lunes, 14 de junio de 2021

El Greco ● Su vida y su obra ● El influjo de Sefarad. Tercera y última Parte



La madre de Jorge Manuel, el único hijo del Greco, la toledana Jerónima de las Cuevas, procedía de conversos. En ningún archivo consta que ella y el pintor se casaran. Es evidente que dicha ceremonia, solo podía producirse por el rito católico, y para ello, hubiera constituido ya un impedimento la posibilidad de que el Greco fuera ortodoxo, aunque no sería el único, ni tampoco insuperable. Tampoco tenemos constancia del fallecimiento de Jerónima, ni del posible bautismo de Jorge Manuel.

Petronila de la Madrid, también conversa, casada con un hermano de Jerónima, se hizo cargo de Jorge Manuel, el hijo del Greco, al morir la madre y parece que el pintor, no solo la apreciaba, sino que sentía gratitud hacia ella, o así se entiende el hecho de que cuando Petronila murió, aunque vivía muy pobremente, tuviera “un lienzo de nuestra señora de Domynico” y muchos dibujos de tablitas del artista.

Por otra parte, y esto es de gran trascendencia para el pintor, Petronila era también pariente del párroco de Santo Tomé, Andrés Núñez, de reconocido origen converso; que fue, como es bien sabido, quien encargó al Greco, la que se convertiría en una de sus obras maestras, además de ser la más conocida: "El entierro del señor de Orgaz".

Una hipótesis más, relaciona igualmente, por la misma vía -en este caso, sería sensacional-, al Greco con Santa Teresa; de origen converso documentado. En este sentido, la monja carmelita, sería descendiente de Teresa de las Cuevas, nacida en Olmedo, Valladolid, que, a la vez, era tía de Miguel de las Cuevas, el padre de Jerónima. Por tanto, y dada también como cierta la simpatía del pintor hacia la reforma teresiana, podríamos deducir la posibilidad de la comunión intelectual y el paralelo existencial, entre estos dos brillantes personajes, que son El Greco y Santa Teresa.

Se sabe, además, que el indiano Martín Ramírez de Zaya, protector de Santa Teresa, tenía un sobrino converso Martín Ramírez, que fue quien encargó al pintor, en 1579, por una notable suma, los retablos de la Capilla de San José; la primera dedicada al mismo que se conoce. 

Capilla de San José, con Toledo en la base.

En un lateral del retablo aparece Santa Teresa.

Tenemos, pues, al Greco en Toledo entre conversos; con un hijo sin bautizar, y con una actitud abiertamente amistosa hacia algunos importantes descendientes de conversos, pues, como hemos dicho, el contacto entre ortodoxos y judíos en Creta era habitual, todo lo cual le llevaría a entregar su amistad al margen de lo que se pensaba e imponía.

Los encargos más importantes que recibió: -El Expolio, los retablos de Santo Domingo el Antiguo; de la capilla Oballe; de la de San José, o el Entierro del señor de Orgaz-, están relacionados con personas que llevaban sangre de conversos. 

Después de proponer -sin documentación, pero con argumentos coherentes-, la posibilidad de que el mismo Domenico Theotocopuli tuviera sangre judía y que, acaso, su madre fuese sefardí, resultaría que la elección de Toledo como residencia definitiva, por su parte, respondería a una especie de vuelta a las raíces, a la tierra de sus antepasados, e incluso al barrio en que aquellos pudieron habitar, en las proximidades de una famosa y bella sinagoga.

La Sinagoga de Samuel Levi. Siglo XVIII

Hejal de la Sinagoga del Tránsito

El hejal es una especie de armario decorado, en el que se guardan los rollos con los pergaminos de la Torá. Generalmente, se sitúa en la pared de la sinagoga que está orientada hacia Jerusalén.

Detalle de la geometría de uno de los vanos.

Interior

El Greco sigue haciendo reflexionar, no solo acerca de su pintura, sino, fundamentalmente, de sus posibles motivaciones, cubiertas por un denso silencio, voluntario, o, quizás, necesario.

La magia y la alquimia, que siempre se asociaron con el estigmatizado pueblo hebreo, parecen tener reflejo en algunas de sus pinturas más complejas, a las que -a pesar de que se ha hecho-, resulta casi absurdo aplicar tópicos relacionados con su estado síquico o con alguna dificultad visual. 

