lunes, 6 de julio de 2015

La Eneida. Virgilio. ¿Hasta qué punto, morir es una desgracia?


Los personajes

Eneas Es hijo de la diosa Venus y de Anquises.

Alecto: Provocadora de conflictos.

Anquises, es rey de los dárdanos, un pueblo próximo, aliado de Troya. Enfadado Júpiter con su hija Venus, decide castigarla haciendo que se enamore de un mortal y el elegido va a ser Anquises. Cuando este dormía, Venus se le acerca con una bella apariencia humana, ambos se enamoran y de su unión nace Eneas.

Venus y Anquises. Sir W. Blake Richmond (1842-1891)

Antes de abandonarlo, Venus le confiesa que es una divina, pero que él debe guardar ese secreto para siempre; algo que Anquises no tarda en incumplir, contándolo a sus amigos. Cuando esto llega a oídos de Júpiter, se enfurece, con razón, y lanza al héroe uno de sus destructivos rayos, que no llega a matarlo, porque Venus –quizás todavía algo enamorada–, se interpone, pero sí le alcanza una pierna, que Anquises nunca pudo volver a mover. Esta es la razón por la que, para escapar de Troya, Eneas tuvo que llevarlo a hombros. Eneas siempre acompañó a su hijo, aconsejándole ante las grandes dificultades que este tuvo que afrontar. Murió en Sicilia.

Apolo: Ocasionalmente ayuda a los troyanos.

Ascanio

Ascanio. Grupo escultórico reconstruido. Mérida

También llamado Yulo, es hijo de Eneas y Creúsa. Sale de Troya con su padre y su abuelo. Valiente y emprendedor, al igual que el héroe, siempre fue guiado por éste. Pelea formidablemente contra latinos y rútulos. Está destinado, como Eneas, a establecerse en Italia donde su descendencia fundaría el imperio Romano.

Camila: Es una amazona, adoptada por Diana. Alineada con los rútulos, morirá después de matar a muchos troyanos.

Creúsa: Esposa de Eneas y madre de Ascanio, desaparece misteriosamente después de entregar el niño a su esposo durante el incendio de Troya, cuando este se dispone a abandonar la ciudad.

Federico Barocci, 1598. Eneas huye de Troya -La fuga di Enea da Troia-. 
Galleria Borghese. Roma.

Creúsa se va quedando atrás, hasta que desaparece entre la multitud, la matanza que sigue, y el fuego. 

Dido: fundadora y reina de Cartago. Víctima de los hados, está condenada a morir a causa de un amor imposible, inspirado artificialmente por Cupido, hacia Eneas, al cual no estaba destinada. Cuando este la abandona para proseguir su viaje, ella se suicida.

Dido y Eneas. Berichett


Eolo: Dios de los vientos, servidor de Hera. Provoca sucesivos y terribles temporales contra las naves troyanas.

Hera: Esposa de Júpiter. Llena de rencor hacia los troyanos, a causa de su fracaso en el concurso de belleza de la Manzana de la Discordia; en el que se sintió ofendida por la elección de Paris, se propone por todos los medios destruir a los troyanos, incluyendo a los supervivientes de la guerra, aunque no pudo cambiar el destino de Eneas, bien a su pesar.

Hera. Del friso del Partenón de Atenas

Júpiter: Rey del Olimpo, aunque no siempre puede evitar los desastres provocados por otros dioses o diosas, trata de mantener una postura neutral y, a veces interviene para enderezar los caminos del destino.

Júpiter/Zeus. Del friso del Partenón de Atenas.

Latino: Rey de Lacio y padre de Lavinia. Obedece al destino al entregar su hija a un extranjero, como lo es Eneas, lo que provoca una guerra que él no desea, intentando siempre mediar entre los dos pretendientes.

Lavinia: Hija de Latino, de la que se sabe muy poco. Prometida a Turno, finalmente sería destinada a Eneas, dando lugar a la guerra entre los dos pretendientes, por su mano y su herencia.

Turno: Caudillo de los Rútulos, prometido de Lavinia, quien, de acuerdo con los proyectos olímpicos, tampoco formaba parte de su destino. Fue un gran guerrero, pero inferior a Eneas a causa de su irreductible obstinación.

Vulcano: Esposo de Venus, muy enamorado de ella. Fabricó el escudo y las armas que Eneas usó en la guerra contra Rútulos y Latinos.

Yuturna: Hermana de Turno, cuyo objetivo es salvar la vida del hermano a cualquier precio.

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La historia

Libro I

Terminada la Guerra de Troya, algunos troyanos supervivientes, con Eneas a la cabeza, se embarcan rumbo a Italia, pero Juno, que, como sabemos, los odia, manda a Eolo que envíe fuertes vientos contra sus naves. Más y más encendida por todo esto, agitaba a los de Troya por todo el mar, resto de los dánaos y del cruel Aquiles, y los retenía lejos del Lacio. Sacudidos por los hados vagaban ya muchos años dando vueltas por todos los mares. 

Cuando Neptuno lo ve, se enfurece; manda detenerse a Eolo -dispersa el montón de nubes y vuelve a traer el sol- y ayuda a que los troyanos alcancen las costas libias. Él es quien cuenta a su hija Venus, que el destino de la descendencia de Eneas es la creación de Roma, y manda a Mercurio a Cartago para que Eneas sea allí bien recibido.

En tanto, Eneas, que no sabe dónde se encuentra exactamente –sube al acantilado y mira atentamente a lo lejos, cuanto se ve del mar, por si puede divisar a alguno arrastrado por el viento-, recibe la visita de una bella mujer, que le dice que se halla en la tierra de Dido. Para asegurarse la ayuda de esta, la aparición –no puede ser otra que Juno, quien se propone alejar a Eneas del cumplimiento de su misión–, le envía a Cupido bajo la figura de Ascanio, para que infunda a la reina un amor grande, aunque imposible, hacia Eneas; -que se abran las tierras y los nuevos alcázares de Cartago acojan a los teucros, para que no los rechace de sus tierras Dido, ignorando el destino-.

Dido ofrece a todos un gran banquete. 

Aeneas Dido Convivio

Se terminó el banquete y se quitaron las mesas. Pasaba también la noche en animada charla la infeliz Dido, y un largo amor bebía. 

-Vamos, mi huésped –dijo-; empieza desde el principio y cuéntanos las trampas de los dánaos, las desgracias de los tuyos y tu peregrinar; pues ya es el séptimo verano que te ve vagar por tierras y mares.

Libro II

Todos callaron y mantenían la mirada en tensión. Luego el padre Eneas comenzó desde su alto lecho: -Un dolor innombrable, reina, me mandas renovar.

Eneas relata a Dido el final de la guerra de Troya, dándonos a conocer en detalle, algo que ya sabíamos, en parte, por Homero; la estratagema del Caballo de madera, cargado de guerreros griegos, gracias al cual estos logran entrar en la ciudad tras diez años de asedio sin resultados. Le habla asimismo de su huida en el último momento, con su padre y su hijo, así como la desaparición de su esposa Creúsa.

Ya quebrados los troyanos por la guerra… un caballo como una montaña, con arte divina de Palas, levantan los griegos, cubriendo sus flancos con tablas de abeto. Escogidos a suerte, a escondidas, llenan las cavernas enormes de la panza con hombres en armas y dejando el caballo a las puertas de Troya, simulan abandonar el asedio, ocultándose en un cabo próximo.

Se abren las puertas. Da gusto pasear contemplando las tiendas de los dorios y ver desierto el lugar y la playa vacía. Sólo Laoconte enfurecido, desde lo alto de la fortaleza, exclama:

-Sea lo que sea, temo a los dánaos incluso cuando ofrecen presentes.

Libro III

Hay un lugar -los griegos lo llaman con el nombre de Hesperia-, una tierra antigua, poderosa en las armas y de feraces campos; la habitaron hombres de Enotria; hoy se dice que sus descendientes la llaman Italia por el nombre de un caudillo. Ésta es nuestra verdadera patria.

