domingo, 25 de noviembre de 2012

¿QUIÉN TEME AL CONDE DE VILLAMEDIANA?


El escribano Manuel de Pernia certificó que el día 21 de agosto de 1622, a las nueve de la noche –poco más o menos- vio a don Juan de Tassis, Conde de Villamediana, tendido en una cama, muerto naturalmente, añadiendo que decían que había recibido una estocada en la Calle Mayor, cerca de la callejuela de San Ginés.


La muerte del Conde de Villamediana. Pintura de Manuel Castellano.

Muerto naturalmente y de una estocada, parece algo contradictorio, a no ser que se nos escape el significado de la expresión muerte natural en el siglo XVII, especialmente en este intrincado caso, en el que además, de acuerdo con algunos testimonios, el Conde de Villamediana fue mortalmente herido por un brutal disparo de ballesta, dejándole tal batería - en palabras de Góngora-, que aún en un toro diera horror. Y esto lo dice un hombre que fue llamado al orden por la Inquisición, a causa, precisamente, de su desmedida afición al espectáculo taurino, dada su condición de clérigo; luego sabía lo que decía, aunque personalmente, no lo vio.


Aquel mismo día, por la mañana, Villamediana había recibido un soplo por parte de don Baltasar de Zúñiga, –al que Quevedo llama intérprete del ángel de la guarda de Villamediana y que por entonces compartía la privanza real con el Conde Duque de Olivares–: mire por sí, que tiene peligro de su vida.


-Ni la justicia, ni el odio han de poder hacer en mí mayor castigo que yo propio-, dice Quevedo que contestó Villamediana al ángel de la guarda, añadiendo que al recibir la terrible herida, pensó antes en la venganza que en su alma, e intentó atacar al agresor, aunque inútilmente, ya que se arrojó en la calle, donde expiró luego y corrió al arroyo toda su sangre.

Aunque poco antes de referir el suceso, Quevedo asegura: Yo escribo lo que vi y doy á leer mis ojos, no mis oídos, es un hecho, que no vio cometerse el crimen ni cualquier otra cosa que pasara en Madrid en aquel momento, ni aquel día, ni aquella semana, ni aquel mes, sencillamente, porque no se encontraba en la capital.

La gran diferencia entre Góngora y Quevedo en su percepción del asesinato de Villamediana, reside, en realidad, en el hecho de que el primero era su amigo y el segundo le profesaba una antipatía mortal.

-Dudo procedan a más averiguación –escribió Góngora como conclusión final.
-La justicia –terminaba por su parte Quevedo–, hizo diligencias para averiguar lo que hizo otro a falta suya.


Los hechos, en este sentido, darían la razón a Góngora, ya que ciertamente, el crimen no se investigó, aunque sí se hicieron averiguaciones, pero no sobre la muerte o sus ejecutores, sino sobre la víctima.

Lo más sorprendente de este caso, y en lo que coinciden todos los testimonios que se refieren al mismo, es que nadie se preguntó por qué, ni quién mató al Conde de Villamediana; en cierto modo, es como si todo el mundo esperara que el crimen ocurriera algún día, y todos supieran quién lo ordenó.

Juan de Tassis y Peralta había nacido en Lisboa en 1582, cuando su padre acompañaba a Felipe II tras la anexión de  Portugal. En 1601 Felipe III trasladó la Corte a Valladolid; los Villamediana siguieron al monarca, como tantos otros y allí se casó don Juan hijo, con doña Ana de Mendoza y de la Cerda, una descendiente del Marqués de Santillana, con la que tuvo varios hijos de los que ninguno sobrevivió. Parece, además, que don Juan ya era viudo cuando murió.

Su padre, don Juan de Tassis y Acuña, Conde de Villamediana, Correo Mayor del Reino y Caballero de Santiago; fue, en 1604 el artífice de las paces acordadas entre Inglaterra y España por el Tratado de Somerset.

De artista no identificado. Óleo sobre lienzo, 1604. National Portrait Gallery, London.
La pintura, al parecer, lleva la firma del pintor español Juan Pantoja de la Cruz, pero también lleva la imposible fecha de 1594. Es probable que tanto la firma como la fecha sean falsas. Podría haberlo pintado un artista flamenco hasta ahora no identificado; tal vez John De Critz el Viejo, ya que muy probablemente, las fuentes de los retratos de Robert Cecil y Thomas Sackville, proceden de retratos realizados por este conservados en la British National Portrait Gallery.” (Texto e imagen  NPG).

