miércoles, 17 de diciembre de 2014

El Príncipe Carlos de Austria


Príncipe Carlos de Austria. Joris van Stratten (Atrib.). Descalzas Reales. Madrid

Felipe II enterró a cuatro esposas y cinco hijos, uno de los cuales, del que vamos a ocuparnos ahora, murió durante un encierro perpetuo ordenado por su padre.

Dado el hecho de que don Felipe no casó con cuatro mujeres, sino con cuatro reinos -a saber: Portugal, Inglaterra, Francia y Austria-, no tenía que haber amor necesariamente en aquellas uniones y, por lo que se puede deducir, aunque lamentó su negra suerte, no lloró demasiado la desaparición de ninguna de sus esposas.

Las cuatro componían el artificioso cosmos descrito por el marqués de San Lucindo, según el cual, María Manuela, su prima, era el Planeta de Lusitania y María Tudor, su tía, la Estrella de Inglaterra. Correspondió a madame Isabel de Valois la Luna de Francia, mientras que el Sol de Austria –no podía ser de otro modo-, brilló para su sobrina y postrera esposa, la reina Anna.

María Manuela – María Tudor – Isabel de Valois – Anna de Austria

Dadas las necesidades políticas en función de las cuales se promovieron estas bodas, no había razón alguna para considerar ciertas características, como la diferencia de edad, carácter, nacionalidad, idioma, o el total desconocimiento previo de la pareja entre sí. Lo normal era que tales matrimonios constituyeran un fraude a la menor expectativa de romanticismo y que, los pretendientes varones, objeto, voluntario o no, de la política matrimonial, acostumbraran a obtener fuera del matrimonio lo que el interés político les negaba dentro de él.

Para empezar, el acuerdo con Portugal, por el que Felipe se casaba con María Manuela, y por el que su hermana Juana quedaba comprometida para más adelante con el príncipe Juan, hermano de aquella, y heredero del reino, se firmó, como era habitual, entre los representantes de ambos, lo que no implicaba, como decimos, que alguien hubiera consultado sus gustos o predilecciones. Digo esto, porque don Felipe, los tenía, aunque nunca se hable de ellos.

En este caso, había un interés oculto; el príncipe portugués tenía mala salud, característica que doña Juana, su futura esposa, la hermana de Felipe II conoció demasiado tarde o, quizás demasiado pronto, como vimos en el capítulo dedicado a la historia de su hijo Sebastián de Portugal. Si él fallecía, María Manuela sería proclamada heredera, circunstancia que convertiría a don Felipe en dueño y señor del reino vecino. El sueño de su vida, pero no por interés de engrandecimiento, ni nada parecido.

Las cosas podían salir, o no, tal como estaban previstas, pero, en todo caso, la carambola política parecía perfecta. En cuanto a don Felipe, recordemos que profesaba una gran simpatía hacia todo lo portugués, de modo que, fuera como fuera la novia, las perspectivas valían la pena. Al menos, en aquella ocasión no tendría dificultades con el idioma, puesto que se lo había oído hablar a su madre antes de aprender a hablar él mismo, dándose asimismo la coincidencia de que María tenía una madre muy castellana. En todo caso, el hijo del emperador, obedecía al emperador aunque nadie fuera capaz de discernir con seguridad, si lo hacía con placer o con pesar.

El ilustre, austero, y enjuto obispo de Cartagena, Silíceo, emprendió camino hacia la frontera para recibir a la joven prometida, escoltado por guardias, criados, servidores e impedimenta suficiente para todos ellos.

Pero, he aquí que empiezan a pasar los días y la autoridad eclesiástica no aparece. El séquito portugués se cansa de esperar y empieza a enfadarse. Cuando ya se disponen a dar la vuelta y presentar una queja diplomática, llega el correo con una explicación satisfactoria: el obispo viajaba en una litera transportada por mulas que, yendo ya cerca del lugar, en un arroyo pequeño bien lleno de cieno, queriendo beber un macho de los de la litera en que a la sazón iba el obispo, entró tanto por el arroyo y cieno que se sumió del todo sin que de él cosa se pudiese ver y el agua y lodo entró a rienda suelta por la litera y la llenó toda y el obispo salió de ella en hombros de dos lacayos con gran trabajo y alteración y la litera salió de aquel lugar con no pequeña dificultad porque cuanto más los machos procuraban de salir tanto más andaban en el cieno. El señor Silíceo no había podido reanudar el camino hasta recuperarse del susto y reponer su ajuar.

Por fin la comitiva recorría, ya de vuelta y con la novia, tierras castellanas. Cerca de Salamanca, don Felipe la esperaba rodeado de sus jóvenes amigos, para poder ver a su futura esposa, aunque hubo de hacerlo secretamente, para evitar ser reconocido y mantener el protocolo. Esto era casi una costumbre debida a la comprensible curiosidad de los novios.

María Manuela, que había nacido en Coímbra el quince de octubre de 1527, era doblemente prima hermana de don Felipe, ya que Juan III de Portugal, su padre, era hermano de la emperatriz Isabel y, doña Catalina, su madre, era hermana del emperador Carlos. De hecho, traía el encargo de visitar en Tordesillas a doña Juana, que era tan abuela suya como de Felipe.

La boda por poderes ya se había celebrado, pero la verdadera, en la que los novios fueron los actores, se celebró en noviembre, en Salamanca. Don Felipe y sus tutores tenían instrucciones muy precisas del emperador sobre el modo, medida y frecuencia con que debía proceder a esa actividad que se llama uso del matrimonio, porque, como todos sabemos, el exceso suele ser dañoso, estorba hacer hijos y quita la vida. 