Eneas relata su encuentro con las Harpías y la maldición que una de ellas lanza contra él. 

…a Italia llegaréis y se os dará entrar en sus puertos. Mas no ceñiréis de murallas la ciudad que os aguarda antes de que un hambre terrible y el pecado de atacarnos os obliguen a morder y devorar con las mandíbulas las mesas- -Dijo incomprensiblemente.

Evitamos los escollos de Ítaca, el reino de Laertes, y maldecimos la tierra que alimentó al cruel Ulises.

Sigue su encuentro con Andrómaca –esposa de Héctor e hija del rey de Tebas, muerto, junto con sus siete hijos varones, a manos de Aquiles en el octavo año del asedio de Troya, por haber prestado ayuda a los troyanos. Más tarde, Andrómaca soportará también la muerte de Héctor y la de su hijo Astianacte, que sería arrojado por las murallas ante su vista, una vez tomada la ciudad y repartido el botín del que ella misma formaría parte, como esclava–.

Frederic Leighton: Andrómaca cautiva. 1886-88. Galería de Arte de Mánchester.

Andrómaca le pregunta por sus seres queridos y aconseja a Eneas que escuche a la Sacerdotisa de Apolo en Cumas y siga sus instrucciones.

Serás enviado a las ítalas tierras dejando atrás Trinacria/Sicilia. Una vez allí llegarás a la ciudad de Cumas; verás a la vidente frenética que al fondo de una roca canta el destino. No te vuelvas, aunque te increpen tus compañeros y tu ruta requiera con fuerza las velas a alta mar y puedas llenar los pliegues de viento favorable, hasta que veas a la adivina y reclames su oráculo con preces.

A su llegada Eneas encuentra a un aqueo/griego, de la tripulación de Ulises, que se había quedado atrapado en la isla, tras el encuentro de Ulises con Polifemo.

De pronto avanza desde el bosque consumida de hambre la extraña figura de un desconocido con aire lastimoso que tiende sus manos, suplicante, hacia la playa. Le observamos. Terrible suciedad y barba crecida, la ropa cosida con espinas; pero, por lo demás, un griego de los que un día se alistaron contra Troya en el ejército patrio.

-Sé que fui de la flota de los dánaos y confieso haber marchado en son de guerra contra los Penates de Troya.

El propio padre Anquises sin dudarlo mucho ofrece la diestra al joven y aumenta con este gesto su confianza.

-Ítaca es mi patria; compañero del infortunado Ulises. Me abandonaron mis compañeros en la vasta caverna del Ciclope. Cobráos esta vida con la muerte que os plazca.

Libro IV

Cuando Eneas termina de contar su historia, Dido ya se ha enamorado de él, pero duda, porque ha rechazado a muchos pretendientes de su tierra, que se pueden poner en su contra. Su hermana le aconseja que se case con Eneas ya que de ese modo tendrá el apoyo de los troyanos para defender Cartago. A causa de la secreta intervención de Juno –aprovecha una cacería para provocar una gran tormenta, durante la cual los dos se ven obligados a refugiarse en una cueva–, ambos se rendirán ante la fuerza del amor.

Eneas y Dido en la cueva, s. V, f. 108v. Biblioteca Apostólica Vaticana, Vat. Lat. 3867

-Ana, querida hermana, –se lamenta Dido–, ¡qué ensueños me desvelan y me angustian! ¡Qué huésped tan extraordinario ha entrado en nuestra casa! ¡Qué prestancia la suya! ¡Qué fuerza en su pecho y en sus armas! Ciertamente creo, y mi confianza no es vana, que es de dioses su raza. Si no estuviera en mi ánimo, fijo e inconmovible, el propósito de no unirme a nadie en vínculo matrimonial, a esta sola infidelidad habría podido tal vez sucumbir. Reconozco las huellas de una vieja llama.

-¿Lucharás también contra un amor deseado? -Responde Ana-.  ¿No tienes en cuenta de quién son los campos en que te has instalado? Por aquí las ciudades getulas, raza invencible en la guerra, y los númidas sin freno te rodean y la inhóspita Sirte; por allí una región desolada por la sed y los barceos furiosos. ¿Y qué decir de las guerras que se alzan en Tiro y las amenazas de tu hermano? ¡Con qué hazañas se alzará la gloria púnica servida por las armas de Troya! Teje motivos para que se quede, mientras las tormentas y Orión lluvioso descargan su ira en el mar y las naves están aún sin reparar y el cielo tempestuoso.

Estas palabras encendieron el ánimo de la reina con amor desmedido.

Dido. Dosso Dossi. Galería Panphili.

Un pretendiente despechado de Dido, pide la intervención de Júpiter, quien recuerda a Eneas, que su destino es la fundación de Roma. Efectivamente, el héroe reacciona y se despide de la enamoradísima reina, quien ante la imposibilidad de aquel amor, muestra ante el héroe un semblante tranquilo, pero se quita la vida antes de que sus naves se pierden en el horizonte.

Ahora, al caer el día, busca de nuevo el banquete, y con insistencia reclama de nuevo escuchar, enloquecida, las fatigas de Ilión y de la boca del narrador se cuelga de nuevo. Después, cuando se van y la luna oscura oculta a su vez la luz y al caer las estrellas invitan al sueño, languidece solitaria en una casa vacía y se acuesta en una cama abandonada. En su soledad lo ve, ausente, y lo oye, o retiene en su pecho a Ascanio.

Libro V

Eneas ve desde lejos columnas de humo que se elevan de Cartago, pero sigue navegando hasta llegar a Sicilia, donde es bien recibido. Pero Juno, conservando la energía de su rencor, convence a las mujeres para que quemen también sus naves para que no pueda abandonar la isla. Eneas ruega a Júpiter que envía una lluvia para extinguir el fuego; después reúne a su gente y propone que sólo le sigan aquellos que lo deseen, y que permanezcan en Sicilia, los que no quieran seguir el viaje.

Entretanto Eneas ya mantenía seguro su rumbo, volviéndose a mirar las murallas que ya resplandecen con las llamas. Oculta le queda la causa que encendiera fuego tan terrible; las duras penas de un amor grande mancillado, y el saber de qué es capaz una mujer desesperada, ponen en los corazones de los teucros un triste presagio.

Júpiter le hace saber que Juno seguirá contrariando su destino mientras viva Palinuro, y, cuando Eneas reemprende viaje, este último se ahoga, por haberse quedado dormido en la cubierta.

Mas he aquí que el dios con un ramo empapado en el Lete y con el poder soporífero de la Estigia le rocía ambas sienes, y le cierra los ojos que ya vacilaban. Se precipita de cabeza en las líquidas profundidades.

Libro VI

Llegan a Cumas, donde Eneas visita a Sibila, la sacerdotisa de Apolo, a través de la cual podrá asimismo entrevistarse con su padre en el Hades. Sibila le dice que primero ha de encontrar la Rama de oro, con la cual accederá al ultramundo y podrá enterrar a un compañero que yace insepulto.

La Sibila de Cumas, interpretada por Miguel Ángel, en la Capilla Sixtina.

Premiada por Apolo, pidió larga vida y este le concedió casi mil años, pero Sibila olvidó pedir la eterna juventud, por lo que llegó a convertirse en una brizna de polvo.

Y al fin se aproxima a las playas eubeas de Cumas. El piadoso Eneas por su parte busca la roca que preside el alto Apolo y el apartado retiro de la horrenda Sibila, 

–Sólo esto te pido llegar a la presencia de mi querido padre y poder tocar su rostro.

–Escucha primero lo que has de hacer. En un árbol espeso se esconde la Rama de Oro en las hojas y en el tallo flexible, busca atentamente con tus ojos y cógela con tu mano. Y otra cosa: yace sin vida el cuerpo de uno de tus amigos –lo ignoras, ¡ay!- pero con su muerte mancilla a la flota entera, mientras tú demandas consejo y te demoras en mis umbrales. Llévalo primero a su lugar y dale sepultura.

