sábado, 9 de marzo de 2013

LA GRAN ARMADA (y 4) El testimonio del Capitán Cuéllar



  

Naufragios en las costas de Irlanda

Girona, escuadra de Levante, al mando de Bertendona, en Dunluce
Trinidad Valencera, Levante, en Inish–Owen
Duquesa Santa Ana, de Andalucía, al mando de Pedro Valdés
Juliana, Levante, en Streedagh
Santiago
Lavia, Levante, en Killibegs
Sta. Mª. del Visón, Levante
Sta. Mª. Encoronada, Levante, en la bahía de Blacksod
Gran Grin, de Vizcaya, al mando de Recalde, en la bahía de Clew
San Nicolás Prodamenti, Levante
Falcón Blanco Mediano, urca al mando de Juan López de Medina, en Connaught
Concepción del Cano
San Esteban, urca de Guipúzcoa, en Doonbeg
San Marcos
Anunciada, Levante, en el estuario del Shannon
Sta. Mª. de la Rosa, Guipúzcoa, al mando de Oquendo, en Dingle
Trinidad, Castilla, al mando de Diego Flores de Valdés
San Juan.
Otras urcas y galeras de las distintas flotas, cuyos pecios, sin identificar, siguen saliendo a la superficie en la actualidad.

Dunluce. Naufragio del “Girona”, escuadra de Levante, al mando de Bertendona.

Porque la marcha fuera más rápida despachó –Medina Sidonia– en pataches á los sargentos mayores, dándoles orden por escrito de hacer guardar á cada bajel el puesto que tenía señalado, con prevención de ahorcar en el acto al capitán que se apartara del suyo, á cuyo efecto habían de llevar consigo á los capitanes de campaña (fiscales) y á los verdugos.

Por segunda vez dictaba el de Medina-Sidonia órdenes de severidad inusitada, amenazando con pena infamante á los jefes, como si éste fuera medio eficaz para levantar la moral decaída y corregir la murmuración manifiesta. 

Continuando el 10 de Agosto … se aproximó á la retaguardia la Armada inglesa, navegando á toda vela. Al detenerse el Duque, en señal de pelear, habían dejado de acudir por la tarde el galeón San Pedro y la urca Santa Bárbara, que eran los dos más avanzados á sotavento. Con un pataje ordenó á los capitanes que pasáran á bordo del galeón San Martin, donde, sin otro procedimiento, oyeron la sentencia de ser ahorcados. 

Inútilmente procuraron que el Duque oyera sus descargos, … el general no los recibió, remitiéndolos al auditor para la ejecución de la sentencia; y como éste hiciera brevísima información en que aparecía el brillante comportamiento del capitán del San Pedro D. Francisco de Cuéllar, no se determinó á proceder de ligero, y envió á la capitana las diligencias, esperando orden escrita, que recibió á poco, alzando la providencia, con respecto al capitán Cuéllar, y confirmándola para el de la urca, que se llamaba D. Cristóbal de Ávila. En cumplimiento fue ahorcado éste en la verga de un patache, que cruzó entre las naos á fin de que toda la Armada presenciara el espectáculo triste de un castigo cuya severidad horrorizaba. El acontecimiento no fue tampoco registrado en el Diario del Capitán general, aunque una frase reservada que se lee en el lugar correspondiente, acaso significa que pensó mejor noticiar verbalmente la muerte afrentosa del capitán de la Santa Bárbara.

En el pasaje aludido, correspondiente al 10 de Agosto, dice el Diario, con palabras subrayadas: “Lo que en esto hizo nuestra Armada, dirá D. Baltasar de Zúñiga.” Luis de Bavia escribe: «Queriendo el Duque remediar el desorden que aquella parte de la Armada llevaba caminando delante de la capitana, mandó ahorcar del árbol de la proa al capitán del navío que iba más delantero, con que se detuvieron los demás y guardaron orden, caminando detrás de la capitana, que ya lo hacía, viendo que el enemigo no la acometía. 
(La Armada Invencible. Tomo I. C. Fernández Duro)

Francisco de Cuéllar siguió navegando a bordo del San Pedro hasta que se vio obligado a echar el ancla cerca de Streedagh Strand, actual Condado de Sligo, junto con otros dos galeones. Al cabo de una semana, todos ellos fueron arrastrados por el oleaje y se estrellaron en la costa. De los mil hombres que componían la tripulación de las tres naves, sobrevivieron 300.

