sábado, 6 de julio de 2013

Los Idus de Marzo


Cayo Julio César. Fragmento de la escultura de Nicolas Coustou en el Museo del Louvre.

Es mucho más fácil prever el destino que evitarlo.


El de César fue, se dice, anunciado por los presagios y fenómenos más sorprendentes, pero los que se produjeron ese día en Roma, no fueron bastante impresionantes como para ser tomados en consideración. Algunas personas cuentan todavía hoy, que un adivino advirtió a César que le amenazaba un gravísimo peligro en los Idus de Marzo y que aquel día, César llegó al Senado y, al ver al adivino le saludó y le dijo, bromeando sobre su predicción:

–¿Y bien? Los Idus de Marzo ya han llegado.
–Sí  –replicó en voz baja el augur–; han llegado, pero todavía no han pasado.

El día anterior, César cenaba en casa de Lépido, donde, según su costumbre, firmó varias cartas en la mesa. Mientras lo hacía, los invitados propusieron esta cuestión:
–¿Qué muerte sería la mejor?
A lo que César, adelantándose a todos, dijo en voz bastante alta:
–La más inesperada.

Después de la cena volvió a su casa y, cuando estaba acostado junto a su esposa, las puertas y las ventanas se abrieron de golpe por sí mismas. Cesar se despertó sobresaltado por el ruido y por la claridad de la luna; observó que Calpurnia, su esposa gemía en sueños, diciendo palabras que no pudo comprender, pero parecía dirigirse a él, muerto entre sus brazos. Cuando amaneció, Calpurnia le rogó que si era posible, no saliera y que dejara para otro día la asamblea del Senado.
–Si no quieres tener en cuenta mis sueños –le dijo finalmente–, pregunta a otros adivinos y ofrece sacrificios para consultar el porvenir.

La honda preocupación de Calpurnia causó temor e incertidumbre a César, porque ella no era débil ni supersticiosa y la veía profundamente afectada.

Después de ofrecer algunos sacrificios, los adivinos declararon que los signos no eran favorables, lo que decidió a Cesar a mandar a Antonio al Senado para que cambiara el día de la asamblea.

Pero en aquel momento vio llegar a Décimo Bruto, en quien tenía tanta confianza, que le había designado como su segundo heredero, pero que estaba en la conspiración con el otro Bruto y con Casio y, temiendo que si César no acudía a la asamblea aquel día, la conjura sería descubierta, se burló de los adivinos y le hizo ver que el retraso provocaría quejas y reproches.
–Los senadores –le dijo– se han reunido porque tú mismo los has convocado y están dispuestos a declararte rey de todos los países fuera de Italia y a permitir que lleves la diadema en todas partes excepto en Roma. Si ahora que están en sus asientos, alguien va a decirles que se retiren y que vuelvan el día que Calpurnia tenga sueños más favorables, no harás sino dar la razón a los que te envidian. Pero, si a pesar de todo –añadió–, consideras tu deber evitar este día, como nefasto para ti, conviene al menos que vayas en persona y que les digas tú mismo que retrasas la asamblea.

Cuando terminó de decir estas cosas, le tomó de la mano y le hizo salir. Apenas había cruzado el quicio de la puerta cuando un esclavo extranjero que quería hablar urgentemente a César, y que no pudo acercarse a él a causa de la multitud, se dirigió a su casa y rogó a Calpurnia que le ocultara hasta su vuelta porque tenía algo muy importante que comunicarle.

También Artemidoro de Cnido, que enseñaba en Roma letras griegas, conociendo a los cómplices de Bruto, sabía algo de la conspiración y quiso entregar a César un escrito, pero viendo que cuando cogía otros que le entregaban, se los daba a los servidores de su casa, que le rodeaban, se acercó a él cuanto pudo y le dijo:
–César, lee este papel, a solas y prontamente; contiene cosas importantes que te afectan personalmente.

Cesar lo cogió y varias veces hizo intento de leerlo, pero la multitud se lo impedía y cuando entró al Senado, todavía lo llevaba en la mano; fue el único que retuvo.