En 1607 fallecía el Conde-Embajador, por lo que el cargo de Correo Mayor y el título pasaban al hijo, quien teniendo la vida resuelta con tan espléndida fuente de ingresos, repartía su atención y su tiempo entre la poesía, las mujeres y los naipes.


Alguna de estas tres ocupaciones le costó un primer destierro, que lo llevó a Italia en 1611, formando parte de la corte literaria del Conde de Lemos durante su virreinato en Nápoles, donde Villamediana permaneció hasta 1617.


Cabe recordar aquí que el mismísimo Cervantes había solicitado formar parte de aquella corte, pero fue rechazado por los hermanos Argensola, a los que el Virrey encargó la selección.

Cuando regresó a España, Villamediana ya era un poeta consumado y admirador convicto de don Luis de Góngora. Eran los últimos años del reinado de Felipe III, cuando el duque de Lerma cayó de la Privanza con casi todos sus parciales, a los que el poeta-correo no dejó nunca de fustigar a través de sátiras muy bien escritas y terriblemente ofensivas, que parece dieron lugar a su segundo destierro de la corte en 1618, a donde no regresó hasta la muerte de Felipe III.

Ya bajo Felipe IV se multiplican las anécdotas sobre la, al parecer, escandalosa vida del poeta. Por ejemplo: Se encuentra en la iglesia de Atocha, cuando le presentan un cestillo, pidiendo donativo para las ánimas del purgatorio; Villamediana echa una moneda:
-Acabáis, señor, de librar un alma-.
El conde echó otra moneda.
-Otra más, redimida-, dice el clérigo. Y así continuó Villamediana echando varias monedas más y a cada una de ellas, el religioso repetía que otras almas iban quedando libres.
-¿Me lo aseguráis? -preguntó el conde por último.
-Sí, señor, ya están en el cielo.
-Devolvedme entonces el dinero, que puesto que están en el cielo, no hay que temer que vuelvan al Purgatorio; en tanto que mis ducados corren el grave peligro de no volver á mi bolsillo.


Durante unas fiestas en Madrid, se presentó Villamediana con la ropa bordada de reales de a ocho a modo de lentejuelas, y una divisa: Son mis amores, lo que daría a entender que eran sus amores “Reales”, es decir que se referiría, o bien la reina, o bien la Infanta. Nada podía causar más escándalo y espanto.


No podemos ignorar en este sentido, el célebre momento en que la reina, Isabel de Borbón, miraba por un balcón del alcázar, cuando, de pronto, alguien se acercó por su espalda y le tapó los ojos: -¡Estáos quieto, Conde!-, exclamaría la reina. Y era el rey.


Se habla también de otra fiesta en que Villamediana corría toros y dijo doña Isabel al monarca -¡Qué bien pica el conde! -Pica bien, pero pica muy alto-, respondió ingeniosamente su marido.


Para colmo de osadía, con ocasión del cumpleaños del rey, le encargan a Villamediana una comedia que debe ser representada en Aranjuez ante la Corte y en la que ha de haber un papel para la reina. Don Juan escribe al efecto, una titulada La Gloria de Niquea, y además de escribir el guion, se las arregla para que estalle un incendio cuando doña Isabel se encuentra en medio del escenario, de tal modo, que sólo él puede salvarla, como efectivamente ocurre. Todo el mundo sospecha de Villamediana y Felipe IV es informado de que el poeta ha programado la comedia y el fuego como excusa para tomar a la reina en sus brazos.

Nadie podía acercarse a la familia real y mucho menos –tal posibilidad no cabe ni en la imaginación-, tocar con un dedo a ninguno de sus componentes.

Contaba Adam L’Hermite, profesor de francés de Felipe III en su infancia, que su real alumno, le pedía continuamente que le cogiera en brazos, a cuyo efecto, el profesor debía poner una rodilla en tierra y sentar al niño en la otra pierna y así se mantenía mientras le enseñaba. Esto, sin duda, ya era mucha liberalidad, sólo consentida porque el niño había perdido a su madre y su padre, Felipe II, no tenía tiempo para hacerlo él mismo.


