miércoles, 9 de enero de 2013

EL BALLET DE LA REINA CRISTINA DE SUECIA (3)



La Naissance de la Paix - El nacimiento de la Paz

El 18 de diciembre de 1649 asistió Descartes al Te Deum rezado por el 23 cumpleaños de la Reina Cristina, al que siguió la representación de El Nacimiento de la Paz en cuya redacción había intervenido. Como sabemos, obedecía un deseo/orden, pero no se sentía bien en el papel de guionista, aunque es posible, que el proyecto de divinizar mitológicamente a Cristina como Atenea, le sirviera de desahogo en la inactividad a que estuvo sometido desde que llegó a la corte sueca.

Carta de Descartes a Isabel de Baviera.
Estocolmo, 9 de octubre de 1649

Madame,

Habiendo llegado a Estocolmo hace cuatro o cinco días, […]
Ella [Cristina] está profundamente entregado al estudio de las Letras, pero por lo que yo sé, aún no ha visto nada de Filosofía; no puedo juzgar si llegará a gustarle, ni aún si podrá dedicarle tiempo, ni, por lo tanto, si yo seré capaz de procurarle alguna satisfacción y serle útil en algo.

La gran pasión que siente por el conocimiento de las Letras, le incita ahora, sobre todo, a cultivar la lengua griega y a reunir muchos libros antiguos; pero quizá esto cambie. Y si no cambia, la virtud que aprecio en esta princesa, me obligará siempre a preferir la utilidad de su servicio, al deseo de complacerla; de modo que eso no me impedirá hablarle francamente de mis sentimientos y, si no le resultan agradables –lo que no creo–, obtendré al menos la ventaja de haber cumplido con mi deber y a la vez, me dará la ocasión de poder volver cuanto antes a mi soledad, lejos de la cual es difícil que pueda avanzar en la búsqueda de la verdad, y es en esto en lo que consiste mi principal bien en esta vida.

M. Freinshemius ha convencido a S.M. de que yo no estaré obligado a permanecer en el castillo sino a las horas que ella quiera concederme para tener el honor de hablarle; así pues, no tendré muchas dificultades para hacer mi trabajo y esto se acomoda muy bien a mi carácter.

Con todo, y a pesar de que tengo gran veneración por S.M., no creo que nada sea capaz de retenerme en este país más allá del verano próximo; pero no puedo en absoluto responder del porvenir.

Sólo puedo aseguraros que seré toda mi vida…

Es evidente que el filósofo-profeta soñaba con recibir permiso para abandonar el país, si bien, el hecho de solicitarlo él mismo, era impensable tratándose de Cristina.

A pesar de su desinterés, Descartes escribió aquella comedia y los versos para el ballet alegórico que sirvió también para celebrar la Paz de Münster que supuso el final de la terrible Guerra de Treinta Años y que se representó al día siguiente del solemne Te Deum

Con la colaboración de Francia, Suecia y la Liga Protestante, habían vencido al Sacro Imperio Romano; Ana de Francia y Cristina de Suecia representaban a las dos potencias en ascenso; la primera católica y, la segunda, ya dudosa. Ana, la española-francesa, se apoyaba en el Cardenal Mazarino y, Cristina, aunque con frecuentes desentendimientos, en su Canciller Oxenstierna. 

Cristina actuó en la pantomima disfrazada de Palas Atenea, como representante de su propia imagen de paz y sabiduría. Al parecer, quiso que Descartes también actuara, algo que a él le debió parecer poco digno. De hecho, anteriormente, la reina, instigada por el favorito del momento, había obligado a hacer de cómicos a otros de sus maestros.

En la farsa, además de los dioses olímpicos, que representaban a la alta nobleza, aparecían también las Tres Gracias, en alusión a Isabel de Bohemia y su pequeña corte, que allí vivía en el exilio y de la que hablaremos más adelante, porque ahora hemos de entrar, siquiera de forma sucinta, en el contenido de los Acuerdos de Paz celebrados en el ballet y acordados en Münster.