Todas estas circunstancias pudieron ser efecto del azar, pero no podría decir lo mismo del lugar en el que el Senado se reunió aquel día y donde se produjo la sangrienta escena: había allí una estatua de Pompeyo  e incluso se dice que Casio, antes de atacar a César, elevó los ojos hacia aquella estatua y que lo invocó en secreto.

Antonio, del que se temía la fuerza física y su fidelidad hacia César, fue retenido fuera del lugar de la asamblea por el mismo Décimo Bruto que había convencido a César, y que le entretuvo con una larga conversación.

Cuando César entró, todos los senadores se levantaron y de los cómplices de Bruto, unos le rodearon y otros empezaron a entregarle sus peticiones, que él rechazaba, pero ellos insistían y les mostró su desagrado.

Karl Theodor von Piloty

Entonces, Metelo le agarró fuertemente la túnica con las dos manos y le descubrió la parte superior de la espalda; era la señal que habían convenido los conjurados.

Casca le hirió el primero con su espada, pero el golpe no fue mortal, porque el hierro no penetró lo suficiente; parece que, siendo el encargado de empezar la matanza, se puso nervioso. César se volvió hacia él y sacó su espada, que mantuvo todo el tiempo en la mano, y ambos se interpelaron; César en latín, le dijo:
–¡Traidor, Casca, ¿qué haces?
Y Casca, dirigiéndose a su hermano, dijo en griego:
–¡Ayuda, hermano!,  ἀδελφέ, βοήθει.

En un primer momento, todos los que no estaban en el secreto, se horrorizaron y, temblando con todo el cuerpo, no acertaron, ni a escapar, ni a defender a César, ni a proferir una sola palabra.

Entre tanto, los conjurados, sacando cada uno su espada, le rodearon por todas partes; hacia cualquier lado que se volviera, no encontraba sino espadas que le herían en los ojos y en la cara y, como un fiero animal atacado por los cazadores, se debatía entre todas aquellas manos armadas contra él, porque todos querían tener parte en el crimen y gustar, por así decirlo, de aquella sangre, como de las libaciones de un sacrificio.

Se defendía, dicen, arrastrando su cuerpo de un lado a otro y lanzando fuertes gritos, pero cuando vio a Bruto venir hacia él con la espada desnuda en la mano, se cubrió la cabeza con la túnica y se abandonó al hierro de los conjurados.

Fuera por azar o fuera por designio, César fue empujado hasta el pedestal de la estatua de Pompeyo, que quedó cubierto de sangre. Parecía que Pompeyo había presidido la venganza y que su enemigo, palpitante, venía a expirar a sus pies. 

Jean–Léon Gerôme. La muerte de César.

Fue herido, se dice, veintitrés veces, y algunos de los conjurados se hirieron entre sí al golpear todos a la vez sobre un solo hombre.

Cuando César murió, Bruto avanzó hacia el centro del Senado para dar razón de lo que los conjurados acababan de hacer, pero los senadores no tuvieron fuerzas para escucharlo; huyeron precipitadamente por las puertas y expandieron entre la multitud el horror y el pánico. Unos cerraron sus casas, otros, sus negocios y las calles se llenaron de gente que corría a un lado y a otro.

Antonio y Lépido, los dos grandes amigos de César, se mezclaron con la multitud, buscando asilo en casas extrañas. Pero Bruto y los demás conjurados, aún con el vaho de la sangre que acababan de verter, en las espadas desnudas, salieron todos juntos y se dirigieron al Capitolio, no como gente que huye, sino con alegre aspecto y con un gesto de satisfacción que mostraba su confianza. Llamaban a la gente a la libertad y se detenían con las personas de distinción que encontraban. 

Al día siguiente volvieron y se dirigieron al pueblo, que los escuchó sin dar señales, ni de aprobación, ni de reproche; su profundo silencio sólo podía significar que, si por un lado, lloraban a César, por otro, temían a Bruto.