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El Greco quedó prácticamente olvidado durante tres siglos, hasta que fue recobrado y revalorizado a principios del XX, aunque, en realidad, fue la crítica del siglo XIX, la que le colocó en la posición que merecía en el arte occidental. Este hecho nos lleva a preguntarnos, por qué un artista unánimemente reconocido en los últimos tiempos, como uno de los más grandes creadores de la historia, fue relegado al desconocimiento, al olvido, o a la indiferencia, prácticamente, desde que murió. 

Los textos teóricos relacionados con el arte del siglo XVII, si bien no son en su mayoría muy positivos, en ocasiones reconocen en el Greco las facultades de un gran artista, así como ciertos rasgos que ayudan a su comprensión, como, por ejemplo, su afición por la actividad intelectual, su natural inclinación al saber; su ideario, tan cercano al humanismo, y su justificado orgullo –aunque a veces parezca teñido de soberbia-, de artista, que le llevó a entender la pintura como arte liberal, y no mecánica. De hecho, fue esta una tesis que no sólo sostuvo en los cenáculos intelectuales en los que participaba, sino que la defendió en los numerosos pleitos en que se vio envuelto, a causa de la valoración de casi todas sus obras, desde que residió y pintó en Toledo, decidido a no rendirse ante las abusivas condiciones sancionadas por las leyes y costumbres de la época, que no entendían el arte sino como un trabajo más, por el que se paga, igual que por cualquier otro de condición denominada “vil”. Por la misma razón, el artista no sería sino un artesano, una categoría que El Greco jamás aceptó para sí.

Por otra parte, lo primero que sorprende al revisar los juicios emitidos sobre El Greco y su obra en el siglo XVII, es el hecho de que parece ser más apreciado por los poetas que por los teóricos del arte, aún por los que le sucederían en el tiempo, lo que vendría a ratificar que, probablemente, era, sobre todo, un intelectual. Consecuentemente, apreciaban en el pintor, las ideas, además de la obra por medio de la cual las expresaba.

Efectivamente, algunos escritores y poetas se refirieron al artista más y mejor que aquellos a los que podríamos denominar críticos de arte. Así lo hicieron Fray Hortensio Félix Paravicino, Luis de Góngora o Cristóbal de Mesa.

Paravicino, en unas póstumas “Oraciones evangélicas”, muestra ya su contrariedad por el hecho de que la proliferación de copias creara confusión en el arte de su amigo, haciendo imposible el reconocimiento de sus exclusivas características; un problema que, a pesar de esta clara denuncia, persiste hasta la fecha, si bien, aquí, cabría otra pregunta: ¿quién sería responsable de la interminable producción de copias de sus obras? ¿Acaso él mismo y su necesidad de sobrevivir económicamente? ¿O un éxito cuya amplitud desconocemos?

Otro elemento curioso, en el mismo siglo XVII, y aún después, es la machacona repetición del adjetivo de “extravagante”, hasta el punto que, se diría que unos críticos y comentaristas la tomaban de otros, sin necesidad de más análisis. ¿Por qué? El parecer, el alto concepto que el Greco tenía de sí mismo, pudo llevar a juzgar negativamente su obra, tan diferente de la que se imponía en su tiempo. Claro está, que la cosa cambiaría, si el término “extravagante” lo entendiéramos como “original”, o “innovador”; pero son características que, por otra parte, tampoco interesarían a sus detractores.

Uno de los primeros en dedicar al Greco un adjetivo similar, fue el humanista portugués Manuel de Faria e Sousa, que se refiere a él en estos términos: “… el Góngora de los poetas para los ojos; pero vale más una llaneza del Tiziano que todas sus llanezas juntas”. 

Al margen de la posibilidad de que también necesitaríamos tener hoy una comprensión más precisa del significado del término “llaneza”, la frase no deja de resultar incoherente y hasta ambigua, pues, si al principio parece un halago la comparación con Góngora -con el cual, por otra parte, no encaja en absoluto el término “llaneza”-, después surge el menosprecio, mediante la comparación con Tiziano, quien, a pesar de ser ensalzado, también es un creador de “llanezas”. Lo sorprendente es que se emplee como término de comparación entre los artistas, el mismo concepto, con el mismo sentido; “lo de Tiziano es malo, pero vale más una cosa mala de Tiziano que todas las cosas malas del Greco...”

