martes, 13 de junio de 2023

HOMERO • ODISEA CANTO XIX


Ulises, que permaneció en el interior de palacio, meditaba con Atenea, las muerte de los pretendientes; después se dirigió a su hijo y le dijo:

-Telémaco; ahora hay que ocultar las armas. Cuando los pretendientes te pregunten donde están, desviarás sus sospechas con palabras engañosas, así que, les dirás: -las he colocado lejos del fuego y el humo, pues ya no son tal como Ulises las dejó cuando se fue a Ilión; se han ennegrecido por el humo de las llamas. Un dios me inspira otro pensamiento: temo que recalentados por el vino os pongáis a pelear y podáis heriros unos a otros, manchando de sangre vuestros festines y promesas de matrimonio; pues el hierro atrae al hombre.

Telémaco prometió obedecer las órdenes de su amado padre; llamó a Euriclea y le dijo:

-Nodriza, ordena a las mujeres de la reina que no abandonen sus habitaciones, y entre tanto, iré a colocar dentro del palacio las soberbias armas de mi padre, que el humo ha empañado durante la larga ausencia del héroe. Yo no era más que un niño cuando Ulises se fue a Ilión; ahora soy un hombre, y voy a esconder las armas, para que no queden expuestas al vapor de las llamas.

Y Euriclea le dijo: -Que los dioses te concedan suficiente sabiduría para cuidar de tu palacio y para gobernar todos sus bienes. Pero, dime quién llevará la antorcha, puesto que no quieres que las que las encienden normalmente, salgan de sus habitaciones. 

-El mendigo me iluminará –dijo Telémaco-, no quiero que permanezca inactivo cuando se acerque a mi mesa.

Euriclea no contestó y cerró las puertas de los apartamentos. –Ulises y su hijo se apresuraron a quitarse los cascos; los curvos escudos y las agudas lanzas; la diosa Atenea los precedió llevando una antorcha de oro que lanzaba en torno a los dos héroes una viva claridad. Entonces, Telémaco dirigiéndose a su padre, le dijo:

-Un sorprendente prodigio asombra mi mirada; estos muros, estas maderas, estas vigas de abeto, estas altas columnas, brillan como llamas chispeantes; una divinidad del Olimpo ha descendido, sin duda, a esta morada.

Y Ulises respondió: ¡Silencio, Telémaco! Guarda tus pensamientos en el fondo de tu corazón y no peguntes a nadie; los dioses que habitan él Olimpo se manifiestan así a los débiles mortales. Ahora ve a descansar; yo me quedaré aquí para excitar la curiosidad de las mujeres y sobre todo, de tu madre, que presa del dolor, vendrá a preguntarme.

Telémaco abandonó la sala y volvió, con la luz de las antorchas, al apartamento en que descansaba, cuando el dulce sueño llegaba, allí esperó a que saliera la divina Aurora. –Ulises permaneció en palacio, planeando con Atenea, la muerte de los pretendientes.

En aquel momento, se presentó la casta Penélope, tan bella como Artemisa o la rubia Afrodita; sus damas, colocaron ante el hogar, la sede de la reina ricamente guarnecida de plata y marfil. Icmalio había fabricado aquel asiento, que recubría una ancha piel de cordero, y bajo la cual se había adaptado un escabel para acomodar los pies. Penélope descansó sobre aquella sede y entonces, las esclavas entraron en la sala; llevaban el pan, las mesas, y las copas de oro. Echaron al suelo la brasa contenida en los braseros y los llenaron con nuevos tizones de madera, que expandieron por la sala, con la luz y el calor. 

Entonces, Melanto volvió a ultrajar a Ulises.

-¡Extranjero!, gritó, --¿es necesario que estorbes nuestro descanso durante la noche y que te quedes aquí para espiar a las mujeres? ¡Sal de este palacio, miserable, y conténtate con la comida que acabas de hacer; de lo contrario, te golpearé con este tizón inflamado y te echaré fuera!

