viernes, 29 de octubre de 2021

CERVANTES y AVELLANEDA ● "No más conjeturas; ya hay sobradas, y ninguna verdadera."

 (Astrana Marín: Vida Ejemplar y Heroica de MCS, 1958).

Alonso Fernández de Avellaneda es el nombre del autor que aparece en el Segundo tomo del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, publicado, con pie de imprenta falso, en Tarragona, el año 1614. 


Se ha dicho taxativamente: nunca existió este “Avellaneda”, motivo por el cual, la investigación ha dedicado amplios trabajos a dilucidar quien pudiera ser el escritor que se ocultó bajo aquel nombre, pero han pasado más de cuatro siglos, y seguimos sin saberlo, ni tampoco, con qué finalidad publicó su obra, aunque se han ofrecido diversas teorías, todas debidamente fundamentadas, pero que, aunque probables, tampoco son concluyentes.

Así, aun dando por correcta la teoría de que Alonso Fernández de Avellaneda nunca existió -lo cual no deja de ser, a su vez, una teoría, aunque con evidentes signos de certeza-, a lo largo de cuatro siglos y hasta la actualidad, los críticos e investigadores no han dejado de proponer soluciones al enigma creado por el firmante del segundo y falso Quijote, luchando entre sí, cual aguerridos litigantes, y decimos bien, pues si el de Cervantes fue el Siglo de Oro -¿o de hierro, para él?-, este nuestro, sería el Siglo de Litio.

Pronto asistiremos a la no lejana batalla Canseco Vs. Figaredo, quien al parecer desertó de sus filas primeras para pasarse a las de Figueroa, como consecuencia de un análisis informático de su lenguaje, lo cual, no deja de sorprender, pues se basa en la existencia de similitudes lingüísticas entre Figueroa y Cervantes; ¿similitudes? ¿por qué habrían de sorprendernos?, y, más aún, ¿no las hallaríamos entre todos los escritores contemporáneos? Partiendo de la base de que, como decía Nebrija, “hay que escribir como se habla”, todos hablarían de forma muy parecida y con giros semejantes, solo diferenciados por las regiones de procedencia de cada uno, y aun considerando el caso de que tuvieran estudios académicos, todos asistirían a las mismas universidades, con los mismos maestros.., y no había tantas; en nuestro caso, Alcalá, Salamanca y Valladolid.

Para terminar con mis dudas asistemáticas, he de decir, que el Quijote de Avellaneda es bueno y entretenido, y que se pudo escribir como continuación, igual que sucedió con otras obras famosas, como, por ejemplo, Celestina o Lazarillo; aunque en esta ocasión tuvo en contra el hecho de que Cervantes alcanzara la gloria y el reconocimiento universal; realidad única, que nos ha llevado a analizar con lupa todo lo que aparezca más o menos relacionado con esta obra maestra. ¿Qué habría pasado si el autor del fraude, hubiera suplantado también el nombre de Cervantes? En su día, probablemente, nada; lo interesante era la aventura, y, como hemos dicho, muchas grandes obras tuvieron continuaciones hechas por autores que nada tenían que ver con el original. Quizás sea cierto que el señor Avellaneda, no pretendía sino “quitarle la ganancia” a Cervantes; ganancia que él no iba a percibir de todos modos, ya que, al parecer, los derechos, eran del editor.

Sin embargo, es cierto que crea una gran intriga la imposibilidad de saber, no ya quien fuera Avellaneda, sino quien podía estar detrás de aquel nombre. Ya no son las quasi infantiles disputas entre “Patacoja” y “Corcovilla”, es decir, Quevedo (con una malformación de nacimiento en los pies, y Juan Ruiz de Alarcón, que la sufrió igualmente, en la columna vertebral); ahora se trata de una cuestión de honor literario e histórico. ¿Qué pasaría, repito, si Avellaneda, puesto que la edición quedaba amparada por el secreto, hubiera firmado Miguel de Cervantes? ¿Y si lo que tenemos que preguntarnos, es: quién fue Miguel de Cervantes Saavedra? Teoría por teoría, son muy numerosas las referidas a su biografía, aunque hayan sido asumidas como verdades indiscutibles.

Vale

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Publicado en 1614, aparecía, impreso en Tarragona, por el librero Felipe Roberto, el Segundo tomo del ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, que contiene su tercera salida: y es la quinta parte de sus aventuras, compuesto por el licenciado Alonso Fernández de Avellaneda, natural de la villa de Tordesillas.

El libro era bueno; incluso, en el siglo XVIII, el bibliotecario de Carlos III, Blas Nasarre, afirmó que la obra de Avellaneda superaba en calidad a la de Cervantes, aunque su opinión tampoco debe sorprender, pues parece que se proponía ir contra corriente en cualquier caso, como medio para sorprender, y no podemos colegir hasta qué punto ofrece una opinión sincera o mínimamente razonable, cuando, del mismo modo, tacha a Lope y a Calderón de “corruptores del buen gusto”, en trabajos en los que, literariamente no aporta nada, aunque sí ofrece ciertos datos de interés.

Sea como fuere, insistimos, hasta hoy no ha aparecido ningún Alonso Fernández de Avellaneda, al que con “rara unanimidad”, todos los cervantistas consideran un seudónimo, sobre cuya identificación, se han ofrecido diversas posibilidades, aunque ninguna concluyente.

Recordemos a algunos de los candidatos propuestos para ser Avellaneda:

Blanco de Paz, el dominico chivato de Argel, hoy olvidado.

Fray Luis de Aliaga, el confesor real, también dominico.

Quevedo y Lope de Vega. Ya descartados, al menos como autores, aunque pudieron ser promotores. 

Pedro Liñán de Riaza, el escritor, probablemente toledano, amigo de Lope, cuyo trabajo sería terminado tras su fallecimiento, por Baltasar Elisio de Medinilla y Lope de Vega

Jerónimo de Pasamonte, autor de una “Vida y Trabajos...” y veterano de Lepanto.