En uso de sus atribuciones, la noche de bodas, el preceptor Zúñiga dejó a los novios un rato a solas en la cámara nupcial y, a eso de las tres de la madrugada, sin más contemplaciones, mandó a cada uno a su cuarto. Hasta ahí llegaban las precisiones paternas ante el temor de que el príncipe se excediera en el cumplimiento de sus nuevos deberes.

María Manuela, que para entonces tenía dieciséis años recién cumplidos, traía instrucciones de su madre. Doña Catalina, que, no en vano había convivido tanto tiempo con la reina Juana en Tordesillas, le encareció, sobre todo, que se guardara mucho de los celos, que no conducen a nada bueno. Asimismo, consciente de que su hija era buena amante de los placeres de la mesa y que, en consecuencia, tendía a engordar, le aconsejó que se reprimiera un poco por dos razones fundamentales, la una, porque la gordura excesiva podía acarrearle dificultades a la hora de traer hijos al mundo y, la otra, porque todo el mundo sabía que al joven esposo le gustaban más las mujeres delgadas. Por lo demás, María Manuela no tenía sino que informarse bien de cómo actuaba la emperatriz, su suegra, y tratar de imitarla en todo, ya que, se decía, era el idealizado modelo de don Felipe. Aparte de todo esto, la corte española había sido informada de que la novia era sana y muy regular en sus ciclos biológicos.

Al mes de casarse, don Felipe sufrió una fuerte y desagradable erupción en los muslos que, el buen Zúñiga atribuyó al hecho de que, en contra de sus indicaciones, se entregaba con excesivo ardor al cumplimiento de su cometido de esposo. En todo caso, se impuso una separación temporal que evitara males mayores, cualquiera que fuera la causa que los pudiera originar.

Pasado un tiempo prudencial, Felipe volvió al desempeño de sus deberes con prudencia y energía, aunque sin resultados positivos inmediatos, llegando así el turno de los médicos, quienes sin dudar un instante, procedieron a aplicar sabiamente a la novia el mejor remedio que conocían, la sangría. Doña Catalina, la suegra, que aún sin ser médica, siempre había dado muestras de buen criterio, serenidad e inteligencia, escribió repetidamente que dejaran de sangrar a su hija, puesto que estaba sana, aunque no concibiera con la rapidez que deseaban el emperador y la corte.

Entre tanto, se diría que cuando don Felipe consideró el cúmulo de responsabilidades que le habían echado encima, y que por ello, en un último intento de aprovechar su juventud, decidió obedecer los deseos de su padre sobre el alejamiento de su esposa, para vivir una temporada de fiestas privadas con amigos –que no le gustaban nada a Zúñiga- y de negocios galantes con otras mujeres.

A pesar de esto, María Manuela quedaba al cabo felizmente embarazada. Felizmente para todos, excepto para ella, porque el día ocho de julio de 1545, después de cuarenta y ocho interminables horas de parto, gracias a la ayuda de dos comadronas que intentaron durante todo ese tiempo extraer al niño, a mano o, para ser más exactos, a manos nada limpias , nacía por fin el deseado heredero que, tal como se deseaba, fue varón.

Cuatro días después, cumplida su obligación, pero sin haber tenido apenas adolescencia, ni juventud, ni nada, moría la madre. Como no llegó a reinar y el hijo que trajo al mundo, tampoco, la infanta portuguesa no mereció un sitio en el panteón familiar de El Escorial, ni figura entre las reinas de España.

Curiosamente, los anales decían que el año de la concepción del heredero, los astros no prometían nada bueno; hubo un eclipse de sol que duró todo un día, y catorce ocultamientos de luna. Tal fenómeno explicaría los desgraciados acontecimientos que marcarían la existencia del entonces recién nacido. En todo caso, y para explicaciones descabelladas, lo fueron más las que dieron los facultativos. Aquellos médicos, siempre hábiles para alegar causas que no afectaran a su prestigio, declararon que la joven doña María Manuela había muerto por comerse un limón, o un melón –no se sabe con exactitud , inmediatamente después del parto.

Y así quedaban en el mundo, el huerfanito Carlos –poco peso, alguna malformación, cabeza demasiado grande, etc. y el prematuro viudo, Felipe, sobre cuyos hombros caía ahora la obligación de hacer criar a un bebé muy dificultoso, pues tenía el extraño hábito de morder a sus nodrizas, llegando a morir, incluso, alguna de ellas a causa de las heridas, debiendo ser otras indemnizadas, aunque esto, y el hecho de que don Carlos naciera con dientes, se dijo más tarde.

En todo caso, con doña María Manuela terminaba el primer acto del drama de los matrimonios de don Felipe.

Don Carlos a los 13 años. Sánchez Coello, Mueso del Prado

La historia del niño Carlos está plagada de enigmas. Por ahora, digamos que, como la boda con la infanta portuguesa, fue decidida e impuesta por el emperador cuando Felipe todavía era poco más que un niño, no sabemos si llegó a amarla algo, pero aparte de las exequias oficiales, no consta mayor demostración de dolor por su pérdida. En todo caso, el jovencísimo viudo, atendiendo a las necesidades del espíritu y dejando a un lado todo lo demás, se retiró al monasterio del Abrojo y el obispo Silíceo se ocupó del bautizo del niño, siendo asimismo designado para supervisar su crianza, a cargo de la ya experta Leonor de Mascarenhas, que había criado a su padre.

Este primer matrimonio, resultó, pues, un trágico suceso a pesar del nacimiento del heredero, pero sólo para su madre, porque don Felipe se lanzó por inesperados y, podríamos decir, alegres derroteros. De acuerdo con las informaciones que Zúñiga enviaba al emperador, su educando había tratado a la infeliz esposa sin demasiada consideración ni afecto y procuraba hallarse siempre lejos de su presencia, llegando su desinterés al borde de la provocación de un incidente diplomático con el reino vecino, sólo resuelto, valga la expresión, por la temprana muerte de la princesa.