El ingenioso Ulises, lanzándole miradas furibundas, le dijo:

-¡Desgraciado! ¿Me perseguirás para siempre con tu cólera? ¿Es porque mi cuerpo no está perfumado con esencias, o bien, porque estoy cubierto de miserables harapos y mendigo por la ciudad? ¡Ay de mí! La necesidad me obliga; tal es la suerte de los mendigos y los pobres viajeros! Yo también fui rico antaño; vivía en suntuosos palacios, y colmaba de regalos a todos los extranjeros que llegaban a mi casa, empujados por la necesidad. Poseía mil esclavos y todos los bienes que hacen la alegría de los que llamamos afortunados. Pero el hijo de Cronos me lo ha robado todo. 

Teme, muchacha, perder el estallido de belleza con el que brillas entre todas tus compañeras; teme también la ira de tu ama y la vuelta del divino Ulises: no se ha perdido toda la esperanza de volver a ver al héroe. Y si ha muerto, su hijo existe, gracias a la voluntad e Apolo, y las mujeres de este palacio, no pueden ocultar más a Telémaco, los desórdenes que cometen, pues el descendiente de Ulises ya no es un niño.

Penélope, que acababa de oír este discurso, riñó a su servidora en estos términos:

-Impúdica Melanto, tú la más joven de mis esclavas, ahora conozco tu crimen, y lo pagarás con la cabeza. Tú sabías, porque lo oíste tu misma, que yo quería interrogar a ese mendigo sobre la suerte de mi esposo, pues mi alma está siempre profundamente afligida.

Y después, dirigiéndose a la intendente de palacio, le dijo:

-Eurinome, trae un asiento recubierto, a fin de que este extranjero se siente cerca de mí y conteste a las preguntas que voy a hacerle.

Eurinome se apresuró a llevar un asiento magnífico y bien recubierto. El divino Ulises se sentó cerca de Penélope, y la reina le dijo.

-Extranjero, primero te voy a preguntar quién eres; cuál es tu país y quienes son tus padres…

El ingenioso Ulises, interrumpiéndola de golpe, le dijo:

-¡Oh, reina, ningún hombre en la tierra podría culparte; tu gloria se ha elevado hasta las vastas regiones celestes!  Eres como un príncipe irreprochable, que, lleno de respeto por la divinidad, reina con justicia sobre hombres numerosos y valientes. La tierra, bajo el sabio gobierno de este príncipe, produce cebada y trigo en ambulancia; los árboles siempre cargados de hermosos frutos, los rebaños creciendo y multiplicándose en gran número, las aguas dan a los pescadores miles de pescados, y los pueblos viven felices bajo sus leyes. 

Hazme otras preguntas, pero no sobre mi familia ni mi patria, pues al llamar a los recuerdos, llenas mi alma de dolor. Estoy bastante abrumado por los infortunios. No se debe llorar en una casa extranjera y además, es poco conveniente aparecer siempre triste. Tus servidoras y quizás tú misma, casta Penélope, te irritarías contra mí, y no faltaría quien dijera que fue el vino el que hizo correr mis lágrimas.

Y la prudente Penélope, respondió enseguida.

-Extranjero, los dioses me tobaron la alegría, la energía y la belleza, desde que mi esposo partió con los Aqueos, hacia la ciudad sagrada de Ilión. Si el divino Ulises volviera a estos lugares para protegerme, mi gloria sería todavía más grande y más bella. Ahora languidezco en la tristeza, y los dioses me abruman con males sin número. –Todos los jefes de Duliquium, de Samos, y de la verde Zakintos; todos los de la elevada isla de Ítaka, destrozan mis bienes y quieren, a mi pesar, tomarme por esposa. Esto es lo que me impide acoger a los viajeros, a los suplicantes y a los herldos, que son los servidores sagrados de los pueblos. Echo de menos a Ulises y mi corazón se consume entre penas y lágrimas. Sin embargo, los pretendientes apresuran todos los días mi boda y me obligan a recurrir a engaños. Un dios me inspiró al principio, el pensamiento de tejer una tela de un tejido delicado y un tamaño inmenso; después, dice a estos insensatos:

-Jóvenes príncipes que pretendéis mi mano, puesto que el divino Ulises ha muerto, retrasad mi boda hasta el día en que termine este tapiz fúnebre que destino al héroe Laertes -¡ojalá que mi trabajo no se pierda!-, cuando el triste destino le haya prolongado el sueño de la muerte, a fin de que ninguna mujer se indigne contra mí, si él descansa sin sudario; él que poseía tantas riquezas.

