptum, Moretum, Copa o Elegiae in Maecentatem. Aunque muchos críticos dudan de esta atribución, no han sido adjudicadas a ningún otro poeta, por lo que, con todas las prevenciones necesarias, trataremos aquí de ellas brevemente, considerando que, en caso de proceder de la mano de Virgilio, las habría escrito a los dieciséis años.

Prestaremos atención especial a la historia titulada Culex o El Mosquito, cuyo breve argumento es sumamente curioso.

He cantado en broma, Octavio, una obra leve; de un mosquito. 

Ya el sol de fuego penetraba en sus celestes mansiones, cuando hizo salir del establo hacia los pastos feraces sus cabras el pastor, a la cima de una elevada montaña. Yendo de un lado para otro, arrancaban las yerbas verdes con mordiscos tiernos. Suena la rústica flauta. ¿Quién podría ser más feliz al unir su cuerpo cansado a un sueño alegre? 

Ya el sol había avanzado hasta la mitad de su curso cuando el pastor empujaba el rebaño hacia espesas sombras, cuando el pastor se recostó junto a la fuente en una espesa sombra y concibió un suave sopor, relajado su cuerpo, sin preocuparse de peligros de ninguna clase.

Tendido en tierra, concebía en su corazón una dulce quietud, como si el azar no hubiera determinado empujarle a inciertos peligros, pues a la hora acostumbrada, y moviéndose por los mismos senderos, una serpiente de colosal tamaño, lleno su cuerpo de manchas de distintos colores, con la intención de lanzarse , hundida en el barro mientras apretase el calor, divisa, acostado, al pastor del rebaño. 

Prepara la serpiente sus armas naturales: se enardece, muestra su furor con silbidos, su boca resuena, cuando un pequeño hijo de aquellas aguas asusta a tiempo al pastor contra el que todo se prepara y le avisa con sus picotazos para que evite su muerte, cuando, he aquí que el pastor da un salto furioso y de un manotazo mata al mosquito. 

Ya fustiga los caballos de su carro la noche, al surgir del infierno, y perezoso camina el Véspero, en el momento en que el pastor marcha con el rebaño recogido, mientras se espesan las sombras y se dispone a entregar al descanso sus miembros fatigados. Cuando el sueño penetró muy ligero por su cuerpo y sus miembros descansaron con la lasitud propia del sopor que los había invadido, el espectro del mosquito se le presentó y triste le entonó reproches por su muerte:

-¡A qué extremos he sido llevado –dijo el mosquito-; por mis servicios, me veo forzado a afrontar una suerte cruel! Por serme más querida tu vida que la mía misma, soy arrastrado por los vientos a través de sitios vacíos. Tú, despreocupado, reparas tu cansancio en medio de una tranquilidad feliz, salvado de horrible muerte; en cambio yo, soy conducido como presa de Caronte ¿Por qué te alejaste de tu deber, cuando te devolví a la tierra desde el propio umbral de la muerte? ¿Dónde está la recompensa a mi piedad, los honores a ella debidos?. Sea este castigo la destrucción, con tal de que, por lo menos, se me muestre agradecida tu voluntad. iMe asusto, ay, me asusto de encontrarme entre sombras tan importantes! Llamado a las aguas Estigias, veo sombras distintas. 

Frenó su carro de dos caballos de la Luna que se desliza entre las estrellas, yo estoy obligado a visitar los lagos sombríos, privados de la luz de Febo, aunque tú seas la causa de mi desgracia, oyes esto sin poner mucha atención, con ligeros remordimientos, y cuando te marches, todo lo harás disiparse en los vientos. Me voy para no volver jamás: mis palabras se perderán por los aires.

Así habló y, triste, con las últimas palabras se retiró. Cuando su indolencia abandonó al pastor, preocupado y lamentándose seriamente en su interior, no soportó por más tiempo el dolor que había penetrado sus sentidos por la muerte del mosquito y, en todo lo que le permitieron sus fuerzas de anciano, junto a un arroyo escondido bajo una verde fronda diligente se dispone a labrar el terreno. Lo traza en forma circular y su preocupación siempre presente, le hace terminar la labor emprendida, le lleva a acumular el montón de tierra reunido, y a levantar un túmulo en el círculo que había trazado. Alrededor de él, ajustándolas, coloca piedras de fino mármol teniendo siempre presente su preocupación constante. 

Aquí el acanto, la rosa casta de rubor de púrpura y violetas de todas clases crecerán. el mirto espartano y el jacinto, aquí el azafrán producido en los campos de Cilicia; también el laurel, gran gloria de Febo, aquí la adelfa y los lirios, el romero cultivado en regiones próximas, la hierba Sabina que para los antiguos imitó al rico incienso, el crisantemo, la brillante yedra de pálido racimo, aquí el amaranto, el verde; no falta de allí el narciso; y de todas cuantas flores renuevan las primaveras, el túmulo está sembrado por completo. 

Luego, en el frente se encuentra un epitafio que la letra, con el silencio de su voz, hace perdurable: 

PEQUEÑO MOSQUITO, EL PASTOR DEL REBAÑO,
A TI, MERECEDOR DE ELLO, ESTE MONUMENTO,
A CAMBIO DEL REGALO DE SU VIDA, TE OFRECE.

Las Dirae o Maldiciones, cuentan la historia de un enamorado cuyas tierras le han sido arrebatadas por veteranos del ejército de Roma, razón por la cual, también ha perdido a su amada, Lydia, a quien el autor dedica un bello poema de amor.

Aetna, o Etna, se refiere al volcán del mismo nombre.

Ciris, narra la metamorfosis de Escila, hija del rey de Megara, en pájaro. Su atribución es de las más contestadas.

El Catalepton es un conjunto de poemas cortos, quizás los más atribuibles a Virgilio.

El Moretum se refiere a una comida que se prepara con hierbas, ajo, queso y vino; un campesino prepara así su desayuno y Virgilio canta el atractivo de la vida campestre en la Galia Cisalpina.

