Marcel Proust nació en Auteuil, uno de los distritos más elegantes de París, el 10 de julio de 1871. Su obra cumbre, À la recherche du temps perdu –En busca del tiempo perdido-, empezó a publicarse en 1913 y terminó en 1927; Proust había fallecido cinco años antes.
Su madre le llamaba mon petit jaunet; que podría ser algo como mi rubito, pero teniendo en cuenta que “jaunet” se llamaba coloquialmente a la moneda de un Louis de oro o también al Franc de oro de Napoleón; mon petit serin: canario u otro pajarillo doméstico; mon petit benêt: enfermito; mi pobre lobo, etc.
Sus amigos también se referían a él con sobrenombres amistosos, como Lecram, que no es sino su nombre propio, Marcel, al revés, pero también: Abeja de flores heráldicas, o Flagorneur, a causa de su interés por la aristocracia y por su actitud halagadora. También hablaban de su forma de escribir como proustificar, en referencia a su peculiar prosa, siendo finalmente conocido también como Proust del Ritz, por sus famosas cenas en aquel hotel de París. Por otra parte, él mismo empleó seudónimos con cierta frecuencia cuando publicaba en prensa, así: Bernard d'Algouvres, Dominique, Horatio, Marc-Antoine, Écho, -Eco-, Laurence o, sencillamente, “D”.
Ya desde la infancia, su salud fue muy delicada y padeció siempre de las vías respiratorias a causa del asma. Siendo aún muy joven asistió a salones literarios en los que conoció artistas y escritores y se creó una reputación de dilettante y mundano. Gracias a su fortuna no necesitaba trabajar, por lo que pudo entregarse plenamente a la búsqueda del tiempo que, evidentemente, no había perdido.
En 1895, a los 24 años, emprendió la redacción de una novela de la que sólo escribió algunos fragmentos que, no obstante, fueron publicados en 1952 bajo el título de Jean Santeuil.
En enero de 1900 moría el escritor inglés John Ruskin a los 81 años, una pérdida que animó a Proust, como admirador de su obra, a escribir una nota en la Gazette des Beaux-Arts: Hace apenas unos días temíamos por la vida de Tolstoi, pero el temor no se ha cumplido, sin embargo el mundo sufre hoy una pérdida todavía mayor: Ruskin ha muerto. Nietzsche está loco, Tolstoi e lbsen parecen caminar hacia el final de su carrera y Europa pierde uno tras otro a sus grandes formadores de conciencia.
Marcel Proust, su madre y su hermano Robert, hacia 1895
Ruskin -uno de los más grandes escritores de todos los tiempos y de todos los países-, había escrito Modern Painters, by a Graduate of Oxford y Stones of Venice, -Pintores Modernos, por un Graduado de Oxford y Piedras de Venecia-, dos obras de gran calidad que animaron a Proust a viajar ese mismo año a Venecia y Padua, intentando seguir los pasos del filósofo, sobre el que publicó varios artículos y tradujo parte de su obra, aunque sin éxito.
Ya en 1907 empezó la redacción de À la recherche du temps perdu, cuyo segundo volumen, À l’ombre des jeunes filles en fleurs –A la sombra de las muchachas en flor-, obtuvo el Premio Goncourt en 1919, tres años antes de su fallecimiento.
Su obra cumbre implica una profunda reflexión sobre el tiempo y la memoria afectiva, así como del papel del arte, cuyo objetivo sería proponer una visión de aquellos. La Recherche viene a ser en cierto modo otro estilo de Comedia humana en la que entran en juego factores que hasta entonces no habían sido suficientemente considerados por la literatura y constituye, además, un sabio y detallado espejo de la época del autor, que acierta a proponer un punto de vista que jamás hubiéramos podido percibir sólo a través de un análisis sociológico, por ejemplo.