Fue así como hablé y su alma se dejó persuadir. Durante el día, tejía este gran tapiz, pero por la noche, a la luz de las antorchas, destruía mi obra. 

Así, durante tres años me oculté en este engaño y pude convencer a los griegos. Pero cuando las Horas, en su curso, trajeron el cuarto año, cuando ya muchos días y noches habían pasado, infieles servidores avisaron a los pretendientes, que me sorprendieron deshaciendo mi trabajo. Entonces, me llenaron de reproches, y fui obligada, por la necesidad de acabar este gran tapiz. Hoy en día, ya no puedo evitar el matrimonio; mis padres me apresuran a que me una a uno de los pretendientes, y mi hijo, ve con pena, cómo devoran su herencia. Telémaco es ahora capaz de gobernar su casa, y Zeus le cubre de gloria. Pero tú, dime, pues, quien eres y cuál es tu patria, pues sin duda no eres hijo de un robre, ni de una roca.

El ingenioso Ulises le contestó:

-Venerable esposa del hijo de Laertes, ¿no quieres renunciar a interrogarme sobre mi nacimiento? Pues bien, escúchame, pero ello hará aumentar la pena que tengo. Debe ser así para todo hombre, que, como yo, vive lejos de su patria, va errante por las ciudades y sufre males sin nombre. Voy a contestar, puesto que me preguntas. 

En medio del vasto mar está la bella y fecunda isla de Creta, miles d hombres la habitan, y noventa ciudades es encierran en este país, en el que se hablan distintas lenguas. Allí está los aqueos, los magnánimos cretenses autóctonos, los Cidonios, los dorios, divididos en tres tribus, y los divinos pelasgos. En medio de este país se eleva la gran ciudad de Cnosos donde Minos reinó durante nueve años. Minos, que habló a menudo al poderoso Zeus, y que fue el padre del valeroso Deucalión, mi padre. Sí, es a Deucalión a quien debo la vida, así como a Idomeneo, nuestro rey, que sobre estas naves se fue a Ilión  con los atridas. Yo, el menor de los hijos de Deucalión, recibí el nombre de Etón; el otro hijo, más fuerte y mayor, fue llamado Idomeneo. Yo vi a Ulises en Creta, cuando volvía a Troya y le ofrecí los dones de la hospitalidad; los vientos alejaron al héroe del cabo Malea, le empujaron hacia Creta; detuvo sus naves en el río Amnisos, cerca de la caverna de Ilicia en medio de un peligroso puerto, del que no salió sin haber sufrido horribles tempestades.


Ilicia. La Caverna

Ulises se desplazó a la ciudad y buscó a Idomeneo, al que llamaba su huésped venerable y querido. Pero ya la décima, e incluso la undécima aurora habían brillado desde que Idomeneo se fue a Ilión en las naves lanzadas sobre las olas. Llevé a Ulises a Mi palacio y allí le di hospitalidad igual que a sus compañeros; les ofrecí con amistad todo lo que tengo en mi casa, y harina, vino, y alimentos que había reservado de la provisiones del pueblo. Los aqueos permanecieron tres días en la isla de Creta, retenidos por el impetuoso viento Bóreas, que les envió una divinidad hostil: soplaba con tanta violencia que no se podía permanecer en pie. Al fin, el día décimo tercero, el viento se calmó y los aqueos abandonaron la isla.

