jueves, 1 de junio de 2023

Homero • Canto XVIII • Combate de Ulises con Iro.


Ulises/Odiseo

En aquel momento llegó un mendigo conocido por todo el pueblo de Ítaka, que se había hecho famoso por su voracidad; comía y bebía sin freno. Aunque era alto de estatura, no tenía fuerza ni vigor; se llamaba Arneo; su madre le dio aquel nombre cuando vino al mundo, pero los jóvenes le llamaban Iro porque llevaba todos los rumores de un lado a otro -como Iris-. Iro, a su llegada, quiso echar a Ulises del palacio; le cubrió de ultrajes y le dijo:

-Huye de este pórtico, miserable viejo, si no quieres que te eche fuera arrastrándote por los pies. ¿No ves que todos los pretendientes me hacen señales para que te expulse. Sin embargo, todavía dudo; ¡Márchate, pues, o llegaremos a las manos!

El intrépido Ulises, lanzándole una mirada furibunda, le contestó:

-“Miserable, yo nunca te he injuriado, ni de palabra, ni de hecho, y ahora ni siquiera estoy celoso de los numerosos regalos que se te han hecho. Este quicio es bastante grande para nosotros dos, no tiene que envidiar a los demás, pues no eres más que un mendigo como yo. –La riqueza procede de los dioses. No me provoques a la lucha, no me irrites más, si no quieres que cubra de sangre tu boca y tu pecho. Estaré bien seguro entonces, de disfrutar del descanso en estos lugares; pues me imagino que no querrías volver a los palacios de Ulises, hijo de Laertes.

Iro, enojado por las palabras del héroe, gritó:

-¡Grandes dioses! ¡Con qué volubilidad habla este glotón! Se diría que se trata de una anciana que nunca abandona el hogar, pues tostando la cebada nunca se aleja del hogar. Si quisiera vengarme, le golpearía con las dos manos y le haría caer todos los dientes. Ahora toma tu cinturón y que estos héroes sean testigos de nuestra lucha. Pero ¿te atreverás a luchar con un hombre más joven  que tú?

Y fue así como ante las altas puertas y sobre el umbral brillante del palacio, pelearon con odio. El poderoso Antinoo empezó a sonreír y dijo a los pretendientes:

-¡Oh, amigos! Jamás se ha visto un espectáculo semejante a este que una divinidad nos muestra en este momento! Iro y el mendigo, se enredan en su disputa y quieren llegar a las manos, así que, vamos a excitarlos más.

Todos se levantaron riendo y se alinearon en torno a los dos mendigos. Entonces Antinoo tomó la palabra y dijo:

-Ilustres pretendientes, escuchadme. Veis sobre el fuego el alimento que hemos preparado para nuestra cena; pues bien, el que triunfe de los dos mendigos, elegirá la parte que desee y asistirá en adelante a nuestros festines, y le prometeremos que ningún otro extranjero vendrá a mendigar aquí.

Tales palabras complacieron a los pretendientes, pero el prudente Ulises, imaginando una nueva astucia, les dijo: 

-No es justo que un anciano, destruido por la edad y las desgracias, luche con un hombre joven y vigoroso. Sin embargo, el hambre cruel me obliga a recibir nuevos golpes. Juradme que ninguno de vosotros, por amor a Iro, me golpeará con su pesada mano y me abrumará a golpes uniéndose a este mendigo.

Todos prometieron lo que les pedía Ulises. Cuando lo juraron, el joven Telémaco, se levantó y dijo a su padre:

-Extranjero, si quieres vencer a este hombre, no temas por los pretendientes, pues si alguno te golpea, tendría que luchar contra un gran número de Aqueos. Yo soy el protector de los extranjeros y Antinoo y Eurímaco, ambos llenos de prudencia, tienen los mismos sentimientos que yo, -dijo, y todos los pretendientes aplaudieron.