Se diría que Felipe, siempre forzadamente dócil a los deseos de su padre, hubiera decidido vengar en María Manuela su disimulada contrariedad. Jamás se hubiera atrevido a decir al emperador que no deseaba casarse con la mujer que este le había designado, pero lo cierto es que, durante tan breve vida matrimonial, se empleó en una loca vida de joven soltero, comprensible sólo desde el punto de vista de las prematuras responsabilidades que le habían echado encima. Abandonó sus, hasta entonces, ejemplares devociones, para dedicar a la caza la mayor parte del día, volviendo siempre tarde de sus correrías, y entregándose a furtivos excesos -como lo que pasó en Cigales en casa de Perejón y de salir de noche. Cosillas que comenzaban por mi ausencia-, que le recriminaba el emperador, informado por las cartas de Zúñiga, quien añadía que su pupilo tenía cierto deshorden que, si aún no fuese mucho inconveniente, lo sería ya para adelante si se hiciese hábito y costumbre.

Más tarde resolvíamos el enigma del tal Perejón –o Pejerón-, un bufón cortesano que alternaba con el heredero y sus campechanos amigos: Las gentes dijeron que los días que estuvo el príncipe en Cigales, hubo una doncella hija de un hidalgo de allí y que agora ha parido un hijo. 

Por disposición de don Carlos, Felipe celebraría pronto un nuevo casamiento sin galanteo ni entusiasmo, con su tía doña María Tudor, inesperadamente convertida en reina de Inglaterra.

A punto estuvo de ser casado con otra prima, la hija de su tía Leonor, quien, ya viuda del anciano rey portugués, hubo de abandonar a la niña antes de que cumpliera un año, para ir a casarse con el rey de Francia. Pero, finalmente, la señora prima tuvo que guardar el ajuar para mejor oportunidad, porque don Carlos decidió cambiar la orientación de su política exterior y ordenó a sus embajadores que se desdijeran de cuanto hubieran hablado con respecto a aquella boda y organizaran la de Londres; doña María Tudor podía suponer la propiedad pacífica de aquel reino.

Don Felipe todavía era muy joven; dieciocho años , y le quedaba mucho que aprender de la cosa política, razón por la cual, antes de pensar en otra boda, evento que ya no corría tanta prisa desde que había un heredero, su padre le ordenó realizar un largo y denso recorrido a través de sus territorios patrimoniales europeos con el fin de que conociera y se hiciera familiar a unos súbditos que, cuando se cumplieran los proyectos de retiro del emperador, también podrían ser suyos.

No está de más añadir aquí que, si bien se dice que María Manuela era poco agraciada, no ocurría lo mismo con Felipe, a quien se consideraba atractivo, aunque no excesivamente. Sanguíneo, de mediana mixtura de melancólico; los ojos y el pelo de color indefinido. No tenía gran talla y, su aspecto era más bien enfermizo. De hecho, su mala salud le llevó a preocuparse de ella hasta la obsesión. Temía sobre todo a la gota que tanto hacía sufrir a su padre, pero además de otras múltiples dolencias, padeció estreñimiento crónico y hemorroides, teniendo que soportar la constante aplicación de enemas y vomitivos; se sabe que uno de los objetos de adquisición más frecuente, según las listas de compras de su Casa, era el orinal.

La descripción de estos detalles tan particulares e íntimos, no se debe a una curiosidad maligna o morbosa y, mucho menos, gratuita. Este hombre, que ya desde muy joven guardaba un sombrío y distante silencio y ponía cara de piedra para que nadie pudiera vislumbrar lo que había en su alma, era además, algo hipocondríaco y estaba obsesionado por la higiene. Estos detalles definen a las personas.

Para entonces, como se ha dicho, las órdenes eran viajar junto a su padre con el fin de conocer las tierras que iban a convertirse en su herencia, aunque todavía el asunto no estaba, ni mucho menos, aclarado. El emperador había dispuesto que durante la ausencia de Felipe, su primo Maximiliano ejerciera la regencia en España, previo casamiento con María, su otra hija.

El secretario Gonzalo Pérez, quien ya había escoltado al príncipe en el encuentro con su primera esposa, fue nombrado secretario en esta ocasión y, en calidad de tal debía acompañarlo también a Londres, así pues, tuvo la oportunidad de observar muchas cosas desde una posición privilegiada, que más tarde transmitiría a su hijo, Antonio Pérez.

Desde julio de 1545, fecha del nacimiento del príncipe Carlos, hasta que Felipe abandonó España para ir a visitar los dominios europeos del emperador, en octubre de 1548, se desconoce la relación que pudo haber, o no, entre él y su hijo. Por otra parte, sabemos que no era costumbre que el padre –y menos aún si era rey o príncipe , participara, ni remotamente, en la crianza de los bebés. Fue Leonor de Mascarenhas, como sabemos, quien se ocupó y preocupó por la salud y el desarrollo del pequeño Carlos, con la colaboración de las dos hermanas de Felipe. María, ahora ya una jovencita de diecisiete años, y Juana, con diez. Ambas llegaron a cobrar gran afición al niño en el que intentaron volcar toda la ternura posible.

María de Austria, de Arcimboldo y Juana de Austria, de Antonio Moro.