La genialidad de Proust reside asimismo en su propia y original forma de plantear su historia; partiendo de un hallazgo estrictamente personal, muy íntimo, va aumentando su campo visual hasta englobar lugares, caracteres y escenas que asumen un aspecto de presente o continuidad espacio–tiempo, a través, no de argumentos, sino de las sensaciones que una acción o una imagen provocan hasta transformarse en universales –primera condición de la obra maestra–, por mano del autor. Proust extiende su complejísimo lienzo ante el lector sin apenas preocuparse de crear una trama o de describir algún personaje en concreto, lo cual no significa que no aparezcan caracteres en su obra –hay más de 200–, que siguen siendo hoy objeto de análisis profundos y complejos, en un intento de alcanzar la causa precisa que dota a su obra del alcance que posee.
Y todo empieza con una sensación estremecedora, pero muy sencilla, que Marcel Proust describe detalladamente en: Du coté de Chez Swann.
Marcel Proust, de Jacques-Emile Blanche, 1892
Un día de invierno, cuando volví a casa, mi madre, viendo que tenía frío, me propuso tomar, en contra de mis costumbres, un poco de té […] Mandó a buscar uno de esos pastelillos menudos y densos llamados Pequeñas Magdalenas […].
[…] Me llevé a los labios una cucharada del té en el que había dejado ablandarse un trozo de magdalena. Pero en el instante mismo en que el sorbo, mezclado con las migas del dulce tocó mi paladar, me sobresalté, atento a algo extraordinario que pasaba en mi interior. Un delicioso placer me había invadido, aislado, sin la noción de su causa.
Bebo un segundo sorbo en el cual no encuentro nada más que en el primero; un tercero me aporta menos que el segundo. […] Está claro que la verdad que busco no está ahí, sino en mí. […] Dejo la taza y me vuelvo hacía mi propia razón, que es quien debe hallar la verdad. Pero ¿cómo? Grave incertidumbre siempre que el espíritu se siente superado por sí mismo; cuando él, el que busca, está mezclado con la tierra oscura en la que debe buscar y donde todo su bagaje no le sirve de nada. ¿Buscar? no solamente crear. […]
Quiero intentar que reaparezca. Voy hacia atrás con el pensamiento hasta el momento en que tomé la primera cuchara de té. Vuelvo a encontrar el mismo estado, sin ninguna claridad nueva. Pido a mi espíritu un esfuerzo más; que vuelva a traer la sensación que ha huido.
Tras la segunda vez hago el vacío ante mí, pongo frente a él el sabor aún reciente de ese primer sorbo y siento latir dentro de mí algo que se mueve, que quiere elevarse, algo que ha soltado el ancla a una gran profundidad, no sé lo que es, pero asciende muy despacio: siento la resistencia y oigo el rumor de las distancias recorridas.
¿Llegará hasta la superficie de mi conciencia clara este recuerdo? No sé.
[…] De pronto aparece el recuerdo. Es el sabor del trocito de magdalena que el domingo por la mañana en Combray […] cuando iba a ver a mi tía Léonie, me ofrecía después de humedecerlo en su infusión de té o de tila. La vista de la magdalena no me había recordado nada antes de probarla […]
Y desde el momento en que reconocí el sabor del trozo de magdalena mojada en tila que me daba mi tía (aunque todavía no supiese y debía dejar para mucho más tarde el descubrimiento de por qué aquel recuerdo me hacía tan feliz), inmediatamente, la vieja casa gris […] y con la casa, la ciudad, la Plaza donde me mandaban antes de comer, las calles a donde iba a hacer los recados desde la mañana a la noche y en cualquier época, los caminos que tomaba si el tiempo era bueno […] todo esto, tomando forma y solidez, surgió, ciudad y jardines, de mi taza de té.
El recuerdo del té, la magdalena y su examen, casi psicoanalítico, envolvió a Marcel Proust, a su vida y a su obra en una nube en la que todo se hizo presente mediante su retorno a la actualidad provocando su consiguiente representación literaria.
