lunes, 17 de octubre de 2016

SIMPOSIO • ΣΥΜΠΌΣΙΟΝ • BANQUETE • PLATÓN (Parte 2 de 2)


Sócrates, el “protagonista” del Simposio. Rafel Sanzio. Escuela de Atenas. 
Estancia del Sello. MM Vaticanos

Yo le había dicho a Diotima -continuó Sócrates-, más o menos las mismas cosas que Agatón acaba de decirme; que el Amor era un gran dios y que era el amor de lo bello, pero ella me demostró entonces, con las mismas razones que yo le he dado a Agatón, que el Amor, no es, ni bello, como yo creía, ni bueno.
–Pero ¿qué dices, Diotima? –le contesté; ¿que el amor es feo y malo?
-Piensa bien; ¿acaso crees que todo lo que no es bello, es necesariamente feo?
-Eso creo.
-Entonces, creerás también que todo el que no es sabio, es ignorante, porque no sabes que hay un término medio entre la ciencia y la ignorancia.
-¿Cuál es?
-Es la opinión verdadera, de la cual no se puede dar razón precisa, porque no es ciencia, ya que no lo es algo de lo que no se puede dar razón, ni ignorancia, pues si por azar se posee la verdad, tampoco es ignorancia. La opinión verdadera, es como el término medio entre la ciencia y la ignorancia.
-Eso es, exacto -le dije.

-Entonces, no concluyas forzosamente, que todo lo que no es bello, es feo y que todo lo que no es bueno, es malo. Es lo mismo para el Amor. No creas, porque tú mismo consideras que no es bueno ni bello, que ha de ser necesariamente feo y malo, porque es algo intermedio entre esos dos extremos.

–A pesar de eso –dije yo–, todo el mundo reconoce que es un gran dios.
–Cuando dices todo el mundo ¿te refieres a los ignorantes, o también a los sabios?
–Me refiero a ambos.
–Dime pues –respondió ella sonriendo–, cómo pueden reconocerlo como un gran dios, aquellos que pretenden que ni siquiera es un dios?
–¿A quiénes te refieres?
–A ti, el primero –contestó rápidamente, y yo repuse:
–Pero ¿qué dices?
–Nada que no pueda probar fácilmente. Dime pues ¿Tú no crees que todos los dioses son felices y hermosos? ¿O te atreverías a defender que entre los dioses hay alguno que no sea feliz ni hermoso?
–¡No, por Zeus!
–Los felices, según tú, ¿no son aquellos que poseen las cosas buenas y bellas?
–Sin duda.
–Sin embargo, has reconocido que el amor carece de esas cosas y por eso las desea.
–Así lo he reconocido.
–¿Cómo podría ser un dios alguien que carece de lo bello y lo bueno?
–No podría serlo; creo yo.
–Entonces, para ti, el Amor no es un dios.
–¿Quieres decir entonces, que el Amor es un mortal?
–En absoluto.
–¿Entonces…?
–Pues como en otras cosas de las que acabamos de hablar, existe un término medio entre lo mortal y lo inmortal.
–Dime, entonces, a qué te refieres con eso.

–Se trata de un gran daimon, Sócrates. Y todo daimon es una especie de intermedio, tanto para los dioses como para los mortales.
–¿Y cuáles serían –le pregunté entonces–, las cualidades de un daimon?

–Interpretan y llevan a los dioses lo que procede de los hombres, y a los hombres, lo que procede de los dioses; las plegarias y los sacrificios de unos; las órdenes de los otros, y la remuneración de los sacrificios. Situados entre los unos y los otros, ocupan el espacio intermedio, de manera que sirven de unión entre las partes del gran todo. De ellos procede la adivinación y el arte de los sacerdotes relativo a los sacrificios, a la iniciaciones, a los encantamientos, y a toda la magia y la adivinación. Los dioses no se mezclan con los hombres, sino que por intermedio de un daimon, conversan y se relacionan con ellos, ya sea durante la vigilia o durante el sueño, y el hombre que sabe de estas cosas, es que está inspirado por el daimon, mientras que el que es hábil en cualquier otra cosa, arte u oficio, no es sino un artesano. Los daimon son muy numerosos y los hay de muchas clases; uno de ellos, es el Amor.

–¿Y quiénes son sus padres y madres?

–Eso es largo de explicar –dijo Diotima–, pero voy a decírtelo. Cuando nació Afrodita, los dioses celebraron un festín, al que asistió Poros –la Abundancia–, hijo de Metis –la Prudencia–. Terminada la cena, se presentó Penia –la Pobreza–, y se quedó junto a la puerta, esperando recibir algo de lo que había sobrado.

Poros, algo aturdido por el néctar –todavía no había vino–, salió al jardín de Zeus, y, se quedó dormido. Entonces Penia, impulsada por la miseria, tuvo la idea de aprovechar la oportunidad para concebir un hijo de Poros; se acostó con él y concibió al Amor, que, con el tiempo se convirtió en compañero y servidor de Afrodita, porque fue engendrado el día del nacimiento de esta diosa y porque ella es hermosa y él, por naturaleza ama lo bello.

Siendo, pues, hijo de Poros y Penia, el Amor recibió características de ambos. En primer lugar, siempre es pobre y, lejos de ser delicado y hermoso, como generalmente se piensa, es duro, seco y no tiene calzado ni casa. Nunca tiene otro lecho que la tierra, sin nada para cubrirse, duerme al aire libre, cerca de las puertas y en las calles. Heredó la indigencia de su madre y esta es su eterna compañera. Por otra parte, de acuerdo con la naturaleza de su padre, siempre está sobre la pista de lo que es bello y bueno; es valiente, resuelto, ardiente, extraordinario cazador; gran artesano en maquinaciones siempre nuevas; aprendiz en la ciencia; tiene muchos recursos, se pasa la vida filosofando y es un hábil encantador, además de mago y sofista. Su naturaleza no es mortal ni inmortal, pero a lo largo del mismo día puede florecer lleno de vida, mientras está en la abundancia, como puede morir y renacer, gracias a la naturaleza de su padre. Todo lo que gana se le escapa, o lo pierde, de modo que nunca está del todo en la indigencia ni en la opulencia, y lo mismo le pasa con la ciencia y la ignorancia.

Ningún dios filosofa ni desea convertirse en un sabio, porque ya lo es, y en general, si se es sabio, no se filosofa. Los ignorantes tampoco filosofan, ni desean ser sabios, pues lo malo de la ignorancia consiste precisamente, en que, no teniendo, ni belleza, ni bondad, ni ciencia, se considera suficientemente provista de todo ello, y cuando creemos que nada nos falta, no lo deseamos. 