Bartolomé y Lupercio Leonardo de Argensola, poetas e historiadores al servicio del conde de Lemos en Nápoles, que brindaron, pero no dieron su apoyo a Cervantes.

Cristóbal Suárez de Figueroa, escritor de conocimientos enciclopédicos.

Casi todos ellos han sido descartados como autores, es decir, no en todos los casos, como colaboradores o impulsores de la obra, quedando ahora la nómina reducida a los dos últimos; Suárez de Figueroa y los Argensola, los dos hermanos que suelen figurar juntos, bajo el nombre de “Los Lupercios”.

Ya conocemos al que siempre fue el principal candidato, Jerónimo de Pasamonte, quien redactó una “Vida y Trabajos”, que Cervantes leyó indudablemente, pero cuyo lenguaje no parece concordar con el empleado en el falso Quijote, ni tampoco es seguro que Cervantes se refiriera a él como tal, aunque sí le atacara por no hablar de la gloria de Lepanto, aunque es este un asunto que no aparece en el falso Quijote, sino en la “Vida y Trabajos” firmada por Pasamonte, del cual dijo Foulché-Delbosc, que “escribía tan mal como hablaba, o incluso peor”.

Resultan curiosas casualidades sobre ciertas relaciones entre los personajes objeto de las propuestas precedentes; por ejemplo, Cervantes acusó a los Argensola de no llamarlo a la corte napolitana del conde Lemos, después de habérselo prometido, mientras que el “peleón” Suárez de Figueroa -también candidato a trabajar en Nápoles-, acusa a Cervantes de haberle hecho a él, exactamente lo mismo, ante el mismo personaje, motivo por el cual, también se supone, entre otras causas, que intervendría en el falso Quijote.

Como resultado de un amplio análisis del léxico, concluyó Martín de Riquer, que aquel Cristóbal Suárez de Figueroa sería el verdadero autor de la obra y que se trataría de la citada venganza contra Cervantes por haberse interpuesto en sus planes de acompañar al Conde de Lemos -sobrino y yerno del duque de Lerma-, a Nápoles, donde había sido enviado como virrey. Figueroa se desplazó a Barcelona en un intento de embarcarse con el séquito del nuevo virrey, pero no consiguió audiencia. Rabioso por ello, según se dice, pues su ira debería dirigirse a los “Lupercios”, deslizó en su libro España defendida unas durísimas estrofas contra Cervantes, como “curioso impertinente” (¿por qué?) quien, a su vez, le satirizó en el conocido episodio de la imprenta de Barcelona.


Sea quien fuere el “curioso impertinente” que se las daba de ‘heroico’, Figueroa alude al nombramiento de Pedro Fernández de Castro, conde de Lemos, como Virrey de Nápoles. Era su secretario Lupercio Leonardo de Argensola, con el encargo de seleccionar la corte literaria de que el Conde deseaba acompañarse. Figueroa, por su formación académica, por su conocimiento de la lengua, por su experiencia anterior en Italia, por su relativa juventud (39 años por entonces), bien podría haber sido de los elegidos. Próximo a lograrlo, según hemos leído, insistió en su pretensión hasta el último instante: Intentélo; mas impidióme la entrada un eclesiástico, a quien entregué la obra dirigida. 

Tampoco tuvo éxito Cervantes (que, en El Viaje del Parnaso (1614) se quejó de que los Argensola, le dieron falsas esperanzas. Se cree que también viajó infructuosamente a Barcelona, aunque le consolaría la ayuda económica que acabaría recibiendo; pero a Figueroa el humillante fracaso debió marcarle. Aquí empezaría a formarse aquella ‘monstruosidad moral’ (Menéndez Pelayo): soberbio y rencoroso (‘no me descuido ni descuidaré jamás en la puntual merecida correspondencia’, decía en 1621 en el prólogo de sus Varias noticias), no podía perdonar a quien le ocasionó tan grave perjuicio. Por cierto, en nuestro libro: Cervantes, Figueroa y el crimen de Avellaneda propusimos, basándonos en el análisis del léxico, que Cristóbal Suárez de Figueroa fue el verdadero autor del Quijote apócrifo; pero no encontrando razón para que se tomase tal revancha del heroico autor de El curioso impertinente, apuntamos que su aversión por Cervantes tendría relación con este asunto del conde de Lemos. Si por entonces hubiésemos leído aquellas octavas de esta España defendida…

(Suárez Figaredo, Prólogo de “La España Defendida”.

Recordemos, pues, el capítulo de la visita de don Quijote a la imprenta; este sí, de Cervantes, en el que, tras un divertido incidente, -el de la “cabeza parlante”- (escribe Martín de Riquer) Don Quijote visita una imprenta, lo que propicia comentarios literarios sobre los libros que allí se están componiendo y estampando, y que Cervantes opine sobre el arte de traducir y, sobre todo, lance un nuevo ataque a Avellaneda, lo que vuelve a revelarnos hasta qué punto le indignó y le condicionó el recuerdo de la novela apócrifa en la redacción de la Segunda parte del Quijote. Desde este punto de vista, se nos hace más patente la genialidad cervantina de hacer que convivan el autor apócrifo y su mundo con ciertos elementos de su continuación, por más que dejase una serie de cabos sueltos que nos sirven para constatar las dificultades que hubo de salvar.

Quijote, II Parte, Cap. LXII. (BVMC)

Sucedió, pues, que yendo por una calle alzó los ojos don Quijote y vio escrito sobre una puerta, con letras muy grandes: «Aquí se imprimen libros», de lo que se contentó mucho, porque hasta entonces no había visto emprenta alguna y deseaba saber cómo fuese. Entró dentro, con todo su acompañamiento, y vio tirar en una parte, corregir en otra, componer en esta, enmendar en aquella, y, finalmente, toda aquella máquina que en las emprentas grandes se muestra. Llegábase don Quijote a un cajón y preguntaba qué era aquello que allí se hacía; dábanle cuenta los oficiales; admirábase y pasaba adelante.