Así fue como Ulises contó sus fábulas y las hizo parecer verdades. Penélope, escuchando a su esposo, lloró abundantemente. Igual que las nubes amontonadas por el céfiro sobre las altas montañas se funden al soplo del Euro y van de inmediato a engrosar los ríos, igual fundían las lágrimas el bello rostro de Penélope, la reina que lloraba al esposo sentado a sus pies. –Ulises, viendo llorar a Penélope, sintió compasión en el fondo del corazón; pero sus ojos permanecieron inmóviles como si fueran de marfil o de hierro, y, disimuló, reteniendo las lágrimas. Cuando la casta Penélope relajó su alma dando libre curso a su llanto, ella dirigió estas palabras al divino héroe, a Ulises, hijo de Laertes: dime, pues, cómo era ese héroe, cómo era sus ropas y háblame de los guerreros que le acompañaron.

Y el ingenioso Ulises, le contestó:

-¡Oh, reina! Me será difícil contestarte, pues hace veinte años que este héroe dejó mi patria: sin embargo, trataré de recordar todos los detalles. –Ulises llevaba un manto de púrpura de un tejido suave, que se sujetaba con dos anillas unidas por un gancho de oro, cuya delantera estaba adornada de ricos bordados en los que se veían figuras. Todos admiraban aquellos bordados en oro. Ulises llevaba también una túnica de un tejido fino y delicado que brillaba como rayos de sol, que todas las mujeres admiraban. Ignoro si este héroe ya poseía aquellas vestimentas cuando estaba en su casa, o bien si la había recibido de algún extranjero o de sus compañeros, pues Ulises era amado por un gran número de guerreros, y pocos héroes fueron tan queridos como él. Yo le di, cuando abandonó la isla de Creta, una espada de bronce, un ancho y soberbio manto de púrpura, una larga túnica, y le despedí cubierto de honores, en su nave. Un heraldo algo mayor que Ulises le acompañaba, tenía los hombros redondeados, la piel negra y el cabello crespo; su nombre era Euribates. Vuestro esposo le honraría entre todos sus compañeros, porque aquel heraldo poseía un espíritu lleno de sabiduría.

Oyendo aquellas palabras, Penélope sintió correr sus lágrimas en abundancia, pues reconocía fácilmente a su esposo en el retrato que le hacía Ulises. Cuando alivió su alma, dejando libre curso al llanto, tomó la palabra, y dijo:

-Extranjero, tú que has sido tan vergonzosamente maltratado, vas a ser ahora honrado y amado en mi palacio. Fui yo misma quien dio a Ulises las ricas vestimentas de las que acabas de hablar; yo, quien agregó a su manto un brillante broche que le sirviera de adorno; ¡pobre de mí!, temo que mi esposo no vuelva nunca a su amada patria, pues partió en su honda nave hacia aquella funesta villa de Ilión, cuyo nombre solo se pronuncia con horror.

El ingenioso Ulises, dijo entonces a Penélope: 

-¡Oh, venerable esposa del hijo de Laertes, no marchites tu belleza con las lágrimas y no te lamentes más por la suerte de Ulises! Sin embargo, no puedo criticar tu dolor, pues ¿qué mujer no lloraría a su esposo legítimo y padre de sus hijos, cuando este esposo es Ulises, de quien se dice que se parece a los dioses? Pero seca tus lágrimas y escúchame, te hablaré sinceramente, sin esconderte nada de lo que sepa, relativo al retorno del divino Ulises. –El héroe vive todavía y está cerca de esta ciudad, en la opulenta ciudad de los Tesprotes, y aporta numerosos y magníficos tesoros que le han entregado pueblos extranjeros. Pero sus valeroso compañeros y su navío cayeron a la mar, cuando Ulises abandonó la isla de Trinacria. Zeus y Apolo se enojaron contra él, porque sus guerreros habían degollado los rebaños del Sol, los aqueos fallecieron todos entre las olas; una ola salvó a tu esposo, que estaba en la carena de su nave y lo lanzó en la playa de los Feacios, pueblos que se parecen a los dioses. Los Feacios le honraron como a una divinidad; le hicieron regalos y quisieron devolverlo a su patria. Sin duda, Ulises estaría aquí desde hace tiempo, si no hubiera preferido recorrer otras tierras para adquirir nuevas riquezas. Tu esposo, el divino Ulises prevalece sobre todos los hombres por sus proyectos ingeniosos, y ningún mortal osa parecerse a él. –Esto es lo que me contó Fedón, el rey de los Tesalios; haciendo libaciones, me dijo que acababa de equipar una nave, y que ya los navegantes estaban preparados para devolver a Ulises a su amada patria. Fedón me envió lejos el primero porque un bajel Tesprota volvía a Duliquium, país fértil en trigo; me mostró todas las riquezas que Ulises había adquirido, y eran tan numerosos y preciosas, que podrían mantener a los descendientes del rey hasta la décima generación. También me dijo Fedón que tu esposo fue al bosque de Dodona para consultar al roble de altas ramas y saber por Zeus si volvería abiertamente o en secreto a la isla de Ítaka, después de tan larga ausencia.