–Entonces le pregunté –dijo Sócrates–: ¿quién filosofa, si no lo hacen ni los sabios ni los ignorantes?

–Incluso un niño –dijo–, comprendería inmediatamente, que son los que están entre esos dos extremos y que Amor es uno de ellos. Sin duda, la ciencia se encuentra entre las cosas más bellas y el amor, es amor a las cosas bellas, por lo tanto, es preciso que sea filósofo, y si lo es, que se mantenga en el medio entre el sabio y el ignorante, y esto también es por causa de su origen; de padre sabio y opulento y madre sin ciencia ni recursos. 


Y hasta aquí, Sócrates, la naturaleza del daimon -continuó diciendo Diotima-. En cuanto a la manera en la que tú te imaginabas al Amor, tu caso no me sorprende. Imaginabas, como he podido conjeturar de tus palabras, que el Amor era el objeto amado y no el sujeto amante. Por esta razón, creo yo, te lo imaginabas tan hermoso, porque, en efecto, es amable lo que es realmente bello, delicado, perfecto y bienaventurado, pero lo que este ama tiene características completamente distintas, como te acabo de decir.

–Hay que rendirse a tus razonamiento, porque es lo justo, extranjera. Pero, si el amor es tal como acabas de decir, ¿qué beneficios ofrece a los hombres?
–Eso es exactamente lo que ahora te voy a enseñar –me dijo–. Ya conoces la naturaleza y el origen del Amor, y tú mismo reconoces que se trata del amor a las cosas bellas. Pero si nos preguntaran, ¿Por qué, Sócrates y Diotima, el Amor es amor a las cosas bellas? O bien, para decirlo con más claridad: ¿Al amar las cosas bellas, qué es lo que se ama?

–Su posesión, –dije yo.
–Esta respuesta –añadió–, nos lleva a otra pregunta, que es la siguiente: ¿Qué es lo que tendrá aquel que posea las cosas bellas?
–No puedo responder, así, de pronto, a semejante cuestión, –dije.
–Pero, si por ejemplo –repuso–, sustituyendo la palabra bello, por la palabra bueno, te preguntara: ¿Cuándo se aman las cosas buenas, qué es lo que se ama? 
–Poseerlas.
–¿Y qué conseguiría el que poseyera las cosas buenas?
–Es fácil –dije yo–, la felicidad.
–En efecto –respondió–, es en la posesión de las cosas buenas en lo que consiste el amor, y no es necesario preguntar por qué el que desea la felicidad quiere ser feliz. Creo que hemos resuelto la cuestión.
-Ciertamente. Dije yo.

-Pero, esta voluntad y este amor, son, en tu opinión, comunes a todos los hombres, y todos ellos desean poseer lo que es bueno. ¿No crees?
-Sí, creo que son comunes a todos los hombres.

-¿Por qué, entonces, Sócrates, no decimos de todos los hombres, que aman, y sí decimos que unos aman y otros no?
-Eso también me sorprende –dije-.
-Pues no te sorprendas –dijo ella-, porque hay una especie de amor particular, a la que reservamos el nombre de amor y le aplicamos el nombre del género entero, mientras que para las otras especies nos servimos de otras palabras.
-¿Por ejemplo?

-Aquí tienes uno. Tú sabes que la palabra poesía representa muchas cosas. En general se llama poesía a la causa que hace pasar algo del no ser, a la existencia, de forma que las creaciones en todas las artes, son poesías, y los artistas que las crean, son poetas.
-Ciertamente.

-Sin embargo, no se les llama poetas a todos, sino que son designados por otros nombres, y sólo a una parte separada del conjunto de la poesía; la que se refiere a la música y a la métrica, se denomina con el nombre de todo el género; sólo a esa parte se le llama poesía y a los que la cultivan, poetas.
-Ciertamente –dije yo.

-Y esto es lo que pasa con el amor. En general, el deseo del bien y la alegría, bajo todas sus formas, es para todo el mundo el grande e industrioso amor. Pero hay muchas maneras de entregarse al amor, y de los que buscan el dinero, el ejercicio físico o la filosofía, no se dice que aman y son amantes, pero hay una especie particular de amor, del que todos los adeptos y sectarios reciben los nombres de todo el género: amor, amar, amante…

-Parece que tienes razón –dije.

-Se dice a veces –continuó ella-, que buscar la otra mitad de uno mismo, es amar, pero yo digo, querido, que amar, no es buscar la mitad ni aun el todo de uno mismo, si esa mirad y ese todo no son buenos, puesto que los hombres consienten en dejarse cortar los pies o las manos, cuando estas partes les parecen enfermos; porque según yo creo, no nos unimos a lo que nos pertenece, a menos que tenga el bien como una cosa que le es propia y forma parte de sí mismo, y el mal como algo extraño, pues los hombres solo aman el bien, ¿no crees?
-Sí, ¡por Zeus! –contesté.
-Entonces, continuó ella, ¿se puede decir sencillamente, que los hombres aman el bien?
-Sin duda.
-¿Y no habría que añadir, que lo que aman es que el bien les pertenezca?
-Hay que añadirlo. 
-Y no sólo que les pertenezca –añadió ella-, sino que les pertenezca para siempre.
-Sí; también.
-El amor, en suma, sería el deseo de poseer el bien siempre.
-Completamente exacto –dije.

-Si el amor es, en general, el amor al bien, ¿cómo y en qué casos se aplicará el nombre de amor a la pasión y al ardor de los que persiguen la posesión del bien? ¿Qué es exactamente esta especial acción? ¿Podrías decírmelo?

-Si lo supiera, Diotima –le dije-, no admiraría tanto tu ciencia, ni frecuentaría tu casa para instruirme, precisamente, en estas materias.

-Está bien, te lo diré. Es hacer nacer la belleza, según el cuerpo y según el espíritu.

-Habría que ser divino, dije, para captar lo que dices y yo no lo entiendo.

-Muy bien –dijo ella-, hablaré con más claridad. Todos los hombres –añadió-, son fecundos, Sócrates, según el cuerpo y según el espíritu. Cuando estamos en edad, nuestra naturaleza siente el deseo de engendrar, pero no puede engendrar en la fealdad, sino en lo bello y, en efecto, la unión del hombre y de la mujer, es creativa. Se trata de una obra divina, y el ser mortal participa de la inmortalidad a través de la fecundación y la generación, pero esto no es posible entre discordantes; así, lo feo nunca estará de acuerdo con lo divino, pero sí lo bello.

