Isabel de Valois. Pantoja de la Cruz. (Copia de S. Anguissola) M. del Prado.
A mediados de noviembre, Isabel de Valois, emprendía por fin el esperado viaje a España. Acompañada por el conde de Buendía, la desposada abandonó la Corte de Blois en dirección a Bayona y el cinco de enero de 1560, en Roncesvalles se llevaba a cabo su entrega a los emisarios españoles. El Cardenal de Borbón y su comitiva francesa emprendieron entonces el viaje de vuelta, dejando sumida en llanto a aquella niña de trece años que, sólo entonces, se percataba de la realidad de que había terminado su infancia. Como tantas otras princesas, a partir de entonces debía hacerse responsable de sí misma en un país extranjero, del que conocía la lengua, pero no las costumbres, ni al hombre con el que iba a casarse, aunque, precisamente gracias a su infantilismo, pronto cambió la pena por satisfacción, ante la clamorosa acogida que le brindaron sus súbditos españoles, quienes vieron en ella, no solo a la agraciada muchachita que era, sino también la prenda de la deseada paz con Francia después de tantos años de enemistad y guerra.
Popularmente fue llamada Isabel de la Paz, tanto por el prometedor contenido de los acuerdos de Cateau Cambrésis, como por la rara pronunciación del nombre de su dinastía. Hasta el momento, los españoles no habían tenido dificultades al hablar de María Manuel o de María Tudor, pero Valois, sonaba verdaderamente raro y, la cosa empeoraba cuando algunos, los más viajados, aseguraban que se decía Valuá. Fue clasificada astronómicamente como la Luna de Francia.
El veintiocho de enero, el cortejo llegaba a Guadalajara y, el dos de febrero, en el Palacio del Infantado, el joven rey de treinta y un años, y la adolescente reina, ya de catorce, se veían por fin las caras. El dos de febrero se celebró la misa de velaciones. Llegada la noche, cuando el obispo de Pamplona se disponía a bendecir el lecho nupcial, encontró la cámara cerrada a cal y canto, de modo que tuvo que efectuar el rito desde el otro lado de la puerta, preguntándose, sin duda, qué secretos estaría confiando el monarca a una esposa tan jovencísima a la que, aún no le había venido la camisa, evento que no se produciría hasta el día once de agosto del 61, cuando ya tenía algo más de quince años.
Se consideraba aquella una edad muy tardía y, se dijo que tal fue la causa por la que doña Isabel llegó a alcanzar una estatura poco frecuente entre las damas españolas, tal vez para justificar el hecho de que el novio era más bajo, porque 161 centímetros, sólo parecerían excesivos en ese caso. Ya había hecho notar su tía, la reina María, no sin sorpresa, esta característica del heredero, quien, por otra parte, no se diferenciaba mucho de su padre.
Felipe II. Anónimo
En 1554, el viajero escocés John Elder, escribió que Felipe II era de estatura media, más bien pequeña, pero que su aspecto general estaba muy bien compensado: ...de rostro es bien parecido, con frente ancha y ojos grises, de nariz recta y de talante varonil. Desde la frente a la punta de la barbilla su rostro se empequeñece; su modo de andar es digno de un príncipe, y su porte tan derecho y recto que no pierde una pulgada de altura; con la cabeza y la barba amarillas. y así, para concluir, es tan bien proporcionado de cuerpo, brazo y pierna, y lo mismo todos los demás miembros, que la naturaleza no puede labrar un modelo más perfecto.
Durante aquella primera entrevista, Isabel se despistó involuntariamente del ceremonial posando una larga mirada en el rostro de su esposo, aquel desconocido rey de España, sólo ocho años mayor que su padre. Don Felipe terminó por sentirse molesto y, caballeroso él, preguntó a la desposada que si le estaba contando las canas. Postreros amagos de coquetería, vanidad lastimada o, tal vez, la clara conciencia de que la misma línea que marcaba el fin de la infancia de Isabel, señalaba la conclusión de su propia juventud.
Llegada la hora, la suegra francesa, Catalina de Médicis, supo por su embajador que los encuentros sexuales de la pareja fueron siempre difíciles porque la complexión del rey causa grandes dolores a la reina, que necesita mucho valor para evitarlo. Doña Isabel sufría con las relaciones y esperaba, obediente, pero aterrada, las sistemáticas visitas del rey a su lecho.
Después de la boda, los novios se fueron a Toledo. Ante la Puerta de Bisagra esperaban desde el amanecer ocho batallones de infantería y dos escuadrones a caballo, además de una amplia representación de los principales estamentos. El príncipe Carlos presidía la recepción.
En medio de las fiestas, Isabel cayó enferma de viruelas –se dijo- que, por suerte, no dejaron huellas en su rostro. Cuando empezó a recuperarse, fue el rey quien enfermó viéndose a su vez obligado a guardar cama. Decididamente, la salud no parecía ser el fuerte de la pareja.
Durante su estancia toledana, Isabel vivió un período de prolongación de la niñez, durante el cual, sus ocupaciones, además de comer y dormir –se comentaba que no era muy madrugadora-, consistieron en bailar, escuchar música y pintar, pero, sobre todo, jugaba a las cartas, pasatiempo que le apasionaba.
Los reyes no permanecieron mucho tiempo en la Ciudad Imperial, ya que, para entonces, Felipe tenía decidido fijar la corte en una sede estable, única y definitiva, abandonando el carácter ambulante de la de su padre. La nueva capital sería Madrid y allí se instalaría la familia en mayo del 1561.
***
El día que el emperador se despidió de los representantes de sus súbditos en Bruselas, les había asegurado que su hijo y heredero no intervendría demasiado en el gobierno, puesto que iba a residir en España. Don Felipe añadió a continuación que, aunque ya había jurado los Fueros y Privilegios, volvería a hacerlo si así lo deseaba la asamblea, pero no pareció necesario entonces.
De todas formas, ya nada iba a ser igual desde aquel mismo momento. Don Carlos era flamenco de ascendencia, nacimiento, educación e idioma. Con don Felipe, los Países Bajos, pasaban a depender de un monarca extranjero, por nacimiento, educación, idioma y muchas cosas más. Cuestión de idiosincrasia.
Finalmente, don Carlos agradeció a su hermana María, la Dame de Binche, como sabemos, Gobernadora General hasta el momento de la transmisión de poderes, sus constantes esfuerzos para proteger sus intereses. Pero para entonces, doña María estaba convencida de que andaba por una cuerda que se aflojaba día a día.
