lunes, 12 de noviembre de 2012

LOS GATOS DE RICHELIEU

LOS GATOS DE RICHELIEU

Podríamos presentar a Armand–Jean du Plessis como un personaje muy aleatorio, valdría decir, incluso, contradictorio; en ocasiones, inesperado, y acaso, improvisador –que todo lo fue–, pero estas percepciones son sólo aparentes y no servirían para retratarlo, ya que –como veremos–, sus actitudes más trascendentales no encajarían suficientemente en ninguna de ellas. Su personalidad y sus decisiones resultan, por el contrario extremadamente lógicas si nos centramos en el doble objetivo de su vida: el engrandecimiento de Francia y el suyo propio, a pesar de que, a veces, también se hace preciso invertir estos términos.
En todo caso, su carrera, entre la Iglesia y el Estado, fue meteórica hasta alcanzar su máximum, apenas a unos centímetros del trono de Francia, que sólo la sangre le vedaba. Aun así, llegó a manejar la Corona como propia, situándose en un punto estratégico entre la reina madre, María de Médicis y el monarca hijo, Luis XIII, en una posición que podía variar radicalmente, según sus objetivos.

 Marie de Médicis con Luis XIII en 1603, de Charles Martin.

Si hoy impone los decretos de Trento, mañana combate a las tropas pontificias. Hoy arregla el matrimonio del Delfín con una Infanta española pero mañana declara la guerra a España. Ahora pacta con los rebeldes de las Provincias Unidas casando a la hija de la reina cristianísima de Francia con el heredero protestante de la Corona inglesa, y más tarde, sitia, rinde y destruye la fortaleza de La Rochela, donde se amparan los hugonotes. Ataca el poder de la nobleza pero se constituye en su único y máximo representante. Se adhiere incondicionalmente a la reina regente para llegar hasta el hijo, con el que después se unirá para aniquilar a la madre, etc. Todo esto debería servir de base para diseñar más de tres facetas del mismo rostro.

Triple retrato del Cardenal Richelieu
Philippe de Champaigne. c.1642.


Dotado de enorme capacidad de cálculo y previsión, así como de la omnisciencia procedente de una buena red de espionaje, se inclinará siempre del lado que parezca más conveniente a su propio engrandecimiento y donde mejor pueda saciar su pasión de mando. Para ejercer el poder de forma omnímoda no necesitaba la sangre real; mejor utilizar a la reina contra su hijo y a este para condenar a la madre y expulsarla de la corte.
Para vencer a un rival –decía–, cualquier artimaña está permitida: todo vale contra los enemigos.

Hablamos del tercero de los cinco hijos de una familia de la vieja nobleza, aunque de pocos recursos, procedente de Poitou e instalada en París -si hubiera nacido al sur de los Pirineos, se llamaría Armand  du Plessis de La Porte-. Huérfano de padre desde la Octava Guerra de Religión, cuando sólo tenía cinco años, el entonces monarca, Enrique III concedió a la familia una importante fuente de supervivencia como fue el Obispado de Luçon.

Asistió al Collège de Navarre para estudiar filosofía, pasando después a la escuela de Monsieur Pluvinel, donde se formaría para la carrera militar; la que le correspondía con arreglo a la distribución familiar clásica, que reservaba la religiosa para el hermano mayor. Parece que la vía castrense era la que Armand prefería ya que dentro del uniforme se encontraba muy a sus anchas, especialmente frente al mundo femenino en el que se desenvolvía con gran éxito y asiduidad.

Pero cuando su hermano renunció al obispado para ingresar en la Cartuja, la familia no podía dejar perder tan importante beneficio, de modo que Armand empezó a estudiar Teología diligentemente, a pesar de no tener vocación alguna y asumiendo un camino que le llevaría a la investidura canónica en 1607 de manos del pontífice Paulo V –a quien parece ser que engañó, pues el Breve habla de veintitrés años, la edad mínima requerida, cuando, en realidad du Plessis tenía veintidos–. Se convirtió así en el primer obispo de Francia en instaurar, con gran celo, las reformas impartidas por el Concilio de Trento.