 ... ... ...

Osaré yo jurar —dijo don Quijote— que no es vuesa merced conocido en el mundo, enemigo siempre de premiar los floridos ingenios ni los loables trabajos. ¡Qué de habilidades hay perdidas por ahí! ¡Qué de ingenios arrinconados! ¡Qué de virtudes menospreciadas! Pero, con todo esto, me parece que el traducir de una lengua en otra, como no sea de las reinas de las lenguas, griega y latina, es como quien mira los tapices flamencos por el revés, que aunque se veen las figuras, son llenas de hilos que las escurecen y no se veen con la lisura y tez de la haz; y el traducir de lenguas fáciles ni arguye ingenio ni elocución, como no le arguye el que traslada ni el que copia un papel de otro papel. Y no por esto quiero inferir que no sea loable este ejercicio del traducir, porque en otras cosas peores se podría ocupar el hombre y que menos provecho le trujesen. Fuera desta cuenta van los dos famosos traductores: el uno el doctor Cristóbal de Figueroa, en su Pastor Fido, y el otro don Juan de Jáurigui, en su Aminta (*), donde felizmente ponen en duda cuál es la tradución o cuál el original. (Atención a la favorable referencia a Cristóbal de Figueroa/supuesto Avellaneda, radicalmente opuesta a la que, acto seguido va a dedicar a quien hubiera compuesto la falsa segunda parte, lo que daría a entender que, sin duda, no está pensando en la misma persona, primero famoso y feliz traductor y después, puerco al que ha de llegar su San Martín.).

(*) De Torquato Tasso; la traducción de Juan de Jáuregui se publicó en Roma, 1607. Juan de Jáuregui, poeta y pintor, es el autor a quien Cervantes atribuye el retrato que no pudo poner en las Novelas ejemplares.

Pasó adelante y vio que asimesmo estaban corrigiendo otro libro, y, preguntando su título, le respondieron que se llamaba la Segunda parte del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, compuesta por un tal, vecino de Tordesillas.

Ya yo tengo noticia deste libro —dijo don Quijote—, y en verdad y en mi conciencia que pensé que ya estaba quemado y hecho polvos por impertinente; pero su San Martín se le llegará como a cada puerco, que las historias fingidas tanto tienen de buenas y de deleitables cuanto se llegan a la verdad o la semejanza della, y las verdaderas tanto son mejores cuanto son más verdaderas.

Y diciendo esto, con muestras de algún despecho, se salió de la emprenta.

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“Sea quien fuere -escribió Suarez Figaredo-, el “curioso impertinente” que se las daba de “heroico”; Figueroa alude al nombramiento de Pedro Fernández de Castro, conde de Lemos, como Virrey de Nápoles. Era su secretario Lupercio Leonardo de Argensola, con el encargo de seleccionar la corte literaria de que el Conde deseaba acompañarse. Figueroa, por su formación académica, por su conocimiento de la lengua, por su experiencia anterior en Italia, por su relativa juventud (39 años por entonces), bien podría haber sido de los elegidos. Próximo a lograrlo, según hemos leído, insistió en su pretensión hasta el último instante, al punto que: 

Intentelo; mas impidiome la entrada un eclesiástico (Acaso Bartolomé), a quien entregué la obra dirigida. Dificultome tanto la audiencia…, que resolvió mi cólera no esperarla. Valime también de un médico, que dio muerte, en vez de salud, a mi esperanza. Hallé tan sitiado al Conde de ingeniosos, que le juzgué inaccesible… Desahuciado, pues, deste homicida familiar (cuya intención, sin duda, no fue buena, por haber considerado estrecha provincia la que es tan dilatada, para entrar a parte de las mercedes del señor que la había de gobernar), di vuelta desde Barcelona a Madrid sin… ver el rostro del que había sido principal motivo de aquel viaje. (El Pasajero”, Alivio VIII).

La realidad fue -siguiendo a S. Figaredo-, que:

Tampoco tuvo éxito Cervantes, aunque le consolaría la ayuda económica que acabaría recibiendo -tampoco sabemos, cómo, ni por qué, ni por medio de quién-; pero a Figueroa el humillante fracaso debió marcarle. A falta de otros tan graves antecedentes, aquí empezaría a formarse aquella ‘monstruosidad moral’ (*): soberbio y rencoroso (no me descuido ni descuidaré jamás en la puntual merecida correspondencia’, decía en 1621 el prólogo de sus Varias noticias), no podía perdonar a quien le ocasionó tan grave perjuicio. 

(*) Quizá se excedió M. Menéndez Pelayo en Historia de las ideas estéticas en España. (Nota de S. Figaredo).

Por cierto, en nuestro libro Cervantes, Figueroa y el crimen de Avellaneda propusimos, basándonos en el análisis del léxico (entre el “Avellaneda” y El Pasajero), que Cristóbal Suárez de Figueroa fue el verdadero autor del Quijote apócrifo; pero no encontrando razón para que se tomase tal revancha del heroico autor de El curioso impertinente, apuntamos que su aversión por Cervantes tendría relación con este asunto del conde de Lemos. Si por entonces hubiésemos leído aquellas octavas de esta España defendida… (E. Suarez Figaredo: Prólogo estudio de “La España Defendida”, de Suárez de Figueroa. 2006).

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Don Quijote, como por casualidad, descubre, en el capítulo LIX de la Segunda Parte de la obra “verdadera” dedicada a él, que existe ya una continuación de su “historia”. Por lo que lee, Don Quijote está más que molesto, ya que aparece como desenamorado de Dulcinea. Evidentemente, delante y detrás de semejante disgusto de Don Quijote, está, naturalmente, el de Cervantes, quien hace que un personaje de la obra de Avellaneda, el granadino Álvaro Tarfe, aparezca en la suya (capítulo 72). 

