Alonso Martínez de Leyva. El Greco, 1580
Museum of Fine Arts, Montreal
Pasó mucho tiempo hasta que se conocieron y evaluaron con cierta exactitud los daños sufridos por la armada española en pro de aquella invasión que nunca llegó a producirse.
Se calculan 20.000 bajas entre muertos y desaparecidos:
1.500 en combate,
8.500 en los naufragios,
2.000 en Irlanda
8.000 por enfermedad durante la travesía o después de desembarcar en España.
El embajador de España en Francia, no se sabe por qué, escribió al rey informándole de la victoria de la armada, lo que ayudó a mantener el encanto por algún tiempo, pero en realidad, nadie sabía nada.
Ni Medina Sidonia, que no se sabe si fue consciente de cómo la flota disminuía a su espalda cuando navegaba hacia el sur tratando de eludir temporales, arrecifes, acantilados y bellaquerías litorales varias, como saqueo y degüello de indefensos náufragos.
Ni Alejandro Farnesio, hasta que empezaron a aparecer supervivientes en Flandes.
Ni Isabel Tudor, cuyas naves habían abandonado la persecución de las españolas desde que estas se dirigieron al estrecho que separa las Islas Orcadas -Oarkney-, de las Shetlands, al norte de Escocia –Scotland-, punto desde el cual se vieron obligados a volver a sus puertos ingleses, por falta de alimento, munición y a causa, sobre todo, de la epidemia que diezmaba sus efectivos sin piedad. En aquella última ocasión, la escuadra española parecía haberse recompuesto, de modo que aún pasaron algún tiempo los ingleses temiendo su retorno.
Elizabeth I: The Armada Portrait, c1588. Autor desconocido.
También ignoraba Felipe II la magnitud de la tragedia y el naufragio de aquellos planes tan cara y largamente acariciados, cuando, el tres de septiembre escribía –en aparente contradicción con sus planes originarios- a un Medina Sidonia que ya no sabía cómo afrontar los elementos: no habiendo lugar lo principal a lo que fuisteis, me ha parecido ordenaros que si el duque de Parma os avisase para lo que él ha de emprender, procuréis hacer lo que él os escribiere que conviene.
Podemos preguntarnos una y mil veces qué justificación tuvo Farnesio -Alessandro Farnese- para desatender de forma tan sorprendente las órdenes del rey –al menos en apariencia- y los angustiosos despachos de Medina Sidonia y no obtendremos respuesta, aunque hay quien cree que cuando supo que la armada se detenía en La Coruña, al igual que los ingleses, dio por hecho que se suspendía el proyecto y licenció a las tropas, de modo que, cuando Medina llegó a Calais, ya no había tiempo para volver a reunirlas, armarlas y ponerlas en marcha. Podría ser, pero es sólo una hipótesis. Con todo, cualesquiera que fueran sus motivos, lo que verdaderamente sorprende es que, de pronto, cuando ya era demasiado tarde, el rey aprobaba sus planes.
Aún no había digerido Medina Sidonia el hecho de que Farnesio –columna vertebral de toda la operación contra Inglaterra, de la cual la Armada no era más que un elemento auxiliar- no se presentara a la cita prevista, cuando tuvo que enfrentarse a la idea de que el rey había cambiado de opinión y que, en consecuencia, él mismo podría estar descansando en Flandes.
En todo caso, nadie había previsto en El Escorial, que los galeones del duque eran demasiado grandes para los puertos flamencos, o que los hombres de Farnesio podrían no estar preparados para embarcarse. A Medina Sidonia le había pillado por sorpresa su designación tras la muerte de Bazán, pero Farnesio fue informado de todos los planes de Su Majestad desde el primer día y ambos habían intercambiado numerosa correspondencia al respecto durante muchos meses. ¿Cómo entender entonces, que el Duque de Parma, excepcional conocedor de las características costeras de las Tierras Bajas, no informara al rey de que la grandiosidad de la flota constituiría un obstáculo insalvable? ¿O sí lo hizo? El rey no tomó ninguna medida contra él, que se sepa, a pesar de la aparente desobediencia.
El catorce de agosto, Medina se vio obligado a dar la orden de arrojar los caballos al mar, porque no disponía de agua potable para ellos; sus hombres lloraron de lástima viéndolos nadar desesperadamente detrás de las naves, a ver si hallaban remedio.
Navegó por mares helados, sin ropa apropiada, sin víveres, sin cartas de navegación, sin pilotos experimentados, sin anclas en buena parte de las naves y llevando a bordo muchos enfermos, a los que no tenía la menor capacidad para auxiliar, porque entre las múltiples previsiones del monarca, tampoco figuraba la eventualidad de que su Armada tuviera que surcar aquellos mares extremos ni que lo tuviera que hacer con un enorme contingente de hombres depauperados y exhaustos.