María de Hungría, Regente de los PPBB. Rijksmuseum Amsterdam
Aunque la despedida resultó muy tierna, las cosas no iban bien desde hacía tiempo. Don Carlos ya había luchado contra los luteranos y contra la resistencia de los Países Bajos a seguir financiando las guerras imperiales. No mucho tiempo después de su partida, la economía flamenca tuvo que hacer frente a diversas contrariedades: Inglaterra suspendió la venta de lanas y la industria textil entró en decadencia por falta de materias primas. Por otra parte, el lucrativo negocio del transporte de cereales desde el Báltico, también se paralizó a causa de las candentes relaciones entre Dinamarca y Suecia. Paulatinamente, la falta de trabajo fue abriendo camino a la miseria y los consiguientes desórdenes sociales. Por una parte.
-Antes que sufrir la menor quiebra del mundo en lo de la religión y del servicio de Dios, perderé todos mis estados y cien vidas que tuviese, porque ni pienso, ni quiero ser señor de herejes-, declaraba, por otra parte, don Felipe en 1566. Como para entonces, más o menos la mitad de los Países Bajos ya era hereje, y como él no abrigaba la menor intención de perder aquellos estados, se propuso devolverlos al catolicismo, empleando para ello todos los medios necesarios. Primero, por las buenas: nombró gobernadora a Margarita de Parma bajo la supervisión del Cardenal Granvelle, un francés ajeno a los intereses flamencos, que suspendió la actividad de los Estados Generales, separó a los nobles del poder y creó nuevos impuestos. Después, por las malas: la libertad de conciencia hasta entonces imperante, fue abolida y se inició la represión contra los disidentes.
Mientras el soberano hacía aquella declaración de principios, en lo de la religión, el cinco de abril de 1566, trescientos representantes de la nobleza del norte celebraban una cena de confraternización en el Palacio de Culembourg, en Bruselas, desde donde salieron en dirección a la residencia de la gobernadora, Margarita de Parma, quien, como sabemos, era hija de Carlos V.
Margarita, Duquesa de Parma, Gobernadora de los PPBB. Antonis Mor. Gemäldegalerie, Berlin
Eran portadores de un escrito firmado por más de mil nobles que contenía varias reclamaciones y el ruego de que doña Margarita se encargara de transmitírselas al monarca. Entre ellas, una fundamental: que se aflojara en la severidad de la aplicación de los decretos –placards- contra la herejía, ya que su ejecución estaba minando un orden social, antaño ejemplar. Pedían, además, que se les devolviera su vieja autonomía y que se retirasen las tropas españolas acuarteladas en aquellos territorios.
Algunas de las principales cabezas, a quien su Majestad había encomendado el gobierno de las Provincias debajo de Madame de Parma, eran, Guillermo de Nassau, Lamoral de Egmont, Felipe de Montmorency, Juan de Bergues, Guillermo van Berghe, Enrique de Brederode y Flores de Pallan, Conde de Culembourg.
No vestían, ni de lejos, con el lujo que se gastaba en la corte y portaban una alforja, una calabaza y una escudilla, símbolos de los mendigos auténticos, con lo que se proponían poner en evidencia su anunciada miseria.
La regente, impresionada por la humilde actitud de aquellos gentilhombres venidos a menos y, al borde de las lágrimas, les prometió comunicar sus peticiones al rey y hacer lo posible para ayudarlos. Se diría que, la antaño intransigente Margarita, con el roce de los rebeldes se había vuelto algo tolerante. Tal vez a don Felipe le hubiera pasado lo mismo, si se hubiera rozado alguna vez con ellos desde que se convirtieron en sus súbditos.
-Rassurez-vous, Madame, ce ne sont que des gueux-, murmuró un Consejero afecto al rey de España y a las medidas contundentes, ante tan pusilánime síntoma por parte de la gobernadora; no os ablandéis, Señora, no son más que mendigos.
Aquella misma noche quedaban asegurados los cimientos de la Liga de los Gueux. Henri de Bréderode, más tarde conocido como el Grand Gueux, firmante y, probablemente uno de los redactores de la petición, propuso asimismo la divisa que constituyó la seña de identidad de la rebeldía contra la corona española: Fidèles au roy jusques à porter la besace. Fieles al rey, hasta la miseria, pero sin la menor renuncia, en tanto que no vieran otorgadas sus peticiones:
Par le sel, par le pain, par la besace,
les Gueux ne changeront quoiqu'on fasse!
En adelante, todos los adversarios de Felipe II en los Países Bajos, fueron Gueux. El pan y la sal en la mochila de vagabundo sostendrían durante mucho tiempo a los cien mil protestantes que se vieron obligados a abandonar el país.
Margarita de Parma, –de soltera, Austria-, no tenía, como sabemos, toda la sangre del mismo color que don Felipe, así que este no confiaba demasiado en su capacidad. No contestó, ni que sí, ni que no a las peticiones de los nobles, -el tiempo y yo, para otros dos, solía repetir Felipe-, al contrario que los flamencos, cuya paciencia empezaba a agotarse.
Finalmente, las reclamaciones desatendidas se transformaron en graves disturbios entre los cuales, el más doloroso para Felipe -por lo que tenía de ofensivo contra la fe católica-, fue la destrucción masiva de esculturas religiosas en 1566. El Beeldenstorm, o asalto a las estatuas se produjo en las iglesias católicas de las provincias del norte, por considerarlas contrarias al tercer mandamiento, según la interpretación que daba a este la Reforma.
Quedaban lejos aquellas palabras de Alfonso de Valdés, cuando las tropas imperiales de Carlos V habían hecho lo mismo en las iglesias de Roma: La profanación de iglesias no es nada si se compara con la profanación de los cuerpos humanos, templos del Espíritu Santo, en la guerra –añadiendo que- si se profanaron reliquias, la mayoría de ellas eran falsas, como, por ejemplo, varias cabezas del mismo santo, fragmentos de la cruz que podrían llenar una carreta o, más de quinientos dientes de leche del Niño Jesús, que se conservaban, sólo en Francia. El suceso, no obstante, constituyó la causa inmediata de la Guerra de los Ochenta Años.
Margarita de Parma intuyó que la entrada en las iglesias no era más que el aviso de males mayores, así que, con el debido respeto, escribió a su hermano que la única forma posible de evitar la revuelta inminente, sería que él mismo viajara a Flandes. Felipe sólo respondió con vagas promesas, dándose tiempo, según su costumbre. No obstante, afirmó que estaba armando al efecto –todo el mundo lo sabía-, una flota en la que había invertido ya muy buenos caudales.