Cuando sucedió el incendio de Aranjuez –está documentado- corría el mes de abril de 1622.

Imposible saber lo que hay de cierto en estas anécdotas sobre Villamediana, pero tal era, o parece que era, la fama que se le achacaba y que igualmente le adjudicaba aventuras amorosas con docenas de mujeres a las que ofrecía valiosísimos regalos, pero que tampoco dudaba en abofetearlas en plena calle si se sentía contrariado o traicionado por ellas.

El célebre cronista portugués, Pinheiro de Vega que coincidió con los Villamediana en Valladolid, dice que el conde llegó a gastar en una señora, más de 30.000 ducados, que hacen 600.000 portes de cartas –y añade: ¡Mirad cuántas mataduras costaría y cuantos lodos se pisarían para correr dicha posta y cobrar tanto porte de cartas!
Sin embargo, parece que don Juan no se enamoraba verdaderamente, ni que su objetivo fuera tampoco la seducción, ¿por qué entonces la inmensa variedad de amores que se le achacan?

                  El que fuere dichoso será amado,
                  Y yo en amor no quiero ser dichoso;
                  Teniendo mi desvelo generoso,
                  A dicha ser por vos tan desdichado.
                 
                  Sólo es servir, servir sin ser premiado;
                  Cerca está de grosero el venturoso;
                  Seguir el bien á todos es forzoso;
                  Yo sólo sigo el bien sin ser forzado.
                 
                  No he menester ventura para amaros;
                  Amo de vos lo que de vos entiendo.
                  No lo que espero, porque nada espero.
                 
                  Llévame el conoceros á adoraros;
                  Servir, mas por servir, sólo pretendo;
                  De vos no quiero más que lo que os quiero.


Su verso –escribe el poeta Luis Rosales- no parece escrito: está dicho en voz baja. Sólo está sostenido por el dolor: es el camino del aire; tan leve es su expresión. Apenas hay en nuestra poesía una sinceridad tan herida, tan necesaria, tan penetrante como la suya.

Hasta el 15 de mayo de 1622 –dice también Rosales-, Villamediana y el rey se llevaban muy bien; tenía un extraordinario y declarado ascendiente sobre el rey, que le encargó la comedia que debía representar la mismísima reina Isabel. De esto se deduce que Villamediana pierde el favor real después de las fiestas de Aranjuez y en la representación de La gloria de Niquea; esos tres meses es el plazo en que “fue prevenida su muerte”.

Transcurridos esos tres meses, pasó algo por lo que don Baltasar de Zúñiga creyó su deber moral avisar al conde del peligro que corría, como hemos visto, aunque no parece que sirviera de mucho. Pero más tarde se le imputó a Olivares la muerte de Zúñiga con presunción que le dio veneno en un pastel, temiendo que se hiciese con la privanza. En todo caso, la información que aquel poseía y por la que, en conciencia, decidió advertir a Villamediana, no cabe la menor duda de que procedía de palacio.

Gonzalo de Céspedes escribió en su Historia: Su fin, sucedió el mismo mes de Agosto: mas mucho antes estaba prevenido.

Y Matías de Novoa, Ayuda de Cámara de Felipe IV, escribió a su vez: El Conde Duque fue quien inventó la traza y aconsejó la muerte al Rey.


Volvamos ahora a la carta de don Luis de Góngora.

Mi Desgracia ha llegado a lo sumo con la desdichada muerte de nuestro Conde de Villamediana, de que doy a Vm el pésame por lo amigo que era de Vm.