Conviene recordar que este período fue muy productivo en futuras personalidades. El mismo año del nacimiento del heredero, su joven abuelo de cuarenta y cinco años, es decir, el emperador, se convertía a su vez en padre del glorioso e infortunado don Juan de Austria, aunque esto, por entonces, era un secreto. En abril del año siguiente y, en Fontainebleau, llegaba al mundo Isabel de Valois, quien siendo todavía una niña, se convertiría en la tercera esposa de Felipe II. Por último, en diciembre de 1547, aunque no se sabe exactamente qué día, nació, en una familia relativamente ajena al mundillo cortesano que nos ocupa, el niño Miguel de Cervantes.

Durante un buen tramo de esta historia, no podremos perder de vista a los dos primeros. En cuanto a Cervantes, pasarán años todavía, para que, sumido en continuas dificultades, se siente ante el papel, tome la pluma y deje para la posteridad la más admirable crónica de la época en la que nos encontramos.

Pues bien, ya dijimos que tras el fallecimiento de María Manuela, Felipe se había retirado al Monasterio del Abrojo y que fue el obispo Silíceo quien se encargó del entierro de su esposa y del bautizo del hijo, que, lógicamente, se celebró en un ambiente de luto. Pero no hay que imaginar al príncipe solitario y concentrado en sí mismo; estos señores nunca iban solos a ninguna parte. Además de la lógica servidumbre, necesitaban a los ayudas de cámara que vivían atentos a satisfacer sus menores deseos. Es decir que, raramente, o quizás nunca, podían disfrutar de verdadera intimidad.

En este momento, además de los continos de su Casa, que servían un poco para todo, acompañaba a Felipe, el inseparable Zúñiga, empeñado en crear una burbuja alrededor de su protegido, de modo que nada ni nadie pueda rozarle y, entre los más próximos a su persona, aunque algo mayor que él, había un personaje sobre cuya memoria no parece que hayan caído más sombras que la de haberse convertido en su más fiel compañero y ocultador de francachelas. Se trata de Ruy Gómez de Silva.

Sin embargo, no sabemos cuánto veía don Felipe a su hijo, en quien ya se advertían claramente distintas malformaciones. Tenía la cabeza muy grande, tanto, que parecía difícil que se sostuviera sobre su menudo cuello; la pierna izquierda era más larga que la derecha; su pecho parecía hundido y, una marcada protuberancia a un lado de la espalda, revelaba una anomalía importante en la columna vertebral.

Don Carlos. Sánchez Coello. Cámara de Oporto. Museo Sánchez Reis

Las infantas le querían, lo trataban con ternura y, según parece, el niño también les tomó gran afecto, especialmente, a la mayor, María, que por serlo, se sentía más responsable de él, aunque Juana fue siempre su mejor defensora.

Por lo demás, ya sabemos que no era la ternura el elemento de mayor peso específico en aquella austera corte. No podemos olvidar que los componentes de esta familia real no son dueños de sus actos, ni siquiera de sus afectos. Era don Carlos quien, en la distancia, planificaba sus destinos, y fue la inevitable marcha de los tiempos, la que marcó, a su vez, las decisiones del emperador, de acuerdo con sus principios o intereses.

En aquellos momentos, en la Corte austriaca se discutía, sobre todo, la sucesión del Imperio. Los hermanos don Carlos y don Fernando –los dos hijos varones de doña Juana, la supuesta loca-, peleaban con denuedo por el patrimonio de sus respectivos herederos: Felipe y su primo Maximiliano. Todavía no había nada decidido, pero don Carlos seguía siendo el emperador y había empezado a actuar.

Suponiendo que consiguiera la corona imperial para Felipe –o se asegurara su elección–, Maximiliano debería hacerse cargo, como regente, de la Corona española, en cuyo caso, convenía que la transmisión se realizara con ciertas garantías, y la más eficaz era casarlo con su hija María. El emperador siempre fue muy aficionado a estas carambolas nupciales, con los ojos puestos en el engrandecimiento de su patrimonio familiar. Para ello no tenía sino que aplicar la vieja divisa familiar –que otros hagan la guerra; nosotros, los Austria, nos casamos–; aunque realmente, nunca descartaron la guerra, es cierto que concluyeron algunos matrimonios muy convenientes.

Así pues, el señor primo debía trasladarse a España, casarse, aprender castellano y adaptarse a la nueva tierra y a sus paisanos. Simultáneamente, Felipe debía abandonar la península y recorrer aquellos territorios europeos, cuyo dominio, si todo salía como estaba previsto, iban a constituir su herencia. 

Nuestro príncipe aceptó gustoso acudir a aquel centro de decisiones, a la vez que Maximiliano expresaba su disgusto por verse alejado del mismo. La verdad es que Felipe lo pasó muy bien durante aquel denominado Felicísimo Viaje, hasta que empezaron las disputas familiares.

Maximiliano llegó al puerto de Barcelona a bordo de una de las naves de la flota de Andrea Doria, la misma que debía llevar a Felipe a Génova, primera etapa de su periplo europeo.

Al parecer, el señor primo se encontraba en plena crisis de tercianas, lo que le impidió viajar a Valladolid inmediatamente. Don Felipe esperó su llegada nervioso y enfadado -escrupuloso él en la observación del protocolo-, por la falta de puntualidad de un pariente a quien consideraba un poco inferior. Se preveía que estos primos cuñados jamás se llevarían bien.

A pesar del retraso, el novio no debió quedar bien curado, porque el mismo día de la boda sufrió una recaída que lo mantuvo postrado varios meses por lo que las relaciones con su esposa sufrieron un llamativo retraso y en la corte se empezó a cotillear al respecto. Unos hablaron de impotencia; otros echaron la culpa a la falta de atractivo de la novia y al consiguiente desinterés de Maximiliano, que se haría el enfermo para no expresar su desagrado por aquella forzada boda con una prima que no le atraía. Todo podría ser, pero, como sabemos, el tiempo demostró que ambas suposiciones eran erróneas. Probablemente, a Maximiliano no le encantara su esposa al principio, pero en pocos meses, una vez que tuvo la oportunidad de conocerla, comprendió que las descendientes de doña Juana, la Enamorada por excelencia, podían ser extraordinarias esposas y madres.