Marco Bruto

El senado decretó amnistía general; ordenó que se rindieran a César honores divinos y mandó que no se cambiara ninguna de las ordenanzas que había dado durante su gobierno. Todo el mundo creyó que las cosas serían sabiamente dispuestas y que volvería la República en su mejor forma.

Pero cuando se abrió el testamento de César y se supo que dejaba a cada romano un considerable legado, al ver llevar su cuerpo a través de la plaza, sangrante y destrozado por las heridas, el pueblo, no conteniéndose más y sin guardar ninguna moderación, hizo una hoguera con bancos, barreras y mesas, quemaron el cuerpo de César y, tomando antorchas encendidos, corrieron a las casas de los asesinos para prenderles fuego; algunos, incluso se dispersaron por la ciudad y los buscaron con el propósito de hacerlos pedazos, pero no pudieron encontrarlos porque estaban bien escondidos.

Un amigo de César, llamado Cinna, había tenido la noche anterior un sueño muy sorprendente: creyó ver a César que le invitaba a cenar y que, ante su negativa, le había tomado de la mano y le había llevado a la fuerza, a pesar de su resistencia. Cuando supo que estaban quemando su cuerpo en la plaza, corrió a rendirle su último homenaje, a pesar de encontrarse enfermo con fiebre. Cuando llegó a la plaza, alguien dijo su nombre y rápidamente se extendió la voz de que era uno de los asesinos de César –uno de los conjurados, en efecto, se llamaba Cinna-; se lanzaron sobre él y lo hicieron pedazos allí mismo. Bruto y Casio, asustados por el furor popular, abandonaron la ciudad unos días después. 

Murió pues, César, a los cincuenta y seis años, habiendo sobrevivido apenas cuatro a Pompeyo. Aquel dominio; aquel poder soberano que no había dejado de perseguir a través de mil peligros, y que obtuvo con tanto esfuerzo, no le aportó más que un vano título y una frágil gloria, que le atrajeron el odio de sus conciudadanos. 

Pero el poderoso genio que le había guiado durante su vida, continuó haciéndolo después de la muerte y se mostró vengador. Siguió los pasos de los asesinos por tierra y por mar, hasta que no quedó ninguno de aquellos que tomaron parte, por pequeña que fuera, en la ejecución, o que hubiera apoyado la conjura.

Entre los acontecimientos humanos, Casio se suicidó con la misma espada con que había herido a César. Entre los fenómenos celestes, tras el asesinato de César se vio un cometa que brilló de forma deslumbrante durante siete noches y después desapareció. Una segunda señal, fue el oscurecimiento del globo solar, que brilló muy débilmente aquel año, dando un calor lánguido, que hizo el aire espeso y tenebroso e impidió que maduraran las cosechas. Pero nada prueba mejor el disgusto de los dioses, que el fantasma que se apareció a Bruto.

Se disponía a hacer pasar su ejército desde el puerto de Abidos a la orilla opuesta y descansaba una noche en su tienda, según su costumbre, sin dormir y reflexionando. Era, de todos los generales, el que menos necesitaba dormir. Creyó oír un ruido a la entrada de su tienda y, mirando, a la luz de una lámpara a punto de apagarse, vio un espectro horrible, de tamaño desmesurado y con una figura espantosa. Al principio, el espectro le causó gran sobresalto, pero cuando lo vio, inmóvil y silencioso al lado de su cama, le preguntó quién era.
-Bruto –le contestó el fantasma-, soy tu genio malo y me verás en el campo de batalla.
-Pues bien –dijo Bruto con tono seguro-, allí te veré. E inmediatamente, el espectro se desvaneció.

Algún tiempo después, en la batalla de Filipo, contra Antonio y César, Bruto tuvo una primera victoria. Se preparaba para un segundo combate, cuando el mismo espectro volvió a aparecérsele una noche, sin pronunciar una sola palabra. Bruto, que comprendió que había llegado su hora, se precipitó voluntariamente en medio de los mayores peligros. Pero no murió en combate; puestas en fuga sus tropas, se retiró a una roca escarpada y allí, lanzándose sobre su espada con la ayuda de un amigo, se la hundió en el pecho y expiró al momento.
–ooOoo-

Los Idus corresponden al día 15 en los meses de marzo, mayo, junio y octubre y se considera fecha de augurios favorables; César fue asesinado en marzo del año 44.

