domingo, 19 de mayo de 2019

VELÁZQUEZ en su biografía y en la pintura (I)


Retratos o autorretratos, auténticos o atribuidos a Velázquez

José Ortega y Gasset, Introducción a Velázquez, en Velázquez, Berna 1993 y en: Papeles sobre Velázquez y Goya, Madrid 1950.

Velázquez parece pasar ruidosamente silencioso por la historia de la pintura española; lo primero, a causa de su excepcional obra, y lo segundo, por su personalidad –me atrevería a decir que única-.

Personalmente, siempre me pareció un personaje difícil, incluso diría, dolorosamente enigmático. Dolorosamente, repito, a causa de la admirción que provoca, creando a la vez la imposibilidad de acercarse al ser humano y descifrar el silencio en torno al artista que creó la fascinante obra que todos conocemos. 

No hay –parece- otro creador de su altura artística, que haya hablado menos y que menos motivos personales haya dado para hablar; su discreción en este sentido es asombrosa, y sería profundamente digna de admiración, si no diera lugar a nuestra incapacidad para comprender su silencio; una especie de vacío que no deja de provocar preguntas en torno a su persona y sobre la razón de su actitud. Puede que fuera discreto, o quizás tímido; tal vez, orgulloso, aunque no lo parece… en fin.

El trabajo de Ortega y Gasset, en el que nos hemos basado, aunque no siempre compartamos sus apreciaciones, es brillante y completo, aunque, como su título indica, en realidad solo se trate de una Introducción.

El texto está ligeramente resumido –muy ocasionalmente, en realidad-, pero también aumentado con brevísimos comentarios, que –humildemente-, se reducen a los casos en que las discrepancias son insalvables, o a causa de algunas observaciones, cuando menos, sorprendentes, pero dentro del respeto al autor, sobre todo, contando con la admiración provocada por su lectura y por el gran número –no podía ser de otra manera-, de brillantes aciertos que contiene.

A las dudas sobre su biografía, acompañan las que pesan sobre algunos de sus retratos; unos propios, otros, ajenos, y algunos, atribuidos o supuestos.

[En adelante, todas las anotaciones en color y entre corchetes, son comentarios o aclaraciones al texto de Ortega y Gasset.]



Velázquez nace en 1599, Ribera en 1591, Zurbarán en 1598, Alonso Cano en 1601, Claudio Lorena en 1600, Poussin en 1593, Van Dyck en 1599. Todos estos famosos pinceles pertenecen a la misma generación.


Entre las plumas españolas, coetáneas de Velázquez, las más conocidas en Europa son Calderón, 1600 y Gracián, 1601. Conviene presentar, desde luego a nuestro pintor entre ellos. 


Velázquez: ¿Autorretrato?, 1622

La vida de Velázquez es una de las más sencillas que un hombre haya podido vivir jamás. Si atendemos a la altitud de su figura histórica, extraña que poseamos tan pocos datos sobre esa vida. El historiador suele ser voracísimo en materia de datos: todos le parecen pocos; se presenta casi siempre ante nosotros insatisfecho y hambriento, pero la verdad es que, aunque poseyésemos todos los datos imaginables, no tendríamos algo que, remotamente siquiera, se pareciese a una Historia del Hombre.

En el caso de Velázquez la escasez de datos tiene un carácter curioso. Sabemos poco de su vida; pero ese poco nos descubre que, en rigor, no necesitamos saber más, porque basta para revelarnos que a Velázquez no le paso en toda su vida más que una cosa importante, entre las que se puedan averiguar mediante datos: ser nombrado pintor del rey cuando contaba veinticuatro años. El resto de la vida visible de Velázquez es pasmosa cotidianidad. 

Se suelen citar otros tres hechos que quiebran la monotonía de esa larga existencia, pues Velázquez muere a los sesenta y un años, precisamente en ese año de la vida que los antiguos –más observadores que nosotros de la difícil realidad que es vivir- consideraban como el más peligroso.