Recordemos que doña Juana había tenido dos hijos varones: don Carlos y don Fernando y que se dio la paradoja de que don Carlos, nacido y criado en Flandes, que no sabía ni una palabra en castellano, fue llamado a reinar en Castilla, mientras que Fernando, a quien había educado el mismísimo rey Católico,  su abuelo , fue alejado de Castilla y enviado a Flandes para evitar rivalidades dinásticas.

Fernando a los 10/12 años, cuando fue llevado a Flandes

Más adelante, por un doble acuerdo matrimonial, Fernando casó con Ana Jagellon, hija del rey de Hungría, a la vez que su hermana María, se casaba con Luis, hermano de Ana y heredero del trono magiar. Desgraciadamente, Luis murió muy joven, en la batalla de Mohacz, frente al ejército turco, por lo que su corona fue reclamada por Fernando, pasando así a engrosar el patrimonio hereditario de los Habsburgo.



Fernando de Austria (?) y Anna Jagellon, de Hans Maler zu Schwaz

María de Austria de Hans Maler zu Schwaz y Luis de Hungría Jagellon (?)

El Emperador Maximiliano; su hijo Felipe el Hermoso, y su esposa, María de Borgoña
Sus nietos: Fernando I; Carlos V y Luis II de Hungría.
Bernhard Strigel. Kunsthistorisches Museum

Fernando, de su matrimonio con Ana Jagellon, tuvo nueve hijos y seis hijas, de los cuales, nuestro ya conocido Maximiliano, era el mayor, heredero, por tanto, de las coronas y títulos de su padre. Nacido en 1527, era estricto contemporáneo de Felipe. Poco antes de su viaje a España había luchado victoriosamente al mando de dos mil jinetes, junto al emperador, contra la Liga protestante de Smalkalda. A los veintiún años, su padre le cedió la corona de Bohemia y, con este título vino a España a casarse con María.

Después de administrar estos reinos durante el tiempo que don Felipe estuvo ausente, volvió a Alemania, donde recibió la corona de Hungría y la de Rey de Romanos, previa a la del Imperio, que ostentaría tras el fallecimiento de su padre, el primero de agosto de 1564, el mismo día en que él cumplía treinta y ocho años. Finalmente, ostentaría también la de Polonia tras la renuncia de Enrique III de Francia.

En septiembre de 1549 nacía su primera hija, Anna –quien, andando el tiempo, se convertiría en la cuarta esposa de Felipe II– y, un año después, el primer varón, Fernando, ambos en Cigales, durante la regencia. Después y, sucesivamente en Viena, Neustadt y Lintz, llegarían los demás: Rudolf; Ernst; Elisabeth; Marie, que sólo vivió un año; Matthias; otro niño que falleció al nacer; Maximilian; Albrecht; Wenzel; Friedrich; otra Maríe, que vivió un mes; Karl; Margareta y Eleonore. Quince hijos en total, de aquella pareja que al principio prometía tan poco.

Maximiliano y María con tres de sus hijos. G. Arcimboldo.

Sorprendente, sin duda, tan numerosa prole en un tiempo de terrible mortalidad infantil, pero mucho más sorprendente todavía, el hecho de que Maximiliano y María, no tuvieron nietos de ninguno de sus hijos varones. En cuanto a las hijas, sólo Anna, ya casada con Felipe II, trajo al mundo a Felipe III, e Isabel, que fue madre del duque de Angulema, en su matrimonio con Carlos IX de Francia, salvaron aquella dinastía, por el momento.

A causa de sus respectivos compromisos matrimoniales, María y Juana, las hermanas de Felipe, tuvieron que abandonar el cuidado de su sobrino Carlos, quien, en consecuencia, creció –no mucho-, rodeado de personas mayores para las que suponía una responsabilidad, más que un ser querido.

Desde que el pequeño Carlos acudió a recibir a su padre en Roa, el uno de septiembre de 1551, hasta que se despidió de él en Benavente -donde Felipe reemprendía viaje, para embarcarse de nuevo en Galicia, con destino a Southampton, el trece de julio de 1554-, las coordenadas de la política imperial dieron un giro tan radical, y los sucesos familiares y políticos fueron tan densos que, ciertamente, se puede creer que hicieron madurar, de golpe, la personalidad del todavía joven heredero Felipe, a quien sólo hacía un mes, le parecía tener francas las puertas del imperio y la plena satisfacción y disfrute de los derechos de los que se sentía acreedor.

En primer lugar, el reencuentro con el niño, le dejó estupefacto, a pesar de que no le habían faltado informes sobre su desarrollo. Tenía ante sí su propio futuro, y lo percibió con una mezcla de ternura, desencanto y compasión. El futuro rey, si todo funcionaba con normalidad, presentaba un aspecto tan frágil, que parecía que iba a hacerse daño al menor esfuerzo. Entonces, ya era evidente que tenía un hombro más alto que otro, que su pierna izquierda era llamativamente más larga que la derecha y que tenía el pecho hundido, mientras que su incipiente desviación de la columna se hacía más visible cada día. Tartamudeaba y su timbre de voz era, al parecer, agudo y desagradable, de modo que, cuando hablaba, aunque estuviera tranquilo, parecía irritado. Por lo demás, aunque comía en exceso, siempre tenía más hambre, detalle este, hay que decirlo, que recordaba mucho a su abuelo don Carlos, con la diferencia de que en el caso del emperador, no tenemos testimonios al respecto durante su niñez.