Algunos de los hechos fundamentales de su vida, son conocidos a través de sus propias obras, puesto que además de un gran estratega, era hombre de letras, pero los elementos más anecdóticos, los que quizás reflejan mejor las características más singulares de su extraordinaria personalidad, nos han sido proporcionados, entre otros, por Suetonio y, sobre todo, por Plutarco, quien lo incluyó en sus Vidas Paralelas, en las que presenta, por parejas, a personajes griegos y romanos cuyas figuras le parecieron más representativas; César aparece al lado de Alejandro Magno -Μέγας Αλέξανδρος-; y por él conocemos algunas de las principales anécdotas de esta personalidad única, así como los motivos que impulsaron a aquellos asesinos, cuya acción acabó con la vida de Julio César, pero engrandeció su imagen proyectándola a la posteridad.

Busto de Plutarco –Πλούταρχος- en Queronea.

Plutarco, Πλούταρχος, es un griego de Queronea, en Beocia –Χαιρώνεια, Βοιωτία–, que nació a mediados del siglo I aC., estudió Filosofía, Retórica y Matemáticas en la Academia de Atenas; fue sacerdote del templo de Apolo en Delfos –Δελφοί– y encargado del Oráculo. Es uno más de los grandes de la cultura helénica. Su amigo, el Cónsul Lucio Mestrio Floro –del que Plutarco adoptó el nombre; Lucio Mestrio–, lo apadrinó para que obtuviera la ciudadanía romana, condición que le permitió vivir y presentarse públicamente como un Cónsul, aunque siempre prefirió vivir en Queronea, la tierra de sus antepasados.

En sus Vidas Paralelas –Βίοι Παράλληλοι–, más que biografías propiamente dichas, se propuso ofrecer una imagen precisa del carácter y la personalidad de los personajes que eligió y en cuyos caracteres halló facetas de interés, aunque no pretendía expresar valoraciones, sino hechos.

Plutarco creía en la superioridad intelectual de los griegos, a quienes los romanos, no obstante, superarían en el terreno político; los romanos gobiernan y los griegos educan, aportando los cimientos de la formación intelectual: la lectura y la escritura.

Cabe recordar aquí, que Quevedo tradujo y glosó la Vida de Marco Bruto –Por el texto de Plutarco–, una obra que puede situarse entre lo más representativo de su producción literaria y en la que muestra, en contra de sus costumbres, una cierta perplejidad ante lo sucedido en los Idus de Marzo:



Para que se vea invención nueva del acierto del desorden en que la muerte y las puñaladas fueron electoras del Imperio, escribo en la vida de Marco Bruto y en la muerte de Julio César los premios y los castigos que la liviandad del pueblo dio a un buen tirano y a un mal leal.

 Tropelía son de la malicia los buenos malos y los malos buenos. 

Y el tirano y el libertador conozcan que ni el uno logra su intento, ni el otro pierde su maldad, cuando el pueblo, en cuya memoria no tiene vida lo pasado, vende al interés propio la libertad, pobre por la sujeción, más bien socorrida.

Shakespeare, por su parte, utilizó numerosas expresiones tomadas de Plutarco en su tragedia, Julio César

Julio César. Edición First Folio de 1623

La semblanza de Cayo Julio César –de la que proceden los detalles narrados hasta aquí en torno a la Conjura–, se encuentra en el Tomo VI de las Vidas de Plutarco, en paralelo con Alejandro Magno y junto con las de Agesilao-Pompeyo y Sertorio-Eumenes. En ella, Plutarco narra la relativamente breve historia de Julio César, aportando, tal vez, un punto de partida para intentar comprender qué fue lo que dio lugar al trágico suceso del día  15 de Marzo del 44 en Roma.
–ooOoo–

El optimate Sila –Lucio Cornelio-, fue mortal enemigo del popular Mario. En su infancia había soñado con un águila que criaba siete aguiluchos en su nido, lo que constituyó un augurio cumplido en su persona, ya que fue, excepcionalmente, elegido siete veces como Cónsul. Y fue aquel sueño el que le inspiró para instituir la imagen del águila como símbolo del Senado y el Pueblo de Roma. 