Sucedió el domingo pasado, a prima noche, 21 de éste, viniendo de palacio en su coche con el Sr. Don Luis de Haro, hijo mayor del Marqués del Carpio; y en la calle Mayor salió de los portales que están a la acera de San Ginés un hombre que se arrimó al lado izquierdo, que llevaba el conde, y con arma terrible de cuchilla, según la herida, le pasó del costado izquierdo al molledo del brazo, dejándole tal batería que aun en un toro diera horror. El Conde al punto, sin abrir el estribo, se echó por cima de él y puso mano a la espada, más viendo que no podía gobernarla, dijo: “Esto es hecho; confesión, señores.” Y cayó. Llegó a este punto un clérigo y lo absolvió, porque dio señas dos o tres veces de contrición, apretando la mano del clérigo que le pedía estas señas; y llevándolo a su casa antes que expirara, hubo lugar de dalle la unción y absolverlo otra vez, por las señas que dio de abajar la cabeza dos veces. El matador… acometido de dos lacayos y del caballerizo de Don Luis, que iba en una haca, [escapó], porque favorecido de tres hombres que salieron de los mismos portales, [que] asombraron haca y lacayos a cintarazos, se pusieron en cobro sin haber entendido quien fuesen. Háblase con recato en la causa; y la justicia va procediendo con exterioridades, mas tenga Dios en el Cielo al desdichado, que dudo procedan a más averiguación


Le enterraron aquella noche en un ataúd de ahorcados que trajeron de San Ginés, por la prisa que se dio el Duque del Infantado
[un incondicional de Olivares], sin dar lugar a que le hiciesen una caja. 


Mire Vm si tengo razón de huir de mí, cuánto más de este lugar donde a hierro he perdido dos amigos. Vm me haga lugar allá, que por ahora basta de Madrid.


Tal vez convenga aclarar aquí, en relación con el ataúd de ahorcados, que algunos autores, no hablan de un ataúd, sino del ataúd, puesto que sólo habría uno y se emplearía para transportar los cuerpos hasta el cementerio, siendo después devuelto a la iglesia de san Ginés.

Volvamos también a los Grandes Anales de Quince Días, donde escribe Quevedo lo que sus ojos vieron:

Habiendo el confesor de Don Baltasar de Zúñiga, como intérprete del ángel de la guarda del Conde de Villamediana, Don Juan de Tasis, advertídole que mirase por sí, que tenía peligro de su vida, le respondió la obstinación del Conde que sonaban las razones más de estafa que de advertimiento, con lo cual el religioso se volvió sentido más de su confianza que de su desenvoltura, pues sólo venía a granjear prevención para su alma y recato para su vida. El Conde, gozoso de haber logrado una malicia en el religioso, se divirtió de suerte que, habiéndose pasado todo el día en su coche y viniendo al anochecer con Don Luis de Haro, hermano del Marqués de Carpio, a la mano izquierda, en la testera, descubierto al estribo del coche, antes de llegar a su casa en la calle Mayor, salió un hombre del portal de los Pellejeros, mandó parar el coche, llegóse al Conde y reconocido, le dio tal herida que le partió el corazón. El Conde animosamente, asistiendo antes a la venganza que a la piedad, y diciendo: “Esto es hecho”, empezaba a sacar la espada y quitando el estribo, se arrojó en la calle, donde expiró luego entre la fiereza de este ademán y las pocas palabras referidas. Corrió al arroyo toda su sangre, y luego, arrebatadamente, fue llevado al portal de su casa, donde concurrió toda la Corte a ver la herida, que cuando a pocos dio compasión, a muchos fue espantosa; asunto que la conjetura atribuía a instrumento, no a brazo. Su familia estaba atónita; el pueblo suspenso y con verle sin vida y en el alma pocas señales de remedio, despedida sin diligencia exterior suya ni de la Iglesia, tuvo su fin más aplauso que misericordia. ¡Tanto valieron los distraimientos de su pluma, las malicias de su lengua, pues vivió de manera que los que aguardaban su fin (si más acompañado, menos honroso) tuvieron por bien intencionado el cuchillo!

Y hubo personas tan descaminadas en este suceso, que nombraron los cómplices y culparon al Príncipe, osando decir que le introdujeron el enojo para lograr su venganza; que su orden fue que lo hiriesen, y los que la daban la crecieron en muerte abominando el engaño tanto como el delito.


Otros decían que pudiendo y debiendo morir de otra manera por justicia, había sucedido violentamente, porque ni en su vida ni en su muerte hubiese cosa sin pecado. Solicitar uno su herida y su desdicha con todas sus coyunturas, y el castigo con todo su cuerpo y no prevenirse, fue decir: “Ni la justicia, ni el odio han de poder hacer en mí mayor castigo que yo propio.”  Y todo lo que vivió fue por culpar a la justicia en su remisión y a la venganza en su honra; y cada día que vivía y cada noche que se acostaba era oprobio de los jueces y de los agraviados; diferentemente en su muerte y en las causas de ella.
La justicia hizo diligencias para averiguar lo que hizo otro a falta suya; y sólo así se halló por culpada de haber dado lugar a que fuese exceso, lo que pudo ser sentencia. Esperanza tengo de que Dios miraría por su alma entre el desacuerdo y la desdicha del Conde, pues su misericordia, por desmedida, cabe en menos de lo que comprenden nuestros sentidos.