Pero ante la estudiada inactividad del rey, el príncipe Carlos le propuso viajar en su nombre. Don Felipe aparentó aceptar la idea; su hijo le acompañaría y embarcarían juntos en cuanto la flota estuviera abastecida, además, aprovechando el viaje, el príncipe conocería a su nueva prometida, doña Anna de Austria.
No era el primer proyecto de boda para el heredero, quien –podemos imaginar con qué grado de aceptación-, había tenido que admitir la realidad de que su prometida, Isabel de Valois, se casara con su padre. En compensación don Felipe había concebido el proyecto de casarlo con su hermana Juana, la misma que había tratado de educarlo de pequeño, pero Carlos se negó a aceptarla porque ya era probada.
A pesar de tener la clara sensación de que su padre lo manejaba como a una marioneta, en esta ocasión, Carlos le creyó, pero cuando Felipe convocó al Consejo para debatir el conflicto de los Países Bajos sin avisarle -hasta entonces era regularmente informado-, empezó a sospechar que tantos aplazamientos debían encerrar ocultos designios sobre su persona y, sin pensarlo mucho, decidió poner en práctica un método ingenioso para enterarse de lo que allí se trataba: escuchar por la cerradura de la puerta de la sala del Consejo.
-Alteza -se atrevió a decirle un cortesano-, mire que su Majestad puede salir en cualquier momento y sorprenderle. Además, las Señoras lo ven todo desde la galería de arriba y, no sólo eso, Vuestra Alteza se está poniendo en evidencia ante los criados y los guardias.
El conjunto de espectadores de ambos pisos asistió, con la boca abierta a la paliza que don Carlos propinó al discreto consejero. El rey fue puntualmente informado del degradante espectáculo que sumaba un nuevo tanto a favor del príncipe.
Al final, todo lo prometido durante los últimos meses, quedaba reducido a nada. -Si no fuese por lo que diría el mundo, el rey encerraría a don Carlos en una torre para hacerle más obediente-, escribía el embajador francés, basándose, según dijo, en confidencias de Isabel de Valois.
Comisionado por la gobernadora, el conde de Egmont, confiado en su antigua amistad juvenil con Felipe, había viajado a Madrid como cordial portador de las solicitudes de sus colegas flamencos. El monarca recibió su visita con aparente alegría, escuchó atento sus respetuosas demandas y le invitó a residir unos meses en la corte en calidad de invitado especialísimo.
Como Ruy Gómez era viejo amigo suyo, Egmont aprovechó la bonancible tregua para sostener interesantes charlas con él y, dado que Ruy Gómez de Silva era también Mayordomo Mayor de la Casa del Príncipe Carlos, este también asistía a las tertulias que a su vez compartía el Secretario Eraso.
Carlos de Austria. Sánchez Coello. Kunsthistorisches Museum
A pesar de las amables maneras que representó ante el conde flamenco, a espaldas de este, el rey escribía a su secretario: Ya tendréis entendida mi intención, que es de no resolver agora estas cosas que el conde pretende, ni desengañarle de ellas, porque nos mataría y nunca acabaríamos con él. Pero esto no lo supo Egmont, de modo que, emprendió el viaje de regreso cargado de regalos y promesas.
Flandes y su gobernadora se animaron al oír la relación del sinfín de atenciones y buenas palabras de que el embajador extraordinario era portador.
Un mes después, llegaban cartas del monarca en las que aseguraba que Egmont había alterado sus palabras, lo que creó alrededor de este, un sentimiento de traición que hizo caer sobre su persona la sospecha y la malevolencia de sus compatriotas. Todos ellos ignoraban que entre los muros del Alcázar de Madrid las cosas estaban cambiando sin ruido.
Las posiciones del viejo y querido amigo Ruy Gómez retrocedían, paulatina pero decisivamente, en favor de las tesis belicistas patrocinadas por el duque de Alba y el Cardenal Granvelle.
El Duque de Alba y el Cardenal Granvela. A. Mor
Así pues, al mismo tiempo que Margarita de Parma, renovados los ánimos, redoblaba sus esfuerzos por contener las iras de los flamencos, el monarca ordenaba al duque de Alba que reclutara un ejército de diez mil hombres en Italia y los preparase para marchar sobre Flandes.
Cuando el príncipe Carlos conoció la noticia, sufrió un ataque de ira y se enfrentó al duque, puñal en mano: -¡Vos no iréis a Flandes, porque os mataré!
¿Qué había pasado? Hay pocas noticias acerca del príncipe Carlos durante su adolescencia, y las pocas que hay, son muy malas, acaso demasiado malas; suenan exageradas. Que hizo que un zapatero se comiera unas botas recién hechas porque no quedaron a su gusto. Que arrancó de un bocado la cabeza de una tortuga o una serpiente que le había mordido. Que todas las noches salía de incógnito en busca de mujeres, a las que, habitualmente, terminaba maltratando. Que ordenó prender fuego a una casa porque desde su ventana le habían arrojado agua, o quizás, algo peor, etc.
Sin embargo, los embajadores no hablaban tan mal de él y su tío Maximiliano lo consideraba como un buen partido para alguna de sus hijas. Era buen amigo de Juan de Austria y profesaba gran afecto a la reina Isabel y a su tía Juana, al que ellas correspondían de igual manera.
Pero no se llevaba bien con su padre; es indudable que hablaban idiomas diferentes. Por ejemplo, un día, el príncipe pidió que le fuera reparado el tejado de su casa de recreo:
-Lo ha bien menester. Siendo Vuestra Majestad servido, será bien que se haga porque no se le dañe algo-, informó el maestro de obras.
-Hágase –respondió don Felipe-, con que sea de poco gasto, y, no más que otras tejas, que quizás querrán comodidades los que allí están y si hubiere de ponerse teja de nuevo –puntualizaba-, sea de la vieja del Pardo.
La anécdota refleja una extraña sobriedad en un hombre tan exquisitamente aficionado a la arquitectura, y que, cuando se trataba de obras, jamás reparaba en gastos, pero, claro está, no podemos dejar de lado aquello de querrán comodidades los que allí están, a los que no conocemos, pero podemos suponer amigos del príncipe.
Tampoco podemos olvidar su caída, cuando estudiaba en Alcalá de Henares, en compañía de su tío, don Juan de Austria y su primo, Alejandro Farnesio. Se dijo que boló rodando por una escalera cuando acudía a visitar a una muchacha de la servidumbre; una explicación que normalmente no se daba cuando los jóvenes de la realeza acudían a encuentros amorosos secretos. El hecho es que el príncipe estuvo a punto de morir, aunque se salvó cuando pusieron a su lado la momia de San Diego de Alcalá.