La belleza es, pues, para la generación, una Moira –Hado- y una Ilicía –Lucina-, el alumbramiento. Así, cuando el ser con necesidad de procrear se aproxima a lo bello, es feliz, y en su alegría, se ensancha y crea y reproduce. Cuando, al contrario, se acerca a lo feo, rudo y triste, se encierra en sí mismo, se da la vuelta, se repliega y no engendra, sino que conserva su germen y sufre. De ahí viene, para el ser fecundo y lleno de savia, el gozo que siente en presencia de la belleza, porque ella le libera del gran sufrimiento del deseo, pues el amor –añadió-, no es el amor de lo bello, Sócrates, como tú crees.

-¿Qué es entonces?
-Es la generación y el nacimiento de la belleza.
-Así tengo que admitirlo.

-Nada es más cierto –continuó ella. pero ¿por qué la generación? Porque para un mortal es algo inmortal y eterno y el deseo de inmortalidad es inseparable del deseo del bien, tal como hemos acordado, puesto que el amor es el deseo de la posesión perpetua del bien, de ello se sigue necesariamente que el amor es también el amor a la inmortalidad.


-Todo lo que he dicho hasta ahora, –aclaró Sócrates-, lo escuché de su boca, cuando hablaba del amor. Un día, me preguntó: -¿Cual es, en tu opinión, la causa de este amor y de este deseo, Sócrates? ¿No has observado la extraña crisis que sufren los animales, tanto los que vuelan como los que andan, cuando se encuentran sometidos al deseo de procrear, como si estuvieran enfermos y trabajados por el amor, antes de emparejarse, y después, cuando han de mantener a su progenie, cómo están dispuestos a defenderla, incluso los más débiles contra los más fuertes, y a morir por ella; cómo se dejan torturar ellos mismos por el hambre para sustentarla y cómo están dispuestos a todos los sacrificios en su favor? Con respecto a los humanos, se podría decir que es la reflexión la que los hace actuar así, pero para los animales ¿cuál es la causa de estas disposiciones tan amorosas? ¿Podrías decirlo?

-Confesé, una vez más, que lo ignoraba. Ella repuso:
-¿Y crees que alguna vez llegarás a ser conocedor del amor, ignorando algo como esto?
-Por eso, Diotima, te lo repito, me dirijo a ti, porque sé que necesito aprender. Así pues, dime la causa de estos fenómenos y de otros efectos del amor.

-Verás; si crees que el objeto natural del amor es aquel sobre el cual hemos estado de acuerdo en varias ocasiones, abandona ese aire sorprendido, porque también ahora, como antes, es el mismo principio el de que la naturaleza mortal busca siempre, mientras puede, la perpetuidad y la inmortalidad, pero sólo puede hacerlo mediante la generación, dejando siempre un individuo más joven en el lugar de uno más viejo. 

En realidad, incluso en el tiempo en el que cada individuo pasa para convertirse en un ser vivo e idéntico a sí mismo, durante el tiempo, por ejemplo, que pasa desde la infancia a la vejez, aunque se diga que es el mismo, ya no tiene en sí las mismas cosas, pues sin cesar rejuvenece y se despoja de su cabellos, de su carne, de sus huesos, de su sangre, de todo su cuerpo, y no sólo de su cuerpo, sino también de su alma: costumbres, carácter, opiniones, pasiones, placeres, temores, penas; nunca ninguna de estas cosas sigue siendo la misma en cada uno de nosotros; unas nacen y otras mueren. 

Pero he aquí algo mucho más extraño todavía; nuestro conocimiento, también nace y muere con nosotros, y tampoco somos idénticos a nosotros mismos en este sentido; e incluso cada conocimiento aislado está sujeto al cambio. Lo que llamamos reflexionar, no es sino un conocimiento que se nos escapa; el olvido es la huida del conocimiento, y la reflexión, al suscitar un recuerdo nuevo en lugar del que se va, mantiene el conocimiento, de manera que parece ser el mismo. Es así como todo lo que es mortal se conserva, no permaneciendo siempre exactamente igual a sí mismo, como el que es divino, sino que el individuo que se va y envejece, deja a otro en su lugar; un joven que se le parece. Es por este medio, Sócrates –añadió-, por el que lo que es mortal, el cuerpo y lo demás, participa de la inmortalidad; lo que es inmortal, lo es de otra manera. No te sorprendas más, pues, si todo ser tiene en tal estima su descendencia, pues cada uno recibe este celo y este amor, de la propia necesidad de ser inmortal.

-Tras escuchar este discurso, le dije con admiración: Esto está muy bien, sabia Diotima, pero ¿las cosas ocurren en realidad tal como tú las cuentas? Y ella, con un tono de sofista consumada, respondió:

-No lo dudes, Sócrates, y del mismo modo, si quieres considerar la ambición de los hombres, te sorprenderás de lo absurdo de su proceder, a menos que tengas presente en el espíritu lo que te he dicho, no observarás el singular estado en que les pone el deseo de hacerse famosos y de adquirir una gloria eterna. Es este deseo, más aún que el amor a los hijos, lo que les hace tan valientes ante los peligros; poner en peligro su fortuna; resistir todas las fatigas y sacrificar su vida. 

¿Crees acaso –añadió-, que Alcestes hubiera muerto por Admeto, que Aquiles se hubiera entregado a ella por vengar a Patroclo, o que vuestro Codro habría corrido hacia la muerte para conservar el trono de sus hijos, si no estuvieran pensando en dejar el inmortal recuerdo de su valor, que hasta hoy conservamos?

Ni mucho menos –añadió-, y no creo equivocarme si digo que es con vistas a la alabanza inmortal y a un renombre como el suyo, por lo que todos los hombres se someten a los sacrificios, y más voluntad ponen en ello los mejores, pues es la inmortalidad lo que desean. 

En cuanto a los que son fecundos físicamente, se vuelven más hacia las mujeres y en su manera de amar, procrean hijos para asegurar la inmortalidad y la supervivencia de su memoria; la felicidad, en un porvenir que se imaginan eterno. Pero los que son fecundos en el espíritu… pues los hay –dijo-, que son más fecundos de espíritu que de cuerpo, con respecto a las cosas que al alma conviene concebir y reproducir; y ¿qué es lo que al espíritu corresponde reproducir?