En definitiva, la mala constitución y la catastrófica salud de don Carlos, le obligaban a vivir rodeado de médicos que, como se sabe, en la época, sólo disponían de métodos poco eficaces y, en su mayor parte, de aplicación muy desagradable; terrorífica, sin duda, para un niño que constantemente era sometido a sangrías. Así, poco antes del regreso de don Felipe, su ayo le había oído gritar, angustiado, a los médicos: -¡No matéis al niño, que no puede más el niño!

Aún no tenía cinco años y, al parecer, lo dijo con tal convicción y claridad, que todos quedaron espantados al oírlo. En cualquier caso, son palabras que suenan terriblemente verosímiles: Carlos no hacía sino repetir lo que oía a los mayores de su entorno, entre los que se criaba y que se referían a él como el niño, quien, por la misma razón, siempre hablaba de sí mismo en tercera persona; buena prueba de que se hablaba mucho de él, pero no tanto con él.

Don Felipe fue informado de que no se le podía contrariar, porque su reacción inmediata era arrojarse al suelo, patalear y arañarse la cara, lo que, en opinión de un cortesano, se debía a causas muy evidentes: el infante está bonito, pero gran descuido se tiene en no darle hombres que le sirvan; por estar entre mujeres lo crían mal y le hacen soberbio y mal acondicionado. Es decir, que las responsables eran, la infanta doña Juana y Leonor de Mascareñas, la misma que había criado a su padre.

Había un detalle muy importante, tal vez fundamental, que no se puede pasar por alto. Y era que el niño, horrible maldición divina , ¡era zurdo! Y ¿qué hacían al respecto aquellas mujeres que tenían la responsabilidad de erradicar tal vicio? Pues bien, María, la hermana mayor de don Felipe, hace todo lo que puede, es decir, atarle la mano, remedio que pronto se mostró inútil ya que el niño cada vez era más siniestro. Juana, la pequeña, que casi siempre comía con él, solía tener un cuchillo a su alcance, para darle un golpe cuando tomaba algo con la mano izquierda. De hecho, la preocupación de aquellas mujeres, que siempre se mostraron sumamente capaces, respondía a un arraigado prejuicio, del que ellas no escapaban, sobre eventuales y perversos desórdenes en la personalidad del zurdo.

Antes de dirigirse a Toro, donde residía la pequeña corte, la insólita familia compuesta por don Felipe, su hermana Juana y el especial huérfano, decidieron visitar a la, aún más insólita reina Juana en Tordesillas. No hay constancia de lo tratado en este encuentro, pero podemos imaginar a la reina, con más de setenta años y después de casi medio siglo de encierro.

Siempre que se recuerda la triste figura de esta mujer, sorprende y conmueve pensar cómo pudo sobrevivir a tan rotunda soledad y cruel incomunicación. Seguramente nunca podremos saber lo que pasaba por su cabeza cuando veía ante sí a sus descendientes ni, mucho menos, lo que le pareció aquel sorprendente biznieto que la visitaba por primera vez. Don Felipe nunca dijo lo que pensaba de su abuela, aunque si expresó frecuentemente su preocupación por la necesidad de que recibiera asistencia religiosa, especialmente, para que confesara. Seguramente, aquella visita respondía a un encargo del emperador. También ignoramos la impresión que pudo causar ella en el niño, si es que llegó a verla. 

Después de celebrar la Navidad en Toro, Felipe debía afrontar dos tareas importantes; la boda de su amigo y compañero de diversiones y fatigas, Ruy Gómez de Silva –quien le acompañaría a Londres-, y la de su hermana Juana, con el príncipe heredero de Portugal. Este último suponía para él un triste evento, ya que respondía a la necesidad política y no a su deseo personal. Lo último que Felipe deseaba entonces, era separarse de aquella hermana, a la que profesaba muy especial afecto.

Con la partida de Juana, cuya boda se celebró también en Toro, el once de enero de 1552, el niño Carlos, perdía el último lazo verdaderamente afectivo con las personas que le rodeaban. 

***

Entre tanto, las cosas no giraban a favor del emperador en Europa y, en consecuencia, tampoco eran prometedoras en lo relativo a la herencia que esperaba Felipe.

En la reunión familiar en Augsburgo, el emperador, intentando satisfacer más los deseos de Felipe, que los suyos, trató de imponer un turno, por el cual, su hijo, y no Maximiliano, sucedería en el Imperio a su hermano Fernando. Tal propuesta, además de que nunca llegaría a cumplirse, no hizo sino dar chispa al fuego de la rebelión en Alemania. Aquella fue, sin duda, la razón por la que el propio Mauricio de Sajonia, quien a pesar de ser protestante, se había puesto al lado del emperador en la guerra contra la Liga alemana protestante de Smalkalda, terminó por volverse contra él.

En el mes de mayo, cuando don Carlos descansaba en Innsbruck, con muy poca gente y sin ejército, se vio obligado a escapar ante la amenaza de la llegada de las tropas de su antiguo colaborador. La huida en medio de la noche, dejando todos sus enseres abandonados, sin más salida que atravesar los Alpes, y emprender una carrera sin descanso hasta ponerse a salvo en Carintia, pusieron al envejecido don Carlos ante el que, sin duda, fue el peor momento de su vida.

Por primera vez –que se sepa-, el hecho provocó la cólera expresa del príncipe Felipe. Algún día –dijo , espero que estos nuestros enemigos han de pagar lo que hacen.