Hay sin embargo una versión en la que se explica que don Carlos estaba discutiendo con su padre, cuando este, por alguna razón que se desconoce, le golpeó con la espada en la cabeza, no previendo la posible gravedad del golpe. Al parecer, desde aquel momento, don Felipe nunca volvió a llevar espada.
***
Don Felipe, entendiendo que su hermana Margarita había otorgado ciertas libertades a los herejes y rebeldes, en su nombre, pero sin su consentimiento, consultó con el duque de Alba, quien se apresuró a explicarle que, en su opinión, las alteraciones en las Provincias habían llegado a un extremo que no quedaba más recurso que castigar duramente a aquellos Gueux y rebeldes -aunque se rindiesen-, pues no existía otro medio de hacer justicia para el servicio de Dios y para restablecer la ultrajada reputación de Su Majestad. Los demás consejeros se mostraron de acuerdo y, acto seguido, don Felipe decidió que se pusiesen en ejecución los planes de Alba.
Fue el primer paso para la guerra. Poco después, Alba se presentaba ante doña Margarita, en Bruselas, al mando de su Furia Española, mostrando orgulloso su nombramiento de Capitán General. Era portador asimismo de una carta en la que el monarca informaba a su hermana que era su voluntad que el Duque ordenase y mandase todas las cosas relativas a la guerra, y que las demás del gobierno siguiesen a cargo de ella. Si surgía alguna dificultad a la hora de interpretar qué cosas competían a la guerra y cuáles al gobierno, su Majestad mandaba que fuera el mismo Duque quien lo decidiera, a cuyo efecto, era portador, además de una patente, con poderes bastantísimos para ejecutar todas las cosas concernientes a la rebelión, así para prender a todo aquel que estimara oportuno, como para proceder sobre sus vidas y haciendas. También mostró don Fernando a Margarita una carta de puño y letra del rey que, al parecer, contenía instrucciones que más adelante comunicaría a la Gobernadora.
Restringida a tal extremo su autoridad, Margarita preguntó al duque en qué consistían aquellas instrucciones, a lo que este, bien seguro del apoyo de su señor, respondió irónico, que no se acordaba muy bien, pero que el desempeño de su trabajo le refrescaría la memoria y que ya se lo explicaría cuando viera como se desarrollaban las cosas.
En definitiva, era evidente que el rey sospechaba en la duquesa inicuas simpatías hacia los rebeldes, pero jamás se lo dijo; se limitó a poner su incapacidad en evidencia por medio del duque de Alba.
A su debido tiempo, se supo en qué consistían las secretas instrucciones contenidas en la carta blanca del duque y, entonces, se entendió que todos los desmanes cometidos por él duque en los Países Bajos, y por los que más tarde fue retirado del mando, no procedían de su personal ingenio. Felipe II disponía de una extraordinaria capacidad para concebir proyectos en la sombra.
Ante la llegada del Duque y sus tropas, ya no sólo Egmont, sino también doña Margarita fue tachada de estafadora por sus enfurecidos paisanos; ella, rotundamente desautorizada, dimitió y se volvió a las tierras parmesanas de su marido. El conde de Egmont correría peor suerte, siendo condenado a muerte por decapitación tras un proceso sumario y secreto del Tribunal de los Tumultos o de la Sangre, creado por el duque de Alba.
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Por razones que no se nos alcanzan, a partir de la marcha del duque de Alba, parece que don Carlos no tuvo más ocupación que hacer tonterías. Por ejemplo, le encontraron un cuaderno en el que había apuntado dos listas; la de las personas que amaba y la de las que odiaba. La primera, la encabezaba la reina, Isabel de Valois, su madrastra y, la segunda, el rey, su padre. Tampoco sabemos cómo, pero todo el mundo se enteró de la existencia de aquellas listas.
Otro ejemplo de agudeza: Se acercó a la iglesia de San Jerónimo y aseguró a su confesor, Chávez, que tenía intención de cometer un crimen. El fraile le denegó la absolución, le tranquilizó y, poco a poco, consiguió sonsacarle que la víctima del proyectado asesinato, era su padre. Tampoco sabemos cómo -y, esta vez con mayor estupefacción, hemos de convenirlo, porque estamos hablando de secreto de confesión-, pero también lo supo todo el mundo.
El príncipe se sabía vigilado. A estas alturas ya no tenía dudas acerca de las intenciones de su padre y sabía que no iba a ir, ni a Flandes, ni a ninguna parte. Las horas de soledad en palacio se le hicieron cada vez más largas y su único entretenimiento consistía en jugar a los naipes con quien podía. Con frecuencia se jugaba y, perdía, joyas y dineros con la reina, a quien, además, hacía muchos regalos.
Una mañana a mediados de enero, don Carlos llamó a don Juan de Austria para hablarle de algo que desconocemos. Acto seguido, don Juan cabalgó hasta El Escorial e informó al rey de algo que tampoco sabemos. Enterado del viaje y de la audiencia real, el príncipe llamó a don Juan de nuevo para interrogarle sobre lo que había hablado con el rey, tan urgentemente. Don Juan se evadió diciendo que de asuntos de galeras. Don Carlos le acusó de mentir y le amenazó con la espada.
-¡Téngase Vuestra Alteza!- gritó don Juan, bastante alto como para ser oído por la guardia, que acudió en su ayuda forzando la puerta y le evitó caer en el gravísimo delito de levantar la mano contra el heredero.
Asuntos de Galeras podían ser. Con fecha quince de enero de 1568, el rey había firmado en el Monasterio de El Esocrial –después de tantas negativas a hacerlo-, un nombramiento para don Juan de Austria: Capitán General de la Armada. Su misión, proteger la flota de Indias y mantener a los piratas alejados del Mediterráneo. Para realizarla, don Juan debía abandonar la Corte a la que va a tener difícil acceso durante el resto de su vida.
***
La noche del dieciocho al diecinueve de enero de 1568 el príncipe Carlos se retiraba temprano a sus habitaciones. La explicación que ofreció para transgredir el protocolo, fue que no se encontraba bien de salud.
A eso de las once, completamente armado –con armadura, entiéndase, aunque oculta bajo la ropa- y, convenientemente escoltado, el rey se presentó en sus habitaciones. Le acompañaban algunos consejeros y colaboradores leales como el duque de Feria, Diego de Acuña y el príncipe de Éboli, entre otros. Dos de ellos -lo cuenta un criado que estaba de guardia esa noche; unamigo de Cervantes, por cierto-, procedieron a incautarse silenciosamente, de las armas y papeles del heredero que se encontraba en el aposento inmediato conversando con dos amigos.