Aquellos tres hechos son: la convivencia con Rubens, que está en Madrid ocho meses en 1628-1629, y los dos viajes a Italia, en 1629 y en 1649. No pretendo decretar –y menos aquí donde no puedo extenderme en pruebas y discusiones- que estos tres hechos sean indiferentes, pero si afirmo que no son, de verdad, importantes.

En una biografía es importante un hecho cuando al suprimirlo, mediante una construcción imaginaria, nos vemos obligados a modificar, también imaginariamente, la trayectoria de esa existencia. Esto acontecería si imaginamos que Velázquez no hubiera sido nombrado pintor del rey o que hubiese llegado a ese honor y puesto mucho más entrado en años. Entonces habríamos tenido otro Velázquez, ya veremos cuál. Hubiera sido pues, como si imagináramos un Goethe sin Weimar. ¡He aquí por cierto un tema para un estupendo libro que debía estar ya escrito ¡Goethe sin Weimar! 

Ahora bien, nada indica -por ejemplo-, que la obra y la vida de Velázquez, sin los dos viajes a Italia, hubiesen sido distintas. Sólo que quizás no existirían, La fragua de Vulcano, la Túnica de José y La Tentación de Tomás de Aquino, los tres cuadros más equívocos de toda su obra, en la que constituyen un extraño paréntesis sin comunicación –salvo, naturalmente, los rasgos generales de su pintar- con lo antecedente ni con lo consecuente. El único efecto claro de esos viajes que en Velázquez percibimos es que vuelve siempre de ellos tonificado, como quien vuelve de una cura de aire libre.

La Fragua de Vulcano. MNP

La túnica de José. El Escorial

La tentación de Tomás de Aquino. Orihuela.

Mayor fue el influjo del encuentro con Rubens, que facilitó su íntima liberación ayudándole a perforar la película de provincialismo que envolvía la vida española de aquel tiempo, a pesar de que era aún España el poder preponderante en el mundo. Pero nadie que haya intentado construir con alguna precisión como era el hombre Velázquez, puede dudar que no habría tardado mucho más en romper por su propia inspiración esa costra limitadora. Se trata precisamente de una de las criaturas más resueltas secretamente –es decir, sin gesticulaciones ni retórica- a existir desde sí misma, a obedecer sólo sus propias resoluciones, que eran tenacísimas e indeformables.

Con esas reservas, no hay inconveniente en decir que la vida de Velázquez se articula espontáneamente en cuatro periodos, de la siguiente manera:

1º. 1599-1623. 

Diego de Silva Velázquez nace en Sevilla de una familia oriunda de Portugal, por parte de padre, los Silva de Oporto. El abuelo había emigrado a Andalucía arrastrando algunos, aunque sobrios haberes y una intensa tradición doméstica de antigua y elevada nobleza. Muy pronto reveló Diego dotes extraordinarias para el dibujo y la pintura. A los trece años entra como discípulo en el taller de Francisco de Herrera, hombre atrabiliario, artista con más impetuosidad que talento, pero que camina por buenas pistas. No se puede negar que Herrera el Viejo, aunque pintor sin calidad, braceaba en las avanzadas artísticas del tiempo. 

Herrera el Viejo: Músico ciego y Lazarillo

Herrera el Viejo: San Cosme. (¿Autorretrato?). Lázaro Galdiano, Madrid.

Pocos meses después, espantado, sin duda, por el temperamento ferocísimo de aquel maestro, Velázquez que en toda su vida aborreció las cuestiones, transmigra al taller de Francisco Pacheco, como de un polo se pasa a otro, Pacheco era un mal pintor, pero hombre excelente, de amplia cultura, de blandos modos y relacionado con la gente ilustre de Sevilla –artistas, escritores, nobles. 

Cinco años después –en 1618- Pacheco casa a Velázquez, aun adolescente, con su hija Juana de Miranda. Esta mujer le acompañará calladamente toda su vida y, viceversa; no se conoce ninguna complicación amorosa de Velázquez. 