Elegiae in Macentatem, es una especie de necrológica en la que el poeta reproduce las últimas palabras de Mecenas a Augusto.

La imagen más conocida de Virgilio.

Después se propuso escribir sobre diversas gestas de los romanos, pero, no llegando a sentirse satisfecho con el asunto, empezó las Bucólicas Bucolica o Eclogae- para celebrar a algunos de sus protectores como Asinio Polión, Alfeno Varo, o Cornelio Galo

Del propio Virgilio se deduce que fue Gayo Asinio Polión –además de político, orador, poeta, dramaturgo y crítico literario, y redactor de la historia de la formación del Imperio, aunque nada se ha conservado-, quien sugirió a Virgilio la idea de crear esta obra, tras haber contribuido a evitar que fueran confiscadas las tierras del padre del poeta.

Gaius Asinius Pollio. 75–4 aC.

Se trata de diez poemas; entre 63 y 111 versos –hexámetros dactílicos- cada uno, escritos entre los años 41 a 37, o quizás, 35.

El bucólico paisaje que Virgilio sitúa en la Galia Cisalpina, aparece completamente idealizado. Todo es bello, reluciente y fresco y los pastores son cultos, refinados, y gozan de una excelente formación humanística. En ocasiones, representan a personajes reales.

Las situaciones amorosas sólo se dan en los extremos; o éxtasis, o desesperación, por el dolor o la ausencia y, a ellas se añaden, casi indistintamente, temas mitológicos o halagos, no disimulados, a otros poetas y personajes políticos.

Virgilio organizó los poemas cíclicamente, de forma que el primero se corresponde con el noveno, el segundo con el octavo y así sucesivamente, constituyendo el quinto un tema separado; la muerte y apoteosis de Dafnis –su hermano, ya citado–, y el décimo, un epílogo.

Primeras líneas de las Églogas en el Vergilius Romanus del siglo V.

          M.
         TITYRE, TU PATULAE RECUBANS SUB TEGMINE FAGI
         silvestrem tenui Musam meditaris avena;
         nos patriae fines et dulcia linquimus arva:
         nos patriam fugimus; tu, Tityre, lentus in umbra
         formosam resonare doces Amaryllida silvas.

               Melibeo
               Títiro, echado bajo la sombra de esta haya
               convocas a las Musas del bosque con la fina flauta.
               Nosotros, expulsados de la patria; tú Títiro, suavemente en la sombra,
               enseñas a los ecos del bosque a repetir el nombre de Amarilis.

Primera égloga
83 versos. Hablan dos pastores, Melibeo –que relata cómo ha abandonado su tierra llevando consigo un rebaño de cabras con el que sobrevive, porque sus tierras han sido entregadas a un soldado. Efectivamente, la familia de Virgilio había sufrido una confiscación de tierras tras la batalla de Filipo. Pero Títiro expresa su admiración hacia Octavio, porque ha recuperado la paz.

Segunda égloga
73 versos. El pastor Coridón, intenta conquistar al joven Alexis, hablando de su atractivo, sus cualidades y sus bienes, pero fracasa en el intento.

Parece ser que Alexis era el joven esclavo que Polión regaló a Virgilio, cuando en un banquete, el poeta expresó su admiración por él.

Tercera égloga
111 versos. Los pastores, Menalcas y Dametas compiten por su poesía y deciden pedir la opinión de Palemón, un propietario de la zona, que los considera muy similares en su calidad poética.

Los versos 84-91 hablan de Polión, de su poesía y del apoyo que presta a Virgilio, pero se cree que fueron añadidos a modo de encomio. En los dos últimos versos critican a dos poetas a los que consideran, malos, como Bavio y Mevio. 

Dametas
Polión gusta de mi canto, aunque sea rústico. Musas, apacentad una novilla para vuestro lector.
Menalcas
También Polión compone cantos nuevos. [Musas], apacentad para él un novillo que embista ya y esparza al viento la arena con los pies.
Dametas
Aquel que te ame, Polión, venga adonde se alegre de verte; para él corran arroyos de miel y de amomos, para él la punzante zarza.
Menalcas
El que no odie a Bavio, disfrute de tus versos, y que Mevio, unza raposas y ordeñe machos cabríos.

Qui Bavium non odit, amet tua carmina, Mevi, atque idem iungat vulpes et mulgeat hircos.

Cuarta égloga
63 versos. Se abandona casi completamente el tono bucólico para pasar a hablar de Polion. Se habla del nacimiento de un niño sin nombre, que volverá a traer la Edad de Oro y la gente vivirá feliz del fruto de la tierra. En la vida real, coincidía con el final de las guerras civiles, lo que permitía augurar un futuro mejor. No queda del todo claro si el poeta se refiere a Asinio Polión o a su hijo Asinio Galo. Más tarde, se creyó incluso que el poeta se refería al nacimiento de Cristo, así, el propio Constantino, aunque otros autores, ya cristianos, como, San Jerónimo, rechazaron tal posibilidad. No se puede perder de vista que durante la redacción del poema, hacia el año 40 aC, Polión era Cónsul.

Quinta égloga
90 versos. Dos pastores; Mopso, canta la muerte de Dafnis y Menalcas su apoteosis. Además de identificar algunos a Dafnis, con el hermano fallecido de Virgilio, también se considera la idea de que se refiera a Julio César, cuya apoteosis se celebró el año 42 aC.

Sexta égloga
86 versos. Está dedicada a un Varo generalmente es identificado como Publio Alfeno Varo –compilador del código Digesto-, amigo y compañero de estudios epicúreos de Virgilio, que, además, en el año 40 aC. sustituyó a Políón en el gobierno de la Galia Cisalpina.

Séptima égloga
70 versos. Se desarrolla en las riberas del río Mincio, cerca de Mantua. De nuevo, descripciones de la vida y el medio pastoril, con muchas citas mitológicas, por medio de las cuales dos pastores compiten por mostrar su gran cultura.

Octava égloga
110 versos. Los pastores, Damón y Alfesibeo cantan amores frustrados; uno de un hombre y otra de una mujer. 