Pero más llamativas y confusas son las palabras del poeta Fernando La Torre Farfán, de 1663: “Notables pinceladas son las de esta Glosa, y la manera parece del Griego, o yo no entiendo de pintura, y a fe que lo aborronado tiene arte, porque de cerca es nada y de lejos tampoco”. Bien, aquí resulta evidente que, cuando La Torre dice “tiene arte”, vista la conclusión que sigue, tampoco expresa lo que hoy percibimos al oír esta expresión.

Solo hemos podido esclarecer el concepto de “aborronado”, que se referiría a la singularidad de su pincelada, que postergó el dibujo a un segundo plano. En definitiva, se trata, evidentemente, de un juicio negativo, expresado por medio de una paradoja satírica muy propia del Barroco, pero no por eso deja de provocar una sensación de arbitrariedad, e incoherencia Y esta opinión, para desesperación de los admiradores del Greco, fue la que concitó más adeptos durante mucho; demasiado tiempo; adeptos -entendámonos- en número muy reducido en todo caso, ya que el arte, nunca fue tan accesible como en la actualidad.


En 1615, a un año sólo de la muerte del pintor griego, Cristóbal Suárez de Figueroa, el gran erudito, cita al Cretense en un inventario de artistas contemporáneos ilustres, y Juan de Butrón, por su parte, en un texto tan relevante como sus “Discursos apologéticos en que se defiende la ingenuidad del arte de la pintura: que es liberal, de todos derechos, no inferior a los siete que comúnmente se reciben” (1626), también incluye al Greco entre los autores celebrados como “grandes”, aunque, acto seguido, también deja entrever cierta reserva crítica. 

Pero poco después, la figura del Greco empieza a cubrirse de silencio, o por decirlo mejor, a desaparecer, lo que refleja el escaso interés que despertaba, ya en 1633, año de edición de los importantes “Diálogos de la Pintura, su defensa, origen, esencia, definición, modos y diferencias”, de Vicente Carducho

El criterio de Carducho -Florencia; 1576 o 1578 - Madrid; 1638-, era indiscutido en su tiempo, y su autoridad como pintor y tratadista recibió un asentimiento unánime. Así pues, el hecho de que omitiera cualquier mención a la obra del Greco en la obra citada, es muy significativo.

Cierto que Carducho alude, en términos muy positivos, al fallo favorable al Greco, en el litigio mantenido con el alcabalero de Illescas a cuenta de la exoneración que el artista solicitaba por los trabajos realizados en el Hospital de la Caridad, defendiendo su consideración de la pintura como arte liberal, no artesanal, y, en consecuencia, no sujeta al pago de alcabalas. Para Carducho, la estimación de la pintura como arte liberal era una premisa indiscutible, que defendió con firmeza y convicción, razón por la cual reconoce al Greco como pionero en este reconocimiento, lo que, por otra parte, hace más sonoro su silencio acerca de la pintura del cretense.

Pacheco. 1564 - 1644, retratado por Velázquez

Afortunadamente, al Greco no le faltaron algunos excelentes valedores y, entre ellos, sin duda, el más importante, es Francisco Pacheco, el suegro de Velázquez, del que también sería maestro, así como lo fue de Alonso Cano. 

La opinión de Pacheco acerca de El Greco es muy positiva, y aparece, fundamentalmente, en el tratado del “Arte de la pintura” en el que ofrece criterios muy halagüeños, a la vez que equilibrados y racionales, pues no elude la crítica personal, en concreto, la relativa a las -quizás supuestas- declaraciones de aquel, sobre Miguel Ángel: 

Sintió “…poco aprecio de Miguel Ángel (siendo el padre de la pintura) diciendo que era un buen hombre y que no supo pintar”. 

Acto seguido, Pacheco sitúa a El Greco como artista, a la altura de los más grandes: “(…) el Basano, Miguel Angel, Caravagio y el español Jusepe de Ribera; y aun también podemos poner en este número a Dominico Greco, porque, aunque escribimos en algunas partes contra algunas opiniones y paradoxas suyas, no lo podemos excluir del número de los grandes pintores, viendo algunas cosas de su mano tan reveladas y tan vivas (en aquella su manera) que igualan a las de los mayores hombres (…)”. 

“Opiniones y paradoxas” que, quizás fueron las que indujeron a otros, a definir al Greco como “extravagante”, Pacheco, con lógica, las separa de la cualificación de su indudable talento artístico.