Para hacer constar la falsedad de la obra de Avellaneda, ante un escribano y el alcalde del “lugar” donde se encuentran, jurídicamente y “con todas las fuerzas que en tales casos debían hacerse”, Tarfe declara que el Don Quijote de la obra de Avellaneda no corresponde a la “auténtica”. 

Más adelante, Altisidora cuenta que, en una visión, ve que los diablos del infierno usan el libro de Avellaneda como pelota, comentando uno que es tan malo “que si de propósito yo mismo me pusiera a hacerle peor, no acertara”.

Aún más, aparece entonces el nombre verdadero de Don Quijote: Alonso Quijano, que en la Primera Parte no se especifica, pero que entonces sirve para recalcar la falsedad de la continuación de Avellaneda, que llama Martín Quijada al protagonista.

En su testamento, Alonso Quijano condena otra vez al “autor que dicen que compuso” la obra de Avellaneda; un “escritor fingido y tordesillesco”, y nada más, de lo que se podría deducir que Cervantes sabía que Avellaneda era un seudónimo, pero que no llegó a identificar a quien representaba.

El texto también sugiere que Cervantes hizo morir a Alonso Quijano, para que no pudiera “hacer nueva salida”, como dice en el último párrafo de la obra.

Es posible que, en cierto modo, los ataques de Cervantes fueron contraproducentes para él mismo, pues promovió que los lectores acudieran y acudan todavía, a la obra de Avellaneda, aunque solo fuera movidos por la curiosidad, cuando, sin sus comentarios, seguramente, la novela habría pasado desapercibida, como tantas otras falsas continuaciones.

Por otra parte, también es muy posible que sin el estímulo que le proporcionó la obra de Avellaneda, Cervantes no hubiera terminado la suya, abandonada, al menos aparentemente, durante doce años, a pesar de que, el hecho de hablar del Avellaneda en el capítulo 59, II, podría significar que tenía aquella parte muy adelantada cuando tuvo noticia de defraudador, quienquiera que fuese.

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No es nueva, pero sí poco conocida y curiosa, por la anécdota en la que se basa, la adjudicación de la autoría del apócrifo a los hermanos Argensola, propuesta por el portugués Jordao de Freitas, en 1916, publicada por Theophilo Braga, con el título: “A propósito de una comunicación académica del sr. Dr...” de la que resulta lo siguiente:

“Hoy podemos determinar con rigor cual de estos cuatro individuos fue la individualidad oculta bajo el nombre de Avellaneda; ciertos caracteres apuntados en la personalidad anónima coinciden con el escritor de la segunda parte apócrifa de D. Quixote. Hasta hoy se leía como seudónimo algo que hemos conseguido leer como anagrama. 

Así, las treinta letras que hay en Alonso Hernández Avellaneda dan, combinadas entre sí Bartholomeo Leonardo Argensola.”

Después añadía Freitas:

“Mas tarde —cuando mi artículo había sido ya publicado-, la Academia imprimió el estudio del sr. dr. Theophilo Braga con un desarrollo mayor del que tenía al ser leído en la sesión de homenaje, y completamente refundido por su autor.” De esta resulta, según critica el recopilador, que:

“En la edición refundida, el anagrama ya no es de Bartholomé Argensola, sino el de su hermano Lupercio —de quien ¡ni el nombre se citó en el trabajo leído en aquella sesión!”

Sea como fuere, del asunto de los “Lupercios”, queda mucho por decir, y de ello ya se ocupó Cervantes, de forma que, sin duda, dejaría “chico” a Pasamonte. Es de destacar que, a pesar de toda esta apariencia, Cervantes, no ahorrará halagos, que incluso llegan a sonar hoy como serviles, al conde de Lemos.

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Veamos cómo se refiere Cervantes a los Argensola, y como habla del Conde de Lemos.

Los Argensola, o los “Lupercios”.

Viaje al Parnaso

Mandóme el del alígero calzado (Mercurio)

que me aprestase y fuese luego a tierra

a dar a los LUPERCIOS un recado,

«Señor», le respondí, «si acaso hubiese

otro que la embajada les llevase,

que más grato a los dos hermanos fuese

«Que no me han de escuchar estoy temiendo»,

le repliqué;

que tienen para mí, a lo que imagino,

la voluntad, como la vista, corta.

Pues si alguna promesa se cumpliera

de aquellas muchas que al partir me hicieron,

lléveme Dios si entrara en tu galera.

Mucho esperé, si mucho prometieron,

mas podía ser que ocupaciones nuevas

les obligue a olvidar lo que dijeron.

(BVMC)

La Dedicatoria al Conde de Lemos

Eugenio Oliva y Rodrigo. Cervantes en sus últimos días, escribe la dedicatoria del Quijote al conde de Lemos. 1883. MNP. No expuesto.

...en Nápoles tengo al grande conde de Lemos, que, sin tantos titulillos de colegios ni rectorías, me sustenta, me ampara y hace más merced que la que yo acierto a desear.

...con esto me despido, ofreciendo a Vuestra Excelencia Los trabajos de Persiles y Sigismunda, libro a quien daré fin dentro de cuatro meses, Deo volente, el cual ha de ser o el más malo o el mejor que en nuestra lengua se haya compuesto, quiero decir de los de entretenimiento; y digo que me arrepiento de haber dicho el más malo, porque según la opinión de mis amigos ha de llegar al estremo de bondad posible. Venga Vuestra Excelencia con la salud que es deseado, que ya estará Persiles para besarle las manos, y yo los pies, como criado que soy de Vuestra Excelencia. De Madrid, último de otubre de mil seiscientos y quince.

Criado de Vuestra Excelencia,

Miguel de Cervantes Saavedra. Quijote II.