Streedagh. Naufragio de la nave “Juliana”, Escuadra de Levante.

Informe del Capitán Cuéllar, superviviente del San Pedro.
Amberes, 4 de octubre de 1589

Se admirará Vuestra merced de esta carta, por la poca seguridad que se puede haber tenido de que estoy vivo. Dios me ha traido a estos estados de Flandes, donde llegué hará doce días con los españoles que escaparon de las naos que se perdieron en Irlanda, Escocia y Setelanda –Shetlands–, que fueron más de veinte, en las que venía mucha gente, que serían más de doscientos, pero no se escaparon más que cinco cabales.

Yo me escapé de la mar con trescientos y tantos soldados con los que pasé harta desventura, descalzo todo el invierno, pasando más de siete meses por montañas y bosques, entre salvajes, que lo son todos en aquellas partes de Irlanda donde nos perdimos, y porque me parece que no es bien dejar de contar a Vm., ni que se queden atrás la sinrazón y tan grandes agravios que tan injustamente y sin haber en mi falta de no haber yo hecho lo que me tocaba me quisieron hacer, habiéndome condenado á muerte, pedí con mucho brio y cólera la causa porque se me hacía tan grande agravio y afrenta y que se me diese traslado deste mandato y que se hiciese información con trecientos y cincuenta hombres que había en el galeón, y que si alguno me pusiese culpa, me hiciesen cuartos. No me quisieron oir, ni á muchos caballeros que por mí intercedieron, respondiendo que el Duque estaba en aquella sazon retirado y muy triste, y que no quería que nadie le hablase, porque ademas del ruin suceso que tuvo siempre con el enemigo, aquel día de mi trabajo le dijeron que los dos galeones San Mateo y San Felipe, de los de Portugal, en que iban los dos maesos de campo D. Francisco de Toledo, hermano del Conde de Orgaz, y D. Diego Pimonte, hermano del Marqués de Távara, se quedaban perdidos en la mar, hechos pedazos y muerta casi la mas de la gente que traían.

El galeón San Pedro, en que yo venía, recibió mucho daño, de suerte que hacía mucha agua, y despues del bravo combate que tuvimos en Caliz –Calais–, que duró desde la mañana hasta las siete de la tarde, que fué el último de todos, el 8 de Agosto, nuestra Armada se iba retirando, retirando, o no sé cómo lo diga, y la del enemigo a nuestra cola hasta echarnos de sus tierras, y cuando lo hubo hecho, seguro del todo, que fué el día 10, por mis grandes pecados, estaba yo reposando un poco, que hacía diez días que no dormía ni paraba, un piloto mal hombre que yo tenía, sin decirme nada, dió velas y salió delante de la Capitana cosa de dos millas, como otros navios lo habían hecho, y cuando iba á amainar las velas para ver por dónde hacía agua el galeón, llegó á bordo un patache, diciendo que, de parte del Duque que fuera á la Capitana. Fui allá, y ántes que llegase, ya había orden en otro navío para que á mí y á otro caballero que se llamaba D. Cristóbal de Ávila, capitán de una urca que estaba mucho más adelante que mi galeón, nos quitasen la vida afrentosamente. Cuando yo oí este rigor, pensé reventar de coraje.

De todo esto no quería saber nada el Duque, porque, como digo, estaba retirado; el Sr. D. Francisco de Bovadilla era el que hacía y deshacía en el Armada. El Auditor Martin de Aranda me escuchó, mandó que se informaran en secreto sobre mí  y halló que había servido yo á S. M. como muy buen soldado, por lo cual no se atrevió á mandarme ahorcar. Escribió al Duque diciéndole que si no le daba la orden por escrito y firmada de su mano no la ejecutaría. 

Yo le escribí un billete al Duque tal, que le hizo pensar bien el negocio, y respondió al Auditor no ejecutase en mí aquella orden, pero sí en D. Cristóbal, al cual ahorcaron con harta crueldad y afrenta, siendo caballero y conocido de muchos.