Para Pacheco, sólo hay “dos maneras de obras en la pintura; la una, por arte y exercicio, que es científicamente; la otra, por uso solo, desnudo de preceptos”.

Así pues, si consideramos estas palabras de Pacheco, podemos deducir que todo el tiempo durante el cual El Greco fue tachado de extravagante, lo sería por un erróneo desdén inspirado por un rasgo de su personalidad, que no debería mezclarse con su condición de pintor.

La supuesta extravagancia de El Greco, entonces, habría sido fruto de la incomprensión y la inclusión de aspectos que nada tendrían que ver con el arte, o muy poco, si exceptuamos su sentido de la independencia creadora. En todo caso, Pacheco ve sinceramente al Greco, como un sabio, como uno de los “varones doctos, no solo en la pintura, pero en las letras humanas”, pues “fue gran filósofo de agudos dichos y escribió de la pintura, escultura y arquitectura”.

Francisco Pacheco; Cristo servido por los ángeles en el desierto, (1615), óleo sobre lienzo, 268 x 418 cm. Castres, Museo Goya. 

Pintado para el refectorio del monasterio de San Clemente el Real de Sevilla, se ha dicho que, en los objetos de bodegón, sobre la mesa, podría advertirse ya la participación del joven Velázquez, en cuyo caso, constituiría, una muestra única de los primeros pasos de la que sería una carrera, para la cual, apenas bastan calificativos.

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Y, hasta aquí, el resumen de las posibles raíces sefardíes del Greco, que, de ser probadas netamente, lo convertirían, no ya en el griego que tan brillantemente pintó en España, imantado por el misterio y el atractivo de Toledo, sino en un creador y renovador del arte pictórico, netamente hispano desde sus orígenes y elemento integrador de la ciudad felizmente denominada hoy  “de las tres Culturas”, desde un punto de vista que, evidentemente, al integrar, enriquece.

Sea como fuere, pronto se impuso la Contrarreforma y no podemos decir que El Greco no sirvió a sus principales proposiciones, aunque no por ello abandonaría su sello de “extravagante”.

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El Greco, Jorge Manuel y taller, Concierto angélico, c. 1608-1614. Óleo sobre lienzo, 110,5 x 204,5 cm. Atenas, National Gallery (desde 1931) - Alexandros Soutzos Museum. Procedente de la Anunciación del Hospital de Tavera, en Toledo.

Probablemente a finales del siglo XIX, esta obra fue recortada de La Anunciación -Retablos del Hospital Tavera-, y había sido creada para el lateral derecho de la iglesia del citado Hospital. Por lo tanto, no se trata de una composición independiente -aunque pudiera parecerlo-, sino de la parte superior de dicho lienzo.

Reconstrucción de "La Anunciación", antes de ser recortado.

Se trata de un coro de ángeles, algunos de ellos de espaldas al espectador; un recurso habitual del barroco y del manierismo. La anatomía de los personajes se considera herencia de Miguel Ángel, pero en esta ocasión, interviniendo Jorge Manuel, que fue quien terminó la pintura empezada por su padre. Tanto el fragmento como la parte inferior de la obra, muestran que esta Anunciación debe encuadrarse en la etapa más cualificada y madura de la carrera artística de Jorge Manuel, en la que -de acuerdo don Wethey: Las figuras resultan consistentes, a pesar de ser ligeras, desproporcionadas, y con actitudes disparatadas... ahora bien: El colorido es muy bello.

Otro de los nombres más reconocidos entre los estudiosos de la pintura en el siglo XVII, fue el humanista Lázaro Díaz del Valle, (1606 - 1669), que escribió, entre otras obras, todas inéditas, un tratado sobre la pintura y los pintores, dividido en dos partes, una de las cuales, fechada en 1659, estaba dedicada a su íntimo amigo Diego de Silva y Velázquez, y contiene el siguiente juicio crítico sobre El Greco: “Dominico Greco, llamado vulgarmente el Griego: fue un gran pintor y sus obras son dignas de eterna alabanza. Este singular artífice fue único por su camino como lo testifican muchas obras de grande primor que pintó en España y particularmente en Toledo (…)”.

Evidentemente, la opinión de Díaz del Valle no resulta diferente de la de Pacheco, el suegro de Velázquez y, en consecuencia, podríamos deducir, que, posiblemente, tampoco estuviera lejos de la percepción que el propio Velázquez pudo tener sobre El Greco.