Su fiel Acates acompaña a Eneas. Mucho discurrían entre ellos en animada charla, quién sería el compañero muerto del que habló la vidente, cuál el cuerpo por sepultar. Cuando llegan, ven a Miseno en tierra firme, víctima de una muerte indigna, Se apresuran entonces, llorando, a cumplir la orden de la Sibila y empiezan a levantar el ara del sepulcro.

–¡Ah, si ahora se nos mostrase aquella Rama Dorada en su árbol! -Exclama Eneas.

Apenas había hablado, cuando por casualidad, dos palomas bajaron volando del cielo ante sus ojos, se posan sobre un árbol doble del que brilló distinta entre las ramas el reflejo del oro. Se lanza Eneas al punto y ávido la arranca. Y seguían entretanto los teucros llorando a Miseno se acercaba la diosa.

La Rama Dorada. J. M. W. Turner. Tate Britain

–¡Lejos, quedaos lejos, profanos!—exclama la vidente—, ¡alejaos del bosque entero! Y tú, emprende el camino y saca la espada de la vaina: ahora, Eneas, precisas valor y un ánimo firme.

Ante el mismo vestíbulo habitan los pálidos Morbos y la Senectud triste, y el Miedo y Hambre mala consejera y la Pobreza torpe, figuras terribles a la vista, y la Muerte y la Fatiga; el Sopor que además, es pariente de la Muerte, y los malos Gozos.

-Toda esta muchedumbre que ves es una pobre gente sin sepultura; aquél, el barquero Caronte; éstos, a los que lleva el agua, los sepultados.

Detuvo sus pasos el hijo de Anquises, pensando mucho y lamentando en su pecho la mala fortuna. Y entonces llega Palinuro, el piloto, quien poco antes, en las aguas libias, mientras miraba las estrellas se había caído de la popa y se hundió en el mar.

–¡Por tu padre te lo pido, por la esperanza de Yulo/Ascanio, que crece, líbrame de estos males: cúbreme de tierra, ya que puedes!- A lo que repuso en pocas palabras la vidente:

–Eneas de Troya, famoso por su piedad y sus armas, busca a su padre bajando del Érebo a las sombras profundas. Si nada te conmueve la imagen de piedad tan grande, quizá reconozcas esta Rama– dice, mostrándole la Rama que escondía entre sus ropas.

Se lanza Eneas a la entrada, sepultado el guardián en el sueño, y abandona raudo la orilla del río sin retorno. Aquí a los que un duro amor devoró de cruel consunción ocultan senderos oscuros y un bosque de mirto los envuelve; ni en la muerte les dejan sus congojas.

Entre todas ellas la fenicia Dido, reciente aún su herida, andaba errante por la gran selva. El héroe troyano en cuanto llegó a su lado y la reconoció oscura entre las sombras, como el que a principios de mes ve o cree haber visto alzarse la luna entre las nubes, virtió lágrimas y le habló con dulce amor:

–Infeliz Dido, ¿así que era cierta la noticia? ¿Fui entonces yo, ¡ay!, la causa de tu muerte? Contra mi deseo, reina, me alejé de tus costas; detente y no te apartes de mi vista. Pero ella, con los ojos clavados en el suelo, seguía de espaldas sin que conmoviera su rostro el discurso emprendido, más que si fuera de duro pedernal. Se marchó por fin y hostil se refugió en el umbroso bosque.

Se detuvo Eneas y escuchó un estrépito aterrador:

–Aquí están los que odiaron a sus hermanos mientras vivían, o pegaron a su padre y urdieron engaños a sus clientes, o quienes tras encontrar un tesoro lo guardaron para ellos y no dieron parte a los suyos  –éste es el grupo mayor–. Este vendió su patria por oro, a un dueño poderoso la sometió, e hizo y deshizo leyes por dinero.

Luego que dijo esto la longeva sacerdotisa de Febo, añadió: –¡pero vamos ya, ponte en marcha y acaba la tarea emprendida!.

Llega Eneas la entrada, humedece su cuerpo con agua fresca y cuelga la Rama en el umbral. Por fin, cumplido esto, y realizada la ofrenda a la diosa, llegaron a lugares gozosos y a las amenas praderas. Así, esparcidos alrededor como estaban, les habló la Sibila, y a Museo el primero, pues la multitud lo tenía en el centro y lo contemplaba asomando con sus altos hombros:

–Decid, ánimas felices, y tú, el mejor de los vates, ¿en qué región, en qué lugar está Anquises?

Y el padre Anquises, en lo hondo de un valle verdeante, observaba a las almas encerradas que iban a subir al mundo superior, fijándose con atención, y contaba el número de los suyos; a sus nietos queridos. Y cuando vio a Eneas que le venía al encuentro por la hierba, le tendió gozoso ambas palmas, se llenaron de lágrimas sus mejillas y la voz se escapó de su boca:

Eneas encuentra a Anquises en el inframundo. A. Ubelesky

–¡Al fin has llegado! ¿Esa piedad tuya que tu padre anhelaba ha podido vencer el duro camino? ¿Se me permite mirar tu rostro, hijo mío, y escuchar y responder a voces conocidas?

Anquises, desde su nueva sabiduría, augura a Eneas el esplendoroso futuro de su descendencia.

Libro VII

Eneas llega al Lacio, lo que provoca una gran emoción a él y a los suyos. Latino, rey de Lacio, tiene una hija llamada Lavinia, que está prometida a Turno, pero Apolo cambia los planes para que se case con Eneas, que entre tanto, ha enviado una embajada que debe explicar su historia al rey Latino, quien, finalmente, le acoge con gran afecto y le ofrece el matrimonio con su hija. 

Y ve entonces Eneas un enorme bosque. Ordena cambiar el rumbo a sus compañeros volviendo las proas a tierra y alegre se adentra en la corriente umbrosa. He de contar qué reyes, qué tiempos, cuál era en el Lacio antiguo el estado de las cosas, cuando un ejército extranjero llevó su flota a las costas ausonias Reinaba entonces el rey Latino. 

No tenía hijo Latino por sino de los dioses. Sola guardaba su casa y posesiones tan grandes una hija, madura ya para varón, ya con los años de casar cumplidos. Muchos la pretendían del gran Lacio la pretendía el más bello que todos los otros, Turno. Había un laurel en medio de la casa, en lo más hondo, que, se decía, el padre Latino en persona encontró y consagró a Febo; en lo más alto se instaló una nube de abejas y se colgó con las patas trabadas un repentino enjambre.

Al verlo, el vate dijo: -Vemos que llega un hombre extranjero, y que del mismo sitio viene al mismo sitio y se apodera de la alta fortaleza –vaticinó-. De la hondura del bosque le llegó una voz repentina: 

-No pretendas casar a tu hija con un matrimonio latino, oh, sangre mía, ni confíes en el tálamo ya preparado. Yernos vendrán extranjeros que con su sangre nuestro nombre llevarán a los astros Eneas y sus jefes primeros y el apuesto Yulo dan con sus cuerpos bajo las ramas de un árbol alto, y ordenan un banquete.

-¡Vaya! ¿Hasta las mesas nos comemos? –exclamó Yulo en broma–, pero el escuchar estas palabras –proféticas, trajo el final de las fatigas. –Salve, tierra que el destino nos debía, y salve a vosotros —dijo—, aquí está mi casa, ésta es mi patria. Pues ya mi padre Anquises -ahora lo recuerdo- me dejó estos arcanos del destino:

-Cuando, hijo mío, estés en litoral desconocido y por el hambre te veas obligado, agotadas las viandas, a devorar las mesas, acuérdate. Ésta era el hambre aquélla, ésta por último nos aguardaba para marcar el fin de nuestros sufrimientos.

Latino llamó a los teucros a su lado y les hizo pasar, -Decidme, Dardánidas. Hemos oído que andáis vagando por el mar, ¿qué buscáis? –No seremos indignos de vuestro reino ni será pequeña vuestra fama ni se borrará la gracia de tan grande favor, ni habrán de arrepentirse los ausonios de acoger a Troya en su regazo. 