Tenía 29 años cuando los clérigos de Poitou le eligieron diputado para los Estados Generales, donde debía oponerse a la creación de impuestos al clero, lo que le abrió las puertas de la capital francesa y la ocasión de lucir su capacidad oratoria ante la regente Marie de Médicis, quien lo valoró muy positivamente, dando comienzo, un año después, su fulgurante carrera política, que le llevará en 1616 al Ministerio de Asuntos Exteriores y al Consejo del Rey. Cabe recordar que aquella fue la última vez que se convocaron los Estados Generales, que no volvieron a reunirse hasta 1789.

Luis XIII (27.9.1601-14.5.1643) y Ana de Austria (22.9.1601-20.1.1666)
Su matrimonio se ratificó el 21 de Noviembre de 1615.

A pesar de su buena fortuna, Richelieu no logró esquivar los permanentes debates entre la reina y su hijo; el ya Obispo, Ministro y Consejero, servía en la camarilla del Mariscal florentino Concino Concini, favorito de la reina madre, a quien el hijo odiaba tan mortalmente, que de acuerdo con el duque de Luynes, propició su asesinato,  (24.4.1617) tras el cual, la reina fue confinada en Blois. Richelieu, por su parte, se cruzó con Luis XIII en el Louvre, quien tras decirle: -Aquí estoy, libre de vuestra tiranía, señor de Luçon-, le ordenó volver a su obispado en espera del destierro a Aviñón.
El Mariscal Concini, de Daniel Dumonstier.

La reina madre, consiguió escapar del castillo de Blois en febrero de 1619 para abanderar una rebelión aristocrática contra Louis XIII, de la que formó parte su segundo hijo, Gastón de Orleans. Fue la oportunidad de Richelieu, que tras verse libre de la amenaza de un proceso político, recibió la orden de mediar entre madre e hijo, lo que logró ampliamente, alcanzando la paz entre ambos, que quedaría ratificada por los acuerdos de Angulema y Angers, que zanjaron sucesivamente la primera y segunda Guerra de la madre y el hijo.

A pesar de la paz aparente, Luis XIII seguía desconfiando de las intenciones de su madre, por lo que pensó que tal vez podría controlarla mejor si la mantenía cerca, de modo que aprobó su vuelta a París, donde María de Médicis pareció serenarse dedicando su atención a la construcción del Palacio del Luxemburgo con la colaboración y los consejos del propio Richelieu, quien tras la muerte del duque de Luynes, consiguió que el rey volviera a admitirla en el Consejo. El éxito pacificador aportó al obispo gran celebridad como mediador y además, en 1622, el capelo cardenalicio. A pesar de que Luis XIII no se decidía fácilmente, la insistencia de María de Médicis logró que en 1624 el prelado volviera también al Consejo Real.

Su programa, breve y definido se contenía en tres líneas maestras: destrucción del protestantismo; anulación del poder de la nobleza y guerra contra la Casa de Austria, que, en su opinión, amenazaba el reino de Francia por todas sus fronteras. Esto último chocaba frontalmente con la posición de María de Médicis, acérrima defensora de la supremacía Habsburgo, ya que, al fin y al cabo era hija de Juana de Austria, nieta del emperador Fernando de Austria y prima hermana de Felipe II; siendo además su nuera Ana, hija de Felipe III y su hija Isabel estaba casada con Felipe IV.

Al mismo ritmo que Marie de Médicis se percataba del  error de haber patrocinado a Richelieu y de que éste sólo se había servido de ella para llegar al rey, Luis XIII aumentaba gradualmente su confianza en el cardenal. La gran tensión acumulada entre los tres, saltará por los aires escandalosamente el diez de noviembre de 1630.

Cuando Richelieu propuso al rey la alianza con los príncipes protestantes alemanes frente a los Habsburgo, encendió las iras de la reina madre y sus partidarios, quienes se propusieron echar de la corte definitivamente al cardenal, a cuyo efecto, María citó a su Guardasellos Michel de Marillac; ambos debían encontrarse en la palacio del Luxemburgo con Luis XIII y Richelieu.