Está dedicado, casi sin dudas, a Polión, pues se habla de su vuelta a Roma, tras derrotar a los partos, por lo que se concedió un Triunfo el año 39 aC. 

Novena égloga
67 versos. Vuelve el asunto de las expropiaciones de Cremona y Mantua, de la primera égloga. Lícidas cree que Menalcas –quien tal vez representa al propio Virgilio–, ha conseguido retener sus tierras gracias a su prestigio como poeta, pero Meris no está de acuerdo. Tras recordar algunos de sus poemas, ambos se ponen de acuerdo en ir a pedir opinión al propio Menalcas.

Décima égloga
77 versos dedicados al poeta Cornelio Galo –Prefecto de Egipto–, quien sufría por la partida de su amante, Licoris, nombre que el propio Galo había dado a una actriz que era su amante y que también lo fue de Marco Antonio y de Bruto. En aquel momento, había abandonado a Galo para irse a Germania con otro militar.

Eneas Publicó las Bucólicas con tal éxito, que fueron recitadas muchas veces en escena también por cantores. 

Las Bucólicas fueron traducidas por primera vez al castellano, en verso, por Juan del Encina, discípulo de Antonio de Nebrija, quien dedicó su trabajo a los Reyes Católicos. Igualmente las tradujeron, Fray Luis de León y Francisco Sánchez de las Brozas, quien después de terminar las dos primeras, optó por presentar el texto latino con comentarios. Diego López las tradujo en prosa, obteniendo gran éxito y varias ediciones. Cristóbal de Mesa publicó su traducción en verso y, por último, Fray Antonio de Moya preparó una edición bilingüe en 1660.


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Después escribió las Geórgicas en honor de Mecenas, porque le había prestado ayuda a él, hasta entonces poco conocido, contra la violencia de un veterano, por quien poco faltó para que fuera asesinado en el altercado de un litigio agrario. 

Miniatura de las Geórgicas de Virgilio, atribuida a Apollonio di Giovanni, c.1450-1460. 
Florencia, Biblioteca Riccardiana.

Tenía Virgilio 33 años cuando su protector Mecenas, ya gran privado del emperador Augusto, le encargó la obra con el fin de dignificar la agricultura, antaño muy valorada, pero en aquellos momentos, abandonada, en general, por los romanos.

Virgilio tomó en parte como modelo al poeta griego Hesíodo, natural de Ascrea, en Beocia, motivo por el que posteriormente escribiría que había traído el verso Ascreo a los pueblos romanos.

Se cuenta que, cuando escribía las Geórgicas, solía dictar diariamente muchos versos meditados en la mañana, y que revisándolos durante todo el día, los reducía a poquísimos, diciendo que no era absurdo que él paría el poema a la manera de una osa, y que, lamiéndolo, finalmente le daba forma. 

Lbro I, Virgilio trata de la tierra, del origen de la agricultura, instrumentos de labranza, épocas propicias para cada tarea e incluso predicciones meteorológicas.
Libro II, Diferentes árboles frutales y cultivo de la vid y del olivo.
Libro III, El ganado en general y las plagas más frecuentes.
Libro IV, Apicultura

Cuando regresó Augusto después de la victoria de Accio y se detuvo en Atella para recuperarse de la garganta, Virgilio le leyó las Geórgicas durante cuatro días continuos, tomando Mecenas turno para leer, cuantas veces era interrumpido él mismo por la indisposición de la voz. 

Juan de Guzmán realizó la primera traducción al castellano en 1586 y casi medio siglo después, en 1631, Quevedo incluyó en la edición de las obras de Fray Luis de León, el Libro I, de las Geórgicas, que aquel no sólo tradujo, sino que recompuso en octavas.

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Al final empezó la Eneida, un tema variado y múltiple, y semejante a ambos poemas de Homero; además con personajes y hechos griegos y latinos en común, y en el que estaría contenido lo que más deseaba, el origen de la urbe romana y el de Augusto a la vez. 

La Eneida, retoma la Odisea de Homero, a partir del momento en que, abatida Troya, es sometida al saqueo y después incendiada. Eneas logra abandonarla en el último momento, llevando consigo, además de los lares familiares, a su padre, sobre los hombros y a su hijo de la mano, mientras su esposa se pierde entre la muchedumbre. 

Van Loo. Eneas llevando a Anquises

Después de superar enormes dificultades, llegará a Italia, donde fundará una ciudad nueva. Su descendencia constituirá así la continuidad de Grecia en Roma.

Los viajes de Eneas

La Eneida, formada primero en prosa y distribuida en doce libros, decidió ponerla en verso parte por parte, según le gustara cada cosa, y sin seguir un orden. Y para que nada detuviera su inspiración, transmitió unas cosas incompletas, otras, por así decir, las apuntaló con palabras ligerísimas, las cuales decía, en broma, que eran puestas en vez de los puntales para sostener la obra, hasta que llegaran las sólidas columnas. 

Recitaba con suavidad y admirables encantos. Y Séneca refirió que el poeta Julio Montano solía decir que él habría robado algunas cosas a Virgilio, si también pudiera robarle su voz, declamación y dramatismo; que sin duda esos mismos versos sonaban bien cuando él mismo los declamaba, que sin él eran insignificantes y mudos. 

Surgió una fama tan grande de la apenas comenzada Eneida, que Sexto Propercio no dudó en declarar así: ¡Ceded, escritores romanos, ceded, escritores griegos, Nace no sé qué cosa más grande que la Iliada! 

Concluyó las Bucólicas en tres años, las Geórgicas en siete, y la Eneida en once. 

Augusto —que casualmente estaba lejos de Roma por la campaña de Cantabria—, le pidió en cartas suplicantes y también, en broma, amenazadoras que de la Eneida le fuera enviado, según sus palabras, –o el primer esbozo del poema, o la parte que quisiera–.

Sin embargo, mucho después, cuando finalmente había preparado la materia, Virgilio le recitó únicamente tres libros, el segundo, el cuarto y el sexto, pero éste con gran impresión en Octavia, de la que se cuenta que, estando presente en la recitación, desfalleció ante aquellos versos acerca de su hijo: "tú serás Marcelo", y fue reconfortada con dificultad. 