Juana de Miranda se extinguirá una semana después que su marido en el mismo cuarto donde este había expirado.

2º. 1623-1629. 

En 1621 muere Felipe III y le sucede el joven Felipe IV, seis años menor que nuestro pintor, aficionado él mismo a la pintura, que había practicado bajo la enseñanza de Mayno

Detalle de La Adoración de los Reyes Magos, 1612-1614. 
Posible autorretrato de Juan Bautista Maíno. MNP.

Felipe IV pone el gobierno en manos del conde-duque de Olivares, nacido en la familia sevillana de más rancia y alta alcurnia: los Guzmanes. Como los jefes políticos de todos los siglos, al llegar al poder se presenta el conde-duque con equipo propio, escogido en su clientela. Sus amigos son sevillanos y son los amigos de Pacheco. Velázquez es enviado a Madrid para probar fortuna y de paso, mejorar su formación artística visitando las colecciones de Madrid y El Escorial.

Demasiado reciente el cambio de monarca, son días de gran ajetreo en Palacio y no se presenta ocasión para que Velázquez se luzca ante el nuevo monarca. En cambio, pinta un estupendo retrato del poeta Góngora; una cabeza maravillosa de gran intelectual.

Velázquez: Góngora. 1622. BBAA, Boston, USA

Vuelve, pues, Velázquez fracasado a Sevilla, pero pocos meses después es llamado oficialmente a Palacio con ayuda de costas para el viaje. En el equipo del Conde-Duque, Velázquez representará la pintura. Llega a Madrid e inmediatamente hace un retrato del Rey. La obra produce tal entusiasmo en Felipe IV que le nombra al punto su pintor de cámara y promete no dejarse retratar por nadie más. En adelante, Velázquez vivirá siempre adscrito a Palacio, de uno de cuyos aposentos le sacarán para enterrarle. 

Repárese: una sola mujer es visible en su vida, un solo amigo –el Rey-, un solo taller –Palacio.

Velázquez, Felipe IV (20 años), en 1623

“Con una indumentaria mucho más sobria de la habitual hasta entonces en los retratos reales, carente de joyas y otro tipo de adornos y que culmina en una valona, que es el tipo de cuello que sustituyó en 1623 a las llamativas y costosas lechuguillas. En la época en que se realizó, constituía el símbolo más importante de la voluntad de austeridad, reformismo, trabajo.
(Portús Pérez, Javier, Philip IV, MNP. Madrid)

Desde este momento, que es cuando propiamente empieza, la vida de Velázquez ofrece al observador un radical equívoco: no se sabe si es la vida de un pintor o la de un palatino. Con normal ritmo irá recibiendo uno tras otro los cargos y dignidades en que consistirá la carrera de un servidor del Rey, hasta el último y más alto, de aposentador mayor. Todo ello coronado con la concesión del hábito de Santiago, es decir, de la nobleza y esto, por especial empeño del monarca, a pesar de los informes en su contra.

Rubens: Autorretrato en 1623. Royal Collection. GB.

En 1628, como se ha dicho, llega Rubens a Madrid, en la cima de su universal fama. Viene enviado por la Archiduquesa Gobernadora de los Países Bajos, tía de Felipe IV, para encargarse de una misión diplomática del Rey de Inglaterra. Importa subrayar las faenas ajenas al arte en que se hace entonces intervenir a los pintores, porque ello revela, mejor que nada, el poder social que la pintura había llegado a gozar en las sociedades europeas y solo esa exuberancia de prestigio nos explicará ciertas cualidades paradójicas de la obra de Velázquez.

Martínez del Mazo: Velázquez, de un original del retratado.

Velázquez acompaña a Rubens durante los ocho meses de su permanencia en Madrid. Era la primera gran figura europea de artista, un hombre de mundo, un gran empresario de la industria pictórica, un político que lleva el tren de vida propio a un gran señor. Esta presencia hace entrever a Velázquez que el mundo, incluso el mundo del arte, es más grande de lo que hasta entonces creía. 