-Así pues, Ulises aún vive; llegará pronto a estos lugares, y no estará mucho tiempo alejad de sus padres, de sus amigos y de su amada patria. Puedo, incluso, atestiguarlo con el más grande de los juramentos. Que Júpiter, el más poderoso de los dioses sea mi testigo, así como esta mesa hospitalaria y este hogar del irreprochable Ulises, al cual acabo de acercarme; sí, lo repito, todas las cosas se cumplirán como acabo de anunciarlo. En el transcurso de este año, Ulises estará de vuelta; llegará entre el mes que termina y el que empieza.

La prudente Penélope dijo entonces: 

-Querido extranjero, que tus palabras se cumplan. Conocerás mi amistad por los numerosos regalos que recibirás de mí, y todos los hombres que encuentres, envidiarán tu alegría. Pero si tengo que creer los presentimientos de mi corazón, Ulises no volverá jamás a su hogar, y tú no podrás volver al tuyo, pues los que gobiernan aquí no se parecen en nada a Ulises, que en vida, acogía siempre a los huéspedes venerables y hacía que los devolvieran felizmente a su patria. –Ahora, esclavas, bañad al extranjero; preparadle el lecho y cubridlo de mantas deslumbrantes, para que este mendigo pueda, al abrigo del frío, esperar aquí la vuelta de la divina Aurora. Mañana le bañaréis una vez más y le perfumaréis de esencias para que tome su alimento de la mañana junto a Telémaco. ¡Maldición a la esclava que se atreva a ultrajarlo!, no tendrá aquí más funciones que realizar. 

¿Cómo, en realidad, querido extranjero, reconocerías que supero a todas las mujeres por mi sabiduría y mi prudencia, si te dejara en este estado triste y cubierto de harapos para sentarte a mi mesa?

Los humanos, como sabes, sólo viven unos instantes. El hombre injusto y cruel está cargado d imprecaciones durante su vida y maldice, incluso, después de su muerte, pero los extranjeros expanden la gloria del que fue justo, sabio, irreprochable, y todos los mortales apuestan con admiración, por su nobleza y su benevolencia.

El ingenioso Ulises respondió en estos términos:

Venerable esposa de Ulises, las túnicas y las ricas alfombras se me han hecho odiosas desde el día en que, sobre una nave, abandoné los montes helados de Creta. Me acostaré hoy como me acostaba antaño, cuando pasaban noches sin sueño; pues he pasado muchas noches en un miserable catre, esperando la vuelta de la divina Aurora. 

El baño que se me prepara, no me conviene. Ninguna de tus servidoras tocará mis pies, a menos que sea una mujer de edad y fiel, que en su alma haya sufrido tantos males como he soportado yo mismo; si hay una mujer así en tu palacio, no me opondré a que me lave los pies.

-Extranjero-, contestó Penélope-, de todos los viajeros que de países lejanos han venido a este palacio, ninguno me ha parecido tan prudente como tú; todas tus palabras son sabias y elocuentes. En verdad, tengo muy cerca a una mujer de edad cuyo espíritu es fértil en sabios consejos; antaño alimentó y educó al desgraciado Ulises; fue ella quien recibió al hijo de Laertes entre sus manos, cundo su madre lo trajo al mundo; ella te lavara los pies, aunque ya está muy débil. -¡Apresúrate, pues, venerable Euriclea; baña a este extranjero, que es de la edad de tu amo. Así son, quizás, los pies y las manos de Ulises, pues, en la desgracia, los hombres envejecen rápidamente!