Jean-Joseph Taillasson, 1745 - 1809: Virgilio leyendo la Eneida a Augusto y a OctaviaNational Gallery de Londres

También recitó a muchos otros, pero no frecuentemente y casi sólo esas cosas acerca de las cuales dudaba, para conocer más la opinión de los hombres.

Cuentan que Eros, su amanuense y liberto, acostumbraba referir, siendo ya de extrema vejez, que un día Virgilio, cuando estaba recitando, completó dos medios versos al momento; al instante le ordenó que escribiera ambos medios versos en el volumen.

A los 52 años de edad, con la intención de dar la última mano a la Eneida, decidió irse a Grecia y a Asia, y en tres años continuos no hacer nada más que corregirla, para que el resto de su vida estuviera libre sólo para la filosofía. Pero como al emprender su viaje se hubiese encontrado en Atenas con Augusto, que regresaba a Roma proveniente de Oriente, y decidiera no abandonarlo e inclusive regresar junto con él, mientras conoce la ciudad vecina de Megara con un sol muy ardiente, contrajo una enfermedad y, al no interrumpir el viaje por mar, empeoró, de modo que llegó a Brindisi bastante más grave, donde a los pocos días murió, el 21 de septiembre del año 19 aC.

Sus huesos fueron trasladados a Nápoles, y enterrados en un sepulcro que está en la vía Puteolana, en el que se encuentra tal dístico que él hizo:

Mantua me genuit; Calabri rapuere; tenet nunc Parthenope; Cecini pascua, rura, duces.


Mantua me engendró, los calabreses me arrebataron, ahora me tiene Parténope –Nápoles– canté los pastos, los campos, los generales. –Bucólicas, Geórgicas y Eneida–.

Nombró herederos, por la mitad de sus bienes, a Valerio Próculo, hermano de diferente padre; a Augusto; a Mecenas; a Lucio Vario y a Plocio Tuca, quienes, después de su muerte, revisaron su Eneida por orden del César. 

Acerca de este asunto, subsisten estos versos de Sulpicio el cartaginés: Virgilio había ordenado que fueran destruidos con rápidas flamas estos poemas, que cantaban al general frigio. Tuca y Vario lo impiden; al mismo tiempo tú, máximo César, no lo permites y velas por la historia del Lacio. La infeliz Pérgamo cayó junto al fuego doble, y Troya casi fue quemada en otra pira. 

Había tratado de convencer a Vario, antes de alejarse de Italia, que si algo le ocurría, quemara la Eneida; pero Vario había negado rotundamente que lo haría; por lo que en su extrema enfermedad, pidió constantemente sus cajas de libros, para quemarlos él mismo. Pero, al no llevárselas nadie, en verdad no dispuso nada formalmente acerca del poema. 

Por lo demás, legó sus escritos al mismo Vario y también a Tuca, bajo la condición de que no publicaran nada que no hubiera sido publicado por él.

Mas Vario publicó la Eneida con autorización de Augusto, pero enmendada ligeramente, de modo que él dejó incluso los versos incompletos tal como estaban. Muchos, habiendo intentado completarlos tiempo después, no pudieron hacerlo, debido a la dificultad, porque casi todos los hemistiquios, en su obra, están en absoluto y perfecto sentido. 

Virgilio

El gramático Niso decía que él había oído de los más viejos que Vario había cambiado el orden de dos libros, y que había puesto en tercer lugar al que estaba entonces en segundo, y también que había corregido el principio del primer libro, quitando estos versos:

Yo soy aquel que en otro tiempo con delgado caramillo modulé Cármenes y, saliendo de las selvas, obligué a los campos vecinos a que obedecieran al colono, por muy ávido que fuera. Obra grata a los agricultores, pero ahora canto Las horrendas armas de Marte y al varón. 

Nunca faltaron detractores a Virgilio, y no es sorprendente, pues tampoco a Homero. Cuando se publicaron las Bucólicas, un tal Numitorio escribió Antibucólicas, sólo dos églogas, pero parodias muy insulsas, de las cuales el inicio de la primera es:

Títiro, si tienes una cálida toga, ¿por qué a la sombra de una haya?

El de la segunda:

Dime, Dametas: ¿cuium pecus acaso es buen latín? 

-No, pero es la manera de nuestro Egón, así hablan en el campo. 

Otro, cuando él recitaba de las Geórgicas: ara desnudo, siembra desnudo, agregó: 

-tendrás fiebre por el frío. 

Existe también, contra la Eneida, el libro de Carvilo Pictor, de título Aeneomastix. Marco Vipsanio lo llamaba supuesto hijo de Mecenas, autor de un nuevo lenguaje afectado, ni ampuloso, ni seco, sino de palabras comunes, y por eso oscuro. Herennio reunió sólo sus vicios, Perelio Fausto, sus plagios. Pero también los ocho volúmenes de Quinto Octavio Avito, De las semejanzas, dicen qué versos copió, y de quiénes

Asconio Pediano, en el libro que escribió Contra los detractores de Virgilio, expone muy pocas de las acusaciones hechas a él, y ésas casi siempre relacionadas con la historia y con el hecho de que había tomado de Homero una gran parte de cosas. Pero dice que solía defenderse de esta misma acusación así

-¿Por qué ellos no intentan también esos mismos plagios? Ciertamente comprenderán que es más fácil robar la maza de Hércules que un verso de Homero. Y dice que, sin embargo, Virgilio determinó retirarse para arreglar todo a satisfacción de los malévolos.

La tumba de Eneas en el Parco della Grotta di Posillipo o Vergilliano. Nápoles


Virgilio –a la derecha-, junto a Homero y Dante, inmortlizados por Rafael Sanzio en El Parnaso. Stanza della Segnatura. Museos Vaticanos.