P. [Guillaume Hyacinthe] Bougeant, S. J.: Historia del Tratado de Westfalia, o de las negociaciones que se hicieron en Münster y Osnaburg [Osnabrück], para restablecer la paz entre todas las potencias de Europa… Paris, Mariette, 1744
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Un breve relato de la Guerra de los Treinta Años y sus diversas fases, en:
135797531 KARLUV MOST – EL PUENTE CARLOS DE PRAGA
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Antes pues, de afrontar la crisis de la deslumbrante carrera de Cristina de Suecia, parece interesante dedicar algún espacio a este Tratado de Westfalia, ya que representa la conclusión de una guerra que por su acerba crueldad y efectos destructivos, constituye uno de los peores recuerdos de la Historia europea.
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La voluntad de acordar unas reglas políticas para poner límites a aquella guerra, partieron de un nuevo concepto, El Derecho de Gentes, destinado a acabar con los excesos bélicos y el derecho de conquista. Durante todo el siglo XVI teóricos políticos y utópicos, idearon planes de paz, proponiendo un modelo ideal que asegurara también el bienestar en una sociedad, hasta entonces brutal, desorganizada, e inmersa en una guerra que redujo casi a la mitad la población al centro de Europa, quedando gran parte de los supervivientes –todos aquellos que tenían treinta años o más–, sin haber conocido otra escuela que el campo de batalla.

En 1623, el holandés Hugo Grotius había publicado en París, De Jure Belli ac Pacis, -Sobre el derecho de guerra y de paz-, que proponía la aceptación de ciertas bases sobre las que asentar un sistema internacional de colaboración mutua, que se considería como un Código de Derecho Público Internacional. 

Por el Tratado de Westfalia, Europa se convirtió en ese conjunto de Estados con fronteras fijas, mutuamente aceptadas y reconocidas, sobre los cuales un monarca o príncipe ejercería plena soberanía. Se crearon ejércitos permanentes y nacionales, que debían sustituir el vigente sistema de mercenarios; la lengua se convirtió en un elemento unificador y el sistema de equilibrio de fuerzas fue sustituyendo a la antigua idea de la llamada monarquía universal.

Al desvanecerse los lazos que unían al Imperio Germánico con Roma, el carácter jerárquico y supranacional del primero, desapareció. El modelo germánico de la Paz de Augsburgo de 1555 que había llevado la paz a Alemania, otorgando a los príncipes y a las ciudades libres el derecho de elegir su religión, de acuerdo con el principio: Cuius Regio, eius Religio, se completaba ahora con la inclusión del Calvinismo. Se reforzaba así el derecho a ejercer libremente la religión deseada, en una época hasta entonces dominada por la exaltación religiosa y el fanatismo ideológico consiguiente.

Además, la creación artística y literaria encontró en la guerra y en la paz, excelentes motivos de inspiración y la libre circulación de hombres e ideas originó una especie de república de sabios y letrados. La naciente necesidad de conocimientos incrementó los intercambios entre países, tanto de correspondencia como de objetos artísticos y científicos, todo lo cual contribuyó a la aparición de una cierta Diplomacia del Espíritu. (Marc Fumaroli).

La Conferencia de Paz de Münster se completó con la Paz de Westfalia. En enero de 1647, España y Holanda firmaron el acuerdo preliminar, a pesar de la presión en contra del cardenal Mazarino, quien se fundaba en una cláusula anterior, según la cual, un aliado –Holanda, en este caso–, no podía firmar la paz por separado, si bien Holanda había dado dicha cláusula por anulada desde que, un año antes, Mazarino había tanteado a su vez, un acuerdo unilateral, también con España, en perjuicio de Holanda.

Finalmente, el Tratado entre las Provincias Unidas y España se concluyó el 30 de enero de 1648 en Münster, siendo ratificado en mayo siguiente. Holanda obtenía la independencia y el reconocimiento de su soberanía, conservando los espacios ocupados durante la guerra, principalmente la desembocadura del Escalda, que le daba el dominio sobre el puerto de Amberes, más otros territorios, entre ellos, Maastricht.

Ter Borch, 1648. Rijksmuseum, Amsterdam 

El juramento del Tratado, el 15 de mayo de 1648, en interpretación del flamenco Ter Borch. Del centro a la izquierda –con dos dedos levantados–, los seis delegados de la Provincias. A la derecha, los españoles y a la izquierda, apoyado en un sillón, el pintor.

   

Ayuntamiento y Salón de la Paz de Münster, Alemania, donde se realizó la ceremonia.

En el mismo salón se ratificó el acuerdo, y el mismo pintor fijó la escena para la posteridad, retratándose de nuevo, pero en este caso, en compañía de su perrito. La obra constituye un homenaje a la aportación intelectual de Hugo Grotius, representado en el centro del lienzo, tallado en piedra sobre su propio túmulo, en el cual aparece el texto del acuerdo.