La sabiduría y otras virtudes que tienen por padres, precisamente, a todos los poetas y a otros artistas que tienen el genio de la invención. Pero la parte más importante y más bella de la sabiduría –siguió diciendo-, es la que concierne al gobierno de los Estados y de las familias y que llamamos Prudencia y Justicia.

Cuando un hombre lleva en su alma, desde la infancia, el germen de estas virtudes, y siente el deseo, llegada la edad, de engendrar y reproducirse, él también va buscando por todas partes lo bello, porque en lo feo no engendraría nunca. Movido por este deseo, prefiere los cuerpos bellos, y si encuentra un alma bella, generosa y bien nacida, esta doble belleza le seduce completamente. En presencia de tal hombre, inmediatamente siente fluir las palabras sobre la virtud, sobre los deberes y las ocupaciones de un hombre de bien y se propone instruirlo; y, en efecto, a través del contacto y la frecuentación de lo bello, engendra y reproduce aquello de lo que su alma estaba llena desde hacía mucho tiempo; presente o ausente, piensa en él y nutre en común con él, el fruto de su unión. De tales uniones entran en comunión más íntima y se ligan entre sí por una amistad más fuerte  que lo que le une al padre o a la madre, porque tienen en común hijos más hermosos y más inmortales. No hay nadie que no prefiera verse con tales hijos, que con los que se tienen según la carne si piensa en Homero, Hesíodo y otros grandes poetas, a los que envidia por haber dejado tras de sí, brotes inmortales que les aseguran una gloria y un recuerdo inmortales también; o incluso –añadió-, cuando recuerdan qué hijos dejó Licurgo en Lacedemonia, para gloria de esta ciudad, y aún podríamos decir, que de toda Grecia.

Solón disfruta entre vosotros de la misma gloria, por haber dado nacimiento a vuestras leyes, y muchos otros también la tienen en otros países, griegos o bárbaros, por haber producido muchas obras brillantes y por haber engendrado virtudes de todo género. Muchos templos les han sido consagrados a causa de estos hijos espirituales; algo que nadie ha obtenido a través de los hijos engendrados y nacidos de una mujer.

Hasta ahora, podría, quizás, lisonjearme, por haberte iniciado, también a ti, Sócrates, en estos misterios del amor. Sin embargo, en lo que se refiere al último grado, la contemplación, que es la meta a la que se llega por este buen camino, no sé si tu capacidad llega tan lejos. Aun así, no voy a abandonar mi empeño, por tanto, continuaré, y en cuanto a ti, trata de seguirme, si puedes. 

Aquel que desee –continuó Diotima–, lograr estos fines por el verdadero camino, debe empezar en su juventud buscando los cuerpos bellos. En primer lugar, si se está bien dirigido, no se debe amar más que uno y engendrar en él hermosos discursos. Después observará que la belleza de un cuerpo cualquiera, es hermana de la belleza de otro, porque, si en efecto conviene buscar la belleza de la forma, habría que ser muy torpe para no darse cuenta de que la belleza de todos los cuerpos es una e idéntica. Cuando esté convencido de esta verdad, debe convertirse en amante de todos los bellos cuerpos, y relajarse del amor violento hacia uno solo, como si fuera algo de bajo precio, que no merece sino desdén. 

Acto seguido, debe considerar la belleza de las almas, como más preciada que la de los cuerpos, de modo que un alma bella, incluso en un cuerpo medianamente atractivo, le baste para atraer su amor y sus cuidados; hacerle concebir hermosos discursos y tratar de que sirvan para mejorar sus años de juventud.

Partiendo de esto, se verá conducido a contemplar la belleza que hay en las acciones y en las leyes y deducir que aquella es igual a sí misma en todos los casos. Consecuentemente, mirará la belleza del cuerpo como algo sin importancia.

De las acciones humanas, pasará a las ciencias, y en ellas también reconocerá la belleza, y así, llegado a una visión más amplia de la belleza, no se atará a la de un solo objeto, y dejará de amar, con estrechos y mezquinos sentimientos, a cualquier hombre o acción. Orientado a partir de entonces, hacia el océano de la belleza, y contemplando sus múltiples aspectos, concebirá sin descanso, hermosos y magníficos discursos y los pensamientos brotarán en abundancia, de su amor a la sabiduría, hasta que finalmente su espíritu, fortalecido y ensanchado, se dé cuenta  de que hay una única ciencia, la de lo bello, que es a la que me voy a referir ahora.

Trata pues, de prestarme la mayor atención que te sea posible. Todo el que haya sido guiado hasta este punto por el camino del amor, después de haber contemplado las cosas bellas en una gradación regular, llegando al término supremo, súbitamente verá una belleza de naturaleza maravillosa; la misma, Sócrates, que se hallaba en el principio de todos sus trabajos anteriores. Una belleza eterna, que no conoce el nacimiento ni la muerte, que no sufre crecimiento ni disminución; belleza que no es hermosa por un lado y fea por otro, o en un tiempo sí y en otro no, o dependiendo del punto de vista; bella aquí y fea allí; o para unos sí y para otros no. Tampoco se presentará a la vista como un rostro, ni como unas manos, ni como una forma corporal, ni como un razonamiento, ni como una ciencia, ni como una cosa que exista fuera de nosotros, como, por ejemplo, en un animal, en la tierra, en el cielo o en cualquier otra cosa. Una belleza que, bien al contrario, existe en sí misma y por sí misma; sencilla y eterna, de la cual participan todas las cosas bellas, de tal manera, que su nacimiento o su muerte, no la aumenta ni la disminuye, ni la altera en modo alguno. 

Cuando nos elevamos desde las cosas sensibles, a través de un amor bien entendido hacia la juventud, hasta esta otra belleza, de la que empezamos a ser conscientes, estamos muy cerca de alcanzar nuestro objeto, porque la verdadera vía del amor se encuentra en nosotros mismos y hay que dejarse guiar por ella a través de la belleza sensible y ascender siempre hacia la belleza sobrenatural, a través de la escala de un solo cuerpo, a la de dos y de ahí a todos; de los cuerpos bellos a las acciones bellas y de éstas, a las bellas ciencias, para pasar desde las ciencias a otra que no es sino la de la belleza absoluta, para conocer, finalmente, lo bello, tal como es en sí mismo.