-¿Quién va ahí?- preguntó don Carlos sorprendido, cuando se percató de la llegada de los nobles.
-¡El Consejo de Estado!- respondió uno de los acompañantes del rey desde la puerta.
Don Felipe avanzó un poco entonces, precedido por la guardia, armada, como él, y formando una fila ante su persona.
-¿Qué me quiere Vuestra Majestad?
-Ahora lo veréis.
Inmediatamente y, sin mediar palabra, dos ayudas de cámara procedieron a clavar tablas en puertas y ventanas, a cuyo efecto, llevaban ya preparadas las herramientas y materiales necesarios.
-¡Máteme Vuestra Majestad y no me prenda, porque es grande escándalo para el reino! -grita el hijo ante el frío mutismo del rey-. ¡Y si no, yo me mataré!
-No lo hagáis, es cosa de loco.
-¡No lo haré como loco, sino como desesperado, pues Vuestra Majestad me trata tan mal!
A continuación, el rey se dirigió al conde de Feria.
-No hagáis cosa que el príncipe os mande sin que yo primero lo sepa. Y que todos lo guardéis con lealtad, so pena que os daré por traidores.
Y empezó un aislamiento absoluto. El silencio se instauró en la villa y en la Corte, como si se hubiera decretado luto oficial, pero la gente se hacía preguntas y buscaba respuestas en los mentideros.
-Haría cualquier cosa por aliviar su situación-, aseguró la reina Valois, pero todo intento en tal sentido había sido previamente desautorizado por el monarca. Para ella y para la princesa Juana -a pesar de la gran confianza que don Felipe tuvo siempre en su buen criterio-, quedaba tajantemente prohibido visitar al príncipe. Tanto una como otra no tenían más desahogo que el llanto, pero, he aquí que el rey también lo prohibió. Finalmente, él mismo también se aisló y dejó de visitar a su esposa.
Que sepamos, el príncipe no cometió ninguna de sus famosas locuras en las fechas anteriores al arresto; los días habían transcurrido tan rutinarios como siempre.
Por las cuentas de la Casa sabemos que estuvo en la habitación de la reina la noche anterior al arresto; había ido a jugar a los naipes llevando cien coronas y cuando bajó Su Alteza no bajó ninguna en la bolsa.
La prisión de don Carlos concernía a todo el reino, cuyo futuro se convertía en una incógnita, puesto que el monarca no tenía otro heredero varón. Afectaba también al resto de Europa, fundamentalmente a la otra rama familiar, la representada por el emperador Maximiliano II. En vista de ello, don Felipe decide adelantarse a lo que pudieran informar los embajadores, escribiendo, de propia mano y, sin la acostumbrada corrección por parte de algún secretario -cosa que resulta evidente-, algunas cartas que, a decir verdad no aclaran nada, además de que, en buena parte están casi copiadas unas de otras.
“...Me ha parecido advertir a Vuestra Santidad de la resolución que he tomado en el recoger y encerrar la persona del Príncipe Don Carlos, mi primogénito hijo.
“Y habiéndose usado de todos los medios por reformar y reprimir algunos excesos que procedían de su naturaleza...
“...y poniéndose en tal estado que no pareciese haber otro ningún medio por cumplir toda la obligación y al servicio de Dios y beneficio público... con el dolor y sentimiento que Vuestra Santidad puede juzgar, siendo mi hijo y solo, me he determinado, no lo pudiendo, en ninguna manera excusar, hacer de su persona mudanza y formar tal resolución, sobre tal fundamento y tan graves y justas causas…
Escribía al pontífice Pío V en una carta en la que, francamente, no hallamos expresadas en ningún sitio las graves y justas causas, excepto, tal vez, aquellos excesos que procedían de la naturaleza del príncipe.
“Señor –comunicó a su primo el emperador Maximiliano II-; por lo que antes de ahora tengo escrito... y lo que Luis Venegas habrá significado, habrá ya Vuestra Alteza entendido la pura satisfacción que yo tenía del discurso de vida y modo de proceder del Príncipe y de lo que su naturaleza y particular condición se entendía... Las cosas han pasado tan adelante y venido a tal estado que, cumpliendo yo con lo que debía al servicio de Dios... no he podido excusar, por último remedio... de me resolver en hacer mudanza de su persona y recogerle. ...no procediendo, como no procede de ira ni de indignación siendo enderezada a castigo de culpa, sino elegido por último remedio, para evitar los grandes y notables inconvenientes que se pudiesen seguir... Vuestra Alteza juzgará... habré sido forzado y constreñido de causas tan urgentes y tan precisas que en ninguna manera se han podido dejar de llegar a este punto...
En este caso, el monarca recordaba al emperador las grandes esperanzas que antaño había depositado en la naturaleza y particular condición de su hijo. No olvidemos que se hallaban en trámite los desposorios de éste con Anna, la hija mayor de Maximiliano. Sin embargo, tampoco se ven aquí las causas tan urgentes y tan precisas de la reclusión.
Con su hermana María, la esposa de Maximiliano, que había cuidado del príncipe en sus primeros años, se diría que don Felipe hacía un intento por sincerarse que, finalmente, también resultó frustrado:
"No he podido excusar de hacer mudanza de su persona y recogerle y encerrarle... más, en fin, yo he querido hacer sacrificio a Dios de mi propia carne y sangre. Las causas antiguas como las que de nuevo han sobrevenido, me han constreñido a tomar esta resolución, son tales y de tanta calidad que yo no las podré referir ni Vuestra Majestad oír sin removerse el dolor y lástima; además a su tiempo las entenderá Vuestra Majestad. Sólo me ha parecido que el fundamento de esta determinación no depende de culpa, ni es enderezado a castigo que, aunque para esto habría materia suficiente, pudiera tener su tiempo y término. Ni tampoco lo he tomado por medio con que por este camino se reformarán sus desórdenes. Tiene este negocio otro principio y raíz cuyo remedio no consiste en tiempo, que es de mayor importancia y consideración para satisfacer yo a las dichas negociaciones que tengo a Dios.
Aquí habla ya el padre-juez, de causas antiguas que no había en la carta al emperador, pero lo que resulta más novedoso, es que, las mismas y, otras nuevas, igualmente desconocidas, son de tal calibre que el rey no las puede contar, ni la emperatriz oírlas sin removerse el dolor y lástima.
Si no había culpa, ni se trataba de un castigo, que el príncipe pudiera merecer, ¿cuál era la causa de un encierro para el que no había un plazo límite?