En la primavera del año siguiente, Felipe recibía una carta de su padre, según la cual, debía acordar su boda con María de Portugal, la única hija de su tía Leonor, y volver a Bruselas de inmediato. Él siempre obedecía, pero antes debía asistir a las Cortes convocadas en Monzón y esto retrasó un poco, tanto la boda, como el viaje, no sabemos si para bien, o para mal, porque aquel matrimonio no se celebraría nunca.

En el mes de julio fallecía Eduardo VI de Inglaterra y, en contra de todo lo esperado, María Tudor, la única hija que Enrique VIII había tenido con su primera esposa, Catalina de Aragón –hija menor de los Reyes Católicos , ascendía al trono de Inglaterra.

María era prima de don Carlos, y en tiempos, habían estado prometidos, pero él abandonó el proyecto inglés para casarse con la portuguesa doña Isabel, que tenía mejor dote, mientras que su tía Catalina –la hija menor de los Reyes Católicos- y su hija María vivían con gran sencillez desde que fueran expulsadas de la corte inglesa tras el repudio de Enrique VIII. 

Felipe II, de Tiziano. Retrato por el que le conoció María Tudor

La coronación de María cambiaba todo el panorama; Felipe debía anular con cualquier excusa los planes de matrimonio con María de Portugal, y casarse con la nueva reina de Inglaterra.

Felipe permaneció en Monzón hasta las Navidades de 1553 mientras su hijo atravesaba un nuevo período de soledad en Toro, donde para entonces también faltaban, su querido ayo Sarmiento y su tía Juana.

-¿Qué va a ser del niño –se quejaba entre lágrimas- , aquí sólo, sin padre ni madre, su abuelo en Alemania y su padre en Monzón?

María Tudor y Felipe II. Anónimo. Royal Marine Museum. Londres

Felipe y María se casaron en la catedral de Winchester el 25 de julio de 1554. Contaba María 38 años –Felipe, 27-, y aunque la idea de tener un heredero, llegó a convertirse en una obsesión para ella, quedó frustrada después de algunas falsas esperanzas. Desengañada, enferma y en ausencia de su esposo, fallecía el 17 de noviembre de 1558. Sus restos descansan en la Abadía de Westminster.
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La abdicación del emperador y la subsiguiente partición de la herencia entre su hijo Felipe y su hermano Fernando, separaron, aunque no radicalmente, los asuntos del Imperio y los de la Monarquía Hispánica, a la que sólo concernía ya la guerra con Francia. En este sentido, los beneficios de la batalla de San Quintín –durante el matrimonio Tudor de Felipe-, fueron nulos y el resultado de los eternos enfrentamientos, sin duda, perjudicial, como siempre lo es la guerra en última instancia; el quebranto humano y económico llegó a hacerse insostenible para ambos contendientes.

La Paz de Cateau Cambrésis se impuso, pues, por la propia fuerza de la necesidad, en junio de 1559, ante el agotamiento de los dos reinos en liza. Además de diversas devoluciones territoriales y de la renuncia, por parte de Francia a sus intereses en Italia, los acuerdos, como siempre, se sellaron con un matrimonio en este caso, dos; recordemos : el de Margarita, hija de Francisco I de Francia, con el duque de Saboya, héroe de la jornada de San Quintín y, el que verdaderamente nos interesa, el de Felipe con Isabel de Valois, la hija mayor de los reyes de Francia; Enrique II y Catalina de Médicis.

El evento se celebró con fiestas extraordinarias en la corte francesa, a las que Felipe no pudo asistir, ocupado, como estaba, en solucionar los asuntos de sus recién estrenados territorios flamencos. Esta ausencia le evitó asistir al drama en el que tal vez se hubiera visto envuelto dada su afición a las exhibiciones caballerescas, ya que la tragedia se produjo, precisamente, en el transcurso de un torneo, cuando el rey de Francia justaba contra el inglés Montgomery. Al partirse la lanza de este último en uno de los terribles choques frontales entre ambos, una astilla entró por la visera del casco del rey y se le clavó en un ojo o en la frente. 

De nada sirvió la habilidad de los cirujanos, que sacrificaron a algunos presidiarios para investigar sobre sus cráneos los daños que pudieran haberse producido en el del soberano. A pesar de la buena voluntad de las víctimas, el rey murió a los pocos días.

Corría entonces el mes de julio y Felipe se hallaba inmerso en la organización de las sucesivas convocatorias del Toisón y de los Estados Generales, lo que ocupó su tiempo hasta casi mediados de agosto; hasta el día once, para ser exactos, fecha en que se embarcó en Flessinga rumbo a España, tras dejar a su medio hermana, Margarita de Parma, al frente del gobierno de Flandes.

Por fin, a mediados de septiembre, Felipe se reunía en Valladolid con la corte presidida por su hermana Juana, a la que acompañaba don Carlos. Volvemos con ellos, pues, justo donde los dejamos. Personas, casas y cosas mostraban las señales de un riguroso luto, suavizado en la Corte por el brillo de las joyas que se superponían al negro convertido ya en seña de identidad de los Habsburgo rama española; era el favorito del rey Felipe y de su hermana la regente, quien no vestía otro color desde la muerte de su esposo portugués.

La novia Valois permaneció en el reino vecino, en tanto se celebraba en Reims la coronación del nuevo rey, su hermano, Francisco II, bajo los auspicios y directrices de la indefinible Catalina de Médicis, ya muy habituada a actuar en la sombra, gracias a la práctica adquirida durante la larga y ostentosa infidelidad de su difunto marido.

En cuanto a Felipe, mientras esperaba la llegada de Isabel, se empleó en velar por el buen mantenimiento del orden sucesorio. Ahora que era rey efectivo, debía preparar la jura de su hijo por las Cortes, acto que igualmente debía haberse celebrado en los Países Bajos, de no negarse a ello el emperador, quien parece ser que dudaba de la madurez de su nieto, a pesar de la admiración que este le profesaba.