El dicho Auditor me hizo siempre mucha merced. Me quedé en su nave, en la cual fuimos pasando todos grandes peligros de muerte, porque con un temporal que sobrevino, se abrió de suerte que cada hora se anegaba con agua y no la podíamos achicar con las bombas. No teníamos remedio ni socorro ninguno, sino era el de Dios, porque el Duque ya no aparecía y toda la Armada andaba desbaratada con el temporal, de suerte que unas naves fueron á Alemania, otras dieron en las islas de Olanda y Gelanda, en manos de los enemigos, y otras fueron á Setelanda y a Escocia, donde se perdieron y quemaron. Más de 20 se perdieron en el reino de Irlanda con toda la caballería.

Killibegs. Naufragio del “Lavia”, de la escuadra de Levante.

La nave en que yo iba era levantisca. Estuvimos cuatro días sin proveer nada y al quinto vino tan gran temporal que las amarras no pudieron tener ni las velas servir, y fuimos á embestir con otras tres en una playa llena de arena bien chica, cercada de grandísimos peñascos. En espacio de una hora se hicieron pedazos las tres, de las cuales escaparon unos 300 hombres, y se ahogaron más de mil, entre ellos mucha gente principal, capitanes, caballeros y otros entretenidos.

Y porque no será razón dejar de contar mi buen suceso y cómo vine a tierra, digo que me puse en el alto de la popa de mi nave después de haberme encomendado á Dios y a Nuestra Señora, y desde allí me puse á mirar tan grande espectáculo de tristeza; unos que se ahogaban dentro de las naves, otros, que se echaban al agua y se iban al fondo sin tornar arriba; otros sobre balsas y barriles y caballeros sobre maderos. Algunos daban grandes voces clamando á Dios; echaban á la mar los capitanes sus cadenas y escudos, y a otros, que los  arrancaban las aguas de dentro de las naves que los llevaban. Miraba esta fiesta y no sabía qué hacer ni qué medio tomar, porque no sé nadar y las mares y tormentas eran muy grandes.

Por otra parte, la tierra y la playa estaban llenas de enemigos que andaban danzando y bailando de placer de nuestro mal y, cuando alguno de los nuestros llegaba a tierra, venian á él doscientos salvajes y otros enemigos, le quitaban lo que llevaba hasta dejarle en cueros vivos y sin piedad ninguna los maltrataban y herían, todo lo cual se veía muy bien de los rotos navios.

Me encontré con el Auditor, Dios le perdone, que estaba harto lloroso y triste y le dije que pusiese remedio en su vida antes que la nao se acabase de hacer pedazos, que no podía durar medio cuarto de hora, como no duró.

Bahía de Clew. Naufragio del “Gran Grin”, escuadra de Vizacaya, Recalde.

Para buscar remedio a mi vida, me agarré a un pedazo de la nao que se había quebrado, y el Auditor me siguió, cargado de escudos que llevaba cosidos en el jubón y calzones. Entonces vi un un escotillon tan grande como una buena mesa, y cuando me quise poner sobre él, me hundí seis estados debajo del agua, y bebí tanta que casi me vi ahogado. Cuando torné arriba llamé al Auditor y le procuré poner en el tablón conmigo, y cuando nos íbamos apartando de la nao, sobrevino una grandísima ola que batió sobre nosotros,  de suerte que no pudo tenerse el Auditor y le llevó la ola y le ahogó. Daba voces ahogándose clamando á Dios y yo no le pude socorrer, porque cuando la tabla se halló sin peso en el un lado, empezó á voltear conmigo, y en este instante un madero me rompió las piernas.

Sin saber cómo ni saber nadar me trajeron á tierra, pero no me podía tener, todo lleno de sangre y muy maltratado. Los enemigos y salvajes que estaban en tierra desnudando á los que podían salir nadando, no me tocaron ni llegaron á mí, por verme como he dicho, las piernas y manos y los calzones de lienzo tan llenos de sangre, y así me fuí poco á poco andando lo que pude y topando muchos españoles desnudos, en cueros, temblando de frio, que le hacía cruel, y en esto me anocheció en despoblado y me fué forzoso echarme sobre unos juncos en el campo con harto dolor que tenía. Más tarde se llegó á mí un caballero muy gentil mozo, en cueros, y venía, tan espantado, que no acertaba a hablar ni áun a decirme quién era

Serían las nueve de la noche cuando el viento se calmó y la mar se fue sosegando. 