(BVMC)

“El tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan y, con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir. Y quisiera yo ponerle coto hasta besar los pies a Vuestra Excelencia, bueno en España, que me volviera a dar la vida. Pero si está decretado que la haya de perder, cúmplase la voluntad de los cielos y, por lo menos, sepa Vuestra Excelencia este mi deseo, y sepa que tuvo en mí un tan aficionado criado de servirle que quiso pasar aún más allá de la muerte mostrando su intención”. (Persiles)

Además, del Persiles y de la II Parte del Quijote, Cervantes dedicó a Lemos las Novelas Ejemplares y las Comedias y Entremeses. “Pese a que los investigadores apenas han podido encontrar testimonios históricos de la época, en los que se haga referencia a esta relación.” (MCS-Lemos). Manuela Sáez.

Suárez Figaredo, que se confiesa antiguo seguidor de la doctrina Pasamonte, pasó a adoptar la de Figueroa, con una amplia y convincente explicación, a pesar de la cual, todo parece indicar que nos quedaremos sin saber quién fue, en realidad, el autor que se encubrió con la capa de Avellaneda. ¡Qué pena que no hubiera un Esquilache para acortar capas y recoger alas de sombrero que dificultan la identificación literaria!

Por otra parte, ¿qué decir de la halagadora referencia de Cervantes -arriba citada-, a la traducción de Figueroa, del “Pastor Fido” de Guarini?:

“Y no por esto quiero inferir que no sea loable este ejercicio del traducir; porque en otras cosas peores se podría ocupar el hombre, y que menos provecho le trujesen. Fuera desta cuenta van los dos famosos traductores: el uno, el doctor Cristóbal de Figueroa, en su Pastor Fido, y el otro, don Juan de Jáuregui, en su Aminta, donde felizmente ponen en duda cuál es la traducción, o cuál el original” 

Miguel de Cervantes, El ingenioso hidalgo DQM, Cap. LXII, Parte I.

Seguramente, Cervantes no habría escrito esto si pensara que Figueroa era Avellaneda. Y, si Cervantes no lo pensó, ¿por qué pensarlo nosotros?

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Veamos, sin más tardanza y, a modo de colofón, el trabajo de Suárez Figaredo, con los ojos de Gómez Canseco, sin que ello implique una toma de partido, que no es nuestro objetivo.

El método que se sigue en el libro—y no se entienda esto como crítica— dista de ser científico o académico. Se reproducen con demasiada frecuencia extensos textos ya editados con anterioridad, casi nunca se menciona la fuente bibliográfica de esos textos, como tampoco se facilitan las referencias de las citas de otros autores. 

En realidad, lo que parece presentarse como gran baza metodológica del libro es la búsqueda informática de lo que el autor llama “tics” lingüísticos de Avellaneda. Suárez Figaredo los cataloga, los enumera y los compara numéricamente con su presencia en otros textos del Siglo de Oro, a saber, Don Quijote, Persiles y Sigismunda y las Novelas ejemplares de Cervantes, Marcos de Obregón de Vicente Espinel, La pícara Justina de López de Úbeda, Los cigarrales de Toledo de Tirso de Molina, La peregrinación sabia y El sagaz Estacio de Salas Barbadillo, El buscón de Quevedo y El bachiller Trapaza de Castillo Solórzano. Todo queda resumido en unas muy vistosas tablas, que sirven de complemento informático a la candidatura de Suárez de Figueroa.

En medio de todo eso, hay ocasión para defender literariamente el libro de Avellaneda, del que asegura, en comparación con el de Cervantes, que está escrito “sin incurrir en un solo fallo de memoria” y “redactado a paso tirado, con fluidez, sin incurrir en dudas ni parones” (63 y 69). Más allá de esa concepción romántica de la escritura que presenta a un Avellaneda iniciando la composición por el primer folio y terminando por el último, parecen excusarse la falta de planificación de buena parte de la trama, el desentendimiento del tiempo narrativo y hasta errores tan “cervantinos” como el extraño recorrido de don Álvaro Tarfe, que sale de Granada y anuncia su vuelta a Córdoba. Por no hablar del frecuente desaliño estilístico de Alonso Fernández de Avellaneda. 

Hasta los impresores del Quijote tarraconense aparecen ennoblecidos, como responsables de un volumen hecho “con el mismo esmero que cualquier otro libro de principios del s. XVII: una linda Portada, su Tabla índice, las preceptivas Aprobación y Licencia... No es una chapuza, no le falta nada de lo exigible a un libro que vaya a comercializarse” (55). 

Parece que se obvia que la obra salió sin licencia civil y sólo con la autorización del arzobispado de Tarragona, y que no llevaba testimonio de erratas, a pesar de que, sólo en el folio y medio del prólogo, se registran seis, y algunas considerables, como sinomonos por sinónimos o Arcanas por Arcadias. Eso sin hablar del descuido y la cantidad de errores que se acumularon en numerosos folios del libro definitivo. No se ha sustraído el autor al gusto—tan avellanedesco— de los anagramas y hasta propone uno nuevo: “También nos extraña que del título Le Bagatele, libro del que se habla en el Cap. DQ-II-62 nadie haya extraído ‘El ba[stardo] Ga[briel] Te[l]le[z]’” (24), que me pasó desapercibido tantas veces como he leído y leo el pasaje. Incluso una propuesta atractiva y plausible, como la identificación de Vicente de la Rosa con el poeta y músico Vicente Espinel, choca con el escollo de que, en la princeps, el apellido se alterna con “de la Roca.”

La segunda parte del libro defiende la identificación de Cristóbal Suárez de Figueroa como Alonso Fernández de Avellaneda sobre la base de la coincidencia en los mencionados “tics” lingüísticos, que se detallan con profusión y con tablas informáticas. Pero cuando se llega al móvil, asunto imprescindible en esta suerte de tramas criminales, Suárez Figaredo confiesa no haber podido “detectar en DQ-I el sinónomo [sic] voluntario que apunte a Figueroa.