Antes de terminar el siglo XVII, aún hay menciones al Greco, que tienen, por su contenido, un interés menor, pero que pueden completar este panorama. La primera de las menciones figura en un breve texto de Francisco Santos, en el que, el nombre de El Greco aparece junto a una noticia de grabados. 

Algo más extensa, aunque similar en interés es la de José García Hidalgo, en su obra “Principios para estudiar el arte de la pintura”, del año 1691, donde reprocha el interés supuestamente excesivo que el pintor concentró en la anatomía.

Entre los teóricos, críticos e historiadores del arte, no españoles, merece la pena citar al italiano Giulio Manzini, médico -ἀρχίατρος/arjíatros, de Urbano VIII; amante de las artes plásticas, y autor de unas Considerazioni sulla Pinttura, escritas entre 1614 -1620, en las que relata la famosa anécdota según la cual El Greco se había postulado no ya para cumplir el deseo papal de cubrir, “decorosamente», algunas figuras del Juicio Final de la Capilla Sixtina, sino que, excediendo el deseo de Pío V, abría abogado por suprimir la obra de Miguel Ángel, para abordar el proyecto desde el inicio, postulación que habría precipitado la salida del Cretense de la ciudad de Roma por la indignación levantada en el mundo artístico romano. 

Dejando a un lado la verosimilitud del relato de Manzini -continúan nuestros autores-guía-, es indudable que sí tenía un reconocido criterio sobre las artes plásticas, y es desde esa posición desde la que nos muestra al Greco en los siguientes términos: “(…) era comúnmente llamado El Greco. Este, habiendo estudiado en Venecia y en especial las obras de Tiziano, había llegado a un gran dominio en su profesión y en su manera de ejercerla. Desde allí vino a Roma en un tiempo en donde no eran muchos los hombres [pintores] y en que éstos no presentaban en sus obras la resolución ni la frescura que caracterizaba a las suyas, por lo cual se llenó de atrevimiento y éste se hizo tanto mayor cuanto que en algunos encargos particulares dio grandes satisfacciones”.

Entre paréntesis: ¿Podríamos pensar que, dada la conocida preferencia del Greco por las figuras alargadas y estilizadas, le disgustaran las imágenes rollizas y/o excesivamente musculosas de Miguel Ángel y que, en alguna ocasión -él, que era tan poco comunicativo-, se arriesgara a expresar su opinión al respecto, aunque fuera en un círculo reducido? Lo podríamos pensar, considerando incluso, que una mera opinión, se convirtiera en una ofensa a los oídos de rendidos “miguelangelistas”, tanto más, cuanto que había sido expresada por un extranjero, aunque, en realidad, el Greco no lo fuera tanto pero, sobre todo, suponiendo que realmente él hubiera emitido tal opinión.

Miguel Ángel: Sibila de Cumas. Capilla Sixtina.

Retomando la línea del tiempo: si es interesante conocer la opinión que El Greco despertó entre los tratadistas del XVII, tanto o más lo es conocer la postura que adoptaron ante su obra los pintores del Barroco. 

Un buen conocedor de la pintura española e italiana, dotado, además de gran talento como artista, fue Jusepe Martínez, de quien, sin embargo, como en el caso de Manzini, podemos dudar en lo que respecta al rigor histórico de las anécdotas que nos transmite, pero, también como en el caso del tratadista italiano, su opinión es la un experto que, en razón de sus múltiples vivencias y conocimientos, sin duda emite un juicio que no deja de resultar muy personal; en 1675, publicó sus “Discursos practicables del nobilísimo arte de la pintura”, en los que leemos: “(…) vino de Italia un pintor llamado Dominico Greco (…); trajo una manera tan extravagante que hasta hoy no se ha visto cosa tan caprichosa, que pondrá en confusión a cualquiera bien entendido para discurrir su extravagancia, porque son tan disonantes unas de otras, que no parecen ser de una misma mano”. 

Sigue Jusepe relatando algunos pasajes de la vida de El Greco que, en efecto, ilustran la discordancia de este, con los usos y costumbres de su tiempo, y presentan a un hedonista, tan refinado, que contrataba músicos privados para acompañar sus comidas; muy pródigo en dilapidar las cuantiosas ganancias que le reportaba un arte con el que se había granjeado un predicamento del que Martínez no sólo no duda, sino que lo subraya, junto con su tendencia a la ostentación, y su condición de afamado arquitecto, profundo en la alocución y poco imitado por causa de… su extravagancia.