Pues bien, Sila odiaba también a Julio César, cuya tía se había casado con  Mario, por lo que puso todas las trabas a su alcance, proponiéndose incluso matarlo, cuando César, a pesar de ser demasiado joven, solicitó el sacerdocio. Los propios amigos de Sila frenaron sus impulsos criminales alegando la extrema juventud de la víctima.

-No sois capaces de comprender –les dijo Sila-, que en este, que os parece tan niño, hay varios Marios. 

 
Sila y Mario. Gliptoteca de Munich

Consciente de la amenaza que pesaba sobre él, César consideró oportuno desaparecer por un tiempo, cambiando frecuentemente de alojamiento. Aún así, estando enfermo, un día cayó en manos de los hombres que Sila había enviado en su persecución. Pero este hombre, que nunca careció de recursos, incluso en las más extremas circunstancias, salió fácilmente del atolladero, comprando a sus captores con mucho más dinero del que Sila les había prometido por su captura. Aún así, César prefirió poner distancias, de modo que se dirigió por mar a Bitinia, donde sirvió al rey de Nicomedia. 

A su vuelta, la nave en la que viajaba fue asaltada por piratas que le hicieron cautivo, llevándolo a la isla de Farmacusa. Cuando los piratas pidieron veinte talentos por su rescate, César se burló de ellos, animándoles a pedir cincuenta. Pasó más de un mes en cautividad, lo que no le acarreó el menor sufrimiento, ya que trataba a sus captores como si fueran sus criados, ordenándoles, por ejemplo, que se abstuvieran de hacer ruido cuando él se iba a dormir. Además, dedicó su tiempo a escribir poemas y discursos que leía a aquellos hombres, a los que llamaba bárbaros e ignorantes cuando no le aplaudían, todo lo cual, tampoco le impedía amenazarlos continuamente con la muerte en cuanto se viera libre; algo que, en efecto, cumplió.

Cuando el poder de Sila empezó a debilitarse, los amigos de César le recomendaron que volviera a Roma, pero él prefirió viajar antes a Rodas, donde deseaba tomar lecciones de Retórica con Apolonio. Se dice que tenía dotes innatas para la Retórica y que si no llegó a ser el primer orador de Roma, fue porque empleó su genio en el oficio de las armas y en la política que, finalmente, le llevaron a alcanzar el poder supremo.

Ya en Roma, su gran elocuencia le hizo brillar como abogado, lo que unido a su afabilidad, su cortesía y su agradable forma de acoger a todo el mundo, cualidades que poseía en alto grado, le atrajeron el afecto del pueblo, al mismo tiempo que la suntuosidad de su mesa y la magnificencia de su forma de vida, acrecentaron su influencia y poder en el gobierno.

Sus enemigos, persuadidos de que el exceso de gastos pronto le acarrearía dificultades que eclipsarían su poder, no prestaron bastante atención a sus progresos, pero cuando adquirió tal fortaleza que ya no parecía posible su menoscabo y que bien al contrario, daba muestras de arruinar a la república, se dieron cuenta, aunque demasiado tarde, de que no hay principio, por débil que sea, que no pueda acrecentarse con la perseverancia.

Cicerón parece haber sido el primero que sospechó y temió la suavidad de su conducta política -que comparó con la bonanza en el mar-, así como previó la maldad de su carácter bajo la capa de cortesía y de gracia con que la encubría, pero aún así, tuvo que pasar mucho tiempo antes de que lo reconociera.