Estaba, a la sazón hecho una sopa de agua, muriendo de dolor y de hambre, cuando vienen dos, –uno armado y el otro con una gran hacha de hierro en las manos–; llegáronse á mí y al otro que estaba conmigo, y aunque callamos como si no tuviéramos mal alguno, ellos se dolieron de vernos, y sin hablarnos palabra cortaron muchos juncos y heno y nos cubrieron muy bien. Luego se fueron á la playa á descorchar y romper arcas y lo que hallaran. Acudieron más de 2.000 salvajes e ingleses que había en algunos presidios por allí cerca.

Blacksod, faro. Naufragio Sta. Mª. Encoronada, escuadra de Levante.

Procurando reposar un poco empecé a dormir, y al mejor sueño, como a la una de la noche, me despertó un gran ruido de gente de a caballo, que serian más de 200 e iban al saqueo y destrozo de las naves. Me volví a llamar á mi compañero por ver si dormía, y hállele muerto, que me dio harta pesadumbre y lástima. Supe después que era hombre principal, pero allí se quedó en el campo con más de seiscientos cuerpos que echó la mar fuera, y se los comían cuervos y lobos sin que hubiese quien diese sepultura á ninguno.

Venido el dia empecé á andar poco á poco en busca de un monasterio de monjes para reponerme. Lo hallé, con harta tribulación y pena; despoblado, la iglesia y los santos quemados. Había doce españoles ahorcados dentro de la iglesia por mano de los luteranos ingleses que en nuestra busca andaban para acabar con todos los que nos habíamos escapado de la fortuna de la mar. Los frailes habían huído a los montes.

Staid Abbey

Sigo contando, para que V. m. se entretenga un poco después de comer, como por vía de distracción, leyendo esta carta, que casi parecerá sacada de algún libro de caballerías.

Me metí por un camino que había en un gran bosque, y andando por él cosa de una milla, topé una mujer de más de ochenta años, bruta salvaje, que llevaba cinco o seis vacas á esconder en aquel bosque porque no se las quitasen los ingleses que habían venido á alojarse á su villaje. Cuando me vio se detuvo, me observó y dijo: “tú España”. le dije por señas que sí, y que me había perdido con las naves. También por señas, me dijo que estaba cerca de su casa y que no fuese allá, porque había muchos enemigos, y que habían degollado a muchos españoles.

Así me veía solo y maltratado por el madero que casi me quebró las piernas en el agua, cuando veo venir dos pobres soldados españoles desnudos como nacieron, gritando y clamando a Dios que los ayudase. Traía uno una mala herida en la cabeza, que le habían dado desnudándole. Llegáronse á mí, que los llamé desde donde estaba escondido, y me contaron las crueles muertes y castigos que habian hecho los ingleses á más de cien españoles que habían tomado.

Vamos allí a las naves –les dije–, donde aquellas gentes andan robando; quizá hallaremos algo que comer ó beber–. Y yendo hacia allá empezamos a ver cuerpos muertos, que era gran dolor y compasión verlos. La mar los iba echando fuera y había por aquella arena más de cuatrocientos, entre los cuales conocimos a algunos.

Apenas me podía mover ni echar paso adelante, porque iba descalzo y muriendo de dolor de la pierna, que traia en ella una herida muy grande. Los pobres compañeros estaban en cueros y helados de frió, que le hacía muy grande. 

Empecé á andar poco á poco, cuando salió de detrás de las peñas un salvaje viejo de más de setenta años y otros dos hombres mozos con sus armas, uno inglés y otro francés, y una moza de edad de veinte años, hermosísima por todo extremo, que todos iban hacia la playa á robar. Y de pronto, empieza a hablar el inglés: –¡Rinde, poltrón español!, y me tira una cuchillada. Se la paré con el palo que traía para apoyarme, pero al fin me alcanzó y me desjarretó la pierna derecha. Me iba a rematar cuando llegó el salvaje con su hija, que debía ser amiga del inglés. Yo le dije que hiciese lo que quisiese de mí, pues la fortuna me había rendido y quitado las armas en la mar. 