Antes nos hemos referido a Francisco Pacheco y a Lázaro Díaz del Valle como dos tratadistas fundamentales del seiscientos que expresaron decididamente su juicio, ponderadamente encarecido a favor de El Greco. No sabemos si Diego Velázquez suscribiría estas posturas, pero es posible aventurar que el gran pintor sevillano no disintiera de su suegro ni de su íntimo amigo. Si acudimos a su obra, algo podemos aportar a favor de esta hipótesis: los estudiosos consideran que hay una doble vertiente en el retrato de la pintura moderna en España; la primera de ellas, la representa ese patrón de retrato frío, estático, dotado de una distanciada neutralidad aséptica que caracteriza al género en la corte de los Austrias mayores. La segunda es, en opinión de los mismos estudiosos, la iniciada por El Greco, con sus galerías de retratos de prohombres toledanos, en las que, todo el énfasis pictórico se pone en la captación de la psique de los retratados por medio de la importancia dada a la luz y al color frente al dibujo. Es, por tanto, opinión muy extendida que El Greco pudo legar a Velázquez un patrón de retrato que el artista de Sevilla elevaría a sus más altas cotas.

Otros críticos o comentaristas hablan de las vinculaciones entre la pintura barroca y El Greco a través de la Escuela Tenebrista, que, indudablemente, debería mucho a Caravaggio, pero cuyo primer representante en España fue Francisco Ribalta, vinculado a Pedro de Orrente, que perteneció al taller de El Greco, lo que conformaría un eje pictórico del que surgiría el arte del gran tenebrista español, José de Ribera, discípulo de Ribalta, y situaría a El Greco como origen remoto del Tenebrismo español. Con estas asociaciones, más o menos sostenibles, llegamos al final de una centuria, el siglo XVII, lo que nos sitúa ya, ante la Ilustración y del Neoclasicismo.

Los neoclásicos repudiaron el estilo personalísimo de El Greco, pero también el siglo XVIII, crítico e ilustrado, supo ver en él, las características de un gran artista.

El signo de la recepción de El Greco como artista y como hombre, en el siglo XVIII, es inequívoco. La visión variable, paradójica y, a veces, contradictoria, que hemos visto que se tuvo del Cretense en el XVII pasó a ser, en el XVIII, un largo catálogo de dicterios y tópicos cuando no un olvido, a propio intento, que deja bien a las claras la actitud desdeñosa con que la Ilustración y el Neoclasicismo trataron al artista. 

Parece, en cualquier caso, lógico que, aquel que había mostrado, en vida, una envanecida distancia con respecto a lo ordinario, entendida por casi todos como extravagancia y el que legó una obra en que la desproporción y la confrontación de luces, tanto diferían de la armonía luminosa del Renacimiento, no fuera tenido por artista modélico por parte de quienes preconizaban la reinstauración de los principios del equilibrio clásico. 

La evidencia del mensaje didáctico que debía mostrar toda obra de arte para ser considerada como tal, su funcionalidad pedagógica, pragmática, sujeta al rígido precepto horaciano de docere et delectare, hacía de El Greco la suma de la oposición al nuevo clasicismo. 

Por otra parte, la doctrina que instaba al retorno del naturalismo mimético clásico, al regreso anacreóntico a una Arcadia feliz, que debía ser el escenario –o la realidad única– de cuanto se plasmara en el lienzo, estaba fuera del universo de El Greco, que abandonó aquella naturaleza contemplativa tan renacentista y obligada, no sólo por el dictado de la Contrarreforma, sino también porque los paisajes del Cretense, sombríos, nocturnos, indefinidos en sus perfiles y violentamente confrontados en sus colores, eran el marco perfecto para reproducir el mundo de las ideas, de las creencias, de los sentimientos más profundos, y, en definitiva, del mundo interior. Semejante actitud sobrepasaba los límites, aceptados, o asumidos por todos, quizás no siempre con gusto, pero sí de hecho.