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La Eneida sobrevivió, a pesar de su autor. Obra de lectura imprescindible, a ella dedicaremos el siguiente capítulo:


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martes, 23 de junio de 2015

Góngora y Quevedo • Culteranos y Conceptistas


Góngora, de Velázquez

Lejos de toda realidad acostumbrada, tal atmósfera –la de la penumbra de los poemas de Góngora–, unida a la tensión del raro lenguaje, crea una expectación propicia a la descarga luminosa de la intuición. (J. M. Valverde).

Góngora desarrolló un estilo clasicista, arraigado en el incomparable Garcilaso y saturado de latinismos que, por ejemplo, Fray Luis de León, no valoró menos que él. Su poesía fue muy apreciada por una minoría intelectual, no necesariamente aristocrática, pero sí muy relevante y ligada a una parte del sector eclesiástico, del que constituye un ejemplo paradigmático, Fr. Hortensio Paravicino

El ejemplo, en sentido opuesto, sería el mismísimo Duque de Lerma a quien Góngora dedicó y envió una parte de su Panegírico. Pasado algún tiempo y como Lerma no contestaba, Góngora le preguntó si la obra le había gustado; el Duque le dijo tranquilamente: Me parece muy bien, pero no lo entiendo.

El duque de Lerma, por Peter Paul Rubens, 1603. Prado
Francisco Gómez de Sandoval-Rojas y Borja. Caballero elegante y de gran prosapia, llegó a reunir una fortuna asombrosa, pero no se sintió muy atraído por el mundo de las Letras.

Quevedo atacó de forma burlona y, en ocasiones, violenta, a Góngora, pero no estrictamente a sus formas literarias o, casi podríamos decir, lingüísticas, puesto que no podía decir que no eran bastante meritorias –más bien, todo lo contrario–, ni tampoco podía tacharlo de enrevesado, porque él mismo no escribía “fácil”. En este sentido, el asunto pudo ser más trascendente de lo que se deduce de un enfrentamiento verbal con tintes escatológicos, y quizás refleje, más bien, diferencias reales entre ambos autores, pero de un carácter más allá del literario, que no sería sino el vehículo necesario para mostrar discrepancias insalvables en el terreno político, entendido este término en una acepción muy distinta de la que tiene en la actualidad. Es sabido que, a pesar de la aparente uniformidad ideológica de la época –en principio, todo el mundo aceptaba, sin más, al monarca-, no ocurría lo mismo con la forma de entender sus decisiones, teniendo en cuenta que durante el tiempo que compartieron estos dos genios, se produjeron sucesos de enorme gravedad y trascendencia, y que fueron Lerma y Olivares quienes indujeron las grandes decisiones emanadas aparentemente de la Corona.

De hecho, si analizamos a estos dos autores aislados de su entorno, como se hace a veces, el presente asunto resulta algo parecido a una escena teatral, desarrollada por sólo dos actores sin un fondo objetivo reconocible y frente a un público sin rostro, de donde resultaría una pieza bastante insulsa, poco comprensible y sólo salpimentada con algunas palabras malsonantes. El decorado histórico puede ser, y es generalmente, una ayuda inestimable, por no decir imprescindible. Como ejemplo, pensemos en el elevadísimo analfabetismo que reinaba en la península, precisamente, entre 1560 y 1645, período que comprende la vida de estos dos contendientes, quienes, por fortuna para ellos, formaban parte, por así decirlo, de dos exquisitas minorías; el clero secular y la pequeña nobleza, ambos, gozando de la posibilidad de acceder a los estudios universitarios.

Todo este asunto habría, pues, que plantearlo en otros términos; es decir, en un marco no restringido al terreno literario, porque además, la batalla poética o propiamente literaria, como hemos dicho, y aunque parezca lo contrario, apenas se roza en esta contienda.

Pero hay un segundo elemento que podría ser crucial: esos versos tan insultantes, despectivos y escatológicos, ¿fueron con seguridad escritos por ellos? De ser así, ¿los escribieron, en serio, pensando que pasarían a formar parte del conjunto de su obra? ¿O quizás, aunque causaran y aun causen mucha risa, no deberían haber trascendido más allá de ser un recurso ocasional o una caída momentánea en el insulto y el mal gusto, para descrédito de dos geniales malabaristas del lenguaje?

En primer lugar, ambos autores tenían una formación bastante similar, y los dos escribían poesía sobre el modelo que arrancaba de Garcilaso y del latín erudito, pero, al contrario de lo que parecerían mostrar las apariencias, Góngora, con todo su hábito de canónigo, era más laico, liberal y bon vivant que Quevedo –recordemos que fue amonestado por acudir a los toros, a pesar de que estaba completamente prohibida la asistencia al estamento al que pertenecía–; mientras que Quevedo, un hombre sumido en temibles conceptos sobre la justicia divina y el más allá; era un espadachín consumado; profesaba un odio irracional hacia todo lo que oliera a hereje o judío y era un inconsolable nostálgico del pasado. Tuvo, además una vida política muy agitada y compleja, aunque, en buena parte, ignorada, como puede y debe serlo en alguien que se emplea en tareas de espionaje. 

Quevedo. ¿Copia de un original de Velázquez?

Francisco Gómez de Quevedo Villegas y Santibáñez Cevallos. Nacido en 1580, estudió en el Colegio Imperial de la Compañía de Jesús, en Madrid, y después en las Universidades de Alcalá y Valladolid, donde se produjo y se hizo público su enfrentamiento con Góngora, un suceso que, por otra parte, hizo surgir partidarios de uno y otro, haciendo crecer la popularidad de Quevedo; algo de lo que Góngora ya no tenía que preocuparse. 


En 1606, en Madrid, Quevedo conoció al Duque de Osuna, Pedro Téllez Girón, a quien después acompañó y sirvió, en parte como secretario, en parte como soldado, en parte como espía, o agente y acaso, como amigo, tanto cuanto cabía serlo, entre un Duque, Marqués, Conde, Grande de España, Caballero del Toisón, Virrey, Señor de muchos lugares, etc., y un Caballero de Santiago y Señor de La Torre de Juan Abad–, Señorío que adquirió su madre, para mejorar el prestigio y el futuro del escritor.