Al final lo apartaron de mí, pero el salvaje me empezó á desnudar hasta quitarme la camisa, y debajo della traia una cadena de oro de valor de poco más de mil reales, y como la vieron, alegráronse mucho, y buscaron en el jubón hilo por hilo, en el cual yo traía cuarenta y cinco escudos de oro, que me había mandado dar el duque en la Coruña por dos pagas, y como el inglés vio que yo traía cadena y escudos, me quiso hacer preso diciendo que le ofreciese rescate. Yo dije que no tenía qué dar, que era un muy pobre soldado, y que aquello lo habia ganado en la nave.

Connaught. Naufragio del “Falcón Blanco Mediano”, 
urca al mando de Juan López de Medina.

Después se volvieron todos a la casita del salvaje, y yo me quedé entre aquellos árboles desangrándome por la herida que me había hecho el inglés, hasta que me enviaron un muchacho con un emplasto hecho de hierbas para que me pusiese en la herida, y manteca y leche y un pedazo de pan de avena que comiese. Me curé y comí. El muchacho, me dijo que caminase siempre derecho á unas montañas que aparecían seis leguas de allí, detras de las cuales había buenas tierras, que eran de un gran señor salvaje muy grande amigo del Rey de España, y que recogía y hacía bien á todos los españoles que a él se iban, y que había en su villaje más de ochenta de los de las naves, que llegaron allí en cueros. 

Y con mi palo, empecé a caminar lo que pude hasta dar con unas chozas donde no me hicieron mal, porque habia allí uno que sabía latin, y por la necesidad que se ofrecía fué nuestro Señor servido que nos entendimos hablando en latin. Aquella noche me recogió el latino en su choza, me curó y me dio de cenar y donde durmiese en unas pajas. 

Por la mañana me dieron un caballo y un mozo que me pasase una milla del mal camino que había, de lodo hasta la cintura, y habiéndole pasado un tiro de ballesta, oimos un grandísimo ruido y díjome el mozo por señas:  ¡Salva, España! –que nos llamaban así–; muchos sasanas de á caballo vienen aquí y te han de hacer pedazos si no te escondes.  Llaman sasanas á los ingleses, y me llevó a esconder.

Yendo nuestro camino dan conmigo más de cuarenta salvajes a pié y me quisieron hacer pedazos, porque eran del todo luteranos, pero no lo hicieron porque el mozo les dijo que su amo me habia preso y me tenia por prisionero. Me dieron seis palos que me molieron las espaldas y los brazos, y me quitaron todo lo que llevaba encima hasta dejarme en carnes, como nací. 

Seguí poco a poco y al llegar a la sierra que me habían dicho, topé un lago alrededor del cual habia como treinta chozas todas despobladas y sin gente. Como quería anochecer y no tenía a donde ir, busqué la choza que mejor me parecia para recogerme en ella aquella noche, cuando veo salir por un lado tres hombros en carnes, como su madre los parió, y levantarse y mirarme. Dióme algun temor, porque entendí sin duda que eran diablos, y ellos no entendieron menos que podria ser yo, envuelto en pajas y estera. Viéndome en esta confusion tan grande, dije: ¡Oh Madre de Dios, sed conmigo y libradme de todo mal! Como me vieron hablar español y llamar á la Madre de Dios, dijeron ellos tambien: Sea con nosotros esa gran Señora. 

Les pregunté si eran españoles. –Sí somos, por nuestros pecados, que á once nos desnudaron juntos en la playa, y en carnes como estabamos nos vinimos a buscar alguna tierra de cristianos; en el camino nos encontramos una cuadrilla de enemigos que nos mataron los ocho, y los tres que aquí estamos.

Me han hablado de un villaje que está tres ó cuatro leguas de aquí –les dije–, que es del señor de Ruerque (O'Rourke), donde se han recogido muchos de nuestros españoles perdidos, y aunque yo vengo muy mal tratado y herido, mañana caminarémos para allá. 

Alegráronse los pobres y me preguntaron quién era. Yo les dije que era el capitan Cuellar y no lo podían creer porque me tenían por ahogado, y llegáronse á mí y casi me acabaron de matar con abrazos. El uno de ellos era Alférez y los otros dos soldados, y porque es el cuento gracioso y verdad, como soy cristiano, lo escribo para que V. m. tenga que reir.