El primero de los teóricos del XVIII en los que vamos a detenernos es, acaso, el más importante de todos ellos; el sacerdote y tratadista Antonio Palomino, el Vasari hispano, autor de una obra magna, fuente historiográfica imprescindible; su Museo pictórico y escala óptica, editado en cuatro volúmenes entre 1715 y 1724, entre los cuales se ha estimado como más importante el tercero, "El Parnaso español, pintoresco y laureado", que contiene una nómina de biografías de artistas plásticos españoles de los siglos XVI y XVII, con una profusión de datos, tan exhaustiva y extensa como era inherente al espíritu del siglo. 

Acisclo Antonio Palomino de Castro y Velasco (1655-1726), de Juan Bautista Simó. 1726

El juicio de Palomino parece un eco de los emitidos sobre El Greco en el siglo XVII. Se detiene en su condición de discípulo de Tiziano del que, al desligarse de su taller, “trató de mudar de manera, con tal extravagancia que llegó a hacer despreciable y ridícula su pintura, así en lo descoyuntado del dibujo como en lo desabrido del color”

Como se ve, el término extravagancia, como marca o característica, casi -o sin casi-, exclusiva, del Greco, había adquirido ya calidad de tópico incluso a los ojos del más importante estudioso del período. Sin embargo, llama la atención la contradicción en la que parece incurrir Palomino cuando, de manera indudablemente voluntaria, omite reiteradamente el nombre de El Greco en muchos pasajes de su tratado donde el Cretense hubiera podido tener cabida por su valía y por los criterios empleados por el erudito en su obra. Sorprende, igualmente, la incongruencia de Palomino al exponer una opinión sobre El Greco que bordea el vilipendio [Pita Andrade] y, sin embargo, pese a que empieza su comentario, de forma muy negativa, sobre El entierro del Conde de Orgaz se refiera al Cretense como “gran pintor”. 

No es la primera vez -añadimos-, que, en ocasiones, la opinión reinante en los altos círculos, se convierte en ley que muy pocos se atreven a incumplir. 

Hay otro aspecto digno de destacar entre los referidos por Palomino sobre El Greco; en la parte de su estudio dedicada a Velázquez escribe: “En los retratos imitó a Dominico Greco, porque sus cabezas en su estimación nunca podían ser bastante celebradas; y a la verdad tenía razón en todo aquello que no participó de la extravagancia en que deliró a lo último: porque del Griego, podemos decir -remata triunfalmente el crítico, proponiéndonos una nueva postura en equilibrio inestable-: que lo que hizo bien, ninguno lo hizo mejor; y lo que hizo mal, ninguno lo hizo peor.” 

Ergo, sólo fue extravagante, a lo último. Pero, sobre todo, ante tan paradójico criterio, nos quedamos con la gran frustración de ignorar, qué fue, en concreto, lo que el Greco hizo mejor que ninguno.

Esta cita, la más famosa de Palomino en cuanto a El Greco, causa perplejidad al proceder de un especialista que, no obstante su capacidad de penetración y su agudeza de análisis, en lo concerniente a nuestro pintor, se limitó a reproducir un lugar común más que controvertido. Pese a todo, sus palabras se aceptaron como magister dixit durante mucho tiempo; así, por ejemplo, en el caso de Francisco Preciado de la Vega que en su Carta a Giambattista Ponfredi sobre la pintura española vuelve sobre la pertenencia del Greco a la escuela de Tiziano y, aun reconociendo su capacidad, lo califica, una vez más empleando adjetivos tan innovadores, como “ridículo” y ¿cómo no?, “extravagante”. 

Del mismo modo, sigue a Palomino, Gregorio Mayans y Siscar en su Arte de pintar, obra en la que, una vez más menciona la dependencia del Greco con Tiziano y pondera sus facultades como retratista, pero termina diciendo que no desarrolló tal potencialidad. 

Contemporáneo del anterior, Eugenio Llaguno, con tanto voluntarismo como escasa solvencia, afirma: “No hubo tal mudanza de manera, sino que, siguiendo siempre una manera árida y confusa, le salieron buenos los cuadros que hizo con mucho estudio y consideración, y malos y aun abominables los que hizo solo para salir del día”.