Pensando está en la boda y el tálamo de la hija, y da vueltas en su corazón al antiguo aviso de Fauno; éste era aquel yerno venido de un país extranjero, así que, venga Eneas en persona: una hija tengo que según las suertes del templo de mi padre no debe casarse con varón de nuestra raza, ni lo permiten muchas señales del cielo; avisan que de costas lejanas yernos vendrán —que éste es el futuro del Lacio— que con su sangre alzarán nuestro nombre a las estrellas la diosa triste de las alas foscas vuela de aquí en seguida a los muros del rútulo audaz.

Pero Juno, que no se ha dado por vencida, no acepta la buena ventura de Eneas y provoca la guerra entre este, el anterior pretendiente de Lavinia y otros. Frente al troyano se alinea la Amazona Camila.

–Turno, ¿vas a aguantar que se gasten en vano tantas fatigas y que sea entregado tu cetro a colonos dardanios? El rey te niega el matrimonio y una dote ganada con sangre, y busca para su reino un heredero de lejos.

Libro VIII

Mientras los Latinos se preparan para atacar, Eneas se queda dormido. El divino Tíber le advierte en sueños y le aconseja que vaya a buscar aliados navegando sus aguas.

Cuando la enseña de la guerra sacó Turno, el Lacio entero se juramenta y la juventud se levanta fiera. Eneas ha arribado con su flota; trae los Penates derrotados y dice que los hados lo han elegido como rey.

Eneas, turbado su pecho por una triste guerra, se acostó y concedió a sus miembros tardío descanso. Le pareció que el propio dios del lugar, Tiberino de amena corriente -Tíber, río gratísimo al cielo-, como un anciano se alzaba entre las hojas de los álamos y borraba sus cuitas con estas palabras:

-Esta será tu casa segura, tus seguros Penates. No te rindas, ni te asusten amenazas de guerra. Con el correr de tres veces diez años la ciudad de ilustre nombre, Alba, fundará Ascanio. En estas orillas los arcadios hacen guerras continuas con el pueblo latino; súmalos a tu campamento como aliados y haz un pacto. Yo mismo he de llevarte por mis riberas y la senda de mi corriente, para que de abajo arriba superes las aguas con tus remos.

Ante la proximidad el choque, Venus pide a Vulcano que fabrique armas perfectas para Eneas, a quien ella misma se las entregará.

Venus pide a Vulcano armas para Eneas. Van Dyck. Louvre.

Venus entonces, madre asustada en su corazón, no sin motivo se dirige a Vulcano: -Vengo suplicante y te pido, como madre, armas para mi hijo–. Y él forja un escudo enorme, que sólo, vale contra todos.

Libro IX

Juno hace saber a Turno que Eneas no está en el campamento y que es el momento propicio para él. Latinos y rótulos se disponen a atacar a los troyanos, pero estos ya se han amurallado y son inaccesibles, por lo que los atacantes se plantean quemar su flota, a lo que Cibeles se niega, explicando a Júpiter que las naves están fabricadas de los árboles del sacro Monte Ida.

–Turno –dice Juno–, lo que ninguno de los dioses osaría prometerte, he aquí que te lo ofrece Eneas, que dejando la ciudad, sus compañeros y sus naves, se dirige a los cetros del Palatino. ¿Qué dudas? Éste es el momento de reclamar caballos y carros. Deja todo retraso y ataca un campo amedrentado.

Y ya todo el ejército marchaba en campo abierto. Turno en el centro de la formación como jefe. Entonces divisan los teucros una súbita nube de negro polvo. –¡Empuñad raudos el hierro, a las armas, subid a los muros!, ¡aquí está el enemigo, ea!-.

Con gran griterío se meten los teucros por todas las puertas, pues así lo había ordenado al partir el mejor en las armas, Eneas: si algo ocurría en su ausencia, que tras el foso guardasen el campamento.

Turno, se adelanta; sus compañeros le siguen con alarido horrísono; se asombran del cobarde corazón de los teucros, de que no salgan a campo abierto. –¿Cómo sacar a los teucros encerrados y desparramarlos por el llano?- La flota, que estaba oculta a un lado de las tiendas, protegida por fosos y por las aguas del río, la ataca, y le pone fuego. 

¿Qué dios, oh Musas, alejó de los teucros incendios tan crueles? ¿Quién libró a los barcos de fuego tan grande?, la misma madre de los dioses Berecintia. Hay una selva de pinos que he amado muchos años, oscuro de negros pinos y de ramas de arce –en el Monte Ida–.
–Gustosa se lo di al joven dardanio, cuando una flota precisaba; que no las desarbole el viento ni sean vencidas.

Turno ve que las naves incendiadas se sumergen y vuelven a salir a flote indemnes. –¿Tienen ley inmortal unas naves que manos mortales han construido y permiten que a salvo arrostre Eneas peligros inciertos?

Y la diosa asegura a los troyanos:

–No os empeñéis, teucros, en defender mis naves queridas ni arméis vuestras manos; antes incendiará Turno los mares que los sagrados pinos. 

Mas no abandonó su confianza al bravo Turno; –Tengo yo hados contrarios a los suyos; aplastar con la espada a un pueblo criminal que me robó la esposa; ¿acaso no hemos visto las murallas de Troya –fabricadas por mano de Neptuno–, caer bajo el fuego? 

El ataque continúa hasta la noche, cuando dos troyanos valerosos, Niso y Euríalo salen del campamento en busca de Eneas. Matan a algunos latinos, pero mueren los dos en el intento.

Niso era centinela de la puerta, valeroso guerrero, y a su lado Euríalo, su amigo, más hermoso que el cual no hubo otro entre los Enéadas ni vistió las armas troyanas. Un único amor les unía y juntos se lanzaban al combate; también entonces en guardia común vigilaban la puerta, cuando dice Niso:

–Escucha qué idea en mi ánimo brota. Salir en busca de Eneas–. Y responde Euríalo:
–¿Sólo he de dejarte en peligro tan grande? Hay aquí un corazón que desprecia la luz y que cree que bien puede pagarse con la vida esa gloria que buscas.

–Más si algún dios o alguna mala suerte –como a menudo ves en tal peligro–, responde Niso– me arrastran al desastre, me gustaría que tú sobrevivieras, más digno de la vida por tu edad. Y por no ser causa de un dolor tan grande para tu madre, la pobre, la única entre muchas que valiente ha seguido a su hijo.

– ¡Buscad a mi padre! —pide Ascanio—, para quien la esperanza sola está en la vuelta de Eneas. Buscad a mi padre; devolvedme su presencia; nada será triste si lo recupero. Y en cuanto a ti, respetable muchacho a quien sigue de cerca mi edad, te acojo ya con todo el corazón y te abrazo compañero de todas las fatigas.

–Jamás llegará el día que me vea indigno –asegura Euríalo–, de acciones tan valientes; sólo, que no se vuelva de espaldas la suerte favorable. Pero nada más esto te pido, por encima de todos los regalos: tengo a mi madre, la dejo yo ahora sin saber nada de todo este riesgo y sin despedirme –pongo a la noche por testigo y a tu diestra–, que no puedo soportar lágrimas de mi madre. Así que tú, te lo ruego, consuela a la desgraciada y mira por la que dejo.

–Y no le aguarda pequeña recompensa por un hijo así. Sea cual sea el final de tu hazaña –termina Yulo–, lo juro por mi cabeza.

Parten al punto armados; entre las sombras de la noche se dirigen al campo enemigo. Los ven tendidos en la hierba por el vino y el sueño, con las armas por el suelo. Cortan con la espada los cuellos hasta que dice Niso: –Dejémoslo, pues se acerca la luz peligrosa. 