Tras caer en desgracia junto con el Duque Osuna a raíz de los sucesos de la Congiura de Venecia, recuperó el favor de la Corte, de mano del Conde Duque de Olivares, favor que volvió a perder cuando se opuso –Su espada por Santiago–, a la elección de Santa Teresa como patrona de España, como era el deseo del rey, lo que le costó destierro y encierro en León.

De vuelta en Madrid, se casó con Esperanza de Mendoza, una viuda, de la que se separó muy pronto, viéndose de nuevo implicado en asuntos relacionados con el gobierno de Olivares, que le valieron un nuevo ingreso en la prisión de San Marcos, de donde salió, sin proceso, en 1643, retirándose, ya definitivamente, a su Señorío de Juan Abad.

Luis de Góngora y Argote, 1561–1527, procedía de una familia acomodada. Tras ser nombrado racionero en la catedral de Córdoba, desempeñó varias funciones que le brindaron la posibilidad de viajar por España. Su animada vida social le costó una reprensión que desembocó en una pequeña sanción económica. 

En 1603 se hallaba en la corte, entonces instalada en Valladolid, buscando desesperadamente apoyos con los que mejorar su situación económica y la de su familia. En esa época escribió algunas de sus más mejores letrillas, y se enzarzó en la famosa batalla con Quevedo.

Instalado definitivamente en la corte de Madrid a partir de 1617, fue nombrado capellán de Felipe III, lo cual, como revela su correspondencia, no alivió sus dificultades económicas, que lo acosarían hasta la muerte.

No cabe duda de que los dos poetas son geniales, pero, francamente, cuesta trabajo creer que Góngora considerara a Quevedo como un rival, ya que su prestigio estaba muy bien cimentado y él mismo, suficientemente acreditado en la Corte, sin duda, más y mejor que Quevedo, quien, sin embargo, saldría de España para emplearse con el Duque de Osuna, porque su posición económica no era envidiable, ni tampoco gozaba del mismo prestigio que Góngora, que, por otra parte, y, por así decirlo, llegó a hacer escuela y tuvo brillantes seguidores, como el citado Fray Hortensio de Paravicino, el Conde de Villamediana, Salvador Jacinto Polo de Medina, Francisco de Trillo y Figueroa, Gabriel Bocángel, Sor Juana Inés de la Cruz, Pedro Soto de Rojas, etc., todo los cuales produjeron obras de extraordinaria calidad.

                                 Paravicino                                        Obra de Villamediana

 
   Polo de Medina                            Obra de Trillo y Figueroa

Sor Juana Inés de la Cruz                                 Bocángel

En realidad, es difícil dilucidar el verdadero motivo que encendió aquella lucha dialéctica entre ellos, porque, como hemos dicho, no parece que podamos conformarnos con una diferencia de estilos, ni aceptar sin más, el hecho de que una tendencia literaria diferente y hasta opuesta, diera lugar a ataques tan feroces como los que hallamos en este enfrentamiento.

Y el hecho es, que Quevedo –y no parece que fuera por azar-, a pesar de su religiosidad sin cuestionamientos y su rectitud, según sus principios, mostró más odio que virtud en su comportamiento, hasta el punto de que llegó a adquirir la casa en la que vivía Góngora en Madrid, e hizo que la desalojara, hallándose muy envejecido, enfermo y habiendo perdido prácticamente la memoria.

Hay que pensar, pues, en dos filosofías; dos formas de afrontar la vida, en suma, no sólo distintas, sino opuestas y, en este caso sí, rivales. Quevedo siempre tachó a Góngora, no de culterano, sino de judío y hasta de perro; términos que, en su concepto eran inseparables, aunque no se limitó a ellos, como veremos.

                         Yo te untaré mis obras con tocino
                         Porque no me las muerdas, Gongorilla,
                         Perro de los ingenios de Castilla,

No parece necesario aclarar la referencia al tocino.

Lo cierto es que los versos que Góngora le dedica a él, son mucho más contenidos y nunca recurre a los insultos soeces ni a descalificaciones de carácter étnico–religioso. Quevedo le supera en mordacidad y le obliga a acercarse a su propio estilo, el “conceptismo”, mucho más apropiado que el “culteranismo” para la sátira y el insulto, aunque sin arrastrarle al nivel de procacidad típicamente quevedesco. (J.M.V.)

Dice Góngora:
                                            ...vuestros antojos
                           Dicen que quieren traducir al griego,
                           No habiéndolo mirado vuestros ojos.

Responde Quevedo:

                          ¿Por qué censuras tú la lengua griega
                           siendo sólo rabí de la judía,
                           cosa que tu nariz aun no lo niega?

                           No escribas versos más, por vida mía;
                           Aunque aquesto de escribas se te pega,
                           Por tener de sayón la rebeldía.

Dice Góngora.
                           …
                           a San Trago camina, donde llega:
                           que tanto anda el cojo como el sano. 

Responde Quevedo:

                           éste, en quien hoy los pedos son sirenas,
                           éste es el culo, en Góngora y en culto,
                           que un bujarrón le conociera apenas.

                           Apenas hombre, sacerdote indino,
                           Que aprendiste sin christus la cartilla;
                           Chocarrero de Córdoba y Sevilla,
                           Y en la Corte, bufón a lo divino.

Aunque no son muchos los sonetos que se han conservado en este sentido, resultan suficientes para dejar claro que las referencias de carácter culto, o culterano, o intelectual, no existen en los sarcásticos versos de Quevedo, quien ciertamente, tenía poco o nada que reprochar a Góngora, pero sí concurren en los versos de este último, aunque de forma casi tangencial, como ocurre en su referencia al supuesto desconocimiento de la lengua griega por parte de Quevedo.

Surgen aún dos nuevos elementos de análisis en este ficticio enfrentamiento de tú a tú: la calidad única y distinta de cada uno de los autores, puesto que, evidentemente no sólo no son iguales, sino que ni siquiera son comparables, y la supuesta simultaneidad histórica de los mismos, que sólo es aparente y que se debe al hecho de que suelen estudiarse juntos, centrando la atención en sus manidas y anecdóticas disputas.