Doonbeg. Naufragio del “San Esteban”, urca de Guipúzcoa.

Otro dia par la mañana nos juntamos hasta veinte españoles en la choza deste señor de Ruerque (O'Rourke), para que nos dieran por amor de Dios alguna cosa que comer. Reparáronme allí lo mejor que pudieron con una manta, á su usanza, donde me estuve tres meses hecho propio salvaje como ellos. La mujer de mi amo era muy hermosa, por todo extremo y me hacía mucho bien, y un dia estábamos sentados al sol ella y otras sus amigas y parientas; preguntábanme de las cosas de España y de otras partes, y al fin me vinieron á decir que les mirase las manos y les dijese su ventura; yo, dando gracias á Dios, pues ya no me faltaba más que ser gitano entre los salvajes, comencé á mirar la mano de cada una y á decirles cien mil disparates, pero desde entonces me perseguían hombres y mujeres para que les dijese la buenaventura; de suerte que yo me veia en grande aprieto, tanto que me fue forzado pedir licencia para irme de su castillo. No me la quiso dar, mandó que nadie me enojase ni diese pesadumbre. 

Castillo de O’Rourke. Grabado en madera, siglo XIX

Su propiedad destos salvajes es vivir como brutos en las montañas; son todos hombres corpulentos y de lindas facciones y miembros; sueltos como corzos; no comen más de una vez al día, y ésa ha de ser de noche, y lo que ordinariamente comen es manteca con pan de avena; beben leche aceda por no tener otra bebida, porque no beben agua, siendo la mejor del mundo. Llevan el cabello hasta los ojos, son grandes caminadores y tienen continuamente guerra con los ingleses que allí hay de guarnición por la Reina. 

Su mayor inclinación es ser ladrones y robarse los unos á los otros; vienen de mano armada de noche y anda Santiago,  se matan los unos a los otros.  Duermen en el suelo sobre juncos acabados de cortar y llenos de agua y hielo. Las más de las mujeres son muy hermosas, pero mal compuestas. Nómbranse cristianos esta gente; se dice misa entre ellos y se rigen por la orden de la Iglesia romana, aunque casi todas las más de sus iglesias, monasterios y ermitas están derribadas por manos de los ingleses, porque en este reino no hay justicia ni razón, y así hace cada uno lo que quiere. 

A nosotros nos querían bien estos salvajes, porque supieron que veníamos contra los herejes y que éramos tan grandes enemigos suyos, y si no fuera por ellos, que nos guardaban como sus mismas personas, ninguno quedara de nosotros vivo. Les tomamos buena voluntad por esto, aunque ellos fueron los primeros que nos robaron y desnudaron en carnes á los que vinimos vivos á tierra, de los cuales y de las trece naos de nuestra Armada, donde tanta gente principal venía, que toda se ahogó, hubieron estos salvajes mucha riqueza de joyas y dineros. 

Llegó noticia de nosotros al gran gobernador de la Reina que estaba en la villa de Dililin (Dublin), y caminó luego con mil y setecientos soldados en busca de las naves perdidas y de la gente que habia escapado, que serian pocos menos de mil hombres y á los más dellos cogió este gobernador y luego los ahorcaron.

Manglana (MacClancy), que así se llamaba el salvaje con quien yo estaba, el cual fué siempre gran enemigo de la Reina, visto el grande poder que contra él venía, y que no tenía resistencia, determinó huir á las montañas. Un domingo después de misa nos apartó el señor melena hasta los ojos, y ardiendo en cólera dijo cómo no podía esperar y que se determinaba huir con todo su pueblo y ganados y familias; que mirásemos lo que queríamos hacer para remediar nuestras vidas. Yo le respondí que se sosegase un poco, que pronto le daríamos respuesta. Apárteme con los ocho españoles que conmigo estaban, que eran buenos mozos, y díjeles que era mejor acabar de una, vez honradamente; no había que aguardar más ni andar huyendo por montañas y bosques desnudos, descalzos y con tan grandes fríos y pues el salvaje sentía tanto desmamparar su castillo, que alegremente nos metiésemos los nueve españoles que allí estábamos en él, y le defendiésemos hasta morir, lo cual podíamos hacer muy bien.  