Debo quejarme -escribió Recalde al rey, ya en Santander, donde llegó a desembarcar, para morir poco después-, porque el mando de la Armada fue confiado a hombres inexpertos sólo porque eran nobles.
El dieciséis de agosto, se desencadenó una espantosa tempestad que duró once días mortales sobre unas naves, de las cuales, un número indeterminado, quedaron a merced del viento y las olas. Al final sólo dieciséis, formando una reducida y lamentable flota, llegaban a Santander, el veintitrés de septiembre junto al San Martín.
En aquella especie de buque fantasma, cuyo casco venía, literalmente, atado con cuerdas para que no se partiera, sólo quedaban dos de los sesenta hombres que habían embarcado para atender a su servicio. Otros ciento ochenta quedaron sepultados en las aguas y esparcidos en un área de ocho mil kilómetros.
Angustia, enfermedad, hambre, sed y depresión, apenas permitían a aquellos pocos supervivientes, manifestar los detalles de las múltiples desventuras que habían caído sobre ellos, a pesar de que todavía ignoraban muchas cosas.
No sabían aún de los miles de infelices que intentaron acogerse a las playas de Irlanda, para terminar degollados y robadas sus pertenencias por aquellos irlandeses a quienes creyeron amigos, porque eran católicos, pero que no veían en ellos más que un botín. Ni de los soldados y colonos ingleses que jugaron el gran papel del exterminio de los indefensos, enfermos, heridos y hambrientos náufragos, porque no veían en ellos más que enemigos que habían ido a invadirlos.
Nos estrellamos contra las rocas. Algunos se ahogaron dentro del barco; otros salieron a nado. Cuando uno de ellos alcanzó la playa, doscientos salvajes se lanzaron contra él y lo maltrataron e hirieron sin piedad. En menos de una hora, tres barcos fueron hechos pedazos y, más de mil se ahogaron.
Francisco de Cuéllar, Capitán del San Pedro.
Se vieron flotar más de mil cadáveres en una pequeña extensión de mar en Sligo-Haven.
County Sligo, Ireland (Amazing Landscapes)
Encallamos en Liscanor Bay. Contábamos ya 80 muertos por hambre y sed y no teníamos nada para comer. Se negaron a darnos agua y a vendernos comida. Tuvimos que recurrir a las armas para obtenerla.
Juan de Saavedra. Oficial del Zúñiga.
Naufragó un galeón en Long-Foyl con mil cien hombres a bordo.
Nos rendimos por hambre. A la mañana siguiente, separaron a los oficiales de los soldados, de los cuales había más de trescientos. Los llevaron a un terreno abierto. Una compañía de mosqueteros y otra de lanceros a caballo, acabaron con todos ellos.
Juan de Nova, del Trinidad Valencera.
Trinidad Valencera. Naufragado en Irlanda.
Se hundió otro galeón en Blasket-Sound, del que sólo salió un hombre con vida y desaparecieron bajo el agua otras nueve galeras en Lough-Swilly.
Blasket-Sound
Otros náufragos con mejor fortuna, fueron acogidos en puertos franceses, algunos más en los de Inglaterra y Holanda y, alrededor de mil trescientos en los de Flandes.
En carta a Idiáquez fechada el veintisiete de septiembre, comunicaba Medina Sidonia que habían desembarcado algo más de diez mil hombres en total –un tercio de los que salieron-, y que se había perdido aproximadamente la mitad de la flota.
Su Majestad jamás ha querido hacer caso dél, ni oírlo, ni verlo.
Se dijo que el monarca no deseaba que se hiciera pública toda la verdad sobre la suerte de la armada, razón por la cual, invitó a Medina a que se volviera a sus tierras sin pasar por Madrid: Háme dado mucha pena entender la falta de salud con que venís. Yo os encargo que atendáis a recobrarla, así, os podréis partir enhorabuena –le escribió afablemente.
Por las mismas fechas, encargaba el rey a su embajador en Roma que reclamara al Papa los ducados que había prometido para la empresa.
-No comprendo esto –dijo el pontífice-; cuando se cumplan los términos del acuerdo –haber puesto pie en Inglaterra-, daré lo prometido y más.
-No piensa Su Majestad en los términos del acuerdo, sino en su espíritu –replicó Olivares ante la atenta mirada del papa-. Aún sin promesa, Su Santidad estaría obligado a colaborar en los cuantiosos gastos que se han ocasionado por la causa de Dios.
-¡Repito cuanto he dicho! –Concluyó la colérica santidad-. ¡Que cumpla lo prometido y no me moleste más sobre este asunto hasta que lleguen noticias concretas sobre la Armada! ¡Y cambiad ya de conversación!