Andaban entretanto jinetes enviados en descubierta, trescientos, todos con escudos, y ya se acercaban al campamento cuando les ven doblar a lo lejos en el camino de la izquierda; el brillante yelmo tomado a un enemigo muerto, traicionó al descuidado Euríalo

–¡Quietos, soldados! –Grita el rútulo Volcente–, ¿Cuál es la causa de esa salida? ¿De quién sois soldados y a dónde os dirigís?. Ellos nada responden, sino que se meten corriendo en el bosque y se confían a la noche. Niso escapa, pero se desorienta buscando a su amigo; observa las huellas recientes, las sigue hacia atrás y vaga entre los zarzales silenciosos. Oye los caballos, y ve a Euríalo, a quien con el engaño del lugar y la noche todo el grupo ya lo tiene apresado. ¿Qué hacer? –Luna –dice esperanzado–, diosa, concédeme dispersar este grupo. Pero entonces ve caer a Euríalo herido de muerte, como cuando la flor encarnada que siega el arado languidece y muere, o como la amapola de lacio cuello inclina la cabeza bajo el peso de la lluvia. 

Niso, también herido, se lanza en medio y sólo entre tantos quiere a Volcente, sólo en Volcente se fija. Los enemigos lo rodean y de cerca lo acosan por todas partes. No ceja por ello y voltea su espada relampagueante, hasta que en la boca del rútulo que gritaba la clavó de frente y moribundo él mismo, quitó la vida a su enemigo.

Niso y Euríalo. Jean-Baptiste Roman. Louvre

            Se tendió después sobre su exánime amigo,
            acribillado, y allí descansó al fin con plácida muerte.

            ¡Afortunados ambos! Si algo pueden mis versos,
            jamás día alguno os borrará de la memoria del tiempo,
            mientras se habite la roca inamovible del Capitolio.

Libro X

Júpiter reúne a los dioses en el Olimpo para buscar el modo de terminar con la guerra. Venus culpa a Hera y esta a Venus, dividiéndose las opiniones entre ambas, mientras Júpiter se mantiene neutral a la espera de una solución. 

Entre tanto vuelve Eneas y busca a Turno, pero Juno hace que no pueda verlo. 

Se abre la mansión del todopoderoso Olimpo entretanto y llama a asamblea el padre de los dioses y rey de los hombres. –Poderosos habitantes del cielo, había yo decidido que Italia no hiciera la guerra a los teucros, ¿a qué esta discordia contra mis órdenes? ¿A unos y otros qué miedo ha llevado a empuñar las armas y provocar la guerra? Dejadlo ahora y sellad contentos un pacto de tregua. Dijo Júpiter así en pocas palabras; mas la áurea Venus no poco le repuso:

–Padre mío, las murallas, aun cerradas, no cubren ya a los teucros; se traban combates y se llenan los fosos de sangre. Eneas sin saberlo está lejos. ¿No dejarás ya nunca que se levante el sitio? Permíteme sacar de entre las armas incólume a Ascanio, deja que sobreviva mi nieto.

Entonces Juno soberana, gravemente enojada: –¿Por qué me obligas a romper un silencio profundo y a desvelar con palabras un dolor secreto? ¿Quién de los hombres o de los dioses empujó a Eneas a emprender la guerra y llegar aquí enemigo ante el rey Latino?  ¿Acaso le hemos animado a dejar su campamento y encomendar su vida a los vientos? ¿O a confiar a un niño el mando de la guerra y sus muros. Tú puedes salvar a Eneas de manos de los griegos, y ocultarlo en la niebla y los vientos inanes, y puedes convertir sus barcos en otras tantas Ninfas, ¿y me estará a mí vedado ayudar un poco a mi vez a los rútulos? Eneas sin saberlo está lejos: pues que lejos esté y no lo sepa.

Eneas surcaba las aguas. Allá va sentado y consigo da vueltas a los varios sucesos de la guerra, y, a su izquierda, Palante clavado a su lado le pregunta, a veces por las estrellas, atraviesan una noche oscura, a veces, por cuanto pasó por mar y por tierra.

Eneas hace bajar de las altas naves por puentes a sus compañeros. 

Turno: Es hora de dejar el combate; haré frente yo solo a Palante, Palante es cosa mía. ¡Cómo me gustaría que de espectador estuviera su padre!- Dicho esto, salta de su carro y se dispone a enfrentársele a pie, como el león cuando ve la presa desde alta atalaya.

Fijado está el día de cada cual, también sus hados llaman a Turno y llega al final del tiempo concedido.

Palante por fin arroja con gran fuerza su lanza y saca de la hueca vaina la espada reluciente. Aquélla, volando, cae donde termina la protección del hombro y abriéndose camino entre los bordes del escudo mordió por último el gran cuerpo de Turno.

Turno a su vez blande largo tiempo la madera que acaba en punta de hierro y contra Palante la arroja, y así exclama: –¡Mira si mi arma no es más penetrante!-. Dijo, y el escudo; tantas capas de hierro y de bronce al que tantas veces da vuelta una piel de toro, la punta lo traspasa por el centro con golpe vibrante y perfora la defensa de la loriga y el pecho enorme. Arranca Palante en vano el arma caliente de la herida: por el mismo camino salen la sangre y la vida.

Turno alzándose sobre él aplastó con el pie izquierdo al muerto robándole la armadura.

Y ya llega volando hasta Eneas la fama no sólo de desgracia tan grande, sino la cierta noticia de que están los suyos cerca de la muerte. Busca a Turno, orgulloso de la sangre reciente, pero Juno lo oculta a su mirada.

Libro XI

Todos los troyanos lamentan estas muertes y deciden entregar el cadáver de Palante a su padre. La gente latina quiere acabar con aquella lucha, pero Turno, obcecado, se niega y propone un encuentro personal a muerte entre él y Eneas.

Entretanto la Aurora naciente abandonó el Océano. A Eneas, su cuidado le inclina a dar un tiempo para enterrar a los compañeros y su corazón está turbado por la muerte:

–Confiemos entretanto a la tierra los cuerpos insepultos de nuestros camaradas, única honra en el Aqueronte profundo. Id —dice—. Adornad con los tributos postreros a esas almas egregias que con su sangre nos han deparado esta patria, y el primero a la afligida ciudad de Evandro sea enviado Palante, a quien no falto de valor se llevó el negro día y lo sepultó en una muerte amarga.

Así dice lleno de lágrimas cuando ve la cabeza abatida del níveo Palante y su cara y la herida de la lanza ausonia abierta y el delicado pecho, dice rompiendo a llorar: 

–¿Te me ha arrebatado Fortuna, desgraciado muchacho, cuando empezaba a sernos favorable, a fin de que no vieras nuestros reinos ni fueras conducido en triunfo a la sede paterna? No había yo hecho esta promesa sobre ti a Evandro, tu padre, al partir cuando, abrazándome, me dejó marchar hacia un gran imperio y temeroso me advertía que eran hombres difíciles. Y ahora él quizá, llevado de una vana esperanza, hasta hace sus votos y colma de presentes los altares. Nosotros, a un joven sin vida que nada debe a ninguno de los dioses, acompañamos, tristes. ¿Es éste el valor de mi palabra?

Luego que así lloró, ordena levantar el cuerpo miserable y envía a mil soldados escogidos de todo el ejército a que le acompañen en los honores postreros y asistan a las lágrimas del padre, pequeño consuelo en un gran duelo, pero debido a un padre infortunado.

–Salve, noble Palante, para siempre, y para siempre adiós. 

Y sin decir más a los altos muros se encamina Eneas, dirigiendo sus pasos al campamento.

Y ya se habían presentado embajadores de la ciudad latina cubiertos con ramos de olivo a pedir una tregua: que perdonase a los que un día trató de huéspedes y suegros. El bondadoso Eneas a los que súplicas no eran despreciables, responde con su venia y añade además estas palabras: 
–¿Qué inmerecida fortuna os enredó, latinos, en guerra tan grande, y os hace evitar nuestra amistad? Yo no hago la guerra con el pueblo; vuestro rey rompió nuestra hospitalidad y decidió acogerse a las armas de Turno. 