Ulises se hizo inmediatamente un cinturón con sus harapos; dejó ver sus hermosos muslos, fuertes y nerviosos, sus anchas espaldas, su pecho y sus vigorosos brazos. Atenea se apresuró junto al héroe y realzó más le belleza de sus miembros. Todos los pretendientes quedaron sorprendidas y admirados, y dijeron:

-Iro, nuestro mensajero, pronto dejará de serlo, pues este anciano demuestra que bajo sus harapos tiene unos miembros vigorosos y fuertes. –Al oírlo, el alma de Iro se agitó violentamenete. Unos esclavos le pusieron el cinturón y sus miembros temblaron. Antinoo le cubrió de imjurias, diciendo:

-Vil fanfarrón, no deberías haber nacido, ni ver la luz, puesto que tiemblas de miedo y temes a este anciano destruido por la edad y las desgracias. Yo te digo, y mis palabras se cumplirán: si este extranjero es tu vencedor, te arrojaré a una sombría nave y te enviaré al rey Equeto, la plaga de los hombres, que te cortará la nariz y las orejas, te arrancará los signos de la virilidad y se los dará, palpitantes, a los perros, como pasto.

Ante esta amenaza un gran temor agitó los miembros de Iro. 

–Llevaron al mendigo al centro de la asamblea y los dos combatientes levantaron los brazos. –El divino Ulises se preguntaba si golpearía mortalmente a su adversario, o solo lo derribaría a sus pies; le pareció mejor no darles sino pequeños golpes, para no ser reconocido por los Aqueos.

Entonces Iro, lanzó el primero un puñetazo que alcanzó a Ulises en el hombro derecho, pero este le golpeó a su vez detrás de la oreja y le rompió los huesos del cuello; de pronto salió sangre negra de la boca de Iro, que cayó, gruñendo en el polvo; sus dientes se entrechocaban y sus pies se agitaban de forma convulsiva sobre la tierra. Entonces, todos los pretendientes, levantando las manos, se echaron a reír. Ulises tomó a Iro por los pies y lo arrastró fuer de palacio; lo dejó contra el muro del patio, cerca de las puertas; le devolvió un bastón y le dijo:


-Quédate ahí para espantar a los perros y a los cerdos, y no pretendas más ser el rey de los extranjeros y los pobres, tú, que no eres más que un miserable mendigo, si no quieres que te pase algo peor.

Y diciendo esto, le echó sobre los hombros su horrible bolsa, agujereada por todas partes y volvió a sentarse junto al umbral.

Los pretendientes, al verlo, se pusieron a reír y le felicitaron diciendo:

-Extranjero, que Zeus y los dioses inmortales te concedan todo lo que tu corazón desea, puesto que has librado a la ciudad de este insaciable mendigo. Pronto le enviaremos al rey Equeto; la plaga de los hombres.

El divino Ulises se alegró de tan feliz presagio. Le sirvieron la comida y después, saludándole con su copa de oro, le dijo:

-¡Sé feliz, venerable extranjero, y que la prosperidad embellezca tus últimos días! Ahora veo que has sufrido males sin número. –Y el ingenioso Ulises le respondió de inmediato:

-Anfínomo: eres un hombre prudente y un hijo digno de su glorioso padre. He sabido que Niso fue siempre, en Duliquio, un príncipe valiente, generoso y opulento; fue él, se dice, quien te dio la vida, y tú eres en todo parecido a ese héroe benevolente. Préstame pues, todavía, atención; de todos los seres que nutre la tierra, de todos los que gatean en su superficie o respiran bajo la bóveda de los cielos. Nada hay más débil que el hombre; mientras los dioses le den felicidad, fuerza y salud, dice que el mal no le alcanzará, pero cuando los habitantes del Olimpo le cubren de infortunios, sólo a pesar de sí mismos, se resignan a soportarlo. Tal es el corazón de los humanos; cambia como los días que nos envía Zeus, el padre de los hombres y de los dioses. Así, yo debía ser feliz entre los mortales, pero arrastrado por mi fuerza y mi ardor, y lleno de confianza en mi padre y mis poderosos hermanos, hice cosas injustas. ¡Qué hombre no comete nunca un delito! Que aprensa por mi ejemplo a disfrutar en silencio de los beneficios de los dioses. Sin embargo, veo aquí príncipes que devoran inmensas riquezas y ultrajan a la esposa de un hombre que, sin duda, no estará mucho más tiempo lejos de sus amigos; quizá incluso esté ya cerca de Ítaka. -¡Anfínomo, ojalá que los dioses te llevaran felizmente a tus moradas, para que no te encuentres con el héroe, cuando vuelva a su amada patria! Pues no será sin grandes oleadas de sangre, como todos los pretendientes se separarán.