Si alguna vez la vida vale la pena de ser vivida, querido Sócrates –me dijo la extranjera de Mantinea–, es cuando el hombre contempla la belleza en sí mismo. Si llegas a contemplarla algún día, nada te parecerán a su lado, el oro, los ornamentos, los niños hermosos y la gente joven cuya vista hoy te trastorna, a ti y a muchos otros, hasta tal punto que, por sentiros amados y vivir con vuestro amor, sin dejarlo ni un momento, si fuera posible, consentiríais en privaros de comer y de beber, sin más deseo que verlo y permanecer a su lado.

Piensa, pues –añadió–, qué alegría sería para un hombre , si pudiera contemplar la belleza misma, sencilla, pura, sin mezcla, y contemplar, en lugar de una belleza envuelta en un cuerpo, en colores y en otras cien superfluidades perecederas, la belleza divina misma, bajo su forma única. ¡Crees que sería banal la vida de un hombre que, elevando su mirada a las alturas, contemplara la belleza con el órgano apropiado y viviera inmerso en su trato? ¿No crees –añadió aún–, que al contemplar así la belleza a través del único órgano por el cual es visible, será el único que podrá engendrar, no fantasmas de virtud, puesto que no depende de fantasmas, sino virtudes auténticas, puesto que ha alcanzado la verdad?

Pues es a éste que crea y alimenta la virtud verdadera a quien corresponde ser amado por los dioses, y si fuera posible al hombre ser inmortal, él lo sería.

–Hasta aquí, Fedro y todos los que me escucháis, todo lo que me dijo Diotima. Ella me convenció, y a mi vez, intento persuadir a otros de que, para adquirir semejante bien, la naturaleza humana encontraría difícilmente mejor auxiliar que el Amor. Esta es la razón por la que proclamo que todo hombre debe honrar al Amor y por qué lo honro yo mismo y me he entregado particularmente a su culto, y la razón por la que lo recomiendo a los demás, y por la que ahora, como siempre, alabo el poder y la fortaleza del amor, tanto como soy capaz de hacerlo. 

–Tú puedes, si quieres –añadió Sócrates mirando a Fedro–, ver en este discurso un elogio al Amor, pero si no es así, llámalo como prefieras.

Cuando terminó de hablar, todo el mundo le felicitó, excepto Aristófanes que se disponía a replicar -porque Sócrates en su discurso había hecho alusión a un pasaje del suyo-, cuando de pronto, en la puerta exterior del patio, resonaron, como los redobles de un cortejo de bebedores, y se oyó sonar una alegre flauta.

–¡Esclavos! –gritó Agatón–; id a ver, y si es alguno de nuestros amigos, invitadle, pero si no, decid que ya hemos terminado de beber y que estamos descansando.

Se oyó en el patio la voz de Alcibíades, que, aparentemente muy ebrio, gritaba a pleno pulmón.

–¿Dónde está Agatón? ¡Llevadme junto a Agatón!

Entonces la flautista y algunos de los invitados, cogiéndole por debajo de los brazos, lo llevaron a donde estábamos reunidos. Se detuvo en la puerta, coronado con una gruesa guirnalda de yedra y violetas y la cabeza cubierta de cintitas.

-¡Saludos, amigos!. ¿Queréis admitir a beber con vosotros a un hombre que ya ha bebido mucho? ¿O tendremos que irnos después de coronar a Agatón, que es a lo que hemos venido? Ayer –añadió-, no me fue posible venir pero aquí me tenéis hoy, con cintas en la cabeza para coronar al hombre al que proclamo el más sabio y el más bello. 

¿Os burlaréis de mí porque estoy borracho? Reíd, si lo deseáis, pues sé bien que sólo diré la verdad. Pero decidme ya si puedo entrar, o no, con la condición que he dicho. ¿Queréis, si o no, beber conmigo?

Anselm Feuerbach, el Simposio de Platón, segunda versión, 1873, Berlín, Alte Nationalgalerie

Todos le aclamaron y le rogaron que entrara y se acomodara junto a la mesa. Cuando el mismo Agatón le llamó, Alcibíades entró, ayudado por sus compañeros, y se quitó las cintas para coronar al abfitrión. Aunque lo tenía delante, no vio a Sócrates, y se sentó al lado de Agatón, entre él y el propio Sócrates, que se había separado para hacerle sitio en cuanto lo vio. Una vez sentado, abrazó a Agatón y le puso la corona.

-¡Esclavos!, dijo Agatón: descalzadle para que se acomode en trío con nosotros.
-Me complace –dijo Alcibíades-, pero ¿quién ese tercero?

En aquel instante se volvió y vio a Sócrates; se sobresaltó y dijo:

-¡Por Hércules! ¿Qué es esto? ¿Sócrates aquí? -Y añadió dirigiéndose a él-: Una vez más, esperándome emboscado según tu costumbre de aparecer, de repente, donde menos esperaba encontrarte. Y ¿qué has venido a hacer aquí? ¿Por qué estás justo en este sitio, y no al lado de Aristófanes, o de cualquier otro bromista, o que quiera serlo? Pero te las has arreglado para sentarte junto al mejor.

-Agatón –dijo Sócrates bromeando-, mira si me puedes ayudar. El amor que profeso a este hombre, no es un problema menor; no soporta que mire ni hable a nadie porque es celoso y envidioso; me monta escenas, me insulta y a duras penas se contiene para no golpearme, si se pone violento; mira si puedes defenderme de su afecto y de su furia.

Alcibíades. Copia romana de un busto griego del siglo IV a.C.
Museos Capitolinos, Roma

-¡No! –Dijo Alcibíades-, no hay paz posible entre tú y yo, pero ya me vengaré de tu ataque en otra ocasión. Entre tanto, Agatón, devuélveme algunas cintas, para que pueda coronar también la cabeza maravillosa de este hombre, y que no pueda reprocharme el haberte coronado a ti olvidándome de él; él, que con sus discursos es vencedor de todo el mundo; no como tú anteayer, sino en todos los debates.

Después coronó a Sócrates y se acodó en el triclinio.

-Veamos, compañeros; me parecéis demasiado sobrios y es algo que no dejaré pasar; hay que beber, porque es una de nuestras convenciones. Así pues, me elijo a mí mismo como rey del festín, hasta que hayáis bebido lo suficiente.

Se hizo llenar una jarra y la vació rápidamente. Después la hizo llenar de nuevo y se la ofreció a Sócrates diciendo:

-Con Sócrates no hay que tener cuidado; beberá cuanto quiera sin riesgo de aturdirse nunca.