Pactaron dos veces seis días y en el pacífico intervalo teucros y latinos vagaron sin peligro mezclados Los arcadios corrieron a las puertas y según la antigua costumbre empuñaron antorchas funerales; reluce el camino con larga hilera de llamas que parte los campos en dos. Y ninguna fuerza es capaz de sujetar a Evandro que se lanza a buscarle. Depositado el féretro, se arrojó sobre Palante y le abraza llorando y gimiendo:

–No era ésta, Palante, la promesa que hiciste a tu padre.

La luz tercera había retirado del cielo la gélida sombra; maldicen una guerra cruel y los himeneos de Turno; piden que él mismo se enfrente con las armas, ya que reclama reinar en Italia. 

–No hay salvación en la guerra, todos la paz te reclamamos.

Con tales palabras se encendió la violencia de Turno. Gime y prorrumpe con estas voces desde lo profundo del pecho:

–¿Yo, derrotado? ¿Y los mil que vencedor mandé al Tártaro en un día? ¿No hay salvación en la guerra? Ve a cantar así, loco, a la cabeza de los dárdanos y a tus propios asuntos. Yo, Turno, que no estoy por debajo de nadie en el valor de nuestros padres, os he ofrecido mi vida a vosotros y a Latino, mi suegro. ¿Sólo a mí reclama Eneas? Que me reclame, lo pido. Y vosotros, ciudadanos, seguid reunidos y alabad, sentados, la paz, mientras ellos corren en armas contra el reino. Y sin más decir se levantó y salió de la alta mansión presuroso;

 –El resto del ejército, que tome sus armas y me siga –gritó–.

Camila la Amazona descendió del caballo en la misma puerta y toda la cohorte la imitó dejando los caballos y echaron pie a tierra; entonces dice así:

–Turno, si alguna confianza merece el valiente, yo me atrevo, y prometo enfrentarme a los escuadrones de Enéadas y, sola, salir al encuentro de los jinetes tirrenos. Déjame probar la primera con mis tropas los riesgos de la guerra. Tú quédate junto a las murallas con la infantería y guarda las defensas. 

Más tarde, mortalmente herida, Camila se dirige a Acca, la única de sus iguales, que era fiel más que todas y con ella compartía las cuitas, y así le dice: –Hasta aquí, Acca hermana mía, he podido; amarga herida me vence ahora y todo alrededor se oscurece de tinieblas. Escapa y lleva a Turno mis últimos recados; que entre en combate y aleje a los troyanos de la ciudad. Y ahora, adiós.

Entretanto la crudelísima noticia alcanza a Turno en los bosques y refiere Acca al joven el enorme desastre: deshechas las tropas de los volscos, muerta Camila, los enemigos se les echaban encima 

Eneas vio a lo lejos el hervor del polvo de los campos y el ejército laurente; reconoce a Turno entre sus armas y escucha el ruido de los pasos y el relinchar de los caballos. Al punto hubieran entrado en combate, si no bañase ya el purpúreo Febo sus cansados caballos.

Libro XII

Turno es informado de que su destino no es el matrimonio con Lavinia, pero insiste en pelear con Eneas. Se acuerda que en el combate solo deben intervenir ellos dos, pero Juno, sigue en su papel y manda a Yuturna, hermana de Turno, a sembrar la discordia; esta convence a un troyano para que arroje su lanza al enemigo, con lo que queda roto el pacto de abstenerse los hombres en la lucha de los jefes. 

Eneas aparece inesperadamente herido en un muslo sin que sepamos como se ha producido la herida, pero su vista aumenta el deseo de pelear de Turno. 

Eneas herido. Museo Arqueológico de Nápoles

Curado por Iápix, con ayuda de Venus, Eneas vuelve al campo, dispuesto a proseguir la lucha, pero Yuturna oculta el carro de su enemigo, por lo que Eneas decide sembrar el pánico en la ciudad prendiendo fuego por todas partes.

Finalmente, todos despejan el campo y los dos personajes se ven las caras. Eneas resulta vencedor, y cuando Turno le pide clemencia, se niega a concedérsela, a causa de un descubrimiento que aleja toda piedad de su espíritu.

LIBRO XII

Turno, aun cuando ve que ceden los latinos quebrantados, que se le exigen ahora las promesas y que a él se dirigen todos los ojos, arde aún más implacable y levanta su ánimo, crece la violencia en el fogoso Turno. Se dirige entonces así al rey: - Yo solo responderé con mi espada a la común ofensa, o que nos someta a su poder y reciba a Lavinia por esposa. Déjame sufrir la muerte a cambio de la gloria. 

Pero la reina, Amata asustada, llora y, dispuesta a morir sujetaba al yerno ardiente: 
–Turno, en ti se apoya toda mi casa vacilante. Esto sólo te pido: no acudas al combate con los teucros.

Escucha Lavinia las palabras de su madre entre lágrimas. A Turno le turba el amor, pero arde más por las armas y dice a Amata: –No. Te ruego, no me quieras convencer con lágrimas, cuando me lanzo al encuentro de Marte, madre mía; pues no puedo retrasar libremente mi muerte.

Tú, Idmón –prosigue-, lleva al tirano frigio estas palabras mías que no han de placerle: En cuanto amanezca, mañana, que no lleve a los teucros contra los rútulos; que descansen las armas y decidamos esta guerra con nuestra sangre y conquiste a su esposa Lavinia en aquel llano.

Luego que dijo esto toma con fuerza la pesada lanza, y blandiéndola grita: –Ahora, lanza mía que nunca has defraudado mis ruegos, ahora es el momento; concédeme abatir su cuerpo y arrancar y destrozar con fuerte mano la loriga del frigio afeminado y manchar en el polvo sus cabellos rizados con el hierro caliente y empapados de mirra.

Entretanto no menos terrible con las armas, Eneas se inflama de ira, pero está satisfecho de dirimir la guerra con el pacto propuesto. Conforta entonces a sus compañeros y al afligido Yulo, y ordena llevar respuesta cierta al rey Latino.

Amaneció el día siguiente y bajo las murallas de la gran ciudad medían el campo para el duelo los rútulos y los hombres de Troya. Acude luego todo el ejército troyano y el tirreno con armas diversas, cubiertos de hierro, y entre tantos miles dan vueltas los propios caudillos, soberbios de púrpura y oro. Al darse la señal, cada cual ocupa su sitio, clavan en tierra las lanzas y apoyan los escudos. 

En aquel momento habló Juno a Yuturna, la hermana de Turno: -Hasta donde Fortuna parecía consentir y las Parcas dejaban que las cosas fueran bien para el Lacio, he protegido a Turno y tus murallas. Ahora veo que él joven se enfrenta a hados desiguales. No puedo contemplar este duelo con mis ojos, ni el pacto. Tú, si te atreves a algo más eficaz por tu hermano, adelante, puedes hacerlo. Quizá días mejores aguardan a los desgraciados. Apenas acabó, Futura se deshizo en lágrimas. 

–No es hora ésta de lágrimas —dice Juno—. Date prisa y, si hay algún medio, salva a tu hermano de la muerte; o provoca tú misma la guerra y rompe el pacto. 

Eneas, piadoso, reza de este modo con la espada erguida: –Sé ahora, Sol, mi testigo en esta invocación: si la victoria cae del lado del ausonio Turno, acordado queda que los vencidos se retiren a la ciudad de Evandro; Julo dejará los campos y nunca más empuñarán sus armas los Enfadas ni desafiarán a estos reinos con la espada. Si, por el contrario, sonríe la Victoria a nuestro Marte, no haré yo que los ítalos obedezcan a los teucros ni pido el reino para mí: que ambos pueblos, invictos, se pongan bajo leyes iguales en eterno pacto, y Lavinia dará su nombre a la ciudad.

Le sigue después Latino mirando hacia el cielo tendiendo su diestra a las estrellas: –Yo por lo mismo juro. 