Tampoco encuentra la razón para tanto odio. A todo eso hay que añadir lo referido a Lope de Vega: unas veces se pasa de puntillas sobre el asunto y otras se interpretan los elogios a Lope como ironías, para excusar la defensa que de él hace el segundo Quijote. Recuérdese que el único nombre que expresamente citó Avellaneda fue el de Lope, furúnculo entonces del glúteo cervantino, al que el Apócrifo copió, defendió y veneró hasta el sahumerio. El problema es que, como el mismo autor reconoce, “Figueroa no era más lopista que Cervantes”. Ante tantas dudas, la conclusión tiene que ser necesariamente elusiva: “¿Actuó solo Figueroa? ¿Alguien le daba ideas, le veía la gracia, le revisaba lo escrito? ¿Fue suya la iniciativa? ¿Fue sólo el pistolero que aceptó un encargo que en lo personal no le desagradaba? Sí, aún quedan incógnitas, pero parece que ahora sí estamos cerca, muy cerca de desenmascarar a Avellaneda” (212).

La labor emprendida por el autor ha sido enorme para tales conclusiones. Aun así, Enrique Suárez Figaredo, director de la colección Clásicos Carena, anuncia en la última página del libro tres nuevas entregas: “El Quijote ‘de Avellaneda’ de Suárez de Figueroa,” “El pasajero, de Cristóbal Suárez de Figueroa” y una “Edición comentada del Quijote de Cervantes, de Suárez Figaredo” (390). Bien venidas sean en nombre de Plinio.

En fin, este Cervantes, Figueroa y el crimen de Avellaneda, como otros de su género, resulta un libro curioso y fácil de leer. Como ocurre con algunas de estas obras, uno se deja llevar con gusto por los vericuetos de la argumentación y, por un momento, les da crédito. Por mi parte, Dios me libre de afirmar que don Cristóbal Suárez de Figueroa no fue el atravesado Alonso Fernández de Avellaneda. Ni don Jerónimo de Pasamonte. Ni el mismo Lope. No lo sé. No es la primera, ni será la última vez que se indague en ese pequeño misterio literario. Otros lo han hecho a lo largo de siglos y, en su momento, consideraron sus argumentos igualmente firmes e incontestables. Yo también me cuento entre aquellos “que se cansan en saber y averiguar cosas que, después de sabidas y averiguadas, no importan un ardite al entendimiento ni a la memoria” (Don Quijote II, 22). Quizás algún día aparecerá un manuscrito que nos desvele si fue Suárez de Figueroa, Pasamonte o el mayordomo el autor de este criminal Quijote todavía de Avellaneda. O acaso, no.

De: Luis Gómez Canseco: Cervantes: Bulletin of the Cervantes Society of America (25.1.2006). Referido a: Enrique Suárez Figaredo. Cervantes, Figueroa y el crimen de Avellaneda. Que trata de quién fuesse el verdadero autor del falso Quixote. Añádese su vida, y obras. Barcelona: Carena, 2004.

A modo de colofón: 

En los últimos años parece haber surgido un movimiento de rehabilitación de la denostada figura de Alonso de Avellaneda.

Con motivo del IV Centenario de la publicación el “Ingenioso Caballero” de Cervantes, la BNE presentó una Exposición con algunas de las ediciones del Quijote...de Avellaneda. Parece ironía, pero es verdad. 

Segundo tomo del ingenioso hidalgo don Quixote de la Mancha. En Tarragona en casa de Felipe | Roberto, Año 1614. BNE, CERV.SEDÓ/8669 (Ejemplar 2)

La nota pegada, habla claramente del “fraile dominico Fr. Luis de Aliaga [como] verdadero autor de este libro [confesor de Lerma y de Felipe III], añadiendo unos versos que le dedicara Villamediana, “Sancho Panza, confesor/del ya difunto monarca/que de la vena del arca/fue en Osuna sangrador”.

Recordemos al todo poderoso Aliaga, gran Inquisidor, promotor de la expulsión de los moriscos y confesor del rey; pronto vendrá a estas páginas.

Por fortuna, las curiosidades en este terreno, no terminan nunca y, por tanto, no parece que nos vayamos a quedar en ayunas, como si ya todo estuviera dicho.

El folleto de la Exposición, publicado en Internet por la BNE, decía entre otras cosas:

EL ÉXITO DEL QUIJOTE DE 1605 La Primera parte del Quijote de Cervantes fue un enorme éxito comercial. Se ha dicho, con razón, que fue un best-seller de la época. Sus ediciones se multiplicaron en el mismo año de su aparición. La príncipe —impresa en diciembre de 1604, aunque en la portada se estampó la fecha de 1605— se agotó en unos meses, por lo que el editor, Francisco de Robles, se apresuró a encargar a Juan de la Cuesta, el impresor, una nueva estampa, que apareció probablemente a finales de la primavera de 1605. A esta segunda salida madrileña se le habían adelantado ¡dos! ediciones lisboetas: de Jorge Rodríguez y de Pedro Crasbeeck. Y muy poco después, en el verano del mismo año de 1605, Pedro Patricio Mey imprimiría en Valencia otra nueva tirada. ¡Cinco ediciones en solo un año! ¡Todo eso en una sociedad en la que aproximadamente el 90% de la población no sabía leer! La historia de don Quijote divirtió a miles de españoles y [otros] europeos de muy distinta condición social y formación. Desde los analfabetos, que se hacían leer la obra, a los doctores; desde el rey hasta los pajes de su cámara... Muchos estaban deseosos de que apareciera la prometida Segunda parte y tercera salida de Don Quijote, pero pasó un día y otro día, un mes y otro mes pasó [*], y seis, siete, ocho, [**] nueve años después, la promesa seguía incumplida. (Es decir, interpretando con libertad; la culpa la tuvo Cervantes, por retrasarse tanto en la prometida publicación de su II Parte).