Hugo Grotius o Huigh de Groot, de Michiel Jansz van Mierevelt, nacido en 1583, y fallecido en 1645, por lo que, obviamente, solo pudo asistir a la ceremonia en efigie.


Al parecer, Borch pasó tres años en Münster con el exclusivo objeto de familiarizarse con los compromisarios, tanto españoles como holandeses.


El Tratado de Münster firmado por Luis XIV de Francia, el Emperador y los Príncipes Alemanes, el 24 de octubre de 1648. El texto original redactado en latín, se extiende en 22 folios y lleva 27 sellos de cera unidos por cintas de seda azules y rojas. Col. Tratados Multilaterales. París

Treinta años de guerra habían dejado media Alemania convertida en un cementerio. Los acuerdos de Westfalia restablecieron la paz entre Francia, Suecia y el Emperador, que a su vez se reconcilió con los Príncipes alemanes. Podríamos llamar al acuerdo, una paz europea, a pesar de la no participación de Rusia, Turquía e Inglaterra, que de todos modos, enviaron representantes. Los Tratados contienen aspectos territoriales, constitucionales y religiosos.

Se otorgaban compensaciones territoriales a Francia y Suecia, que en adelante tendría participación en las Dietas Imperiales en función de sus posesiones alemanas de Brandebourg y Mecklembourg. El Elector Palatino recuperó la práctica totalidad de sus dominios, excepto el Alto Palatinado, cedido a Baviera, junto con la dignidad electoral, que ostentó Carlos Ludovico, hijo de Federico V, el Rey de Invierno. Las Provincias Unidas y Suiza recuperaron su independencia, de España y del Imperio respectivamente.
Francia retuvo los obispados de Metz, Toul y Verdún, además de Alta y Baja Alsacia, Sundgau y las fortalezas de Breisach y Pinerolo, además de otros beneficios menores.
Suecia, retuvo las islas Usedon, Rügen y Wollin, además de Pomerania Occidental con la desembocadura del Oder, más los obispados de Bremen y Verden.

Hechas las paces entre Provincias Unidas y España, Francia siguió en pie de guerra, ahora muy reforzada para proceder contra esta última; la Corona Cristianísima se había propuesto terminar con la Católica. Aunque pasó todavía por la revolución de La Fronda, poco después, Mazarino también alcanzó un acuerdo con la Inglaterra de Cromwell, quedando España efectivamente, aislada, como se lamentaba Felipe IV, con todos los enemigos a cuestas, ya que la paz firmada con las Provincias, significó, en realidad, que perdía la soberanía sobre aquellos Estados conocidos genéricamente, como Flandes. Para llegar aquí, había sido necesaria la Guerra de los Ochenta Años.

A todo esto, Cristina seguía adelante con sus planes de abandonar religión y reino, de los cuales no había informado, ni al Riksdal, ni al propio heredero, Carlos Gustavo, al que envió a Praga poco antes de terminar la guerra, con el objetivo de forzar la entrada en la Ciudad Vieja de Praga en sustitución del General Königsmark, objetivo que abandonó al recibir la noticia del cese de las hostilidades. Acto seguido recibió la orden de licenciar un ejército de cien mil hombres, casi todos alemanes al servicio de Suecia.

A última hora, las tropas imperiales sufrieron una nueva derrota en Lens frente al duque de Enghien, conocido como el Gran Condé, uno de los mejores amigos de la Reina Cristina. 

El Riksdag, pues, seguía creyendo en la quasi promesa de Cristina, de casarse con su primo Carlos Gustavo, al que de otro modo no hubieran aceptado como rey. Así pues, terminada la guerra, volvieron a insistir en el asunto de la boda y sólo entonces, les informó Cristina de que debían declararle heredero, sin tonterías de bodas, por si a ella le ocurriera algo. Aun así, se negaron a aceptarlo hasta el punto que la reina se vio obligada a hacer una declaración que no deseaba: 

-Quiero que sepan que es imposible que yo me case; esta es la situación real y no voy a dar más explicaciones.

Finalmente, el Parlamento accedió, como lo hizo el Canciller Oxenstierna, pero sólo porque creía que aquella solución sería menos arriesgada que el hecho de encontrarse sin monarca, pero dejó muy claro que preferiría haber muerto, porque había jurado al padre de Cristina que la sostendría hasta la muerte.
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