Marco Tulio Cicerón. Museo Thorvaldsen, Copenhague

-Notaba –dijo- en todos sus proyectos y en todas sus acciones, un fondo de tiranía, pero cuando le veía con aquellos cabellos tan artísticamente arreglados, y cómo se rascaba la cabeza con la punta de los dedos, no podía creer que semejante hombre pudiera concebir el negro designio de derribar la república.

Cuando murió su tía, la esposa de Mario, César pronunció su oración fúnebre en la plaza pública provocando un estallido de emociones. Por una parte, hizo llevar en el cortejo imágenes de Mario, que no se habían vuelto a ver desde que Sila llegó al poder e hizo declarar a Mario y a sus partidarios, enemigos de la patria. Por otra, hasta entonces sólo se habían dedicado oraciones fúnebres a las mujeres, si morían ancianas; la tía de César falleció muy joven. 

Ante la visión de las imágenes de Mario, algunos lo consideraron una audacia y clamaron en su contra, pero el pueblo aplaudió arrebatadamente en testimonio de su admiración ante el coraje que Cesar había mostrado al sacar, por así decirlo, de los infiernos, a Mario después de tanto tiempo enterrado. En cuanto a la novedad de la oración fúnebre, le atrajo la simpatía de la gente y le hizo muy querido ante el pueblo, que vio en semejante muestra de sensibilidad una prueba de la suavidad de carácter de César.

Tras pasar un tiempo como Questor en Hispania, volvió para casarse con Pompeya. De su primera esposa, Cornelia, tenía una hija a la que casó con Pompeyo.

Sus gastos, siempre excesivos, harían creer que compraba muy cara una gloria frágil y casi efímera, pero lo cierto es que adquirió a bajo precio, las cosas más importantes. Se asegura que antes de tener ningún cargo, arrastraba ya una deuda de mil trescientos talentos, pero el empleo de una buena parte de su fortuna en reparar la Via Apia, o en las fiestas que celebró cuando fue edil, haciendo combatir ante el pueblo a trescientas veinte parejas de gladiadores, la suntuosidad de los juegos, más todas las fiestas que organizó, y que borraron con su brillo todo lo hecho hasta entonces, hicieron nacer en el pueblo tal afecto, que no hubo nadie que no quisiera procurarle nuevos cargos y honores para recompensar su magnificencia.

Roma seguía dividida entre las facciones de Sila, aún en el poder, y la de Mario, reducida a una gran debilidad y casi desaparecida, de la que apenas se oía hablar, pero que Cesar se propuso reanimar, a cuyo efecto, encargó en secreto imágenes de Mario para unirlas a las de la victoria que se llevaban en los trofeos y que una noche colocó en el Capitolio. Al día siguiente, cuando el pueblo las vio, relucientes de oro y realizadas con gran arte, reconocieron las victorias militares de Mario, y se asombraron ante la audacia del que las había mandado colocar allí. La noticia se extendió rápidamente y atrajo multitudes al Capitolio. Algunos ya decían que César aspiraba a la Tiranía resucitando honores que parecían enterrados hacía tiempo y que ofrecía al pueblo tan magníficas fiestas para que no reaccionaran cuando intentara novedades más temerarias.

Los partidarios de Mario, por su parte, enardecidos por su audacia, se reunieron en gran número y llenaron el Capitolio con el sonido de sus aplausos. Algunos incluso, al ver la imagen de Mario, lloraron de alegría, elevando a César hasta las nubes diciendo que era el único digno del parentesco con Mario.

Reunido el Senado, Cátulo Lutacio, el más estimado de su tiempo, se levantó y dijo: -César ya no ataca a la República con minas ocultas, sino que levanta contra ella abiertamente todas sus baterías.

Pero después de que el aludido se justificara ante el Senado, sus admiradores concibieron las más altas esperanzas; le animaron a mantener su grandeza de espíritu y a no plegarse ante nadie, asegurándole que, sostenido con el favor del pueblo, ese espíritu le alzaría sobre todos sus rivales y un día le llevaría al primer rango en Roma.