Después de oír estas palabras, Euriclea ocultó el rostro entre las manos, y dijo entre lágrimas:

-¡Desgraciada de mí!; no puedo servirte ya, mi Ulises! Zeus te odia más que a todos los hombres, aunque tu alma esté llena de piedad. Sin embargo, jamás, ningún mortal, asó tantas comidas ni ofreció tantos sacrificios como tú, al dios que lanza el rayo, pidiéndole una dulce vejez, para poder educar a Telémaco, tu glorioso hijo; y Zeus te niega ahora volver a tu amada patria. Las mujeres de pueblos lejanos ultrajan quizás al héroe, cuando se presenta en las ricas moradas, como esas mujeres desvergonzadas acaba de ultrajarte a ti mismo, pobre anciano. Es, sin duda, para evitar el oprobio y la injuria, por lo que no quieres que ellas te bañen. Pero yo, que ejecuto voluntariamente las órdenes que me da la hija de Ícaro, voy a lavarte los pies, y por respeto a Penélope y por amor a ti, pues tu relato ha despertado todos mis dolores. Muchos mendigos han venido a este palacio, pero ninguno de ellos se me parece, por su talla, su voz y sus pies, tanto como tú, al intrépido Ulises.

El esposo de Penélope, tomó la palabra y dijo:

-¡Oh, mujer; todos aquellos que nos han visto, al uno y al otro, dicen también, que hay, entre Ulises y yo, un gran parecido, como acabas de hacer notar tú misma.

Entonces, la venerable Euriclea aportó un espléndido recipiente que servía para lavar los pies, en la que echó, primero, agua fría y después, agua hirviendo. Ulises se sentó cerca del hogar, volviéndose hacia el lado de la sombra, pues temía que Euriclea, al lavarle, descubriera la cicatriz que tenía bajo la rodilla, y que podía traicionarle. Euriclea se acercó a él, le lavó los pies y reconoció de inmediato la herida que antaño le había hecho un jabalí, con sus dientes de marfil, cuando Ulises recorría el monte Parnaso con su antepasado materno, Antíloco, que prevaleció sobre todos los hombres con sus artimañas y con sus negativas. 

Mercurio le dio el arte de cortar, pues Antíloco ofreció siempre sacrificios a esta divinidad; también Mercurio le fue siempre favorable, Cuando este rey fue a visitarla opulenta ciudad de Ítaka, encontró a su hija, que acababa de traer un hijo al mundo; la nodriza Euriclea, habiendo colocado a este niño en las rodillas de Autólico, cuando terminó de comer, habló en estos términos:

-¡Oh, rey! busca ahora un nombre para el hijo que tu hija, ese que tanto has deseado.

y Autólico respondió:

-Hijos míos, dadle el nombre que voy a decir. Como he llegado hasta aquí terriblemente enojado contra los hombres y las mujeres, quiero que este niño se llame Ulises. Quiero también, que cuando alcance la edad de la adolescencia, venga a mi palacio, en el monte Parnaso, donde están mis tesoros, yo le haré valiosos regalos y le despediré lleno de alegría.

Varios años después, Ulises partió en busca de aquellos presentes. Cuando alcanzó el monte Parnaso, Autólico y sus hijos, le estrecharon las manos, le acogieron con amistad y le dirigieron dulces palabras; Anfítrite, su antepasada, lo estrechó entre sus brazos y le besó la cabeza y los ojos. Entonces, el rey mandó a sus ilustres hijos que preparan la comida; ellos obedecieron las órdenes de su padre. Durante todo el día hasta la puesta del sol, se entregaron a los placeres del festín. Cuando el sol se inclinó hacia la tierra y las tinieblas descendieron de los cielos, se retiraron para gustar la suavidad del sueño.

El día siguiente, desde que brilló la divina Aurora, los hijos de Autólico, salieron acompañados por Ulises y seguidos por sus perros. Escalaron el monte Parnaso y pronto llegaron a las cumbres expuestas a los vientos de esta alta montaña. Ya salía el sol de las profundidades del Océano para iluminar con sus rayos los fértiles campos. Los hombres y sus perros atravesaron los valles. Escalaron el monte Parnaso cubierto de bosque y pronto alcanzaron las cumbres expuestas a los vientos de la alta montaña. Allí, un jabalí al que Ulises atacó y mató, le jirió en una rodilla.