El esclavo llenó la jarra y Sócrates bebió. Entonces Erixímaco tomó la palabra y dijo:

-¿Qué hacemos ahora, Alcibíades? ¿Vamos a quedarnos así, sin hablar ni cantar, después de beber? ¿Vamos a beber tontamente, sin más,?

-Erixímaco –le respondió Alcibíades-, excelente hijo del mejor, con mucho, de todos los padres; ¡salud!

-¡Salud también a ti! –dijo Erixímaco-, pero ¿qué vamos a hacer?

-Lo que tú mandes, porque hay que obedecerte. Un médico, vale por sí mismo lo que muchos hombres (1). Manda, pues, lo que desees.

-Escucha –dijo Erixímaco-; antes de que llegaras, habíamos decidido que cada uno hablara del Amor e hiciera el discurso más bello posible en su alabanza. Ya hemos hablado todos, pero ya que tú no has dicho nada, es justo que tomes la palabra, después de lo cual, preguntarás a Sócrates lo que desees; Sócrates al que está a su derecha y así sucesivamente.

-¡Muy bien dicho. Erixímaco! –Respondió Alcibíades-, pero querer igualar el discurso de un hombre ebrio y el de otro que no ha bebido, no me parece justo. De todas formas, yo no alabaré a otro que no sea Sócrates, estando él presente.

-¡Eh, amigo! –dijo Sócrates-. ¿Pretendes hacer un elogio burlón? ¿Qué oiensas hacer?
-Decir la verdad, si me das permiso.

-¿La verdad? Te lo permito y te exhorto a que la digas.

-Pues bien, entonces te intimo a que si me oyes decir algo que no sea cierto, me quites la palabra, sin tardar y digas que estoy mintiendo. Ahora bien, si ves que hablo sin orden, al azar de mis recuerdos, no te sorprendas; no es fácil, en el estado en que me encuentro, describir con detalle y ordenadamente aquello en que consiste tu originalidad.

Después se dirigió a todos los demás.

-Haré una comparación para alabar a Sócrates y no será para burla, sino para exponer la verdad. Se parece a esas estatuillas de flautistas, que se abren por la mitad, y dentro esconden la imagen de algún dios. Y también se parece al sátiro Marsias. Que te pareces a este semidiós en la cara –dijo mirando a Sócrates–, lo podrás discutir, pero que te pareces en todo lo demás, es lo que voy a probar. Dirás que tú no eres flautista, pero lo eres, y más maravilloso que el propio Marsias, porque él hechizaba con los sonidos de su flauta, mientras que tú lo haces sin necesidad de instrumentos; sólo con tus palabras. Cuando tú hablas, todos, mujeres, hombres, muchachos; todos, nos sentimos atrapados y hechizados. 

En cuanto a mí, amigos, si no creyera que os parecería demasiado ebrio, pondría a los dioses por testigos de la impresión que sus discursos han producido y producen siempre en mí. Cuando lo escucho, mi corazón late con más fuerza; me hace derramar lágrimas y he visto a mucha gente a la que causa la misma emoción. Oyendo a Pericles y a otros grandes oradores, he pensado a menudo que hablaban bien, pero yo no sentía la misma emoción; mi corazón no se alteraba y no me indignaba al sentir que tenía alma de esclavo, pero muchas veces, este hombre me ha puesto en tal disposición, que he llegado a sentir que la vida que llevaba era insoportable. 

No dirás Sócrates, que esto no es cierto; aún ahora, soy consciente de que si prestara oídos tus discursos, tampoco lo resistiría; sentiría las mismas emociones, porque me obligas a confesar que soy muy imperfecto y que me descuido a mí mismo al ocuparme de los asuntos de los atenienses.

También debo decir que tengo que taparme los oídos –como con las sirenas (2)–, para dejarle y escapar, si no quiero verme sentado a su lado hasta la vejez.

Me provoca asimismo un sentimiento que nadie creería encontrar en mí, el de sentir vergüenza frente a alguien, porque él es el único que me hace enrojecer. 

Soy consciente de la imposibilidad de discutir que hay que hacer lo que él ordena, pero cuando me alejo de él, siento también que vuelve la ambición de los honores populares. Le rehuyo, como un esclavo fugitivo, y cuando vuelvo a verlo me avergüenzo por mis contradicciones. A veces desearía que no estuviera en el mundo, pero si así fuera, sé muy bien que, en ese caso, todavía sería más desgraciado, así pues, no sé qué hacer con este hombre. 

Tal es el efecto que los sonidos de la flauta de este sátiro han producido sobre mí y sobre muchos otros, pero voy a daros más pruebas de su parecido con las divinidades con las que le he comparado y de las maravillosas cualidades que posee, pues, debéis saberlo: ninguno de vosotros conoce a Sócrates, así que yo mismo os lo voy a mostrar, ya que he empezado.

Alcibíades en la obra de A. Feuerbach

Aparentemente, a Sócrates le gusta la juventud y suele andar en su entorno con ojos chispeantes. Por otra parte, lo ignora todo y no sabe nada de nada, al menos aparentemente, pero en esto también es como las estatuillas, porque, si lo abrís, queridos amigos ¡qué sabiduría hallaréis en su interior! Debéis saber que la belleza de esos jóvenes es su menor cuidado; la desdeña hasta tal punto que no os lo podéis imaginar, al igual que desdeña la riqueza y otras ventajas que el vulgo estima.

Él considera que todos esos bienes carecen de valor y los mira como nada, os lo aseguro. Se pasa la vida burlándose y bromeando con la gente, pero cuando está serio y se abre, yo no sé si alguno ha visto la belleza que hay en él, pero yo la he visto y me parece tan divina, tan luminosa, tan bella, que no hay forma de resistirse a su voluntad.

Creyéndole seriamente atraído por mí, me sentí afortunado y con una suerte extraordinaria y pensé que si le complacía, me enseñaría todo lo que sabe y, el dios es testigo de que yo me sentía orgulloso de mis ventajas. Creyendo esto, y para quedarme solo con él, despedí a mi preceptor, que siempre estaba presente cuando yo veía a Sócrates… pero es preciso que os diga toda la verdad; prestadme atención, y tú, Sócrates, si miento, repréndeme. 