Puede atribuirse a esa convivencia con el flamenco el impulso para sacudirse un momento España y ver otras tierras, así que, con el pretexto de comprar cuadros para el rey, embarca en Barcelona el 10 de agosto de 1629 con destino a Génova, en las galeras con Ambrosio de Spínola.

3º. 1629-1649. 

Génova, Milan, Venecia. Bolonia. Loreto. Por fin, Roma y Nápoles. En esta ciudad conoce y trata al pequeño español de los martirios y las Magdalenas, a Jusepe Ribera.

Jusepe Ribera, Lo Spagnoletto, de Giuseppe Macpherson. Royal Col. GB

En 1630 vuelve a España y su vida hasta 1649 es una línea recta en que un día se parece a otro. Veinte años significan muchas, muchas horas. ¿En qué las ha empleado Velázquez? Pinta, claro está. Pero si queremos aclararnos bien quien es este hombre tenemos que caminar por su vida con máxima alerta. Por lo pronto nos encontramos con esta sustancial paradoja: Velázquez es el pintor que se caracteriza por … no pintar, quiero decir, por lo poco que pinta. 

Este, como otros rasgos aparentemente negativos de la obra de Velázquez, que luego subrayaremos, son esencialísimos. Tan poco ha pintado que ya su primer biógrafo, casi contemporáneo –Palomino- y tras él todos los demás hasta el día, se han sentido forzados a explicar esa parsimonia y la han atribuido sobre todo en su último decenio, al tiempo que le hacían perder sus otras ocupaciones palatinas. Sin embargo, desde su vuelta primera de Italia lo vemos intervenir cada vez menos en la ordenación y aderezo de las casas del Rey.

En estos años de 1630 a 1640 se crea el palacio del Buen Retiro y se reforman las casas del Pardo y el mismo Alcázar. Sin embargo, estas ocupaciones no llevan demasiado tiempo. En ningún caso suponen mayor pérdida de él que la representada en la vida de cualquier pintor normal por tener que atender a la ejecución de los encargos, sin interés artístico, a las copias y réplicas de su propia creación. Velázquez está libre de todo esto. No acepta encargos en absoluto. Pinta solo lo que el rey le manda y el Rey le manda muy pocas veces. 

Siento discrepar de los biógrafos y sostengo que ningún pintor ha tenido más tiempo que Velázquez. Luego la causa de su sobriedad productiva tiene que ser otra. Tampoco puede atribuirse a que le fuera difícil la creación, todo lo contrario, Velázquez pinta la mayor parte de su obra alla Prima, sin la complicada preparación que es habitual en los demás pintores. Ni siquiera dibuja las figuras; con el pincel, ataca el vacío del lienzo y suscita el cuadro. En tal medida es rápida su pintura que esos mismos biógrafos con ejemplar ingenuidad, quieren explicar por su falta de tiempo no solo que pintase poco, sino también su modo mismo de pintar. Construye el cuadro con unas cuantas pinceladas. A veces hay porciones del lienzo desnudas de pigmento y el color mismo de la tela funciona como color del cuadro. Sobre todo, en su última época, la reducción de pinceladas es tal que se le ha llamado la «manera abreviada». [Para algunos de sus biógrafos, Velázquez trabajaba así, debido a su concepto “impresionista”, pero Ortega insiste en que] no es necesario insistir mucho sobre la improbabilidad de esta explicación.

Sabemos que pintaba velozmente, pero sabemos también, por cierta frase de un embajador italiano, que era famosa su tardanza en acabar y entregar sus cuadros, no porque le diesen mucho quehacer sino porque trabajaba poco en ellos; los olvidaba. Mas aun: la mayor parte de los cuadros de Velázquez son cuadros sin acabar. 