Cuando Marcel nació, en París ardía La Commune; su padre, Adrien Proust, médico y profesor en la Facultad de Medicina, fue herido por una bala perdida un día que volvía del Hospital de la Caridad. Mme. Proust -Jeanne Clémence Weil, hija de un agente de cambio de origen alsaciano y judío-, terriblemente impresionada, trajo al mundo con grandes dificultades un bebé muy débil y enfermizo, al que llamó Marcel.
En cierta ocasión, volvía Marcel de un paseo por el Bois de Boulogne con sus padres, cuando de pronto sintió que le faltaba el aliento; incluso su padre creyó que no sobreviviría a un ataque tan grave, pero sorprendentemente lo superó, aunque la crisis se convirtió en aviso de una segura y permanente amenaza para su vida. Tal vez ese conocimiento de la inseguridad de la existencia, fue el motor que le enseñó a degustarla hasta sus menores matices, tal como la reflejará en su obra. A menudo faltaba a clase en el Lycée Condorcet, precisamente, a causa de las crisis asmáticas, pero se sabía de memoria a Víctor Hugo y a Alfred de Musset.
Pronto se dota a sí mismo de una imagen de snob en los salones de París, más o menos por la misma época -1895 –24 años-, en que conoce a Lucien Daudet, hijo de Alphonse Daudet, escritor él mismo, algo más joven que Marcel, con el que le unieron lazos sentimentales, aunque esto sólo se supo por las revelaciones de Jean Lorrain, un escritor escandaleux, de la Belle Epoque que, en 1897 se batirá en duelo con Marcel Proust, tras haber criticado ásperamente su obra Les Plaisirs et les Jours –Los Placeres y los Días-.
Marcel Proust, sentado y Lucien Daudet a la derecha. Fotografía de 1894
Recuerda Proust con agrado el servicio militar que como voluntario hizo en Orleans, en 1889-90, durante el cual hizo amistad con Robert de Billy, que después sería embajador, y con el que mantuvo largas conversaciones sobre asuntos literarios y filosóficos. Billy, un joven educado dentro del protestantismo estricto; recordaría que gracias a Proust había conocido la alegría de saber que se podía pensar en una forma diferente a la emanada de sus firmes principios religioso–morales. Proust, por su parte reconoció y valoró la cultura, la franqueza y la indudable lealtad de Robert de Billy.
Antes de terminar su licenciatura en Letras, publica Les Plaisirs et les Jours, una especie de poemario en prosa que supone, más que nada, una promesa; el texto contiene ilustraciones de Madeleine Lemaire, organizadora de un salón que Proust frecuenta en compañía de su amigo, el compositor venezolano de origen vasco y alemán, Reynaldo Hahn, un destacado alumno de celebridades como Massenet, Gounod y Saint-Saëns.
Reynaldo Hahn, de Lucie Lambert, 1907
Proust recibe críticas regulares, pero, especialmente violenta es la del citado Jean Lorrain. Para entonces, Proust ya se había labrado su reputación de escritor mundano fin de siècle, de la que sólo se libró, como de un pesado lastre, cuando empezó la publicación de La Recherche.
Les Plaisirs, V.
La vida es extrañamente fácil y suave con ciertas personas de una gran distinción natural; espirituales, afectuosas, pero capaces de todos los vicios, aún cuando no practiquen ninguno públicamente y aunque no se les pueda achacar ni uno sólo. Tienen algo de escurridizo y secreto. Después, su perversidad pone algo cortante en sus ocupaciones más inocentes, como pasear por la noche en los jardines.
Sus recursos financieros le permiten llevar una vida holgada –realmente, no necesita que sus libros le aporten ingresos–, y se puede permitir el acceso a los salones de moda de los Faubourgs Saint Germain y Saint Honoré, donde conoce al escritor simbolista Robert de Montesquiou, en realidad, Conde de Montesquiou-Fézensac, quien, ya en las proximidades del siglo XX, le franquea el acceso a los círculos aristocráticos. Los recuerdos de Proust van adquiriendo precisión y conformando una base de datos que un día pasará intacta a su obra. El dandy Montesquiou estará allí transformado en el celebérrimo Barón de Charlus de La Recherche.