Porque don Felipe terminaba con una declaración críptica: el asunto tenía una raíz que no consiste en tiempo; es decir, que no concernía a este mundo, sino sólo a las negociaciones –ocultas- que él tiene con Dios.
Sólo podemos concluir que el rey había tomado una decisión relacionada con la eternidad –nada hay más fuera del tiempo que la muerte-, y que lo hacía para satisfacer negociaciones con Dios.
En líneas generales, la carta dirigida a su tía Catalina, la reina de Portugal, parece calcada de la anterior, excepto en la particularidad de que don Felipe recuerda haber hablado anteriormente con ella de las dificultades que le creaba el príncipe.
Sobre que ha días respondía a lo que Vuestra Alteza me escribió, pero que habrá visto, entendida la necesidad precisa que había que poner remedio.
Como se ve, todo son rodeos para eludir la explicación de cuál fue, o cuáles fueron las causas que le llevaron a tomar medida tan radical. ¿Qué habría hecho el príncipe para merecer un encierro de por vida? Felipe II nunca lo reveló a nadie. Ante las preguntas de los embajadores, Su Majestad solía responder casi siempre con una sonrisa... mucha severidad, brevedad y entre dientes.
En marzo, prohibió a los Grandes que mencionaran a don Carlos, ni en su conversación, ni en sus oraciones. En abril, finalmente, despidió a los miembros de la Casa del príncipe, decisión que mostró a las claras, que ya no tenía –si la tuvo alguna vez- la intención de devolver la libertad a su hijo.
Más tarde, don Carlos fue trasladado a una de las torres del mismo Alcázar y, a partir de entonces, quedó rodeado de un halo de misterio y silencio. La gente murmuraba, el rey lo supo y prohibió el paso por las calles próximas. De hecho abrigaba la sospecha de que el pueblo, movido por simpatía hacía el prisionero, intentara un asalto para liberarlo. El temor hizo vivir a Felipe en un estado permanente de vigilancia; cuando percibía el menor ruido, se acercaba a la ventana para mirar si eran tumultos para sacar a Su Alteza de su cámara.
El Alcázar de Madrid hacia 1534. Dibujo de J. Cornelius Vermeyen
Sorprende profundamente que el rey temiera semejante reacción de un pueblo, supuestamente harto conocedor de los múltiples desafueros que el príncipe cometía en público y en privado. Algunos ya pensaron que la intención de don Felipe era la de mantener el encierro para siempre, dando lugar a una segunda versión del caso de doña Juana, su abuela, en Tordesillas. Curiosamente, la custodia fue encomendada al marqués de Denia, nieto del mismo a quien se encargó, en su día, la vigilancia de aquella reina. En todo caso, el príncipe sabía que cuando su padre tomaba una decisión, nunca se volvía atrás. Desde el primer día del arresto, vio desatendidos, uno tras otro, sus ruegos de hablar con él. De hecho, don Felipe le había asegurado que, nunca más volvería a considerarlo como a un hijo.
Los médicos informaron al rey del riesgo en que se ponía la salud del príncipe en tales circunstancias, pero él no hizo absolutamente nada, excepto permanecer vigilante en Madrid, abandonando, incluso, la supervisión de las obras del Monasterio, lo que, hasta entonces, había sido su ocupación favorita.
Bien. Una primera explicación para tan drástica medida -que no tendría remedio con el tiempo-, corrió por los mentideros: el príncipe habría entrado en connivencia con los rebeldes de los Países Bajos, abrigando la intención de erigirse en cabeza de la insurrección. Su propósito inmediato sería asumir el poder sobre aquellos territorios, que sólo a su padre correspondía.
El proyecto, de llevarse a término, hubiera constituido delito de alta traición, y su castigo acostumbrado, la pena de muerte, habría sido, si no aceptado, al menos, comprendido, pero lo cierto es que si tal delito existió, jamás fue declarado, de hecho, el propio don Felipe manifestó que no había sido aquella la causa del encierro, lo que sería o, debería ser razón suficiente para desecharlo, tanto más, cuanto que no consta que ninguno de los rebeldes flamencos estableciera relación alguna con el heredero.
***
Si grave era lo que estaba sucediendo en las Provincias, peor era la tormenta que iba a caer sobre la corte en Madrid por las mismas fechas. No tenemos la menor evidencia de actitudes rebeldes en el príncipe durante aquellos meses; jamás reclamó por su encierro, que se sepa, y, nunca pidió nada, excepto poder hablar con su padre; notable cambio, si hemos de creer en aquel carácter, antaño tan levantisco, puesto que sabía que su suerte estaba echada. Don Carlos conocía bien a su padre y le constaba que no había remedio para su situación.
Pudiera ser que a lo largo de aquellos meses decidiera como loco, o como desesperado, llevar a efecto su amenaza de matarse. Pudiera ser, pero a decir verdad, no encaja. No disponía de venenos, ni tenía armas que emplear contra sí mismo. El único dato que evidenciaría alguna sospecha a este respecto, sería que la comida se le llevaba ya troceada, de modo que no pudiera utilizar los cubiertos con fines perversos. Pero, en todo caso, la misma medida se tomaba con cualquier prisionero.
Se dijo –porque nadie sabía lo que ocurría tras los muros del alcázar-, que inició una huelga de hambre, pero como, al igual que su abuelo Carlos, el nieto era un comedor voraz e insaciable, el ayuno, lejos de acabar con su vida, provocó de inmediato una notable mejoría en su salud.
En vista de ello –seguimos refiriéndonos a lo que se comentó, siempre a posteriori- se puso a comer desenfrenadamente, a cualquier hora del día o de la noche. Tales excesos gastronómicos, junto con la ingestión de grandes cantidades de agua helada, que también vertía sobre las sábanas, bien a causa del agobiante calor del verano en Madrid, bien por recomendación de los médicos para bajar la fiebre, pusieron su vida en extremo peligro.
Sea como fuere, los mismos médicos advirtieron al monarca que se estaba agotando a ojos vistas la siempre delicada salud del príncipe, pero don Felipe no decía ni hacía nada. De acuerdo con su costumbre, a veces con resultados culpables y desastrosos, dejaba pasar el tiempo confiando en que las soluciones vinieran solas.
Cuando el príncipe sintió la proximidad de la muerte, pidió de nuevo hablar con su padre, pero este accedió únicamente a lanzarle un amago de bendición por encima de una barrera de hombres interpuesta entre su persona y la de su hijo.
Últimos momentos del Príncipe Carlos. Antonio Gisbert. Palacio Real. Madrid.