A la muerte de Metelo, quedó vacante la plaza de Pontifex Máximus, un cargo que pretendían Isaricus y Cátulo, dos ilustres personajes que ya gozaban de gran autoridad en el Senado, pero César, lejos de ceder ante su dignidad, se presentó ante el pueblo y opuso su candidatura a la de los dos rivales.

Cátulo, incluso le ofreció en secreto sumas considerables si desistía en su empeño, pero César declaró que estaba dispuesto a gastar mucho más para sostener su candidatura.

El día de la elección, su madre le acompañó llorando hasta la puerta de su casa. –Madre –le dijo él abrazándola-, hoy verás a tu hijo Pontifex Maximus o desterrado. Finalmente, salió elegido y su enorme éxito hizo temer al Senado y a los principales ciudadanos que su excesivo ascendiente sobre el pueblo, le llevara a cometer los mayores excesos.

(Imag. Ambrogio Parigi. Tuileries, París).

Fue entonces cuando Pisón y Cátulo culparon a Cicerón por no haberle acusado cuando había estado tan comprometido en la Conjuración de Catilina, quien no solo se proponía derribar el gobierno, sino la República y el propio Imperio.

Es dudoso, no obstante, que César animara en secreto a aquellos hombres audaces, o incluso que los ayudara, lo único cierto, es que cuando después de probar las evidencias sobre la culpabilidad de los conjurados, Cicerón, entonces Cónsul, había pedido la opinión de los Senadores, todos votaron su muerte, hasta que, levantándose César, hizo un discurso preparado con gran cuidado, con el que sostuvo que no era conforme, ni con la justicia ni con las costumbres, a no ser en caso de extrema necesidad, hacer morir a hombres distinguidos por su nacimiento y su dignidad, sin haberles hecho un proceso en forma y que le parecía más justo encerrarlos estrechamente en cualquier ciudad de Italia que Cicerón eligiera, hasta que Catilina fuera derrotado y que entonces, el Senado podría, estando en paz, deliberar con tranquilidad sobre lo que convenía hacer con los acusados.

Su opinión, que pareció más humanitaria, y que César había defendido con toda la fuerza de su elocuencia, causó tal impresión, que fue adoptada por todos los senadores que hablaron después de él, e incluso alguno de los que ya habían opinado, cambió de idea, pero cuando llegó el turno a Catón y a Cátulo, se opusieron enérgicamente a César y Catón, sobre todo, insistió sin tregua en las sospechas que había contra él, reforzándolas incluso con nuevas pruebas.

Presumiblemente, la más antigua representación de Julio César. Hallado en el fondo del Ródano, cerca de Arlés, en 2008, se supone tallado en el año 46 aC. fecha en que él mismo fundó aquella ciudad, dos años antes de su muerte. 
(The Australian. May 14, 2008)

Los conjurados fueron enviados al suplicio y cuando César salió del Senado, algunos jóvenes romanos que servían de guardias a Cicerón, corrieron tras él blandiendo sus espadas, pero Curión lo cubrió con su toga y le ayudó a eludirlos. Incluso Cicerón, a quien los jóvenes volvieron la mirada, los detuvo, tal vez porque temía la reacción del pueblo, o quizás porque aquella muerte  le parecía injusta y contraria a las leyes. 

En todo caso, si esto es cierto, no sé por qué Cicerón no dijo nada al respecto en la historia de su consulado, pero de todos modos, fue acusado de no haber aprovechado ocasión tan favorable para deshacerse de César.

Poco después se produjo otra muestra del favor popular. Habiendo entrado César al senado para justificarse de las sospechas levantadas contra él, recibió los más violentos reproches. Como la asamblea se prolongó más de lo habitual, la multitud rodeó el senado, lanzando fuertes voces con tono imperioso, exigiendo que se dejara salir a César.

Catón, que temía un levantamiento de los indigentes de Roma y de las multitudes que habían puesto en César todas sus esperanzas, aconsejó al Senado que todos los meses se distribuyera trigo entre aquellas gentes, con lo que logró alejar por el momento el peligro del senado e incluso debilitó y disipó en gran parte, la influencia de César.