Estuario del Shannon. Naufragio de “La Anunciada”, Escuadra de Levante.

Tampoco se le puede hacer daño, porque una legua alrededor de la villa, que es poblada en tierra firme, es pantano hasta los pechos, así nos determinamos decir al salvaje que le queríamos guardar el castillo y defenderle hasta morir; que hiciese con mucha, diligencia meter dentro bastimentos para seis meses y algunas armas, de lo cual se alegró tanto el señor, y de ver nuestro ánimo, que no tardó mucho en proveerlo todo. 

Antes de irse, nos hizo hacer juramento de que no desmampararíamos su castillo. Nos metimos dentro con los ornamentos y aderezos de la iglesia, y algunas reliquias que había, y metimos tres ó cuatro barcadas de piedra dentro y seis mosquetes y otros seis arcabuces y otras armas, y abrazándonos el señor se retiró á la montaña, donde ya era ida toda su gente, y luego pasó la palabra por toda la tierra como el castillo de Manglana estaba puesto en defensa y en no darse al enemigo, porque le guardaba un capitán español con otros españoles que dentro del estaban.

El enemigo se indignó mucho desto, y vino sobre el castillo con todo su poder, que eran cerca de mil y ochocientos hombres. Hizo alto á milla y media de distancia, sin poderse acercar más por el agua que había de por medio, y ahorcó dos españoles para ponernos temor. 

Nos pidió muchas veces por un trompeta que le dejásemos el castillo y que nos haría merced de la vida y daria paso para España. Diez y siete dias nos tuvo sitiados, pero nuestro señor fué servido de ayudarnos y librarnos de aquel enemigo con malos temporales y grandes nieves que sobrevinieron de tal suerte, que le fué forzoso levantarse con su gente y caminar la vuelta de Duplin (Dublín). 

Cuando volvió O’Rourke, a mí me daba una hermana suya para que me casase con ella, pero yo se lo agradecí mucho y le dije que me contentaba con un guía para que me llevase donde yo encontrase embarcación para Escocia. Pero no me quería dar licencia, ni a mí ni a ningún español de los que allí estábamos con él, diciendo no estaban seguros los caminos, y todo su fin era detenernos para que estuviéramos á su guardia: no me pareció a mí bien tanta amistad, y así me determiné secretamente con cuatro de los soldados que estaban en mi compañía de irnos una mañana dos horas antes que amaneciese.

Tomé el camino con los cuatro soldados una mañana, diez dias después de Navidad, el año de 88, y al cabo de veinte dias que caminaba vine á parar a unas tierras donde se perdieron Alonso de Leyva, el Conde de Paredes y D. Tomas de Granvela y otros muchos caballeros.

Un día me dieron noticia de una tierra de un salvaje, que se llamaba el príncipe Ocan (O'Cahan), en la cual había unas charrúas que estaban de camino para Escocia, y caminé para allá arrastrando, que no podía menearme por la herida que tenía en una pierna.

Dingle. Naufragio del “Sta. Mª. de la Rosa”, de la escuadra de Guipúzcoa, 
al mando de Oquendo.

Y por presto que llegué, hacía dos dias que eran partidas las charrúas, que no fué para mí poca tristeza. A este tiempo me cargó gran dolor en la pierna, de suerte que en ninguna manera me podía tener sobre ella, y avisáronme que me guardase, que había muchos ingleses allí y me harían grande mal si me cogían. Yo no sabía que hacer, porque yo me habían dejado los soldados que venían conmigo y se habian ido á otro puerto más adelante á buscar embarcacion, y como me veían solo y enfermo, unas mujeres se dolieron de mí y me llevaron á unas casitas que tenian en la montaña, y allí me tuvieron más de mes y medio muy guardado y me curaron de suerte que se me cerró la herida, y yo me vi en buena disposición para venir al casar de Ocan (O'Cahan) y hablarle, y no me quiso oír ni ver, porque decían que había dado la palabra al gran gobernador de la Reina de no tener en su tierra ningún español. 