Cuando Quevedo nació, Góngora ya publicaba; veinte años de diferencia, no parecen suponer una distancia en la historia, pero sí en la vida. La celebridad de Góngora trascendió muy pronto e inmediatamente tuvo, no sólo seguidores incondicionales, cuando a Quevedo todavía le faltaba mucho camino que recorrer; además de que este último siempre mostró su preferencia por la controversia política, en la que, al menos literariamente, Góngora no entró. Por otra parte, Quevedo nunca llegó a crear algo parecido a una escuela, mientras que en el caso de Góngora, no sólo tuvo admiradores e imitadores en su tiempo, como hemos dicho, sino que fue nuevamente elegido como modelo poético, ya en el siglo XX. 

Hoy día, cuando se lee acerca de la famosa controversia, tan asumida, que en ocasiones, parece que es lo único que hicieron ambos autores, da la sensación de que Quevedo, buen escritor, pero terriblemente lastrado por la propia soberbia, quiso mostrar un enfrentamiento entre iguales, algo que no podía ser, ya que él no era un contendiente para Góngora, que parece sacudírselo con la misma facilidad que si se tratara de un mosquito, combatiendo la soberbia con la seguridad personal, de su reconocido e indiscutible valor literario.

En 1585, cuando Quevedo no llegaba a los cinco años de edad, ni Góngora a los veinticinco, decía ya Cervantes de este último en el Canto de Calíope, de La Galatea:

                           En don Luis de Góngora os ofrezco
                           un vivo raro ingenio sin segundo;
                           con sus obras me alegro y me enriquezco
                           no sólo yo, mas todo el ancho mundo...».

Ese mismo año, el cordobés publicaba su gran Soneto a Córdoba, considerado una obra maestra:

                           ¡Oh excelso muro, oh torres coronadas
                           De honor, de majestad, de gallardía!
                           ¡Oh gran río, gran rey de Andalucía,
                           De arenas nobles, ya que no doradas!

Y, ya en 1590, algunos de los más célebres compositores españoles, como Diego Gómez, Gabriel Díaz o Claudio de la Sablonara, solicitaban los textos de Góngora como tema de base para sus composiciones musicales.

Es sabido, como se ha dicho, que la lírica fue la especialidad de Quevedo, a pesar de su inmensa obra en prosa, y algunos de sus sonetos son ejemplares, pero lo cierto es, que además de los textos de carácter místico, político y crítico, la prioridad del escritor la soportan sus sátiras, personales o colectivas –en gran parte, contra las mujeres-, y su lenguaje resulta más pensado para herir, acorde con su fama de espadachín, que para halagar el sentido lírico de sus lectores; en resumen, Quevedo dominaba la burla y en ella era maestro.

Dos sonetos componen toda la artillería de Góngora en esta pelea. Pero veamos otras muestras de la de Quevedo, en las que se integra sin tropiezos, su lenguaje preferido.

                           De vos dicen por ahí
                           Apolo y todo su bando
                           que sois poeta nefando
                           pues cantáis culos así.

                           ¿cuál hombre o mujer que canta,
                           si tiene cabeza cuerda,
                           a pies de coplas de mierda,
                           hará pasos de garganta?

                          que vuestras letras, señor,
                          se han convertido en letrinas.

                          Yo, por mí, no pongo duda
                          en que las coplas pasadas,
                          según están de cagadas,
                          las hicisteis con ayuda.
                          Más valdrá que tengáis muda
                          la lengua en las suciedades;
                          dejad las ventosidades:
                          mirad que sois en tal caso
                          albañal por do el Parnaso
                          purga sus bascosidades.

                                           • • •

                         Vuestros coplones, cordobés sonado,
                         sátira de mis prendas y despojos,
                         en diversos legajos y manojos
                         mis servidores me los han mostrado.

                         Buenos deben de ser, pues han pasado
                         por tantas manos y por tantos ojos,
                         aunque mucho me admira en mis enojos
                         de qué cosa tan sucia haya limpiado.

                         No los tomé, porque temí cortarme
                         por lo sucio, muy más que por lo agudo,
                         ni los quise leer, por no ensuciarme.

                         Así, ya no me espanta ver que pudo
                         entrar en mis mojones a inquietarme
                         un papel, de limpieza tan desnudo.

Todo esto, sin evocar las diversas referencias al pretendido judaísmo de Góngora, basado en sospechas surgidas de una investigación inquisitorial, en la que se presentaron dudas sobre una abuela, que nunca prosperaron. Quevedo era hombre muy apegado a los viejos prejuicios, como muchos más en su época, cuando el horror hacia todo lo semita se había alimentado ampliamente, presentando a probables o improbables descendientes de los conversos que sobrevivieron a la expulsión de 1492, como la causa de todos los males. Para Quevedo era razón de fe y arma arrojadiza, hubiera o no certeza sobre su realidad.

Junto a aquellas sospechas, todo un caudal de epítetos relativos a la suciedad, como los ya copiados y los que siguen.

                           Poeta de bujarrones
                           y sirena de los rabos,
                           pues son de ojos de culo
                           todas tus obras o rasgos;
                           …
                           escoba de la basura
                           de las ninfas del Parnaso
                           …
                           Gongorilla, Gongorilla,
                           de parte de Dios te mando
                           que, en penitencia de haber
                           hecho soneto tan malo,
                           andes como Juan Guarín,
                           doce años como gato,
                           y con tu soneto al cuello,
                           por escarmiento y espanto.
                           …
                           cristiano viejo no eres,
                           porque aún no te vemos cano;
                           hi de algo, eso sin duda,
                           pero con duda hidalgo.

Vistos los ejemplos precedentes –que, en absoluto agotan el tema-, y aun sabiendo que todas sus mofas se reducen a vaguedades que cualquiera podría aplicar igualmente a su autor, no sorprende que algunos investigadores hayan incidido en el análisis de lo que Juan Goytisolo definió como una obsesión escatológica del escritor, que, en su opinión, los críticos y estudiosos de su obra acostumbran a esquivar.