-¡Se nos nubla la vista! -exclama Rosales-: No creo que exista en la literatura española ninguna página tan vil como la que acabamos de comentar.

Decíamos al principio que el crimen no se investigó, tal como preveía don Luis de Góngora, pero sí se hizo una investigación, aunque no sobre los criminales, sino sobre la víctima, probablemente en un intento de justificar un crimen que hizo más ruido del que se esperaba. El expediente se mantuvo en secreto –pronto veremos la razón-, y no se conoció hasta el siglo XIX, de forma indirecta, tras una búsqueda exhaustiva de N. Alonso Cortés en el archivo de Simancas.

Un año después de la muerte de Villamediana, Silvestre de Nata Adorno, un correo del duque de Alba, que sirve como tal en Nápoles, es informado de que ha sido juzgado y condenado en rebeldía, algo de lo que no tuvo conocimiento, por lo que su abogado pide se le envíe copia del proceso.

Fernando Fariñas, del Consejo Real, quien había llevado a cabo la investigación, responde lo siguiente:


En el negocio que ahí tuve de aquellos hombres que se quemaron por el pecado, y otros que habían huido después de muerto el Conde de Villamediana, se me manda por un decreto de la Cámara que envíe la culpa de un Silvestre Adorno, y los indicios que contra él hay de el pecado, nacen de lo que contra el Conde está probado y SM me mandó que por ser ya el Conde muerto, guardase secreto de lo que contra él hubiere en el proceso por no infamar al muerto, y ahora, si doy la culpa de Silvestre Adorno, es fuerza ir allí mucha parte de lo que hay contra el Conde.


Por cierto que, aprovecha la oportunidad el señor Fariñas para recordar que se le había prometido hacerle merced en renta de por vida para su hijo, o una encomienda o pensión de hasta 1500 ducados, lo que, hasta la fecha no se ha cumplido, y veo que eso se va dilatando que yo muero aquí de hambre porque los salarios del Consejo y Asistente no me pueden sustentar con las obligaciones del oficio y veo que si me muero quedan mis hijos en un hospital.

Bien, lo que realmente viene al caso es: si Villamediana ya estaba muerto ¿por qué se le inició un proceso?

Sólo caben dos explicaciones; fue para justificar el crimen, o para desacreditar al muerto. Sin embargo, una vez resuelto el caso y condenados y ejecutados los otros reos incluidos en el mismo, el rey ordena que no se divulgue la sentencia relativa a Villamediana por no infamar al muerto, lo cual anulaba de golpe, tanto la justificación, como la infamia a la memoria del difunto Conde.

Los documentos del proceso se han perdido con todas las averiguaciones y los nombres de los testigos, así como las causas de la condena que llevaron a aquellos hombres a la hoguera, Pero, he aquí que la reclamación de Fariñas venía a defraudar el silencio y la supuesta misericordia real.

La causa en cuestión se inició de oficio, como diríamos hoy, y contraviniendo las bases legales del sistema imperante durante el reinado de Felipe IV; el Consejo Real asumió un proceso que a todas luces correspondía a los Tribunales de la Inquisición, ya que se trataba de un delito que, tal como dice la carta de Fariñas, solía llamarse pecado. No se sabe el porqué de semejante decisión, pero no es difícil deducirlo.

Lo único cierto en todo esto, es que el Conde de Villamediana fue simplemente asesinado, y no por el pecado susodicho, pues el proceso contra él, como hemos visto, no se inició hasta un año después de su muerte. Por otra parte, si las sospechas sobre Villamediana eran tan ciertas para alguien, ¿por qué se ordenaría su muerte antes de llevar a cabo un proceso que la habría justificado sobradamente?

¿Quién temía al Conde de Villamediana?

El conde-duque de Olivares, obra de Velázquez (1638) en el Museo del Hermitage.