Ulises, después de haber hecho las libaciones, bebió un vino delicioso y entregó la copa a Anfínome, jefe de los pueblos, que con el corazón lleno de tristeza, atravesó la sala sacudiendo la cabeza: presentía ya su perdición, pero no pudo escapar a la muerte, pues Atenea lo encadenó para que muriera por la lanza de Telémaco. 

Anfínome volvió y se sentó en el mismo sitio que acababa de abandonar.

En aquel momento, Atenea, la de los ojos de azur, inspiró a Penélope, hija d Ícaro, el pensamiento de mostrarse a los pretendientes, para despertar sus deseos una vez más y para ganar la admiración de su esposo y su hijo. Penélope, fingiendo sonreír, dijo a una de sus servidoras:

-Eurínome, hoy deseo por primera vez, mostrarme a los pretendientes, aunque me resulten odiosos. Quiero decir a mi hijo que, por su propia salud, debía alejarse de estos príncipes, que aunque hablan bien, meditan acciones odiosas,

Y Eurínome, la intendente del palacio, le contestó: -Hija, tus palabras están llenas de sabiduría. Ve hacia tu hijo y no le escondas nada, pero primero date un baño y perfuma tu hermoso rostro; no muestres tu cara bañada por las lágrimas, porque no hay que llorar siempre. Tu hijo ya ha alcanzado la edad que pedías para él a los inmortales, a fin de ver como la barba oscurecía su mentón.

Y la prudente Penélope, replicó: -Eurínome, a pesar de tu celo, no es necesario que me bañe ni me perfume, pues los dioses del Olimpo me han concedido la belleza, a pesar de que mi esposo se fue a Ilion. Haz venir a Hipodamia y Autonoe, que me acompañarán en las salas de palacio; el pudor me impide mostrarme sola en medio de todos esos hombres.

La venerable intendente abandonó los apartamentos para anunciar a las mujeres que debían reunirse con Penélope.

Entonces, Atenea concibió otro designio; extendió un suave sueño sobre los ojos de la hija de Ícaro, que se durmió, y sus miembros cansados reposaron sobre su esponjosa capa. Durante su sueño, Atenea l hizo regalos inmortales para que todos los Aqueos admiraran a Penélope al despertarse.  

En principio, la diosa extendió sobre el rostro de la reina esa belleza celestial con que se adorna Citerea, cuando ciñe su frente con una hermosa corona y conduce el amable coro de las Gracias; después dio a la talla de Penélope más grandeza, flexibilidad y majestad; hizo su piel más blanca que el marfil recién pulido y después se alejó.

De pronto, las dos mujeres entraron ruidosamente en las salas; Penélope se despertó; se llevó las manos a la cara y exclamó:

-¡Ay! ¡Qué dulce sueño he tenido, yo, la más infortunada de las mortales! ¡Ojalá la casta Artemisa, me enviara hoy mismo una muerte tan dulce, a fin de que no tenga que llorar más por el esposo rico en todas las virtudes y el más ilustre de los Aqueos!

Y hablando así, Penélope, seguida de sus damas, abandonó sus espléndidas habitaciones y llegó de inmediato a la sala de los jóvenes príncipes. Se detuvo sobre el umbral de la puerta; un ligero velo cubría su rostro y sus damas se mantenían a su lado. 