No merece la pena, sin duda, pero sería curioso hacer un recuento de términos similares a culo, mierda, cagadas, puto, bujarrón, etc., que parecen mostrar esa extraña obsesión en el escritor que, por alguna razón incomprensible, ha sido elevado, en ocasiones, por encima de Góngora, al Olimpo del Siglo de Oro,  y todo ello en base fundamentalmente, a sus sonetos insultantes y a obras de carácter escatológico, como Gracias y desgracias del ojo del culo, o algunas escenas de El Buscón que son las más conocidas y que, francamente, conviene leer con el estómago muy bien asegurado. 

Y todo ello, por cierto, prescindiendo del hecho de haber acuñado el término culterano -no cultista, más acorde con conceptista-, porque sonaba más a luterano -la otra monomanía de don Francisco-. 

Por todo lo dicho, resulta absurda la constante comparación entre Quevedo y Góngora, desde cualquier punto de vista y, mucho más, las singulares preferencias por el primero, debidas a la fácil comprensión de sus peores creaciones.

Convendría pues, señalar, que Quevedo, no es sólo su absurdo enfrentamiento con Góngora, ya que si nos basamos estrictamente en eso, su figura sufriría un gran descrédito: primero, por la injusticia de sus aseveraciones; segundo, por la soberbia de su actitud; tercero, por su barato recurso a la carcajada tabernaria; cuarto, por sus incoherentes pretensiones de compararse con Góngora y quinto, por su carácter pendenciero. Y ya en otros aspectos, destacaríamos igualmente, su desprecio hacia casi todo, frente a la ciega admiración por su patrono el duque de Osuna; su orgullosa complacencia en malas prácticas, como el soborno; sus odios generalizados hacia los extranjeros, en especial, franceses, ingleses, venecianos, etc. Se podría, en fin, someter a análisis su rotunda e irracional negativa a admitir el patronazgo de Teresa de Ávila, por mucho que quisiera razonarla, ofreciendo al efecto, Su espada por Santiago.

¿Significa esto que Quevedo no es un figura literaria de primer magnitud? Todo lo contrario, pero se trata aquí de un momento que a pesar de no tener, en realidad excesiva trascendencia, es muy conocido y muestra en toda su magnitud el carácter de un hombre pendenciero y terriblemente irascible. No en vano, el cuarenta por ciento de su obra es de carácter satírico, entreverado con un humor más bien sarcástico, que en numerosas ocasiones se adereza con la más desagradable escatología, de todo lo cual, le salva, en parte, el hecho de que, en ocasiones, el propia poeta ironiza francamente sobre sí mismo:

Los que me quieren mal me llaman cojo, siendo así que lo parezco por descuido, y soy entre cojo y reverencia, un cojo de apuesta, si es cojo, o no es cojo…

El cojear en los versos, eso es, Señor, retratarme.

…y si hoy soy algo, es por lo que he dejado de ser: gracias a Dios nuestro Señor, y a su excelencia. He sido malo por muchos caminos, y habiendo dejado de ser malo, no soy bueno, porque he dejado al mal de cansado y no de arrepentido.

…hijo de padres que me honraron con su memoria, ya que los mortifico yo con la mía.

En cualquier caso, y aun a pesar de reconocimientos más o menos tácitos, puesto que nunca están libres de cierta ironía y casi hasta de vanidad, el resultado es que la persona de Quevedo siempre se impone a gritos por encima de su obra, algo que, evidentemente, no ocurre en el caso de Góngora.

Por último, resulta imprescindible traer aquí su espléndido soneto, Amor constante más allá de la muerte, poderosamente emotivo, tal vez a causa del profundo impacto de su último verso.

                              Cerrar podrá mis ojos la postrera
                              Sombra que me llevare el blanco día,
                              Y podrá desatar esta alma mía
                              Hora, a su afán ansioso lisonjera;

                              Mas no de esotra parte en la ribera
                              Dejará la memoria, en donde ardía:
                              Nadar sabe mi llama el agua fría,
                              Y perder el respeto a ley severa.

                              Alma, a quien todo un Dios prisión ha sido,
                              Venas, que humor a tanto fuego han dado,
                              Médulas, que han gloriosamente ardido,

                              Su cuerpo dejará, no su cuidado;
                              Serán ceniza, mas tendrá sentido;
                              Polvo serán, mas polvo enamorado.

Soneto que, sin interés en hacer comparaciones,  puede acompañarse con otro de Góngora:

                               XXX
                              Suspiros tristes, lágrimas cansadas,
                              que lanza el corazón, los ojos llueven,
                              los troncos bañan y las ramas mueven
                              de estas plantas, a Alcides consagradas;

                                 mas del viento las fuerzas conjuradas
                              los suspiros desatan y remueven,
                              y los troncos las lágrimas se beben,
                              mal ellos y peor ellas derramadas.

                                 Hasta mi tierno rostro aquel tributo
                              que dan mis ojos, invisible mano
                              de sombra o de aire me la deja enjuto,

                                 porque aquel ángel fieramente humano
                              no crea mi dolor, y así es mi fruto
                              llorar sin premio y suspirar en vano.

Góngora murió en Córdoba, en 1617, a los 66 años y Quevedo, en 1645, a los 54. Ambos vivieron siempre en torno y a expensas de la Corte y la nobleza, en un siglo decadente y mal gobernado, que, gracias a cierta magia que sólo existe en la literatura y el arte, ellos y otros, convirtieron en eso que conocemos como Siglo de Oro

Admitiendo, pues, que la supuesta batalla literaria entre Góngora y Quevedo, no puede ni debe pasar de ser algo anecdótico, nos queda toda la  obra de ambos, que es mucha, para empezar a trabajar con ellos y tratar de conocerlos verdaderamente, intentando acercarnos a ellos para superar, paso a paso, las múltiples dificultades de su obra y el desconocimiento de su vida y personalidad.