Mención aparte merece el Viage de España de Antonio Ponz, la monumental obra epistolar compuesta a petición del Conde de Campomanes. Las cartas en las que Ponz expresa su opinión sobre El Greco, aun aceptando la supuesta, pero consabida extravagancia, ensalza su "manejo de colores, inteligencia de luces y otras cosas que, con razón, atraen la curiosidad". Estas palabras son suficientemente ilustrativas de cómo el talante crítico de Ponz, pese a conservar cierta servidumbre con respecto a la obra de Palomino, deja traslucir ya el carácter crítico y la capacidad de dilucidación de un conocedor de su tiempo, que, además, cuando glosa la obra de El Greco en Santo Domingo el Antiguo, escribe: “Le aseguro a usted que solamente estas pinturas son bastante para constituir al Greco en el más alto grado de reputación entre los pintores”, a pesar de lo cual, vuelve a recurrir a la extravagancia al referirse a las obras compuestas en Madrid, como el retablo de doña María de Aragón, que compara, a la baja, con la elevación y grandeza de los que pueden contemplarse en Toledo.

Probable disposición de las pinturas en el retablo de doña María de Aragón.

Resurrección. Detalle

Pentecostés. Detalle.

Anunciación. Detalle. 

Observamos que, al contrario que en Concierto de Ángeles del Hospital Tavera (1608-14), arriba aludido y reproducido, en este caso, 1597-600, los ángeles-músicos, tienen alas. 

Otro notable ilustrado que emitió su opinión sobre El Greco, de acuerdo con Pita Andrade, es Gaspar Melchor de Jovellanos. Sabemos de él, que el marqués de la Florida, director de la Real Academia de Bellas Artes, lo nombró académico de honor, pese a que el condecorado no la frecuentaba. Al efecto, debía preparar una alocución, y fue así como escribió el Elogio de las bellas artes, de julio de 1781. En dicha obra, como ya lo había hecho Ponz, Jovellanos se refirió en muy distintos términos a la obra de El Greco llevada a cabo en El Escorial, y la realizada en Toledo. Con referencia a lo hecho en Toledo, reconocía en la aportación de El Greco “mucho esplendor a las artes toledanas”, honor que le hace “a pesar de su seco y desagradable estilo”. Pero, en realidad, se ocupa mucho menos de ponderar el talento de El Greco, que en alabar su empeño en elevar la dignidad de la pintura hasta su estimación como arte liberal, para lo cual, Jovellanos vuelve sobre el episodio del litigio de Illescas. Nos quedamos con su afirmación de que El Greco es más un pintor “idealista” que “naturalista”.

Después de Jovellanos, Juan Agustín Ceán Bermúdez, autor de un celebrado Diccionario histórico de los más ilustres profesores de las bellas artes en España, publicado en seis volúmenes, con el que se cierra el siglo, pues aparece en 1800. Al parecer, no hay nada en esta obra, que no estuviera ya dicho sobre El Greco; adopta una postura fluctuante entre el elogio a su capacidad, y los aprendidos calificativos: “desabrido, y extravagante”.

El 18 de mayo de 1830, José de Madrazo escribiría al infante coleccionista don Sebastián Gabriel, dándole su comedida opinión sobre “La Asunción” de Santo Domingo el Antiguo, de Toledo, recién adquirida por aquel, y dice: “La composición y el dibujo de este cuadro no tiene las extrabangacias de las obras de este autor...” (Citado por M. Águeda Villar, UCM).

Asunción. Retablo Sto. Domingo el Antiguo. 1577-79. Art Institute of Chicago.


2 comentarios:

  1. Buenas tardes, Clara. Te escribo desde la Fundación Ramón y Katia Acín.
    En el otro blog, Cuaderno de Sofonisba, hay un recuerdo a María Kushe de 2012, cuando falleció. Haces una perfecta referencia a su relación con Sol Acín Monrás y, aunque tarde, quiero agradecértelo. Me gustaría hablar por correo y conytarte algunas cosas de la Fundación. Mantengo la base documantal de la FRKA y la web y me han servido muchas cosas que publicas como referencia. Así que gracias y un muy cordial saludo. Emilio Casanova ecasanovag@movistar.es

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    1. Gracias, de corazón. Emilio, por este comentario, pero debo decirte, que el blog “Cuaderno de Sofonisba”, es obra exclusiva de mi hermana Concha, a la que yo también sigo y admiro, y con la que aprendo tanto de Arte. Así, puedes dirigirte a ella -su correo aparece en el “Cuaderno de Sofonisba”-. Gracias de nuevo y, ojalá, surja de aquí una excelente colaboración. Clara Díaz Pascual

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