La venerable Euriclea, bajando las manos, tocó la cicatriz y de inmediato, la reconoció. Entonces le soltó el pie que sostenía para lavarlo y la pierna del héroe volvió a caer en la palangana; el recipiente cayó, y el agua corrió por el suelo. El alma de Euriclea estaba a la vez impresionada por la alegría y por el dolor; sus ojos se llenaron de lágrimas y su voz expiró en sus labios. Euriclea se levantó, tomó el mentón del héroe y le dijo:


-Eres Ulises. Sí. Eres mi querido niño, pero no he sabido reconocerte, oh, señor, antes de haber tocado tu cicatriz.

Después miró a Penélope para decirle que su esposo estaba ante ella. Pero la reina no lo vio y no reconoció a Ulises, pues Atenea había nublado la mente de Penélope. El héroe se lanzó sobre la nodriza, le apretó el cuello con la mano derecha y con la izquierda, la atrajo hacia él diciendo:

-¿Quieres perderme? Sí, tú fuiste quien me alimentó con tu leche, y yo soy quien tras haber sufrido males sin número y errado durante veinte años, llego al fin a una patria. Pero ya que los dioses han querido que Euriclea reconozca a su señor, guarda silencio y que nadie, en esta morada, sepa de la vuelta de Ulises. Y te declaro; y mis palabras se cumplirán: si el cielo me concede vencer a los ilustres pretendientes, no te ahorraré nada, aunque seas mi nodriza, cuando extermine aquí a todas las esclavas infieles.

La prudente Euryclea le respondió:

¡Oh, hijo mío! Qué palabras acabas de pronunciar. Sabes, sin embargo, que mi alma es fuerte, constante, inquebrantable. Euriclea será siempre tan firme como al mármol o el hierro. Pero graba en tu mente lo que voy a decirte. Si, por voluntad de los dioses logras vencer a los pretendientes, distingue a los que te honran.

-Nodriza ¿Te refieres a las esclavas? No te preocupes; sabré reconocerlas y apreciarlas, pero guárdame el secreto y deja lo demás a los dioses.

La venerable Euriclea abandonó la sala en la que se encontraba Ulises y fue a buscar otro recipiente para bañar y perfumar los pies de su divino amo. El héroe se aproximó al fuego para calentar sus miembros fatigados, pero cuidando de ocultar su cicatriz bajo los harapos. Entonces, la prudente Penélope, dirigiéndose a él, le dijo:

-Extranjero, voy a preguntarte algo. He aquí la hora en que cada uno, a pesar de sus penas, se abandona al dulce sueño; pero a mí, los dioses me abruman bajo el peso de un inmenso dolor. Por el día, lloro y gimo, vigilando en el palacio, el trabajo de mis esclavas; por la noche, cuando todo el mundo descansa, me echo en mi cama, y entonces, mil pensamientos me parten el corazón y me impiden cerrar los ojos. Como la hija de Pandarea, la joven Aedón, oculta en un espeso follaje, hace oir armoniosos acentos a la vuelta de la primavera y expande en los bosques los sonidos de su voz melodiosa llorando por Itile, su hijo bienamado, el hijo del rey Zeto, al que ella inmoló por error con el cruel bronce; igual yo lloré sin cesar, y mi alma se agitaba por diversos sentimientos. Ignoro si estaré cerca de mi hijo para conservarle mis bienes, mis esclavos y este vasto palacio, respetando el lecho de mi esposo, o si seguiré en su morada que me parecerá la más ilustre y que ofrecerá los más ricos presentes.