Reunidos los cuatro el día 9, la reina regente exigió una y otra vez a su hijo que expulsara de la corte al cardenal, pero no logró sino agotar su paciencia y que abandonara la reunión sin dar respuesta alguna.

Al día siguiente, domingo 10, Luis decidió intentar la reconciliación entre su madre y el cardenal, pero a primera hora, antes de que llegara Richelieu, la regente volvió a la carga con sus exigencias. Ante la negativa del hijo, pretextando que debía tomar un medicamento, María salió y ordenó a los guardias cerrar todas las puertas para evitar que el cardenal pudiera asistir al encuentro. Pero acaso María olvidó que Richelieu había participado muy activamente en el diseño y construcción del palacio y conocía sus planos al detalle, de modo que se las arregló para entrar por una puerta secreta y presentarse ante el hijo y la madre como una aparición:
–Apostaría que Sus Majestades hablaban de mi…
–Sí –respondió María enfurecida, y después de soltar una retahíla de insultos en italiano, se volvió hacia su hijo –¿Preferís a un lacayo antes que vuestra propia madre?


Para Luis XIII la tensión se hizo insoportable, de modo que, sin decir ni una palabra, abandonó la sala y el palacio y se retiró a su coto de caza en Versalles al mismo tiempo que el cardenal salía por otra puerta para dirigirse al Petit Luxembourg, decidido a digerir su derrota ante la reina madre a quien precisamente iba a deber tanto el comienzo como el fin de su carrera política.
El abandono simultáneo del monarca y el prelado, hizo creer a los partidarios de María y a ella misma, que habían ganado la partida; todos se felicitaron mutuamente y se dispusieron a celebrarlo.

Entre tanto, alguien recomendó a Richelieu que intentara volver a hablar con el rey, por lo que se dirigió a Versalles, donde, para su sorpresa, fue muy amablemente recibido. Parece ser que él y el monarca sostuvieron una conversación larga y distendida, tras la cual, Luis abrazó al cardenal, mostrando públicamente su afecto y apoyo; después rechazó su dimisión y declaró taxativamente: –Estoy más unido a mi Estado que a mi madre.

El lunes, once de noviembre por la mañana, Luis XIII volvió a París. Su madre, paralizada por la sorpresa tras el conocimiento de su encuentro con el cardenal, fue recluida en sus habitaciones y exiliada a Compiègne tres meses después, hasta mediados de julio, en que logró escapar para refugiarse en los Países Bajos españoles -concretamente en Bruselas-, en aquel momento, enemigos de Francia, lo que llevó al rey a privarla de su condición de reina y de sus pensiones.

María de Médicis murió en 1642, en la casa de su pintor favorito, Rubens, en Colonia.

Teniendo en cuenta su insistencia en ser coronada la víspera de la muerte de su esposo Enrique IV, y el hecho de que el duque de Épernon, que acompañaba al rey cuando fue asesinado, era íntimo e incondicional amigo suyo, Honoré de Balzac, cree que María de Médicis nunca quedó libre de la sospecha de haber conocido de antemano los planes del asesinato de su esposo, y que la victoria de Richelieu sobre ella el Día de los Engañados, se debió al hecho de que mostró al rey ciertos documentos secretos que la comprometían.

Si esto fuera cierto, hablaría tan mal de la reina como del propio cardenal, quien conociendo los hechos, ocultaría las pruebas para la ocasión, lo que le convertiría en cierto modo, en un cómplice, al menos, de encubrimiento. Ambos  podían supeditarlo todo a sus ambiciones; Richelieu, la de pacificar y engrandecer el reino según sus principios y María de Médicis la de devolverlo al catolicismo aniquilando toda raíz hugonote según los suyos.