Todo esto es sorprendente, enigmático ¿no es cierto? ¿Falta de tiempo, Velázquez? ¿Prisa, Velázquez? Ciertamente, la existencia humana tiene sus horas contadas, y en este sentido la vida es, ante todo, prisa. Mas, por lo mismo, nada caracteriza tan hondamente a cada individuo humano como el modo de comportarse ante esa sustancial prisa; el modo de tratarla. Hay quien reacciona negándola, es decir, llenándola de calma. Esto implica que esa persona no tiene empeño en existir. 

Por muchas razones y en muchos sentidos, yo veo en Velázquez uno de los hombres que más ejemplarmente han sabido…no existir. 

Ello es que, en su segundo viaje a Italia, transcurridos dos años de estancia en aquel país en vista de que no se resuelve a volver, Felipe IV el hombre que más horas ha pasado junto a Velázquez, escribe de su propia mano a su embajador, el duque del Infantado, instándole para que apremie a Velázquez y le haga retornar enseguida «porque –dice- ya conocéis su flema. 

Era pues famosa la flema de Velázquez. Pero flema es el superlativo de la calmosidad de un multimillonario del tiempo, aquel a quien siempre le sobra.

El biógrafo de Velázquez no tiene más remedio que dedicarse a la recherche del temps perdu (citando a Marcel Proust) por el pintor. Aunque simplificaron el problema, han presentido esto cuantos se han ocupado de él.

Porque tampoco cabe atribuir la escasez de su obra a que tuviera mucho trato social, o asistiera a tertulias de artistas y de escritores. Refiriéndonos a un español podía presumirse que hubiese dedicado cuantiosa porción de su vida a la operación en que mayor delicia encuentra nuestro pueblo y en la que emplea mayor genialidad y energía: hablar. Pero es frecuente que los pintores, en quienes perdura cierto fondo admirable de artesano, de obrero manual, sean taciturnos y de Velázquez sabemos que lo era en grado sumo. 

Tuvo unos cuantos, muy pocos, compañeros de profesión con quienes trataba cuando aparecían por Madrid: Alonso Cano, Zurbarán y algún otro.

Alonso Cano: posible réplica de un autorretrato original perdido.
Zurbarán: posible autorretrato; detalle de su obra San Lucas como pintor, ante Cristo en la Cruz. 1635-40. MNP

Pero, conviene advertirlo, eran relaciones de su adolescencia, porque amistades nuevas no aparecen en la vida de Velázquez. Era melancólico, nos dice Palomino. Era retraído. Era distante. La prueba principal que cabe dar de que ocupó muy poco tiempo en el trato social es que solo así se explica el hecho extrañísimo de lo poco que se habló del él mientras vivió. 

Es natural que se hablase poco de Zurbarán, el cual pasó casi toda su vida sumergido en la profundidad de conventos excéntricos, pintando hábitos de fraile de un patético blancor. Pero Velázquez está en la corte y nada menos que en Palacio y es notorio que el Rey le trata como personal e íntimo amigo. Velázquez no es la luz bajo el celemín. Sin embargo, nadie se ocupa de él. 

Una vez, Quevedo dedicó a su modo de pintar, tres o cuatro palabras, y eso es todo, pero -conviene recordarlo- fue el único escritor de quien, tras su instalación en Madrid, hizo el retrato, probablemente por indicación de Conde-Duque, a la sazón en excelentes relaciones con el retorcido cojo. De modo que aun esta excepción pierde valor positivo y sirve sólo para subrayar el silencio de los escritores en torno a Velázquez.

Quevedo: copia del retrato que le hizo Velázquez. 
Atribuido a J. van der Hammen. Instituto Valencia de Don Juan. Madrid 

Los historiadores de los hombres famosos debían procurar dibujarnos, con la mayor precisión posible, la figura de su fama, mientras vivieron, pues pocas cosas son tan reveladoras de cómo esos hombres fueron. No se es famoso así en general y en abstracto. Cada fama tiene su estricto perfil. 