Don Carlos fallecía en su encierro el día veinticinco de julio de 1568, seis meses después de su recogimiento.
Durante dos días se paralizó el correo en España; ni una sola carta salió del reino hasta que el monarca envió las suyas. Pero se dijeron muchas cosas.
Don Felipe comunicó la noticia a las ciudades, sin aclarar las causas de la muerte del heredero, aunque decía sentirse confortado porque –el pretendido suicida- había recibido tres días antes los santos sacramentos con gran devoción, por lo que se debía con razón, esperar en Dios y en su misericordia le habría llevado para gozar de él perpetuamente.
Sobrecogedor. El monarca dice entender que Dios perdonará algo que él no perdonó.
Desde el punto de vista legal, don Felipe -aunque, según parece, recabó información sobre casos históricos de desavenencias paterno filiales-, jamás inició un juicio contra don Carlos y, posteriormente ordenó quemar todos los documentos relacionados con el caso. A pesar de lo que se especuló, entonces y después, lo que más sorprende, es que según su propio testimonio, no tenía motivos para acusar y, mucho menos, para condenar a su hijo. Prohibió el luto y los funerales oficiales.
Tratándose de un hombre, al parecer profundamente católico, es decir, que creía en la remisión de penas después de la muerte, por medio de la aplicación de misas, limosnas y oraciones, ¿con qué derecho podía negar a su propio hijo tales auxilios? Si era cierto que don Carlos era un pecador en tantos aspectos que le llevaron a tomar la gravísima decisión de condenarlo a encierro perpetuo e incomunicado, ¿qué pretendía con todas aquellas prohibiciones?
Un monarca, tan profunda y sinceramente convencido de que había sido designado por Dios, el único a quien debía rendir cuentas , para regir los destinos de sus inmensos reinos, así como las almas y cuerpos de los numerosos súbditos que los habitaban, no supo aceptar la idea de que aquel hijo había sido seleccionado por la misma altísima mano, para sucederle en un período tal vez no muy lejano, pues los varones Habsburgo no parecían haber heredado la extraordinaria salud y longevidad de su ascendiente castellana, la Loca.
Otras acciones igualmente inquietantes y no explicadas, jalonan el reinado de don Felipe, de quien Antonio Pérez hizo corriente la idea –lección aprendida en cabeza propia- de que, entre su sonrisa y la muerte, solo mediaba el filo de una daga.
Sin embargo, la desaparición de este hijo, nacido de un matrimonio, seguramente no deseado y, desde luego, no decidido personalmente, sino aceptado por obediencia, se convirtió, tal vez, en la acción más incomprensible de todas las acciones incomprensibles llevadas a cabo por él, a lo largo de su historia conocida.
Nadie niega que la decisión de encerrar a don Carlos, pudo haber sido tomada después de muchas y difíciles reflexiones, pero la pregunta sigue en pie: si la inapelable condena estaba justificada, ¿por qué no se dieron a conocer sus causas? ¿Sólo porque realmente el monarca más poderoso de la historia entendía que no estaba obligado a dar explicaciones de sus actos a nadie? ¿Por que no se le sometió a un proceso?
Acaso Felipe sólo tenía la intención de mantener a su hijo de veintitrés años, prisionero e incomunicado para el resto de su vida. De hecho, parece que don Carlos así lo creyó y de ahí procedería su anunciado propósito de acelerar el fin y acabar así con la maldición de aquel confinamiento, que finalmente, tampoco puede demostrarse.
Efectivamente, otros reyes antes que don Felipe habían luchado contra sus hijos, pero se enfrentaron a ellos por medio de guerras declaradas, confiando cada uno su fortuna a la habilidad del ejército que pudiera reunir. De hecho, cuando don Felipe ordenó una investigación sobre aquellos casos, buscaba, sin duda, antecedentes que justificaran su actitud. Pero el caso del príncipe Carlos era diferente: fue desarmado y aislado sin mediar la menor explicación, quedó absolutamente indefenso y su padre jamás le volvió a dirigir la palabra ni accedió a escuchar nada que él tuviera que decir, tal vez en su descargo. El príncipe, pues, no tuvo ninguna posibilidad de defenderse. En cualquier caso, aquí surge de nuevo la pregunta: ¿de qué tenía que defenderse?
Don Carlos había llegado al mundo en 1545, trece años antes de que don Felipe heredara el trono. A causa de su nacimiento, como sabemos, sobrevino la muerte de su madre, María Manuela de Portugal. Cuando tenía apenas tres años, su padre inició su largo viaje por los estados patrimoniales europeos, que, en principio debía heredar. El niño quedó al cuidado de su tía María y sometido a una extraña educación en la que su padre no intervino. Lo demás, ya lo sabemos, o, por mejor decir, de todo lo demás, no sabemos casi nada.
A partir de la muerte del príncipe, todo pareció volverse en contra del rey. El peso de su conciencia no tardaría en descargarse sobre otras cabezas. Terrible decisión la de un hombre que considera un deber librar a sus reinos de la existencia de su propio hijo. Se debatió mucho, incluso desde los púlpitos, sobre si el monarca tenía o no derecho sobre la vida –en este caso, sobre la de su hijo , pero nunca se aclaró del todo el asunto. Suponiendo que sí, que se reconociera tal derecho, cosa que ya entonces era harto dudosa, estaría restringida su aplicación a la comisión de un delito merecedor de semejante pena, es decir, gravísimo.
Sin embargo, tal derecho tampoco era totalmente negado, de modo que el pueblo, la corte y hasta los enemigos de don Felipe, tal vez hubieran aprobado su decisión, si este hubiera declarado el delito cometido por el príncipe, que, invirtiendo los términos jurídicos, necesariamente, debía ser proporcional a la pena. Conociendo el radical sentido de la justicia del rey, que, en general lo tenía, no queda sino suponer que en realidad, el príncipe había llevado a cabo una acción tan gravísima, que no podía ser castigada sino con la muerte, pero suponer, en realidad, no significa nada, evidentemente.
Lo único que declaró el monarca, fue que con su decisión sacrificaba a Dios su propia sangre. A Dios; leemos bien. Hiciera lo que hiciera el príncipe, era una grave ofensa contra el Creador, ante la cual, don Felipe, siempre imbuido de la idea de que él, más que el Papa en ocasiones, representaba a Dios en la tierra, decidió actuar como tal y aplicar personalmente el último castigo a su hijo.
***
Esta es, en conjunto, la versión conocida de los hechos relativos a la condena y muerte del príncipe Carlos.