Robert de Montesquiou, de Giovanni Boldini. Musée d’Orsay. París.
En 1895 pasa las vacaciones en Kreuznach, Alemania, con su madre, y un par de semanas en Saint Germain-en-Laye, donde escribe La Mort de Baldassare Silvande, que dedica a Reynaldo Hahn, con quien también pasa unos días en Dieppe y en Bretaña. Todavía no habla a nadie de ello, pero Hahn es su primera relación conocida.
Llega así la época del estudio de la obra de Ruskin, cuyas traducciones, por deseo expreso del autor, Proust sólo publicará tras su desaparición. Negligente ante la tarea, son sus padres, siempre protectores, quienes le preparan las traducciones literales que él remodela con su personal estilo.
En 1907 empieza la redacción de su obra maestra, a la que se dedicará durante quince años, ya recluido en su habitación tapizada de corcho en la casa del Boulevard Haussmann, donde se instala en 1906 tras la muerte de sus padres. Allí recuerda, escribe y corrige acerca de unos doscientos personajes que llegan y desaparecen a lo largo de cuatro generaciones.
Pero su salud empeora paulatinamente; Proust se agota escribiendo durante las noches y descansando durante el día. En ocasiones va a cenar al Ritz, unas veces solo y otras, con amigos. Su único objetivo, recobrar las sensaciones de un tiempo que parece perdido pero que permanece agazapado en algún lugar de su mente.
Du côté de chez Swann -que se suele traducir como: Por el camino de Swan-, publicado en 1913, fue rechazado, en principio por la editorial Gallimard, siguiendo el consejo de André Gide, del que posteriormente se arrepintió de forma expresa. Finalmente fue Grasset la editora que se alzó con la gloria de dar a conocer una obra única. Posteriormente, Gallimard se haría cargo de À l’ombre des jeunes filles en fleurs –A la sombra de las muchachas en flor-, que recibiría el Premio Goncourt en 1919.
Entre tanto, en mayo del 14, Proust había perdido a su amigo Alfred Agostinelli –que hasta entonces pasaba por su secretario personal-, en un accidente aéreo. Le quedan tres años de vida y un torrente de recuerdos que quedarán impresos en los cinco libros de su Recherche.
Jean Santeuil. Es la historia de un parisino de fines del siglo XIX. Evoca el Affaire Dreyfus, del que el escritor fue contemporáneo y sobre el cual tomó partido, desde el principio, en favor del oficial falsamente inculpado. En Jean Santeuil, ofrece Proust una extraña interpretación de algunos de los protagonistas del caso. En la vida real, Proust envió su firma a la prensa y escribió cartas para conseguir el apoyo de personajes célebres del momento, por ejemplo, la de Anatole France.
Las Traducciones de Ruskin: A pesar de que La Bible d'Amiens, de 1904, y Sésame et les lys, de 1906, fueron bien recibidas por la crítica, recibiendo la honrosísima aprobación de Henri Bergson –Nobel de Literatura en 1927–, parece que Proust no seleccionó lo mejor de Ruskin, o quizás, no lo que en ese momento resultaba más interesante, y su publicación constituyó un fracaso editorial, pero sirvió para que el autor terminara de afirmar su personalidad y diera forma casi definitiva a su pensamiento filosófico, que quedó ampliamente reflejado en el conjunto de notas y comentarios con que acompañó el texto de Ruskin, con quien no siempre se mostraba de acuerdo, ya que su estudio le sirvió más bien para esclarecer los conceptos en los cuales había asumido ya su propio criterio, por ejemplo, en relación con lo que llamó su idolatría estética; en su opinión, admirar una obra porque un escritor habla de ella, es un error; hay que amarla por sí misma. Este concepto que a primera vista parece de una simpleza sorprendente, mantiene su vigencia en la actualidad.