Con tales palabras confirmaban entre ellos su pacto ante la general contemplación de los próceres. Pero a los rútulos ese duelo les parecía desigual y sentimientos diversos se mezclan en sus pechos.

En cuanto Yuturna ve que se extienden los murmullos, se mete entre los soldados, aun conociendo las condiciones del pacto, y siembra el malestar, diciendo: –¿No os da vergüenza, rútulos? Y al oírla, aquellos que ya ansiaban el descanso en el combate y la salvación de la patria, quieren ahora armas, y piden que se rompa el pacto.

 –Esto era, esto, lo que yo tantas veces he pedido –dice Tolueno–, y abalanzándose dispara su dardo contra los enemigos que tenía enfrente. Sigue a esto un gran clamor, y todas las filas se agitaron con el tumulto.

Enfrente justo, se encontraban los bellísimos cuerpos de nueve hermanos, tantos cuantos leal esposa tirrena diera, ella sola, al arcadio Galipo. Vuela la lanza y atraviesa a uno de ellos; al joven de hermosa figura y relucientes armas le traspasa las costillas y lo tumba en la rubia arena. Y sus hermanos, falange ya animosa ahora de dolor inflamada, empuñan unos las espadas, otros arrancan el hierro volador y ciegos se lanzan a la lucha. 

Estalla una tormenta de hierro. Un duro descanso pesa sobre los ojos de los guerreros caídos y un sueño férreo, les oculta eternamente la luz. 

El piadoso Eneas, por su parte, tendía su diestra inerme con la cabeza descubierta y llamaba a gritos a los suyos: –¿A dónde corréis? ¿De dónde nace esta repentina discordia? Acordado está ya el pacto y fijadas todas sus leyes. 

En medio de estas palabras, y entre tales razones, hasta el héroe vuela una flecha de alas estridentes sin que se sepa qué mano la lanzó, con qué impulso voló, o quién brindó a los rútulos -si un dios o el azar-, gloria tan grande; en secreto quedó la fama de la hazaña porque nadie se jactó de la herida de Eneas.

Turno, al ver que Eneas se retiraba de la formación y a sus jefes turbados, arde inflamado por súbita esperanza; reclama sus caballos y las armas; sube orgulloso de un salto al carro y sacude las riendas. Pensando en sus cosas entrega a la muerte a valientes guerreros. Arrolla a muchos, medio muertos: o devora las filas con su carro. Saltando sobre los enemigos muertos sin piedad; el rápido casco salpica rocíos de sangre y pisa una arena ensangrentada. 

Y mientras tanta muerte causa Turno por los campos, Mnesteo, el fiel Acates y Ascanio se llevan al campamento, ensangrentado, a Eneas, que cada dos pasos se apoyaba en su larga lanza. Su enfurece este; se empeña en arrancar el dardo de la caña quebrada y pide como remedio el camino más rápido; que corten la herida con la hoja de la espada y abran del todo el escondite de la flecha y le dejen volver a combatir.

Estaba ya a su lado aquel que Febo amaba más que a los demás, el Yásida Yápige, a quien Apolo mismo, ofreció sus propias artes y sus atributos, pero él prefirió conocer los poderes de las hierbas y su uso para curar y practicar, sin necesidad de gloria, el arte callado de prolongar la vida.

Estaba Eneas de pie gritando amargamente apoyado en enorme lanza, en presencia de muchos jóvenes y del afligido Yulo. El viejo, con el poder de su mano y la fuerza de las hierbas de Febo mucho se afana en vano; en vano mueve el dardo con la diestra y aferra el hierro con tenaz pinza. Ninguna Fortuna gobierna su camino, en nada le asiste Apolo su protector y un cruel espanto se hace más y más intenso y más se acerca la desgracia. Ya ven que están llegando los jinetes y una lluvia de dardos cae en el corazón del campamento. Venus entonces, conmovida como madre por el indigno dolor de su hijo, recoge una hierba en el Ida cretense, el tallo de hojas rugosas que acaba en una flor de púrpura; y que conocen las cabras agrestes para curarse. Venus, con la figura escondida en una oscura nube, lo trae y con él tiñe el agua de un brillante cuenco, que vierte sobre la herida.

Venus curando a Eneas. Merry-Joseph Blondel. Prado

Y de pronto escapa de su cuerpo todo dolor, deja de manar sangre la profunda herida y sale al fin la flecha sin que nadie la fuerce; vuelven de nuevo a su sitio las antiguas fuerzas.

–Rápido, las armas del héroe. ¿Por qué estáis parados? -exclama Yápige-; no salen estas cosas de humanos recursos ni de un arte magistral, y no es mía, Eneas, la mano que te cura. Alguien mayor lo hace, y un dios, de nuevo, te envía a empresas mayores.

Eneas se ajusta el escudo al costado y la loriga a la espalda, abraza a Ascanio y besándole suavemente a través del yelmo, le dice: –Aprende de mí, muchacho, el valor y el esfuerzo verdadero; para otros la fortuna. 

Después de pronunciar estas palabras, se lanza por la puerta blandiendo en su mano pesada lanza y toda la turba sale del campamento abandonado. Se cubre entonces el llano de un polvo cegador y tiembla la tierra sacudida por sus pasos. Los vio Turno llegar desde el opuesto terraplén, lo vieron todos y corrió por dentro de sus huesos helado temblor; antes que ninguno de los latinos, Futura oyó y reconoció el rumor y huyó despavorida.

Alzase el clamor hasta el cielo y rechazados por los campos, los rútulos dan la espalda en polvorienta fuga. Eneas no se digna a abatir de muerte a los que huyen, ni a quienes le hacen frente a pie firme ataca, ni a los que lanzan sus dardos; dando vueltas por la densa polvareda busca sólo a Turno, sólo a él le exige el duelo.

Futura echa fuera al auriga de Turno, toma las riendas y entre los enemigos avanza con sus caballos y a todo se enfrenta volando en el rápido carro; aquí y allá deja ver a su hermano en triunfo sin permitirle combatir, y vuelve a escapar lejos sin rumbo definido. Eneas persigue al héroe y con gran voz le llama, pero cuantas veces echa la vista al enemigo e intenta a la carrera la fuga de los alados caballos, tantas veces Futura da la vuelta y cambia la dirección del carro. 

Se lanza ya por fin al centro y con Marte propicio provoca terrible espantosa matanza sin distinción alguna y libera todas las riendas de su enojo. 

¿Qué dios podrá ahora explicarme con versos tanta desgracia? ¿Te complacía que se enfrentaran con tan gran tumulto, Júpiter, pueblos que debían vivir bajo una paz eterna? 

En este punto su bellísima madre inspiró a Eneas el pensamiento de ir hacia los muros; dirigir a la ciudad su ejército con rapidez y golpear a los latinos con repentina derrota. De pie en el centro, en lo alto del montículo habla:

–No haya retraso alguno tras mis palabras, Júpiter está de nuestro lado. Hoy la ciudad causa de la guerra, corazón del reino de Latino, a menos que ellos acepten recibir el yugo y someterse vencidos, la voy a destruir y pondré en tierra suelo sus tejados humeantes. ¿Acaso he de esperar que tenga a bien a Turno batirse conmigo? A las antorchas, rápido. Vamos a vindicar el pacto con fuego. 

Eneas, entre los primeros, al pie de los muros acusa a grandes voces a Latino y reclama el testimonio de los dioses de que se ve de nuevo forzado a combatir, porque ya dos veces los ítalos han roto el pacto. 

La reina cuando vio al enemigo llegando a las casas; que escalaban los muros; que el fuego volaba a los tejados sin que tropa alguna de los rútulos les saliera al paso, pensó que el joven Turno, había sucumbido y turbada de pronto su mente por el dolor grita que ella es la causa de estos males, y tras decir muchas locuras, fuera de sí de pena, resuelta a morir con su mano rasga el manto purpúreo y ata en una alta viga el nudo de una muerte infame. Su hija Lavinia se arranca los cabellos de oro y enloquece en su torno todo el resto del grupo, resonando los alaridos por toda la casa. Latino va con las vestiduras rasgadas, atónito ante el sino de su esposa y la ruina de su ciudad, manchando de sucio polvo sus canas. 