Por aquellas fechas, don Felipe atravesaba un período de tan graves dificultades que, hay que suponer –aunque, tratándose de él, siempre podemos equivocarnos-, que estaría inquieto o, nervioso o, conmovido o, algo. La corte, ya sobrecogida por la noticia de las recientes ejecuciones de los condes flamencos, Egmont y Horn, por sentencia inicua del duque de Alba, no salía ahora de su estupor: la corona se había quedado sin heredero.
Existe la posibilidad de que, además de las cartas que conocemos, el rey enviara al papa Pío V una comunicación secreta sobre lo ocurrido al príncipe. El historiador y archivista belga L. P. Gachard, aseguró al historiador americano J. L. Motley, que estaba a punto de obtener autorización para acceder a dicho documento. Esto ocurría en el siglo XIX. Lamentablemente, desconozco si Gachard llegó a leer el documento en cuestión o, si lo hizo, cuál sería su contenido. En todo caso, cabe dudar de que Felipe hubiera decidido sincerarse con el pontífice, porque cuando este decidió enviar a Madrid un mensajero con sus condolencias, el rey ordenó fuese informado que su cortesía no tendría buen acogimiento.
Don Carlos fue enterrado en el convento de Santo Domingo de Madrid y allí permaneció hasta que don Felipe ordenó el traslado de sus restos al Monasterio de San Lorenzo, donde descansa definitivamente, cerca de su madre.
Lo hago por su bien –decía años después Luis XIV al enviar a un hombre a La Bastilla-; como el rey Felipe, cuando envenenó a su hijo.
Los pueblos que la Divina Providencia se ha dignado confiarme, juzgarán después de mis días mis acciones y el uso que he hecho de la autoridad que Dios me ha confiado, conociendo que los abusos de ella y el descuido de nuestras obligaciones proviene siempre de creernos, como Soberanos, responsables sólo a Dios de nuestras acciones. Escribió asimismo un monarca más cercano; Carlos III.
La muerte del príncipe causó un evidente e incontrolable dolor, tanto a la reina, como a la princesa Juana, quienes, tal vez nunca sospecharon que las cosas fueran a llegar tan lejos. La princesa sufrió una profunda depresión de la que tal vez sólo pudo salir apoyándose en su profunda religiosidad y con la ayuda de otros socios de la Compañía a la que pertenecía en secreto. No pudo, por ello, prestar ayuda alguna a la reina, que hubo de afrontar la tragedia en soledad y en silencio, sin más desahogo que las lágrimas.
-Assez de larmes, Madame! –sabemos que le ordenó el rey-, no porque se expresara corrientemente en francés, sino porque así se lo comunicó a Catalina de Médicis su embajador. En todo caso, puso así coto a semejante muestra de escandaloso duelo que, en cierto modo, podría venir a significar disconformidad. Nada más apropiado para una Isabel de Valois evidentemente embarazada.
Cuando se conoció la noticia, todo el mundo se felicitó ante la posibilidad de que al fin naciera un varón, pero los médicos de la corte negaron tal posibilidad, declarando que se trataba de una maligna opinión.
La duquesa de Alba había escrito, entre tanto, dos cartas a madame de Médicis.
Hemos confirmado el preñado -aseguraba en la primera, fechada el veintiséis de diciembre del 67.
La reina siente muy buena la criatura, y queda en tan buena disposición como digo –completaba en la segunda, el dieciséis de febrero del 68.
En todo caso y, tras la aplicación de un tratamiento brutal, sin duda contraindicado ante un embarazo de riesgo, la reina abrió sus claros ojos y me pareció que me encomendaban algo aún –escribió afligido el embajador francés-, tras lo cual falleció dolorosamente, después de varios días de intenso sufrimiento. Era el día tres de octubre de 1568.
En todo caso, la maligna opinión culminó en un informe médico en el que se hablaba del aborto de un feto de cuatro o cinco meses cuya existencia había sido calificada de bulo cuatro o cinco meses antes.
Normalmente, cuando la reina enfermaba, se pedían misas y oraciones públicas. En esta ocasión no se pidió nada, ni se explicó nada, pero sí escribieron los embajadores a sus respectivos monarcas, especialmente, los de Catalina de Médicis. El embajador florentino, escribía más tarde a Cosme de Médicis: Sepa cómo los médicos han asesinado expresamente a la reina.
El hecho es que, en contra de lo habitual en tales casos, el estado y la gravedad de la reina se mantuvieron en secreto y, como al secreto siguen siempre las elucubraciones, se dijo que los médicos, desconociendo el embarazo, le administraron medicamentos que actuaron como abortivos. Que ella los rechazaba, que el rey había le había obligado a tomarlos y que, inmediatamente se produjeron vómitos, fuertes dolores, el aborto y, finalmente, la muerte. Se dijo, incluso, que la criatura tenía el cráneo de la cabeza abrasado.
Demasiadas dudas, demasiado secreto y el inesperado, brusco y mortal desenlace, hicieron pensar en oscuros designios tras los muros del Alcázar de Madrid.
Escribió entonces Cervantes una suspicaz redondilla:
...con un repentino vuelo
la mejor flor de la tierra
fue trasplantada en el cielo.
...el mortífero accidente
fue tan oculto a la gente
como el que no ve la llama
hasta que quemar se siente.
Analizando todos los relatos, parece evidente que, para entonces, el ánimo del rey hacia su joven esposa había cambiado. No se habló, a la hora del parto, de ternura e impaciencia por parte del hombre que tanto necesitaba un heredero, particularmente entonces, cuando sólo hacia algo más de dos meses que el príncipe Carlos había muerto, muy cerca de la estancia en que ahora moría la reina.
Sabida y averiguada su impericia –escribió el Licenciado Orozco refiriéndose a los médicos -, yo hiciera de ellos un notable y ejemplar castigo, aunque de malicia no lo hiciesen.., porque otra vez, no digo yo en semejante persona, mas ni aún en otra cualquiera ínfima mujer, no hicieran lo que hicieron. Mas, pues su Majestad pasa por ello, no hay por qué yo, ni otro alguno en esto insista.
La reina Isabel de Valois y la niña malograda, fueron enterradas en el Monasterio de Las Descalzas de Madrid. Los archiduques Ernesto y Rodolfo de Austria presidieron el duelo mientras el monarca se recogía en el silencio del Monasterio de San Jerónimo.
Dos niñas quedaban a su cuidado: Isabel Clara Eugenia, que sólo tenía dos años y Catalina Micaela, que cumpliría uno, seis días después del fallecimiento de su madre, Isabel de Valois.
Sánchez Coello
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