John Ruskin. John Everett Millais
Contre Sainte-Beuve: No se trata de una obra propiamente dicha, sino de un puñado de páginas no publicadas hasta 1954, junto con algunos fragmentos narrativos sueltos y breves proyectos de ensayo, referidos a los escritores que Proust más admiraba y de los que anotaba fragmentos críticos, como son los dedicados a Balzac o a Flaubert. Entre ellos somete a Sainte–Beuve a un severo ataque dirigido contra su método crítico, según el cual, la obra de un escritor sería, ante todo, reflejo de su vida, sin la cual, la propia obra no tendría explicación. Proust no lo cree así y sus ideas al respecto, vendrían a ser la razón de la existencia de La Recherche.
Pastiches et mélanges: De 1919. Es un compendio de algunos de sus prefacios y artículos de prensa aparecidos, sobre todo, en Le Figaro a partir de 1808 y reunidos para su edición en Gallimard.
À la recherche du temps perdu: Se ha dicho que esta obra marcó el comienzo de la novela moderna, que ya no se centraba en una intriga o en una línea argumental, sino que se proponía ofrecer una verdad interna. Proust quiso retener la vida fluyendo, sin más orden que las propias fluctuaciones de la memoria afectiva. Según una especie de plan musical, diversos instrumentos se incorporan a la partitura inicial, que a su vez, ha surgido casi del azar. Su sistema sin sistema creó retratos, lugares, reflexiones e imágenes sobre el vacío existencial y el arte.
Sólo por el arte podemos salir de nosotros mismos y saber lo que ven otros en este universo que es diferente del nuestro y cuyos paisajes nos serían tan desconocidos como si fueran de la luna. Gracias al arte, en lugar de ver un solo mundo, vemos multiplicarse el nuestro y, en tanto que haya artistas originales, tendremos mundos a nuestra disposición, más diferentes unos de otros, de los que giran en el infinito y que mucho después de que se haya extinguido el fuego que emanaban, ya se llame Rembrandt, o Vermeer, nos seguirán enviando su especial brillo.
El trabajo del artista, el de buscar y descubrir bajo la materia, bajo la experiencia, bajo las palabras, algo diferente, es exactamente el trabajo inverso del que late cada minuto, cuando vivimos secuestrados por nosotros mismos; por el amor propio, las pasiones, la inteligencia y las costumbres, que se amontonan sobre nuestras verdaderas impresiones hasta ocultarlas completamente, y se transforman en los fines prácticos a los que falsamente llamamos vida. –Le Temps retrouvé–.
En busca del tiempo perdido, hace que el lector reflexione sobre la existencia del tiempo, su relatividad y la imposibilidad de retener el presente. La vida misma se escapa sin que el individuo tenga consciencia y, sólo un elemento fortuito, a través de una sensación –provocada por una magdalena humedecida en té, por ejemplo–, hace remontar la conciencia del pasado en su conjunto y comprender que sólo el tiempo transcurrido; perdido, tiene un valor; es la reminiscencia proustiana.
El tiempo no existe, ni en presente, ni en futuro, sino sólo en pasado; tomar conciencia de su paso, es parecido a la muerte, pero sólo la consciencia del tiempo pasado da unidad a la interpretación correcta de los fragmentos resultantes de la vida cotidiana.
Al igual que Balzac, Proust ha creado un mundo imaginario poblado de personajes que se han convertido en prototipos sociales y hasta morales, que representan la ambición, la entrega, la mundanidad o la indignidad.
On n'aime que ce en quoi on poursuit quelque chose d'inaccessible, on n'aime que ce qu'on ne possède pas; -Solo se ama aquello en lo que se persigue algo de inaccesible-, escribió en La Prisonnière.