Rubens, retrato de María de Médicis. c. 1625

Fue Guillaume Bautru, conde de Serrant, quien viendo cómo la confusión y el fracaso sucedían a la felicidad de la reina y sus partidarios, dijo: C’est la journée des dupes! , es decir, “Es el día de los engañados”, frase que ha pasado a la historia como definición de un momento que, en realidad supuso un notable cambio de dirección en la política francesa, en la que, en adelante, el Cardenal Richelieu haría y desharía sin oposición alguna y sin más directrices que las marcadas por su voluntad.
Había sido aquella férrea voluntad la que, de manera inflexible puso en juego para desalojar a los protestantes de su plaza fuerte de La Rochelle un año antes. Tras varios intentos frustrados por parte el rey y su consejero Luynes, el cardenal puso sitio a la ciudad, que resistió dramáticamente más de un año, viéndose obligada a capitular en 1628. Al año siguiente Luis XIII publicó un edicto que confirmaba las libertades contenidas en el Edicto de Nantes para los hugonotes, exceptuando todos los privilegios políticos y militares. Afirmó asimismo el monarca, por sugerencia de Richelieu que, en tanto que súbditos, no haría diferencias entre ellos y los católicos, lo que los transformaría en súbditos leales, y evitaría la desconfianza de sus aliados protestantes fuera del reino. El partido de la reina jamás transigió con estas medidas.

La misma firmeza empleó Richelieu para reducir a la nobleza y sus exigencias; arrasó más de dos mil fortalezas y suprimió radicalmente su acceso a los altos cargos. Mandó decapitar al Duque de Montmorency, que había luchado al lado de Gastón de Orleans, el rebelde hermano menor del monarca y ordenó la ejecución del Conde de Chalais y del Marqués de Cinq–Mars, hasta entonces favorito de Luis XIII.

Libre así el reino de amenazas interiores procedió al intento de reducir el poder de los Habsburgo, que intentaban someter a los estados alemanes en el curso de la feroz guerra que posteriormente se denominó De los Treinta Años. (1618–48).

Mantuvo la ayuda financiera a Holanda y Suecia, las dos potencias protestantes más señaladas en la lucha contra la preminencia Habsburgo. Se hizo con el control del Valle de Valtelina, esencial para el paso de tropas entre Italia y las Provincias Unidas y parte vital del llamado Camino Español y, finalmente, declaró la guerra a España en 1635. En esta ocasión, las tropas españolas llegaron a los alrededores de París cuya defensa organizó el propio monarca, tras el fracaso de Richelieu.

Aprovechando la debilidad de la monarquía española, el cardenal apoyó la escisión catalana y la guerra de independencia portuguesa, apoderándose asimismo de Alsacia, Artois y Rosellón en 1642.

Richelieu prohibió los duelos que diezmaban a la joven nobleza, bajo pena de muerte, que nunca dudó en hacer ejecutar.

Fundó la Académie Française, con el primer objetivo de crear un diccionario que dignificara el idioma francés y que debía significar su independencia del latín como lengua culta.

Se le reprocha haber ejecutado venganzas personales pretextando el interés del Estado.

Las exigencias de su política y la necesidad de aplicar violencia para acabar con la violencia,  le hicieron tan impopular que ante la noticia de su muerte, el 4 de diciembre de 1642, el pueblo mostró su alegría encendiendo hogueras festivas por todo el reino.

Tras un cuarto de siglo al servicio de la corona dejó recomendado un sucesor también perteneciente al mundo eclesiástico, el cardenal Mazarino. Legó a un sobrino nieto una de las fortunas más importantes, si no la más cuantiosa de Francia y dejó, finalmente, a los ciudadanos la consideración de los gatos como animales de compañía; tenía entonces catorce, de los cuales conocemos incluso los nombres, todos ellos, al parecer, acordes con sus características más específicas: Félimare, Lucifer, Ludovic-le-Cruel, Ludoviska, Mimi-Piaillon, Mounard-Le-Fougueux, Perruque, Racan, Rubis-sur-l'ongle, Serpolet, Pyrame, Thisbe, Soumise y Gazette.

La distraction de Richelieu. Charles Armand Delort


2 comentarios:

  1. Me ha gustado mucho el artículo que como siempre da una visión más cercana de los personajes de la que se suele tener; aunque he tenido que esperar al final para entender el título que, por otra parte debe ser la única cosa tierna que se le puede encontrar a este Richelieu.

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    1. Hola Concha, Gracias por el comentario que, viniendo de ti valoro doblemente. Sin duda los gatos debían constituir un "último parrafo" en la actividad diaria del cardenal.

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