Se dice que, cuando, ya exiliado en Toro, Olivares recibió la carta  por la que quedaba excluido definitivamente del poder, de la confianza real y arruinado, exclamó, al igual que Villamediana: -¡Esto es hecho!


Matías de Novoa, Ayuda de Cámara de Felipe IV, del que escribió una historia muy laudatoria que no se publicó hasta el siglo XIX, se muestra absolutamente convencido de que la muerte de Villamediana fue una decisión injusta, basada en odios personales y que partió del Conde Duque de Olivares, quien engañó al rey para convencerlo de que aprobara el crimen, razón por la que el autor declara firmemente su deseo de que Olivares reciba un castigo divino por ello.

El poeta Rosales, piensa que Novoa conoció el proceso fabricado en torno al poeta y cree que este historiador jamás hubiera hablado en favor de Villamediana si creyera que era reo del pecado del que se le acusó post mortem, añadiendo que, si el Conde Duque hubiese podido probar al Rey la sodomía de Villamediana, no le hubieran asesinado; le hubiesen procesado, y habría muerto en el patíbulo, algo que todo el mundo habría comprendido y aprobado, en lugar de lanzar una negra sombra de odio sobre la cabeza de Olivares y otra de incompetencia sobre la de aquel monarca que, a los cuarenta años, declaraba sentirse viejo y de poco provecho, cuando, evidentemente, viejo no era.

Felipe IV en 1624, a los 18 años, del Metropolitan de New York, recientemente atribuido a Velázquez.

Finalmente, recordaremos que se conocen los nombres de los arqueros encargados del crimen, pero apenas se ha hablado de un personaje que no parece quedar completamente libre de sospechas, aunque siempre emerge como al margen de la tragedia. Se trata de don Luis de Haro, quien acompañaba a Villamediana en el momento del mortal ataque. Todas las versiones insisten en el hecho de que la noche del crimen, Villamediana no tenía prisa en volver a su casa y que prácticamente obligó a don Luis de Haro a acompañarle en un largo paseo del que el invitado no logró zafarse a pesar de su insistencia. ¿Cómo se sabe todo esto si los dos hombres viajaban solos y el muerto no lo contó?

Don Luis de Haro era sobrino carnal de Olivares y le sucedió en la confianza real como Valido. La historia lo recuerda por su participación en la Paz de los Pirineos en 1635, que selló el fin de una guerra entre España y Francia, que había empezado Richelieu y que terminó de mano de Mazarino.

Entrevista en la cumbre. Isla de los Faisanes. 
Personajes centrales de izquierda a derecha: el Duque de Orleans; Ana de Austria, reina madre de Francia y el Cardenal Mazarino. Se estrechan la mano Louis XIV y Felipe IV. Entre el rey de España y la Infanta María Teresa aparece don Luis de Haro –su posición y la de Mazarino son equidistantes entre sí y sus respectivos monarcas-. 

(En otra ocasión (1) recordaremos estas paces y los sucesos de la guerra que terminaba, así como el hecho de que, en opinión de A.E.Pérez Sánchez -Director del Museo del Prado, 1990-, Velázquez tiene que estar entre los caballeros de la derecha del lienzo.)



SONETO DEL CONDE DE VILLAMEDIANA -A modo de epitafio-.

                  Silencio, en tu sepulcro deposito
                  ronca voz, pluma ciega y triste mano,
                  para que mi dolor no cante en vano
                  
al viento dado y en la arena escrito.

                  Tumba y muerte de olvido solicito,
                  aunque de avisos más que de años cano,
                  donde hoy más que a la razón me allano,
                  y al tiempo le daré cuanto me quito.


                  Limitaré deseos y esperanzas,
                  y en el orbe de un claro desengaño
                  márgenes pondré breves a mi vida,


                  para que no me venzan asechanzas
                  de quien intenta procurar mi daño

                  y ocasionó tan próvida huida.


* * *

(1) Luis XIV de Francia • Política exterior • Guerras con los Habsburgo • III Parte

* * *

1 comentario:

  1. “De engañosas quimeras alimento
    la atrevida esperanza y el deseo
    que me obliga a seguir lo que no creo
    y me hace creer lo que más siento”
    (Conde de Villamediana)

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