[*] 

Pasó un día y otro día,

un mes y otro mes pasó,

y un año pasado había;

mas de Flandes no volvía

Diego, que a Flandes partió.

A buen Juez, mejor testigo. Zorrilla.

[**]

“El barquito chiquitito”, canción infantil tradicional.

...


EL SABIO ALISOLÁN TOMA EL RELEVO DEL LEGO CIDE HAMETE Cuando ya habían transcurrido cinco años sin que se tuviera noticia de ella, un individuo culto, muy culto —no era un ingenio lego, sin estudios, como se dijo de Cervantes—, pero admirador de la literatura popular que encarnaban tanto el Quijote como las comedias de Lope de Vega, decidió cumplir la promesa, al parecer olvidada por el primer autor. Así debió de nacer el Quijote firmado por Alonso Fernández de Avellaneda. No sabemos la fecha en que se compuso, pero en los primeros párrafos alude a un hecho histórico y social de extraordinaria trascendencia: 

El sabio Alisolán, historiador no menos moderno que verdadero, dice que, siendo expelidos los moros agarenos de Aragón, de cuya nación él decendía, entre ciertos anales de historias halló escrita en arábigo la tercera salida que hizo del lugar del Argamesilla el invicto hidalgo don Quijote de la Mancha, para ir a unas justas que se hacían en la insigne ciudad de Zaragoza. Los moriscos de Aragón fueron «expelidos» en virtud de las órdenes que el gobierno del duque de Lerma hizo públicas el 10 de mayo de 1610. Posiblemente, esa es la fecha aproximada en que el autor se dispuso a redactar su obra. Si aceptamos esa fecha, todo encaja razonablemente bien. En tres años el tal Avellaneda compondría su novela y se decidiría a publicarla, cosa que hizo en Tarragona, en la imprenta de Felipe Roberto, en el verano de 1614.

La aparición de este impreso ha estado rodeada de misterios. Incluso se ha sostenido (con muy poco fundamento) que el libro no se imprimió ni en la ciudad ni en la imprenta que figuran en la portada. Durante casi cuatrocientos años la crítica afirmó que este Segundo tomo del Ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha no tuvo éxito alguno y que solo conoció una edición en el siglo XVII. Sin embargo, en 2007 Enrique Suárez Figaredo (en su artículo «La verdadera edición príncipe del Quijote de Avellaneda». Lemir, 11, pp. 79-102) observó que, entre los ejemplares conservados en la Biblioteca Nacional de España, con pie de imprenta de 1614, existían diferencias notables, que solo podían explicarse si el libro se había compuesto y editado dos veces. En efecto, tal y como puede apreciar el que se acerque a la vitrina en que se exponen los ejemplares de las ediciones antiguas o se fije en las reproducciones fotográficas que aparecen en este folleto, las portadas de los volúmenes {1 en imagen, arriba} (CERV.SEDÓ/8669) y {2} (U/3352) presentan el mismo texto y la misma disposición, pero no se han estampado con la misma plancha.

Con ellos podemos ejercitarnos en el conocido juego de las siete diferencias. [...]

El relato de Avellaneda quedó en el olvido y tardaría más de un siglo en volverse a editar en español. En 1704 los redactores del Diario de los sabios, en su número del 31 de marzo, al reseñar la adaptación francesa de Lesage, confiesan: «no podemos decir si esta traducción es fiel porque no habemos visto el original español». En 1732 se puso de nuevo al alcance de los lectores, con el título de Vida y hechos del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha {3}. Curiosamente no se presentó como la continuación del Quijote de 1605, sino como un complemento de las dos entregas cervantinas. Obsérvese que en la portada se dice que contiene la cuarta salida (mientras que en las ediciones de 1614 se lee tercera salida, que es la que realmente narró Avellaneda) y que se numera como Parte II, tomo III (es decir, el que sigue a los dos publicados por Cervantes). Algunas frases de la aprobación de 1732, firmada por Agustín de Montiano y Luyando, han provocado siempre la sorpresa y la indignación de los cervantistas:

...ningún hombre juicioso sentenciará a favor de lo que Cervantes alega, si forma el cotejo de las dos segundas partes; porque las aventuras de este don Quijote [el de Avellaneda] son muy naturales, y que guardan la rigurosa regla de la verosimilitud; su carácter es el mismo que se nos propone desde su primera salida, tal vez menos extremado, y por eso más parecido; y en cuanto a Sancho, ¿quién negará que está en el de Avellaneda más propriamente imitada la rusticidad graciosa de un aldeano? […] No es frío y sin gracejo como Cervantes quiere; sus sales tiene no poco gustosas...

En esos elogios le había precedido el adaptador francés Alain-René Lesage; pero hoy nuestro criterio es muy otro: consideramos que las calidades, y en especial el humor, de los Quijotes cervantinos son muy superiores, infinitamente más modernos que los de la novela de 1614. El arte de Cervantes ha sabido navegar por el proceloso piélago del tiempo y ha encontrado siempre nuevos y admirados lectores. El de Avellaneda está más anclado en su siglo: es una estimable muestra de la estética y las ideas de la sociedad barroca. No es poco.