Supe que dos ingleses que andaban rabiando en mi busca, que me fué forzado salir de allí muy de mañana y caminar en busca de un Obispo que estaba siete leguas de allí en un castillo donde le tenían ahuyentado y retirado los ingleses, que era muy buen cristiano; andaba en hábito de salvaje por ser encubierto, y prometo á V.m. que no pude tener las lágrimas cuando llegué a él a besarle la mano: tenía doce españoles consigo para hacerlos pasar a Escocia, y con mi venida se holgó mucho, y más cuando le dijeron los soldados que yo era capitán. Mandó que viniese una barca con todos los aderezos para que nos pasase á Escocia, donde me avisó viviese con mucha paciencia, pues todos en general eran luteranos y muy pocos católicos. 

Aquel mismo dia á la que amanecía me fuí á la mar en una pobre barca en la que ibamos 18 personas la vuelta de Setelanda, y de ahí a dos dias con buen tiempo partimos la vuelta de Escocia, donde llegamos en tres dias. Decían que acogia el rey de Escocia á todos los españoles que á su reino aportaban, que los vestía y daba embarcacion para que se fuesen á España, pero todo era al revés, pues no hizo bien á ninguno ni dio un real de limosna, porque el Rey de Escocia no es nada ni tiene autoridad ni talle de Rey y no se mueve un paso ni come un bocado que no sea por orden de la Reina.

Se envió un espreso al Sr. Duque de Parma y se dolió Su Alteza como piadoso príncipe, y con gran diligencia procuró nuestro remedio. Estaba un mercader escoces en Flandes que se ofreció y convino con Su Alteza que vendría á Escocia por nosotros y nos embarcaría en cuatro bajeles y que nos traería a Flándes dándole S. A. a cinco ducados por cada español de los que trajese a Flandes. 

Todo falso, porque tenían hecho el trato con los navios de Olanda y Gelanda para que saliesen á la mar y nos aguardasen en la misma barra de Dunquerque y allí nos pasasen á cuchillo. 

Dingle– Innisfree

Quiso Dios que de cuatro bajeles en que veníamos, se escaparon dos y embistieron en tierra donde se rompieron e hicieron pedazos, y el enemigo viendo el remedio que tomábamos nos dio una buena carga de artillería, de suerte que nos fué forzoso echarnos á nado y pensamos acabar allí. 

Del puerto de Dunquerque no nos podian socorrer con las barcas, pues el enemigo las cañoneaba vivamente; por otra parte había mucha mar y viento, de suerte que nos vimos en grandísimo aprieto de perdernos todos; con todo nos echamos á nado sobre maderos y ahogáronse algunos soldados y un capitán escocés. Yo salí en tierra en camisa sin otro género de ropa y me vinieron á socorrer unos soldados.

Fué lástima vernos entrar en la villa otra vez desnudos en carnes y por otra parte veiamos como á nuestros ojos estaban haciendo mil pedazos los holandeses a 270 españoles que venían en la nave que allí en Dunquerque nos tomaron sin que dejasen con vida a más de tres, lo cual ya ellos van pagando, pues han degollado más de 400 holandeses que han cogido después acá. 

Esto he querido escribir á V. m. De la villa de Anvers, 4 de Octubre de 1589 años.

El Capitán Cuéllar

Desde 1589 hasta 1598, el capitán Cuéllar sirvió en Flandes, Francia y Saboya, bajo mando de Alejandro Farnesio, del Conde de Fuentes, duque de Saboya y el conde Mansfeld. 

En 1600 pasó a Nápoles con el virrey, conde de Lemos y al año siguiente sirvió como capitán de Infantería en un galeón que se dirigía a las islas de Barlovento, pasando, en 1602 a servir a las órdenes de don Luis Fernández de Córdova. Todavía hay documentación que lo sitúa residiendo en Madrid, los años 1603 y 1604.
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Inicio del tema:
LA GRAN ARMADA (1)
http://atenas-diariodeabordo.blogspot.com.es/2013/02/la-gran-armada-invincible-armada-1-el.html
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2 comentarios:

  1. Maravillosa aventura, encantado de arribar a tu blog.

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    1. Muchas gracias. A mí también me parece fascinante. ¡Bienvenido! Clara Díaz Pascual

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