De pronto, los pretendientes sintieron que se doblaban sus rodillas, y su alma estaba cautivada por el amor: todos deseaban compartir el lecho de la reina. Entonces, Penélope dijo a su amado hijo:

-Telémaco, ¡ya no tienes pensamientos ni sentimientos en tu corazón! Sin embargo, cuando eras un niño, te mostrabas mucho más prudente. Ahora que has crecido, y has alcanzado la edad feliz de la adolescencia, y todo extranjero, viendo tu talle y tu belleza, te considera nacido de noble sangre, ahora, digo, ya no tienes corazón ni pensamientos, ni sentimientos, ni justicia. ¡Ah! Acabas de cometer un gran crimen, permitiendo que un huésped hasta sido indignamente ultrajado en este palacio. ¿No sabes, pues, que si el extranjero que descansa tranquilamente en nuestra morada, ha recibido un tratamiento odioso, la vergüenza y el oprobio recaerán sobre ti?


El prudente Telémaco dijo: -Madre mía: no culpo a tu ira, pues ahora soy bastante inteligente para conocer el bien y el mal. Antaño, es cierto, sólo era un niño; sin embargo, no puedo concebir planes siempre llenos de prudencia. Estoy como aturdido por estos jóvenes príncipes, que sin cesar meditan acciones odiosas, y yo no tengo a nadie para ayudarme. La lucha entre Iro y el extranjero no se ha producido según los consejos de los pretendientes, y el venerable extranjero, ha vencido al mendigo Iro. Júpiter, Mercurio y Apolo, haced que los pretendientes inclinen la cabeza en este palacio, y sean privados de vigor, como está ahora Iro, sentado ante la puerta y dejando recaer la cabeza, como hombre agobiado por el vino; no puede permanecer de pie, ni volver a su casa; sus miembros no tienen fuerza.

Entonces, Eurímaco tomó la palabra y dijo: -Hija de Ícaro, prudente Penélope, si todos los Aqueos de Argos te vieran en este momento, los pretendientes vendrían en mayor número para asistir a los festines, pues destacas sobre todas las mujeres, por tu belleza, tu talle y tu sabiduría.

Y la prudente Penélope le contestó: -Eurímaco, los dioses me robaron la belleza, la alegría y la fuerza, desde que Ulises y los Argivos se fueron a Ilión. Si mi esposo volviera aquí para protegerme, mi gloria sería todavía más grande y más hermosa. Ahora languidezco en la tristeza; tan numerosos son los males con los que los inmortales me abruman. Cuando Ulises, al dejar la tierra y la patria, despidiéndose de mí, estrechó m mano derecha en la suya y me dijo: -Amada esposa, los aqueos no volverán sin duda, sanos y salvos de Ilión. Se dice que los troyanos son valerosos guerreros, hábiles para lanzar los dardos, dirigir las flechas y dirigir por las llanuras a los rápidos corredores, que no dejan incierta la suerte de las sangrientas batallas durante muchos tiempo. Ignoro si los dioses me devolverán a mi patria o me perderán en las llanuras inmensas de Troya; pero tú, Penélope, cuida de nuestros bienes. Acuérdate de mi anciano padre y de mi madre, como siempre has hecho, y redobla el celo hacia ellos durante mi ausencia. Cuando veas la pelusa de la juventud sombrear el mentón de nuestro hijo, entonces podrás abandonar este palacio y elegir un esposo según tus deseos.

Pues así fue como habló Ulises y ahora, todas sus palabras se harán realidad; se aproxima la noche funesta y es preciso que yo sufra el yugo d un himen odioso, yo, desgraciada, privada por Zeus de todas las alegrías. Una violenta angustia se adueñó de mi alma, pues los pretendientes ya no observan los usos y las costumbres consagradas. Los que desean obtener una mujer de ilustre origen, hija de un hombre poderoso, ofrece primero sacrificios y comidas a los padres de los prometidos y los colman de regalos; pero no devoran impunemente como hacéis vosotros, las riquezas ajenas.

Cuando ella terminó de hablar, Ulises se alegró de que su esposa se atrajera los dones de los pretendientes, halagando su esperanza con suaves palabras. Pero Penélope había concebido otros pensamientos.