DE LA MANO DE LESAGE: LA AVENTURA INTERNACIONAL DEL QUIJOTE DE AVELLANEDA Antes de que la Vida y hechos del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha volviera a ver la luz en Madrid, la obra había conocido un sorprendente éxito internacional. La traducción y adaptación francesa de René Lesage Nouvelles avantures de l’admirable don Quichotte de la Manche (Imagen 4) había aparecido en París en 1704. Se trata de una versión extremadamente libre, ampliada y depurada, que incorpora elementos de la Segunda parte cervantina. Este nuevo Quijote, construido a medias entre Avellaneda y Lesage, gozó de excelente acogida en la Europa del siglo XVIII. Mientras el original dormía el sueño de los justos en los olvidados impresos de 1614, la adaptación francesa merecía los honores de verse reeditada con cierta frecuencia, no solo en Francia, sino también en Holanda, Bélgica e Inglaterra, y traducida a otras lenguas europeas. Rápidamente, en 1705, se pudo leer la versión inglesa (Imagen 5); en 1706, la neerlandesa (Imagen 6) y en 1707 la alemana, que apareció en Copenhague. En la vitrina puede verse la traducción de F. J. Bertuch, en la edición realizada en Weimar y Leipzig entre 1775 y 1777 {7}. Así pues, a través de esta adaptación francesa, el Quijote de Avellaneda recorrió la Europa de la Ilustración al lado de las numerosas ediciones traducidas del original cervantino. Puede afirmarse incluso que la edición madrileña de 1732 debe su existencia al éxito cosechado por la versión de Lesage.


RIGOR Y MODERNIDAD: LAS NUEVAS EDICIONES DEL QUIJOTE DE AVELLANEDA. A pesar de la excelente acogida, incluso del renombre alcanzado en toda Europa por el Quijote de Avellaneda con la ayuda de Lesage, la obra original no volvió a editarse en España a lo largo del siglo XVIII. Hubo que esperar a 1805 para que la madrileña Imprenta de Villalpando lanzara al mercado una nueva estampa en dos volúmenes, que se reimprimió al año siguiente. Un nuevo salto en el tiempo hasta que en 1851, Cayetano Rosell la incorpora al tomo XVIII de la «Biblioteca de autores españoles». A partir de esta fecha, se sucederán las ediciones de la novela, algunas con bellas encuadernaciones de época, como la barcelonesa de Daniel Cortezo (1884), o con excelentes estudios prologales, como la preparada por don Marcelino Menéndez Pelayo (Barcelona, 1905). En general, puede decirse que el Quijote de Avellaneda vivió hasta fechas relativamente recientes en ediciones populares («Biblioteca Sopena», «Colección Crisol», «Colección Austral»...) que permitieron la lectura, pero no contribuyeron a la depuración ni al análisis del texto. En tanto, se fue creando una amplia literatura crítica en torno a una cuestión que ha obsesionado a los especialistas: la identidad del escritor que se oculta bajo el nombre de Alonso Fernández de Avellaneda. Es materia esta tan intrincada que no puede abordarse en un breve opúsculo como el presente. Sin duda, merece, por sí sola, un extenso tratado y varias exposiciones. 

En contraste con esta pasión detectivesca por descubrir quién había cometido «el crimen» de continuar la novela de Cervantes, los intentos de fijar con rigor el texto y de explicar desapasionadamente sus características quedaron relegados durante muchos años. Fuera del estudio prologal de Menéndez Pelayo de 1905, apenas se avanzó hasta la monografía de Stephen Gilman Cervantes y Avellaneda. Estudio de una imitación (1951). En el terreno de la fijación y anotación del texto, la labor fundacional la debemos a Martín de Riquer, sobre todo por su edición en «Clásicos castellanos» (Imagen 8). Sin olvidar a Fernando García Salinero, que incorporó la novela a «Clásicos Castalia» (1972) (Imagen 9), hay que destacar el acierto anotador y la pulcritud filológica de Luis Gómez Canseco en su edición de 2000 (Imagen 10), ahora renovada en 2014 (Iamgen 5). Otras ediciones dignas de ser destacadas por sus aportaciones son las de Javier Blasco {11}, Enrique Suárez Figaredo (Imagen 12), primera realizada a partir del ejemplar CERV.SEDÓ/8669, y la minuciosa de Alfredo Rodríguez López-Vázquez (Imagen 13). Milagros Rodríguez Cáceres y Felipe B. Pedraza Jiménez (Imagen 14) han vuelto a cotejar los ejemplares de las dos ediciones de 2014 y han intentado explicar las peculiaridades del relato de Alonso Fernández de Avellaneda en una edición conmemorativa patrocinada por la Diputación de Ciudad Real. Podemos afirmar que, gracias a la labor de estos y otros investigadores, hoy disponemos del Quijote de Avellaneda, depurado y rigurosamente editado; contamos con una amplia anotación que nos permite entenderlo cabalmente, y podemos considerar con serena objetividad sus pretensiones y resultados estéticos, su sentido social y literario, sus puntos de coincidencia y de divergencia con el modelo imitado, y su decisivo influjo en la creación de la Segunda parte cervantina de 1615. Este Quijote es, sin duda, una novela estimable, muy representativa de las ideas y los valores de una época apasionante: la que vio convivir a genios como Cervantes, Lope de Vega, Quevedo y tantos otros. ¡Merece la pena leerlo, releerlo y analizarlo!

El texto que precede. Está firmado por: FELIPE B. PEDRAZA JIMÉNEZ (UNIVERSIDAD DE CASTILLA-LA MANCHA), y ofrece la galería de miniaturas de las diversas ediciones de Avellaneda, que aparece numerada arriba.

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Para terminar, una anécdota personal. En el año 2002, fui a una librería y pedí una edición “de bolsillo” del Quijote, fundamentalmente, con objeto de poder leerlo en el transporte público, o en otros viajes más largos. Me lo trajeron de inmediato, pero... era el de Avellaneda.

-¡Pero este es el de Avellaneda! Dije.

-No la entiendo. Me respondieron.

Dudé un poco, pues, por entonces, sin necesidad de más causa que haber suplantado a mi ídolo, yo “odiaba” a Avellaneda. Respiré y lo expliqué, pero, para entonces, ya había decidido comprarlo; al fin y al cabo... igual merecía la pena leerlo. Y así lo hice, de lo cual, me alegro. Se trataba de la edición que aparece arriba, en la primera ilustración de la tercera fila (Luis Gómez Canseco), y la conservo, profusamente subrayada, llena de comentarios a lápiz, y con algunos tickets de viajes de horas en su interior.

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