Justo entonces, fue informado de que el niño ofrecía fuerte resistencia al estudio: -Estos Austrias hacen tarde –decía Gonzalo Pérez-, como se vio en el Emperador que esté en gloria-, pero ya no se podía postergar más la ceremonia; un rey efectivo está obligado a ofrecer a sus súbditos un heredero cuanto antes. Por lo que pueda pasar.

También supo, por el testamento de don Carlos, que tenía un hermano cuya existencia había sido mantenida en riguroso secreto y, del cual, también por deseo del emperador, debía hacerse cargo y proporcionarle una digna carrera, preferentemente, eclesiástica. Se trataba de Juan de Austria. Felipe lo conocerá en septiembre, en el monasterio de El Abrojo, cerca de Valladolid, donde pasará unos días de meditación y recogimiento. Imposible, por entonces, saber lo que pasó por la mente del nuevo rey, con respecto al imprevisto hermano, que tenía casi la misma edad que su hijo. 

Sabemos muy poco de los afectos de don Felipe, pero del que sintiera con respecto a don Juan de Austria en aquellos momentos, no sabemos nada, excepto que, cumpliendo las disposiciones del fallecido emperador, guardaba las formas. Más adelante, tampoco lo sabremos, pero para entonces dispondremos de numerosos elementos de juicio para deducirlo, observando su actitud con el bastardo.

En septiembre de 1559 llegaba pues Felipe a Valladolid. Mientras se preparaba su boda, decidió pasar allí unos días que aprovecharía para asistir a otro Auto público de Fe, previsto para el ocho de octubre, domingo y que se llevaría a cabo en la misma forma que el anterior, tan sonado, pero que se había celebrado en su ausencia.

La concurrencia fue igualmente numerosa. Salieron en él como reos unos cuarenta hombres y mujeres, entre ellas, monjas, casadas y beatas. Fueron quemados vivos D. Carlos de Sesse, de ilustre sangre aragonesa y Juan Sánchez, criado de Pedro de Cazalla, que era cura de Pedrosa, lugar cercano a la ciudad de Toro, el cual no quiso imitar a su señor el arrepentimiento, y si no se dejó quemar vivo, más fue por temor del fuego, que por otra causa.

Se puso en pie el Inquisidor General, Valdés y dijo al rey en voz alta: Domine, Adiubanos. Su Majestad se levantó echando mano de la espada y la desenvainó, significando que estaba dispuesto a defender la fe.

D. Carlos de Sesse reprochó al rey –Felipe– que permitiera que le quemasen; a lo que éste respondió severo: Yo mismo trajese la leña para quemar a mi hijo, si fuera tan malo como vos

Parece frase excesivamente cruel, si es que la dijo;  algunos creen que jamás la pronunció, o que era expresión tópica en tales circunstancias. No obstante, este hombre ya era muy diferente de aquel que tanta suavidad usaba con los cismáticos ingleses con los que quería mostrarse benigno. 

En el mismo año hubo cuatro Autos más en Sevilla, en los que fueron quemadas muchas personas ilustres y en Valladolid, en el siguiente, se celebraron algunos más.

Pero, a pesar de la importancia que él le daba, sin duda, la herejía no era el único problema del rey: la inmensidad de sus territorios requería, no solo de una ubicuidad, evidentemente imposible, sino también de unos fondos más inalcanzables, si cabe. Es difícil calcular los cuantiosísimos gastos que ocasionaba el mantenimiento de los ejércitos en espacios geográficos tan alejados entre sí, como lo están los Países Bajos de La Goleta o Milán de Méjico.

La amenaza de bancarrota oscureció el horizonte de un rey que, a pesar de todo, se sentía iluminado para afrontarlo todo y más, pero con el repartimiento aceptado por don Carlos, España no quedó nunca libre de los problemas derivados del Imperio, ya que Felipe no dudó en asumir las deudas que había contraído su padre con la banca europea, no como rey sino como emperador. 

Parecería justo, que si Maximiliano heredaba el Imperio, se hiciera cargo de sus cuantiosas obligaciones. Pero no. Un tercio de los ingresos de la Corona española quedaba destinado, ya a priori, a pagar intereses; otra parte igual, se empleaba en la administración de Castilla y de la corte, mientras que, con el último tercio había que afrontar el resto, en el que hay que incluir, claro está, el sostenimiento de los ejércitos. 

A pesar de todo, desde aquel momento, los sucesivos titulares del Imperio, nunca dejaron de exigir la ayuda de la monarquía Hispánica, para solventar sus problemas bélicos, fundamentalmente derivados de las cosas de la religión. Los beneficios obtenidos a la inversa, son del todo inexistentes; sólo hay que esperar a los últimos tiempos de Carlos II, para que esos mismos parientes entren en el rapaz club de naciones que se repartieron entre sí los bienes y territorios de la Corona española.





5 comentarios:

  1. ¿Podrías por favor subir el poema de La Calma de John Donne traducido completo a Español?

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    1. Claro que sí, amigo o amiga; sólo que me gustaría saber, al menos, cómo te llamas. Un saludo.

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    2. Me llamo Miriam, soy estudiante de Filología Inglesa y tengo que hacer un comentario sobre la crítica en el poema.

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    3. Encantada, Miriam. Entonces, ya conoces la complejidad lingüística y sintáctica de Donne, a quien, como siempre hago, traduzco más como poeta que como lingüista, por lo que tendrás que revisar los detalles. He añadido el poema al final de la entrada de Donne, Nadie es una Isla. Espero que te sirva de ayuda. Un saludo muy cordial, buena suerte y ¡¡¡Feliz Año!!!

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