Como un factor complementario, La Recherche, hace Proust un sitio importante al análisis de la homosexualidad mediante la inclusión del personaje –al que ya nos hemos referido- llamado Charlus en Sodome et Gomorrhe.
En una agenda de su acompañera Antoinette, hija de Félix Faure -que después sería Presidente de la República-, Proust respondió dos veces a las preguntas de una especie de test; la primera en la adolescencia y la segunda, cuando estuvo en el ejército. El manuscrito con las respuestas se vendió en 2003 por más de cien mil euros.
Primer test:
Virtud favorita: Todas las que no son propias de una secta; las universales.
Cualidades favoritas en un hombre: Inteligencia; sentido moral.
Cualidades favoritas en una mujer: Dulzura, naturalidad, inteligencia.
Ocupación favorita: Lectura; ensueño; versos; Historia; teatro.
Idea de la felicidad: Vivir cerca de aquellos a los que amo, con los encantos de la naturaleza; una buena cantidad de libros y partituras y, no lejos, un teatro francés.
Tu Idea de la tristeza: Estar separado de mamá.
Color y flor favoritos: Me gustan todos, y de flores… no sé.
Otra persona que te gustaría ser: Como no he pensado en plantearme esa cuestión, prefiero no resolverla. En todo caso, hubiera querido ser Plinio el Joven.
Donde te gustaría vivir: En el país del ideal, o, más bien, de mi ideal.
Prosistas favoritos: George Sand; August Thierry.
Poetas favoritos: Musset.
Pintores y compositores favoritos: Meissonnier; Mozart, Gounod.
Héroes favoritos de la vida real: Un término medio entre Sócrates, Pericles, Mahoma, Musset, Plinio el Joven, August Thierry.
Heroína favorita de la vida real: Una mujer genial que viviera como una mujer normal.
Héroe favorito de ficción: Los héroes novelescos poéticos; los que son un ideal más que un modelo.
Heroína favorita en la ficción: Las que son más que mujeres sin salirse de su sexo; todo lo que sea tierno, poético, puro, bello, en todos los géneros.
Falta con la que serías más tolerante: La vida privada de los genios.
Divisa favorita: Una que no puede resumirse, porque su más sencilla expresión es todo lo que hay de bello, de bueno, de grande, en la naturaleza.
Este cuaderno fue hallado por André Berge, que publicó por primera vez en 1924 las páginas con las respuestas de Marcel. Berge asegura que algunas páginas tienen fechas entre 1884 y 1887.
Segundo test:
Rasgo principal de carácter: La necesidad de ser amado y, para precisar, la necesidad de ser acariciado y mimado, mucho más que la de ser admirado.
Cualidad que prefiere en un hombre: Sus encantos femeninos.
Cualidad que prefiere en una mujer: Las virtudes del hombre y la franqueza de la amistad.
Lo que más aprecia en un amigo: Que sea tierno conmigo si su persona es lo bastante exquisita como para dar un gran valor a su ternura.
Principal defecto: No saber, no poder “querer”.
Ocupación preferida: Amar.
Ideal de felicidad: Temo que no sea suficientemente elevado, y no me atrevo a decirlo por temor de que al hacerlo, desaparezca.
El mayor dolor: No haber conocido a mi madre ni a mi abuela.
Cómo te gustaría ser: Pues, como me quieren las personas a las que admiro.
El país en el que te gustaría vivir: Aquel en el que ciertas cosas que deseo, se hicieran realidad como por encanto y donde la ternura fuera siempre compartida.
Color que prefieres: La belleza no está en los colores, sino en su armonía.
La flor que prefieres: La de ella, y después, todas las demás.
El pájaro que prefieres: La golondrina.
Prosistas favoritos: Hoy, Anatole France y Pierre Loti.
Poetas favoritos: Baudelaire y Alfred de Vigny.
Héroes de ficción: Hamlet.