Entonces, Antinoo, hijo de Eupiteo, tomó la palabra y dijo:

-Hija de Ícaro, prudente Penélope, acepta los regalos que cada uno de nosotros te va a ofrecer; pero nosotros no volveremos a nuestros dominios, ni nadie saldrá de aquí, hasta que hayas escogido al que te parezca el más ilustre de los Aqueos.

Así habló Antinoo y todos los jóvenes aprobaron lo que acababa de decir. Los pretendientes enviaron también a sus heraldos a buscar los regalos. El heraldo de Antinoo aportó un grande y rico manto chispeante de bordados y adornado con doce broches de oro adaptados con broches curvados con gracia. El heraldo de Eurímaco puso entre las manos de su amo un rico collar en el que el ámbar estaba encajado en oro y brillaba como el sol. Los dos servidores de Euridmas llevaron bellos pendientes, adornados con tres piedras preciosas que relucían graciosamente.

Un servidor volvió del palacio de Pisandro, hijo del rey Polictor, con un collar que era un ornamento de rara belleza. 

Y así fue como cada uno de los pretendientes hizo a la reina soberbios regalos. –Penélope, la más noble de las mujeres, subió a los apartamentos superiores del palacio, y los dos servidores llevaron los magníficos regalos de los pretendientes.

Los jóvenes príncipes se entregaron a los placeres de la danza y el canto hasta la llegada de la tarde. –Cuando la sombría noche descendió del cielo, colocaron en las salas del palacio tres recipientes en los cuales arrojaban madera seca desde hacía mucho tiempo, y se iluminó con todas las antorchas encendidas; los esclavos cuidaban el brasero y mantenían la brillante claridad que escapaba de los recipientes. Entonces, el ingenioso Ulises tomó la palabra y dijo:

- Esclavos de Ulises, el héroe ausente después de tantos años, volved a los apartamentos a los que se ha retirado venerable la reina; sentáos junto a ella, haced girar el huso, preparad el lino y alegrad el descanso de Penélope. Yo me encargo de cuidar esos recipientes luminosos, si los pretendientes quieren esperar aquí la llegada de la Aurora. Estos jóvenes no acabarán con mi paciencia; me endurecí con la fatiga. 

Todas las servidoras se miraron riendo y una de ellas ultrajó al valiente Ulises: era la hija de Dolius, la bella Melanto, a quien Penélope había educado y a la que amaba como su propia hija; le daba todo lo que deseaba, y sin embargo, Melanto no compartía el dolor de Penélope. Antaño se había enamorado del joven Eurímaco, y se unió en secreto a él. Melanto dirigió a Ulises unas palabras ofensivas.

-¡Miserable extranjero! ¿Has perdido la razón, puesto que te niegas a irte a acostar? Prefieres hablar y mandar con seguridad y audacia, en medio de estos héroes. ¿Es que el vino te ha turbado la razón, o siempre has sido así? ¿Hablas siempre igual, o es por haber derrotado a ese mendigo? Pues ten cuidado que otro más valiente que Iro no se levante, te golpee en la cabeza con su vigoroso brazo y te eche del palacio, cubierto de sangre.

El ingenioso Ulises, mirándole con aire enojado, le dijo:

-¡Desvergonzado!, ahora mismo voy a repetir a Telémaco las palabras que acabas de proferir, para que ordene que hagan pedazos tu cuerpo.

Y aquellas palabras llenaron de espanto a todas las esclavas, que se dispersaron temblando, pues temían las amenazas del pobre viajero. –Ulises se mantuvo de pie cerca de los ardientes braseros; observaba a todos los jóvenes príncipes que devoraban sus bienes y pensaba en proyectos que pronto debían cumplirse.

Atenea no permitió que los orgullosos pretendientes cesaran en sus crueles insultos, pues quería que irritaran más todavía al divino Ulises. Eurímaco, hijo de Polibio, fue el primero que trató de herir el corazón del héroe: tomó la palabra y excitó la risa de sus compañeros, al decirles:

-Oídme, los que pretendéis la mano de Penélope. No ha sido sin la voluntad de los dioses, como este mendigo ha llegado al palacio de Ulises. La luz que nos alumbra, no viene sólo de los braseros, sino más bien, de la calva cabeza de este miserable anciano, pues su cráneo no tiene ni un solo cabello.

y Después, dirigiéndose a Ulises, le dijo: -

-Extranjero, ¿si yo te lo pidiera, querrías entrar a mi servicio –con un salario suficiente-, para recortar los setos y plantar grandes árboles en los extremos de mis campos? Yo te alimentaría en abundancia, y te daría ropas convenientes y bello calzado. Pero como no has aprendido nada, no querrás trabajar, y preferirás mendigar en la ciudad para calmar tu vientre insaciable.