Me quedé, en efecto, a solas con él y mis amigos pensaban que me iba a decir las cosas que el amante dice al amado y que yo ya estaba disfrutando de antemano. Pero él no hizo absolutamente nada, excepto charlar conmigo, como de costumbre. Al final del día, se fue. Enseguida la invité a compartir el gimnasio y traté de lucirme ante él creyendo que iba a adelantar algo. Algunas veces hicimos ejercicio y luchamos juntos, sin testigos, y ¿qué puedo deciros?, que tampoco adelanté nada. Cuando me di cuenta de que por aquel camino no llegaría a ningún sitio, pensé que tendría que atacarle a la fuerza. Le invité a cenar conmigo para ver si caía en la trampa, y aunque al principio no puso ningún interés, terminó por ceder. Ya sabéis el dicho: los borrachos y los niños dicen la verdad.

Fui picado y mordido en el corazón –o en el alma; llamadlo como queráis–, por los discursos de la filosofía, que penetran más cruelmente que un dardo cuando se encuentran ante un alma joven y bien nacida.

Y como os veo, por otra parte, a mi alrededor, a un Fedro, un Agatón, un Erixímaco, un Pausanias, un Aristodemo, sin hablar ya de Sócrates y de otros, todos sometidos, como yo, a la locura y a la furia filosófica, no dudaré en continuar con mi relato, porque sé que lo comprenderéis. En cuanto a los servidores, a los profanos, y a los ignorantes, que pongan ante sus orejas gruesas puertas.

Pues bien, cuando finalmente se apagó la luz y los esclavos se fueron, pensé que no había razón para andar con rodeos, así que le toqué y le dije:
–¿Estás dormido?
–No. –Respondió.
–¿Sabes lo que pienso?
–Explícate.
–Pienso –dije–, que tú eres el único amante digno de mí y creo que dudas en declararte. Por mi parte, creo que sería poco razonable no complacerte. Además, lo único que deseo es perfeccionarme lo más posible y para ello no creo poder encontrar ayuda más eficaz que la tuya.

A estas palabras, Sócrates respondió con la habitual ironía que le caracteriza.

–Mi querido Alcibíades. Si realmente tienes razón y crees que todo lo que dices es cierto, y si yo poseo el poder de hacerte mejor, es que has visto en mi una inconcebible belleza, muy superior a la tuya, y si después de semejante descubrimiento, intentas relacionarte conmigo para intercambiar una belleza por otra, creo que quieres hacer un cambio en verdad ventajoso para ti, puesto que pretendes obtener bellezas reales a cambio de bellezas imaginarias y en realidad, intentas cambiar cobre por oro (3). Pero, mi buen amigo, mira más atentamente, y ten cuidado con tus ilusiones acerca de mi pobre valor. Los ojos del espíritu sólo se agudizan cuando los del cuerpo decaen, y tú estás aún lejos de eso.

–Pues esa es mi opinión –le dije–, yo te he hablado de mis sentimientos y todo lo que he dicho, lo creo. Piensa tú en lo que sea más indicado, tanto para ti como para mí.
–¡Bien dicho! Hablaremos más adelante para tomar una decisión favorable a los dos, tanto sobre esto, como para todo lo demás.

–Yo que creía haber dado en el blanco, sólo pude coger mi manto, cubrirle con él, porque hacía frío, y echarme al lado de este ser verdaderamente divino y maravilloso. Y así pasé la noche entera. No me desmentirás, Sócrates, si digo a todos, que lejos de dejarte vencer por mi belleza, no mostraste sino desdén hacia ella, que tanto valor tenía a mis ojos.

–Juzgad, pues, la soberbia de este hombre; me levanté de su lado tras haber pasado la noche igual que si hubiera dormido con mi padre, o con mi hermano mayor. A partir de entonces, ya podéis imaginar que me sentí despreciado, a pesar de que seguía admirando su carácter, su continencia y la fortaleza de su alma; había encontrado a un hombre único a mis ojos, por su sabiduría y su firmeza. En tal situación, no podía enfurecerme con él, ni tampoco renunciar a su compañía, y sin medios de conquistarlo, sabiéndole invulnerable al dinero, como Ayax lo era al hierro, y que el único bien por el que esperaba atraerlo, no me había servido, con todo, me quedé ligado a este hombre como nadie lo estuvo nunca. 

Os diré lo que pasó después, durante la batalla de Potidea, en la que los dos tomamos parte y durante la cual, siempre comíamos juntos. 

Para empezar, en los trabajos de la guerra, Sócrates siempre se mostró superior, no sólo a mí, sino a todos los demás. Por ejemplo, cuando nos cortaron los avituallamientos, como ocurre a veces en la guerra, y nos hallábamos reducidos a ayunar, nadie lo soportaba mejor que él. Por el contrario, cuando había abundancia, disfrutaba mejor que nadie, y si había que beber, aunque no tenía especial gusto en hacerlo, bebía más que nadie. Y lo que es más sorprendente, nunca nadie le vio ebrio; pero ya lo habéis comprobado vosotros mismos, según creo. 

Para soportar el frío, puesto que los inviernos son terribles en aquellas tierras, era aún más sorprendente. Un día hubo la helada más fuerte que se puede imaginar, y cuando nadie se atrevía a salir fuera si no era bien abrigado, bien calzado, con los pies envueltos en fieltro y pieles de cordero, le vimos salir con la misma capa que llevaba siempre y con los pies descalzos, caminando sobre el hielo con más facilidad que los que iban calzados, hasta el punto de que algunos soldados le miraban mal, pensando que les hacia un desprecio. 

Y esto es lo que tenía que decir sobre su resistencia, pero lo que hizo y soportó este valiente allí, en plena guerra, aún tenéis que oírlo, pues vale la pena.

En otra ocasión, se puso a meditar, y estaba de pie, en el mismo sitio, desde el amanecer. Perseguía una idea, y como no lograba resolverla, permaneció de pie, obstinadamente sujeto a su búsqueda. A media día, los soldados le observaban diciéndose unos a otros con sorpresa: Sócrates sigue ahí, de pie, desde que amaneció. Ya al atardecer, algunos jonios, después de haber cenado, sacaron fuera sus camas de campaña, para dormir al fresco, porque estábamos en verano, y miraban a Sócrates para ver si permanecería así el resto de la noche, y él siguió, en efecto, en la misma postura hasta la aurora. Al final, se fue tras hacer su plegaria al sol.

¿Queréis saber cómo era en combate? Pues aquí también hay que hacerle justicia. En la batalla por la que me concedieron el premio al valor, no me salvé por mí mismo. Estaba herido; él no quiso abandonarme y me salvó junto con mis armas.

Tú lo sabes, Sócrates; entonces yo mismo pedí a los estrategos que el premio fuera para ti. Pero querían dármelo, por mi rango y además tú mismo insististe más que ellos mismos, para que me la dieran a mí. 