Cuando mi hijo no era más que un niño sin experiencia, yo no podía mi elegir un esposo, ni abandonar esta casa, pero ahora que Telémaco ha crecido y ha alcanzado la edad feliz de la adolescencia, se indigna contra los pretendientes que consumen sus rquezas, y desea que yo abandone su palacio. Pero tú, pobre viajero, explícame este sueño. Yo alimenté en mi casa veinte pichones y me complacía en verlos picar el trigo empapado en agua límpida. Los estaba mirando, cuando de repente, un águila de pico largo y curvado, se lanzó desde la montaña y los mató a todos, para después volar triunfante y dirigirse hacia las regiones divinas y etéreas. 

Aunque solo fue un sueño, yo lloré y gemí y los Aqueos de hermosas cabelleras, reunidos en torno a mí, se lamentaban también, porque un águila hubiera matado a mis pájaros. De pronto el águila reapareció, se posó en el punto más elevado del techo y, con voz humana, me dijo:

-Tranquilízate, hija del ilustre Ícaro, no es un sueño vano el que acabas de tener, sino una visión real que debe cumplirse. Los pájaros son los pretendientes, y yo, que aparezco bajo la forma de un águila, soy tu esposo; soy Ulises, que llega a estos lugares para castigar con una muerte cruel a todos los que aspiran a tu mano.

A penas pronunció aquellas palabras y el dulce sueño me abandonó; busqué enseguida mis aves y las vi, que comían, como antes, su trigo, en un gran cuenco.

El ingenioso Ulises tomó la palabra y dijo a Penélope:

-¡Oh, reina, no puedo explicarte de otro modo ese sueño, pesto que Ulises, tu esposo, te ha dicho él mismo cómo se cumpliría. La muerte amenaza a todos los pretendientes, y ninguno de ellos escapará de las Parcas fatales.

Y la casta Penélope, le contestó:

-Extranjero, los sueños son impenetrables, difíciles de explicar, y no conceden a los humanos todo lo que les promete. Dos puertas se abren a los sueños ligeros: una es de cuerno y otra de marfil; los qe atraviesan la puerta de marfil, son sueños engañosos que aportan a los mortales, palabras que nunca se cumplirán; aquellos que, al contrario, anuncian la verdad, vienen por la puerta de cuerno. ¡Ay! Yo no creo que mi sueño viniera por esa puerta; sería demasiada fortuna para mi hijo y para mí. 

Extranjero: graba estas palabras en tu alma. La funesta Aurora que debe alejarme de la morada de Ulises, pronto brillará en el cielo; así que voy a proponer una prueba a los soberbios prtendientes; la de las hachas dobles con aro que mi esposo alineaba en número de doce, como las vigas de un navío; después, él se colocaba lejos de ellas y las atravesaba con una flecha. Esta es la prueba que voy a proponer a los pretendientes. Al que entre ellos sea capaz de tensar el arco de Ulises y haga pasar un flecha por las doce hachas, yo le seguiré; abandonaré la morada de mi esposo, este rico y soberbio palacio, del que conservaré el recuerdo de mis sueños.


El ingenioso Ulises le respondió:

-Oh, venerable esposa del hijo de Laertes, no tardes mucho en proponer esa prueba a los pretendientes, pues el divino Ulises estará de vuelta antes de que estos audaces hayan podido tensar el brillante arco y lanzar una flecha a través de los anillos.

Penélope, conmovida por lo que acababa de oír, dijo a su esposo:

-Querido extranjero, si quisieras permanecer cerca de mi un poco más, y entusiasmarme con tus palabras, nunca el dulce sueño cerraría mis párpados. Pero no ha sido dado a los hombres vivir sin dormir; deben respetar los límites que los dioses han asignado a los mortales sobre la tierra fecunda. Subiré a mis habitaciones para descansar en esa cama que se me ha vuelto odiosa y que no dejo de regar con mis lágrimas, desde que Ulises partió hacia la funesta ciudad de  Ilión, cuyo nombre no se puede decir sin llanto. Tú, disfruta del reposo en estos lugares; extiende las pieles en el suelo, o bien ordeno a mis esclavas que te preparen un lecho.

Dicho esto, Penélope subió a las espléndidas salas del palacio acompañada por sus servidoras. Allí lloró por Ulises, su amado esposo, hasta que Atenea extendio el dulce sueño sobre sus párpados.

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