Y el ingenioso Ulises, le contestó de inmediato: -En primavera, cuando vienen los días largos, que nos pongan a trabajar en una rica pradera, después de darnos a todos una guadaña doblada nos dejen segar en la abundante hierba, desde la mañana hasta la hora de las tinieblas; veréis entonces mi vigor. Que nos proporciones bueyes robustos, grandes, hermosos, bien nutridos, de la misma edad, y que nos hagan trabajar cuatro hectáreas de tierra; veréis entonces si sé trazar un surco perfecto. 

Si el hijo de Saturno encendiera la guerra, y si yo tuviera un escudo, dos lanzas y un casco de bronce para cubrir mi cabeza, me veríais marchar a la cabeza de los combatientes, y nunca reprocharíais mi voracidad. Pero vosotros, Eurímaco, sólo sabéis ofender y en vuestro corazón no hay piedad. Te crees un héroe fuerte y poderoso, porque estás en medio de un pequeño número de hombres sin fuerza y sin valor. Si el intrépido Ulises volviera a su patria, sin duda que estas grandes puertas os parecerían demasiado estrechas para poneros en fuga.

Estas últimas palabras aumentaron la ira de Eurímaco, que lanzó una mirada furiosa a Ulises y le dijo:

-¡Miserable! Te voy a abrumar de males, a ti, que hablas con tanta seguridad y audacia en medio de estos jóvenes príncipes. ¿Es que el vino ha turbado tu razón, o tu espíritu ha sido siempre así? ¿Hablas siempre así, o es la alegría de haber derrotado al mendigo Iro?

Y hablando así, blandió el escabel, pero Ulises, temiendo su furia, se sentó a los pies de Anfínome de Duliquio; el escabel voló por la sala y golpeó al copero en la mano derecha: el jarro del copero cayó al suelo con ruido, y él mismo, gimiendo, cayó a tierra. Los pretendientes gritaron clamorosamente en medio del sombrío palacio, y se decían:

-¿Por qué no murió antes de venir aquí, este miserable mendigo? No nos habría traído el desorden y las dificultades. Ahora discutimos por los pobres y ya no nos entregamos a la alegría de los festines y el mal triunfa.

Y Telémaco les dijo:

-¡Desgraciados insensatos, ya no tenéis freno en los excesos del vino! Sin duda un dios os ha impulsado a actuar de este modo. Pero después de haber comido tan bien, podéis ir a descansar, si tal es vuestro deseo; yo no expulso a nadie.


Ellos apretaron los labios con despecho, sorprendidos de que Telémaco se atreviera a hablar con tanto orgullo. Anfínome, hijo de Niso, tomó la palabra y dijo:

-¡Oh, amigos míos! No respondáis a estas justas palabras, con amargos propósitos. No golpeéis tampoco a este pobre mendigo, ni a los esclavos del palacio de Ulises. Que el copero llene nuestras copas, para que podamos hacer las libaciones e irnos enseguida a muestras casas para entregarnos al sueño. Dejemos a Telémaco el cuidado de acoger a este mendigo, pues es a su palacio a donde ha llegado.

Este discurso gustó a los pretendientes. – Enseguida Mulio, servidor de Anfínome el heraldo de Duliquio, mezcló el vino en la crátera; después distribuyó las copas a los huéspedes y se quedó en pie ante ellos. Los jóvenes príncipes hicieron libaciones a los dioses eternos, después bebieron un néctar delicioso y pronto se volvieron a sus palacios para disfrutar del descanso.

• • •


No hay comentarios:

Publicar un comentario