Sin embargo, por aquella época no pudo librarse César de una aventura doméstica muy desagradable. Había en Roma un joven patricio llamado Publio Clodio, rico y elocuente, pero también insolente, audaz y desleal, que estaba enamorado de Pompeya, la cual era inaccesible, ya que Aurelia, la madre de César la vigilaba muy de cerca.

Todos los años se hacían celebraciones en honor de la Buena Diosa, durante las cuales las mujeres se encerraban para practicar sus ceremonias e incluso debían abandonar la casa los maridos y servidores varones. Aquel año le correspondió presidirlas a la esposa de César. El joven Clodio se disfrazó de mujer y entró en su casa. Cuando una mujer lo descubrió, gritó, sembrando el temor por todas las estancias. Aurelia  paró inmediatamente las ceremonias, ocultó los objetos sagrados y mandó cerrar las puertas, encontrando al muchacho muy pronto y expulsándolo con ignominia. 

Todas las mujeres abandonaron la casa y contaron a sus maridos lo ocurrido, y cuando se corrió la voz, el senado se planteó hacer una acusación formal contra Publio Clodio, pero el pueblo se opuso y, temiendo una revuelta, no siguieron adelante.

Sorprendentemente, César. no sólo repudió a su esposa, sino que, llamado a declarar contra Clodio, dijo que no tenía conocimiento de los hechos que se le imputaban. Ante tales palabras, el acusador, que no salía de su asombro, le preguntó por qué entonces, había repudiado a su esposa.

-Porque sobre mi esposa –dijo- no puede haber ni la menor sombra de sospecha. (De donde procedería el popular dicho sobre que la mujer del César no sólo debe serlo –intachable-, sino también parecerlo.) Clodio, en cambio, salió absuelto.

Al terminar la Pretura, César fue designado para ir a Hispania, por lo que sus acreedores, viendo que se iba sin haberles pagado, fueron a reclamar. César lo solucionó recurriendo de Craso, el hombre más rico de Roma, que necesitaba su apoyo para enfrentarse a Pompeyo. Craso pagó 830 talentos a los más exigentes y César quedó libre para abandonar Roma.

Estando en Hispania, un día que leía la vida de Alejandro, se puso a llorar ante la sorpresa de sus amigos. -Lo que me causa tanta tristeza –les explicó–, es saber que Alejandro, a mi edad, ya había conquistado muchos reinos y yo todavía no he hecho nada digno de ser recordado.

A su vuelta, reclamó el reconocimiento del Triunfo por sus victorias en Hispania. Cuando los romanos solicitaban este honor, debían permanecer fuera de la ciudad; pero al mismo tiempo, César había presentado su candidatura al Senado, para lo cual, debía permanecer en Roma, así que solicitó poder ser representado por un amigo, a lo que Catón se negó rotundamente. Cuando, a lo largo de su discurso vio que había senadores favorables a César, siguió hablando durante el resto del día, por lo que César, que no podía esperar, se vio finalmente obligado a renunciar al Triunfo en favor del Consulado.

Cuando entró en Roma, César hizo una jugada con la que engañó a todo el mundo, excepto a Catón: reconcilió a Craso y a Pompeyo, los dos hombres más poderosos de la ciudad; redujo sus disensiones de tal manera que concentró en su persona todo el poder del uno y del otro. Nadie se percató entonces de que fue esta acción, en apariencia tan honesta, la que causó la caída de la República. Porque, efectivamente, no fue la enemistad entre César y Pompeyo la que dio lugar a la Guerra Civil, sino la amistad misma, que los reunió primero para derribar al gobierno aristocrático y terminó después en una ruptura abierta entre ambos rivales.

Fragmento de la escultura de Nicolas Coustou. Louvre.

Catón, que lo había previsto, quedó entonces como un hombre difícil y de poco ánimo, aunque los acontecimientos no tardarían mucho en darle la razón.

FIN DE LA PRIMERA PARTE
oooOooo

(Ver: Los Idus de Marzo II)


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