De Farnesio se murmuró y mucho. Unos decían que había pactado con Isabel Tudor para repartirse con ella la posesión de los Países Bajos y otros, que había sido informado de que Medina Sidonia llevaba consigo órdenes de proceder a su arresto y enviarlo a España. Llegaban algunos más lejos, afirmando que Felipe II quería sustituirlo por el duque de Pastrana, el hijo mayor de la princesa de Éboli, a quien el rumor consideraba bastardo del monarca. Lo único cierto hasta ahora, es que el rey jamás le hizo el menor reproche, como tampoco se lo hizo a Medina Sidonia.
Al margen de un documento en el que se leía:
Si la Armada hubiera sido bien dirigida, hoy sería el Rey señor de Inglaterra.
Anotó escuetamente Felipe II:
Esto primero es errado.
¿Habría que entender que llegó a considerarse responsable de la catástrofe?
El proyecto de la Armada -aquel que, hasta donde sabemos, sólo conocían, el rey, sus consejeros y Farnesio-, contenía tres graves errores de carácter estratégico.
En primer lugar todo dependía de una sola condición, que el duque de Parma atravesara el Canal con su ejército, acción que la Armada debía proteger. En este sentido, el duque de Medina Sidonia, hizo todo lo que se le había ordenado: llevó la flota hasta el Canal y esperó allí dispuesto a transportar las tropas de Flandes. Sin embargo, Farnesio no apareció. Perdida la oportunidad y al no existir ningún plan alternativo, lo único que pudo hacer Medina Sidonia, fue intentar regresar a España.
Las naves de la flota inglesa –cruz roja sobre fondo blanco- y las de la armada española –cruz amarilla sobre fondo rojo-. En el centro, primer plano, una galera española, con naves inglesas a izquierda y derecha.
En segundo lugar, se dio por sentado que el enemigo actuaría exactamente como Felipe II y sus consejeros esperaban que lo hiciera: nadie se enfrentaría a su colosal armada, si no era otra del mismo calibre. Los hechos demostraron lo contrario; la flota fue hostigada hasta el agotamiento, por otra que, teóricamente, no podía ni soñar con hacerlo.
Por último, se creó un proyecto en el que no se preveían posibles alternativas; de acuerdo con aquellos planes, la acción sólo debía empezar una vez que la armada hubiera efectuado el desembarco en Londres -algo que no llegó a ocurrir-, pero sí se produjeron ataques imprevistos, que no sólo impidieron en parte la realización de aquel propósito, sino que provocaron, directa e indirectamente la destrucción de la flota.
Tras las consecuencias provocadas por estos errores, los famosos elementos –con los que tampoco se había contado-, completaron la catástrofe.
La Armada Invencible no fue derrotada en el sentido estricto del término, pero su fracaso si constituyó una auténtica victoria para Inglaterra, puesto que se vio libre de una invasión. Públicamente, nada impidió entonces a la reina Isabel Tudor, suscribir unos versos, que todo Londres cantó, en los cuales, nunca presumió de haber derrotado a la poderosísima y temible monarquía hispánica: God blew and they were scattered. Dios sopló y ellos fueron dispersados.
Privadamente: -Y esto sea para vos sólo-, escribía Felipe II al secretario Vázquez, ya en noviembre: -Si Dios no vuelve por su causa, muy presto nos habremos de ver en cosa que no querríamos ser nacidos. Debe ser por nuestros pecados– concluía, empleando aquel ambiguo plural, por el que nunca sabemos si se refería a sus súbditos o a su persona.
Tampoco hubo una declaración de guerra propiamente dicha y Medina Sidonia no combatió sensu strictu. Los dos reinos enfrentados tardaron mucho tiempo en conocer, cada uno, la suerte que había corrido el otro, y aunque ambos sufrieron gravísimas pérdidas en vidas y empeñaron sus respectivos tesoros para mucho tiempo, el triunfo inglés y el desastre sufrido por España, aun siendo sobre todo de carácter moral, dotaron a los dos adversarios de puntos de vista muy diferentes para afrontar el futuro.
Charles Howard, 1st Earl of Nottingham. Autor desconocido.
Francis Drake, Capitán del Revenge
Sir Martin Frobisher. Cornelis Ketel. Bodleian Library
En cuanto a la responsabilidad que pudo caber a Alejandro Farnesio es difícil de esclarecer puesto que sobre su persona se extendió un denso silencio, tanto por parte del rey como de los cronistas. De lo que no cabe duda es de que sobre su imagen histórica pesa aquella especie de maldición que cayó sobre los parientes que Felipe II heredó de las relaciones extramatrimoniales de su padre, Carlos I.