Heroínas: Berenice.
Compositores preferidos: Beethoven, Wagner, Schumann.
Pintores preferidos: Leonardo da Vinci y Rembrandt.
Héroes de la vida real: M. Darlu, (Profesor de Filosofía de Proust, en el Lycée Condorcet) M. Boutroux (Filósofo, escritor y Profesor en La Sorbonne).
Heroínas de la Historia: Cleopatra.
Nombres favoritos: Sólo tengo uno a la vez.
Lo que detesto por encima de todo: Lo malo que hay en mí.
Caracteres históricos que echo de menos: No estoy suficientemente instruido.
El hecho militar que más admiras: ¡Mi voluntariado!
El don natural que quisieras tener: Voluntad y poder de seducción.
Cómo preferiría morir: Mejor; y amado. (Parece que pudo escribir: Mejor, no).
Estado de ánimo actual: La molestia de haber pensado en mí para responder a todas estas preguntas.
Faltas que te inspiran más indulgencia: Las que comprendo.
Divisa: Temo demasiado que me trajera mala suerte.
André Maurois fue testigo de sus últimas horas.
Hacia las diez del día siguiente Marcel pidió aquella cerveza fresca que le iban a buscar al Ritz. Albaret salió enseguida, y Marcel murmuró a Céleste que la cerveza, como todo lo demás, llegaría demasiado tarde. Le costaba un enorme esfuerzo respirar.
El profesor Proust, a quien fueron a avisar al hospital, acudió a toda prisa. El doctor Bize no tardó en llegar. Los ojos del enfermo adoptaron una expresión irritada cuando el doctor Bize entró en la cámara. Marcel, por lo general exquisitamente cortés, no dio los buenos días al médico y, para patentizar aún más su descontento, se volvió hacia Albaret, que llegaba con la cerveza solicitada. “Gracias, mi querido Odilon -le dijo-, por haberme ido a buscar esta cerveza.”
Todos bullían a su alrededor. Lo intentaron todo, pero, ¡ay!, era demasiado tarde. Con sumo cuidado el profesor Proust levantó a Marcel sobre las almohadas. “Te estoy moviendo mucho, muchacho: ¿te duele?”. Y, con una exhalación, Marcel pronunció sus últimas palabras: “¡Oh, sí, mi querido Robert!” Se extinguió hacia las cuatro, suavemente, sin un movimiento, con los grandes ojos muy abiertos.
Sus amigos, aquella tarde, se telefonearon unos a otros para comunicarse, con tristeza y casi con incredulidad, la turbadora noticia: “Marcel ha muerto.”
No aparentaba cincuenta años, sino apenas treinta, como si el Tiempo no hubiese osado tocar a quien lo había domado y conquistado. Presentaba el aspecto de un eterno adolescente.
En el entierro, al salir de Saint-Pierre de Chaillot, Barrès, con el paraguas colgando del antebrazo, se encontró con Mauriac. En fin, ¡vaya! -exclamó-. Era nuestro joven amigo… En realidad era, sobre todo, y lo es aún, nuestro gran hombre. Barrès, algo más tarde, supo reconocerlo: ¡Ah, Proust, genial compañero, qué excepcional eras! ¡Y con qué ligereza te juzgaba yo!
Era el 18 de noviembre de 1922. Sus funerales se celebraron con honores militares –como le correspondía por su pertenencia en la Legión de Honor-. Fué enterrado en el cementerio Père-Lachaise de París.
Vale más soñar la propia vida que vivirla, aunque vivirla es también soñarla.
Una obra, En busca del tiempo perdido" con intensas sensaciones y muchos recovecos y metáforas....
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Y la flor..
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Un auténtico placer, Ramiro, la lectura de tu excelente trabajo.Seguiré con Joyce, sin duda; es también uno de esos "grandes" cuya obra nos convierte en unos privilegiados. Un saludo muy cordial. Clara
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