Turno persigue a unos cuantos dispersos, menos contento cada vez del trotar de sus caballos. La brisa le lleva los gritos confundidos con ciegos terrores y llega hasta sus tensos oídos el sonido de una ciudad convulsionada y un siniestro murmullo. 

–¡Ay de mí! –grita-, ¿qué duelo tan grande sacude las murallas? ¿Por qué esos gritos de todos los rincones de la ciudad? Así dice y se detiene, fuera de sí, y su hermana, según iba, transformada en el auriga Menisco, le dirige estas palabras: –Sigamos por aquí, Turno, a los de Troya, por donde ya se nos abren las puertas de la victoria; otros hay que pueden defender con su brazo las casas.

–¡Ay, hermana! –responde Turno-, hace tiempo te reconocí, cuando con tus mañas rompiste la primera el pacto y te entregaste a esta guerra. ¿Quién quiso que soportaras fatigas tan grandes? ¿Tal vez para que vieras la muerte cruel de tu pobre hermano? ¿Qué me queda, pues, o qué Fortuna puede ya salvarme? ¿Volveré la espalda y ha de ver esta tierra cómo huye Turno? ¿Hasta ese punto es morir una desgracia? En torno a mí, de uno y otro lado se alzan apretadas falanges y se eriza un campo de espigas de hierro con los filos de punta, y yo dando vueltas por la hierba desierta con el carro.

En cuanto se apartaron las sombras y la luz volvió a su cabeza, dirigió a las murallas los círculos ardientes de sus ojos. Agitado, contempló la gran ciudad desde su carro.

–Ya hermana, ya me vence mi destino; deja de entretenerme. Establecido está que me bata con Eneas; lo está, aunque sea amargo, que me conforme con la muerte y no me verás, hermana, por más tiempo sin gloria.

Y a su hermana afligida deja y rompe el centro de las líneas con rápida carrera. Y como una roca cuando se precipita de la cima del monte así corre Turno hacia los muros de la ciudad donde copiosa la tierra está empapada de la sangre vertida y hace una señal con la mano y dice a la vez a grandes voces: 

–Dejadlo ya, rútulos, y contened vosotros vuestros dardos, latinos. Sea cual sea la fortuna, mía es; más justo es que yo sólo cumpla el pacto por vosotros y lo resuelva con mi espada.

Todos se apartaron y le hicieron un sitio en el centro. Mas Eneas, al escuchar el nombre de Turno, interrumpe todos sus planes, exultante de alegría y espantosamente hace sonar sus armas.

Asombrado contempla Latino cómo dos grandes hombres, nacidos en partes bien distintas del orbe, habían llegado a enfrentarse y deciden su suerte con la espada.

Y ellos, cuando quedó libre el campo con sitio suficiente, tras lanzarse de lejos en rápido asalto las lanzas, comienzan el duelo con los escudos y el bronce sonoro. Se atacan; el azar y el valor se confunden entre uno y otro. Chocan sus escudos y un intenso fragor llena el aire. Atentas están las dos filas. 

Pero su pérfida espada se quiebra y, enloquecido, escapa Turno, ahora aquí y luego allá trenza círculos inciertos; pues le encierran por doquier los teucros y no menos Eneas, quien, aunque a veces le estorban las rodillas que la flecha entorpeció y le impiden correr, le persigue. Turno huye a la vez y a la vez increpa a los rútulos todos por su nombre llamando a cada cual y reclama una espada. Eneas, al contrario, amenaza con la muerte y un final inmediato a quien le asista jurando que arrasará su ciudad.

Cinco vueltas completan corriendo y otras tantas repiten de acá para allá. Busca su espada Eneas para lanzársela a quien corriendo no podía alcanzar. Y Turno, loco de miedo, suplica que la espada no aparezca.

Y ya, uno fiado en su espada, el otro fiero y erguido con su lanza, se ponen frente a frente. Júpiter pregunta a Juno si sus ardides han sido justos y necesarios. 

-Déjalo ya por fin y pliégate a mis ruegos, que no te devore en silencio un dolor tan grande ni me lleguen de tu dulce boca con tanta frecuencia amargos reproches. Hemos llegado al final. Has podido zarandear a los troyanos por tierra y por mar, encender una guerra nefanda, destrozar una casa y cubrir de luto un himeneo: que vayas más allá, te lo prohíbo.

-Porque sabía bien que era ésa tu voluntad, gran Júpiter, he abandonado muy a mi pesar a Turno. Y ahora me aparto en verdad y abandono los odiados combates. Sólo esto te pido, no permitas que cambien los naturales del Lacio su antiguo nombre o se hagan troyanos y se les llame teucros, o que cambien su lengua esos hombres o alteren su forma de vestir. 

-Conservarán los ausonios su lengua y las costumbres de su patria y como es, será su nombre; mezclados sólo de sangre, los teucros se les agregarán. Costumbres y ritos sagrados les daré y a todos haré latinos con una sola lengua. 

Eneas sigue atacando y hace brillar su lanza grande como un árbol, y así habla con pecho terrible: -¿Qué es lo que ahora te entretiene? ¿Por qué te retrasas, Turno? El otro, sacudiendo la cabeza: -No me asustan tus fogosas palabras, arrogante; los dioses me asustan-.  

Sin decir más, pone sus ojos en una piedra enorme, una antigua y enorme piedra que estaba tirada en el llano, puesta como marca en el campo para evitar querellas por los sembrados. Apenas podrían aguantarla sobre la cerviz doce hombres escogidos; él la alzó con mano temblorosa y la blandía contra su enemigo irguiéndose más aún el héroe y lanzado a la carrera. Pero al tomar la enorme piedra en sus manos, vacilan sus rodillas y un escalofrío le cuaja la gélida sangre. La roca, lanzada al vacío por él, ni recorrió toda su distancia ni cumplió el golpe.

Y como en sueños, cuando de noche lánguido reposo nos cierra los ojos; en vano nos parece que queremos emprender ansiosas carreras y en medio del intento sucumbimos extenuados; no puede la lengua, no nos bastan las conocidas fuerzas del cuerpo y no salen voces ni palabras. Así a Turno, por donde su valor le lleva a buscar una salida, la diosa cruel le niega el camino. 

Contra sus dudas blande Eneas el dardo fatal, calculando la fortuna con los ojos, y con todo su cuerpo lo dispara de lejos. Vuela como negro torbellino llevando un cruel fin y desgarra los bordes de la coraza y el último cerco del séptuplo escudo; silbando atraviesa el muslo. Cae golpeado cuán grande es Turno, al suelo doblando la rodilla. 

Él, desde el suelo suplicante, los ojos y la diestra implorante le tiende a Eneas, y dice: 

-Lo he merecido en verdad, y no me arrepiento; aprovecha tu suerte. Si el pensamiento de un padre desgraciado puede conmoverte, te lo ruego, ten piedad de la vejez de Dauno y devuélveme a los míos, aunque sea mi cuerpo despojado de la luz. Has ganado; tuya es Lavinia por esposa, no vayas con tu odio más allá.

Se detuvo fiero en sus armas Eneas volviendo los ojos y frenó el golpe de su diestra. Aquellas palabras habían empezado a inclinar sus dudas cada vez más, pero cuando vio la armadura de su amado Palante, a quien Turno abatió, y que llevaba en sus hombros como trofeo; cuando se le fijó en los ojos el recuerdo del cruel dolor y su botín, encendido de furia y con ira terrible gritó: 

-¡A ti te gustaría escapar ahora revestido con los despojos de los míos! Es Palante quien te inmola con este golpe, y se cobra la muerte con una sangre criminal!

Eneas y Turno. L. Giordano

Así diciendo le hunde furioso en pleno pecho la espada. A Turno se le desatan los miembros de frío y se le escapa la vida a las sombras, con un gemido, doliente.

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