Y todavía, señores, hay una ocasión en la que la conducta de Sócrates merece vuestra atención. Fue cuando se produjo la retirada del ejército tras la derrota de Delio. El azar me puso a su lado, pero yo iba a caballo y él a pie, como hoplita, es decir, cargado con armas muy pesadas. Los soldados escapaban por todas partes y él también se retiraba, junto con Laques. Los encontré casualmente, como dije, e inmediatamente traté de levantarles el ánimo, asegurándoles que no los abandonaría. En aquella ocasión pude observar a Sócrates mejor que en Potidea, porque yendo a caballo, estaba más seguro. Pronto me di cuenta de que era superior a Laques en sangre fría, pues noté que allí, igual que lo hacía en las calles de Atenas, avanzaba, según tus propias palabras, Aristófanes (4), pavoneándose y mirando de lado; observaba fríamente a amigos y enemigos, aunque saltaba a la vista, incluso de lejos, que si se le atacaba, se defendería valientemente. Así pues, se alejó sin ser molestado, junto con su compañero. Ya sabéis –amigos-, que en la guerra generalmente no se ataca a los hombres que muestran tal disposición, sino que se persigue más bien a los que huyen en desbandada.

Podría citar muchos rasgos admirables en alabanza de Sócrates, porque si en lo que concierne a su conducta en general, tal vez se podría decir lo mismo de otros, aún queda algo completamente extraordinario, y es que él no se parece a ningún hombre del pasado, ni del presente. Aquiles tiene sus pares; se le puede comparar con Brasidas (5) y otros; Pericles, los suyos, por ejemplo, Néstor, Antenor y otros más; en fin, a todos los grandes hombres se le pueden encontrar pares en todos los géneros, pero a un hombre tan original como este y con un discurso como el suyo, se le puede buscar, pero no se hallará a nadie parecido, ni en el pasado, ni en el presente, a menos que se le compare como dije, con un semidiós, porque él y sus discursos no admiten comparación con nadie.

Hay, sin embargo, algo que he omitido decir al principio; que sus discursos también se parecen a las estatuillas de que hablé antes en otro detalle. Si nos ponemos a escuchar sus discursos, al principio parecen grotescos; son tales los giros y palabras en que envuelve sus pensamientos, que parecen sátiras. Habla de asnos ignorantes, de herreros, zapateros, etc. y parece que siempre dice lo mismo y en los mismos términos, de forma que no hay un necio o ignorante que no tenga la tentación de reírse; pero hay que abrir esos discursos y meterse en su interior, y se hallará, primero, que encierran un sentido que nadie más tiene; que además son los más divinos y más ricos en imágenes de virtud, y en fin, que encierran todo cuanto conviene tener a la vista para convertirse en un hombre honesto.

He aquí, señores, lo que yo encuentro para alabar a Sócrates, aunque he mezclado algún reproche por la injuria que me hizo. Y no soy el único a quien ha tratado así, hizo lo mismo a Cármides, hijo de Glaucón; a Eutidemo, hijo de Diocles y a muchos más, a los que engaña ofreciéndose como amante, cuando está asumiendo el papel de amado. 

Te lo advierto también a ti, Agatón, para que no te dejes engañar por este hombre, y para que aprendas de nuestra experiencia, te pongas en guardia e imites al insensato que, según el proverbio, es aprehendido por aprender.

Cuando Alcibíades terminó e hablar, todos se rieron de su franqueza, y porque aún parecía haber sido aprehendido por Sócrates.

-Nadie diría que has bebido, Alcibíades –dijo Sócrates-; nunca procediste por giros tan sutiles en torno a tu tema, para intentar encubrir su verdadero objetivo, pues no has hablado de ello sino al final y como de algo accesorio, como si solo hubieras tomado la palabra, sin más objeto que enredar a Agatón contra mí, pretendiendo que yo debería amarte sólo a ti y que Agatón debe ser amado por ti y sólo por ti. Pero no nos has engañado: hemos visto claramente en tu drama satírico y en tus estatuillas. Pero actuemos, Agatón, de modo que Alcibíades no gane este juego y arréglatelas para no permitirle que nos separe. 

-Bien podrías tener razón, Sócrates, dijo Agatón. Y lo creo por el simple hecho de que ha ido a colocarse entre tú y yo para separarnos; pero no ganará nada, porque ahora voy a volver a tu lado. 

-¡Eso es! –dijo Sócrates-, ven a sentarte a mi derecha.
-¡Oh, Zeus! –exclamó Alcibíades, -¿cuánto me queda por sufrir de este hombre que siempre pretende imponerme su ley?

Después llegó otro grupo de jóvenes bulliciosos; y todos volvieron a beber.

Entonces, Erixímaco, Fedro y otros –según dijo Aristodemo-, se retiraron. En cuanto a él mismo, cediendo al sueño, durmió mucho tiempo, pues las noches eran largas, pero los gallos cantaban ya y el día nacía cuando se despertó. Al abrir los ojos, observó que los demás dormían o se habían ido, y que sólo Agatón, Aristófanes y Sócrates estaban aún despiertos y bebían en una ancha copa que circulaba de izquierda a derecha. Sócrates charlaba con ellos, pero Aristodemo ya no sabía qué asuntos estaban tratando, porque no los había seguido desde el principio, ya que se había dormido, pero dijo que en resumen, Sócrates los había llevado a reconocer que un hombre debe saber ser a la vez cómico y trágico, y que cuando se es poeta trágico según las reglas del arte, se es también cómico. 

Después, cuando todos se quedaron dormidos, Sócrates se levantó y se fue. Aristodemo le siguió, como tenía por costumbre. Sócrates volvió al Liceo, y después de bañarse, pasó el resto del día en sus ocupaciones ordinarias; finalmente, volvió a su casa para descansar.

Platón, el “Cronista”. Rafael Sanzio. Escuela de Atenas. 
MM. Vaticanos. Estancia del Sello

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NOTAS
1 Iliada, 1. XIV, v. 514.
2  Odisea 1. XII, V. 47.
3 Locución proverbial que hace alusión al cambio de armas entre Diomedes .y Glauco en la Ilíada, 1. VI, v. 236
4 Expresiones aplicadas a Sócrates en el coro de Las Nubes de Aristófanes, v. 361.
5 General lacedemonio, muerto en Antípolis en la guerra del Peloponeso.— Tucídides, V, 6.
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