El hecho es que, en buena parte se le hizo responsable del fracaso de la Armada, a pesar de que su correspondencia con Felipe II está llena de advertencias que el monarca se negó a considerar y que los hechos confirmaron ampliamente, como el no disponer de un puerto capaz de recibir a las enormes naves españolas y la idea de que no convenía lanzarse sobre Inglaterra, sin haber asegurado las espaldas en los Países Bajos.
Alejandro Farnesio había asistido a la Universidad de Alcalá junto con Don Juan de Austria, en calidad ambos de compañeros del Príncipe Carlos, el primogénito de Felipe II, –Farnesio era su primo y, Don Juan, su tío, aunque los tres eran de edades similares–, hasta que el heredero sufrió el misterioso y gravísimo accidente que en 1562 le obligó a abandonar los estudios. Conviene recordar que ya entonces, los dos ilustrísimos parientes compartían un borroso segundo plano en la representación real y que prácticamente no se sabe nada de ellos en esta época.
Alejandro
Farnesio, copia realizada por Sánchez Coello, en la Galleria Nazionale di
Parma, de un original de Antonio Moro, en el Dallas Museum of Art.
Farnesio volvió a Madrid, en 1564 y, en marzo del año siguiente, se celebró en Bruselas su boda con María de Portugal, hija del Infante Don Duarte, por elección y decreto de Felipe II, ignorando cualquier sugerencia o interés familiar por parte de la madre del novio; Margarita, la hija de Carlos V. Esta boda pasó absolutamente desapercibida en España, como pasó también el fallecimiento de la portuguesa en 1577.
Ya viudo y tras la inesperada muerte de Don Juan de Austria, fue enviado a Flandes al mando del ejército, hasta que en el 82 fue nombrado Gobernador General de los Países Bajos.
En 1583 se hizo con las reliquias de Santa Leocadia y las envió a España, donde se puso en marcha toda la maquinaria de la Corte para su fastuoso traslado a la ciudad de Toledo. Es muy interesante recordar, por una parte, que algunos clérigos toledanos, entre ellos el protector de El Greco, discutieron la autenticidad de aquellos restos, alegando que los verdaderos eran otros que ya descansaban en la antigua capital y, por otra, que el mismísimo Cervantes se unió al cortejo desde Esquivias, en un intento de aprovechar la presencia de la Corte para obtener un empleo.
También resulta notable el hecho de que fue Farnesio quien dirigió el asedio de Amberes en 1585, en cuyo transcurso, el ingeniero Gianivelli, había empleado la pólvora devastadora que con tanto horror recordaban algunos de los principales pasajeros de la Invencible.
Precisamente para la época de la Invencible –y este es quizás el dato que arroja más luz sobre la figura de Alejandro Farnesio, precisamente por ignorado–, Herrera escribió una Historia que, de acuerdo con recientes estudios, supone un verdadero fraude histórico, pues el autor cobraría notables cantidades a la familia del duque de Parma, por ocultar lo que supuestamente sabía sobre la verdadera actitud del gobernador en relación con el fracaso de la armada de Inglaterra.
Lo cierto es que durante el mandato de Farnesio se produjeron los mayores avances en la recuperación de ciudades rebeldes, motivo por el que sorprende tanto la decisión de Felipe II de enviarlo a Francia, abandonando sus prometedoras expectativas en Flandes. Consta el total desacuerdo de Farnesio sobre la decisión de desamparar Flandes en aquel momento, en pro de una guerra que no comprometía a España, sino en aspectos, al parecer, primordiales para Felipe II, como era la defensa de la religión católica, aunque tampoco descartaba la posible herencia de aquel trono para su hija mayor, que también lo era de Isabel de Valois.
Alessandro Farnese, duca di Parma. Otto van Veen (1592)
Al volver de Francia, desengañado, herido y enfermo, en diciembre de 1592, la muerte sorprendió a Farnesio en Arras, afortunadamente –parece–, sin llegar a conocer los verdaderos y ocultos planes del rey, quien ya había decidido destituirlo, apoyándose en el supuesto de que se había apropiado de fondos destinados al ejército. Su muerte fue absolutamente ignorada por el monarca y por la historia contemporánea, en un supremo gesto de menosprecio hacia la persona de aquel destacado militar a quien los españoles nunca consideraron español, al contrario que los enemigos de Felipe II.
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Continuación:
LA GRAN ARMADA (4)
http://atenas-diariodeabordo.blogspot.com.es/2013/03/gran-armada-y-4-el-testimonio-del.html
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sobre el cómputo total de bajas, sería recomendable que leyese usted a Manuel Gracia Rivas en su libro "La sanidad en la Jornada de Inglaterra (1587-1588). Así podrá reconsiderar los abultados datos reflejado en su artículo.
ResponderEliminarGracias; lo leeré y, en su caso, no tendré inconveniente en hacer las correcciones pertinentes. No obstante, es la cifra que estimó el duque de Medina Sidonia.
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