Hubiera bastado el nombramiento de Velázquez como pintor del Rey en tan juvenil sazón para hacerle famoso. Y, en efecto, aquel triunfo fulminante tuvo una resonancia estruendosa. Mas por lo mismo hizo al punto salir silbando de sus negros agujeros todas las sierpes de la envidia. Desde ese momento hasta la muerte, la legión infinita de los envidiosos mantendrá sitiada la fama de Velázquez. No podían permitirse ataques violentos porque el Rey amparaba al pintor, hacia el cual sentía no solo admiración, sino profunda amistad. La estrategia de la envidia consistió en ir desnutriendo esa fama conforme iba naciendo. Para ello se valió de sus dos métodos perpetuos. En vista de que cada retrato pintado por Velázquez, en ésta su primera época, era mejor que el anterior y dejaba a infinita distancia cuantos entonces se hacían, los envidiosos dirán que no sabe pintar más que retratos. 

Este es uno de los conocidos métodos con que el envidioso pretende vaciar la fama del hombre de talento. De lo que maravillosamente hace, llama la atención del público sobre lo que no hace e insinúa que la omisión es incapacidad. En efecto, Velázquez se negaba a pintar cuadros de composición, lo que entonces se llamaba «historias». ¿Por qué? Luego lo veremos. El otro método consistía en organizar el silencio en torno, hacer que se hablase lo menos posible de Velázquez.

La conducta de nuestro pintor frente a esa permanente labor de la envidia es ejemplar. La ignora: no se ocupa de ella, a no ser que al desdén llamemos ocupación. Velázquez ha sido un genio del desdén. Pocos hombres han logrado desdeñar tan íntegramente, tan naturalmente como Velázquez. Su falta de reacción a la envidia envolvente es tal que en un primer momento pensamos si no obedecerá a falta de brío combativo. Pero el caso es que cuando la envidia se le acerca demasiado y es ineludible alguna respuesta, Velázquez alarga la quijada y da en torno una dentellada de león. Se sabía que sus «salidas» eran mortíferas. 

Un día, no mucho tiempo después de ser nombrado pintor de cámara, Felipe IV interesado en que defendiese su fama, le comunica que las gentes dicen de él que no sabe pintar más que cabezas. 

El joven y dulce Velázquez sacude entonces un instante su gran melena negra y responde al Rey: 

-Señor, pues me hacen gran honor, porque yo no he visto todavía una cabeza bien pintada». Es una de las tres o cuatro frases que del artista nos han llegado, y como las demás, en su sentenciosa brevedad nos orienta, a la vez, sobre su carácter, sobre la conciencia clara con la que seguía su designio artístico y sobre la intención pictórica que le guiaba. Velázquez es el hombre saturado de talento a quien le trae sin cuidado lo que sobre él opine la gente sin talento.

No solo elude defenderse de la envidia, sino que jamás dará un paso con el fin de propagar y consolidar su fama. La relación con su obra se reduce a crearla, y de su talento se ocupa únicamente cuando lo hace funcionar. Vive desconectado de todo partido y camarilla, cosa nada fácil en un palacio. Aunque llevado a Madrid por el Conde-Duque, y nunca le fue desleal, acertó a desprenderse de su comitiva y a vivir por cuenta propia. A ello se debe que la caída del Conde-Duque no produjese mudanza alguna en su situación.

De todo esto resulta la condición peculiarísima de la fama que tuvo mientras vivió. Fue esta en España, y desde luego, como no podía menos, de gran amplitud. No obstante, podemos andar por aquella época sin tropezárnosla casi nunca. Era pues, aunque grande, una fama tenue, inactiva y como estática. No irradiaba, no producía efectos y siendo el significado de la palabra “fama” “dar que hablar”, en torno a Velázquez se callaba. Los envidiosos ya que no podían aniquilarla, procuraban volverla paralítica, detener sus efectos e impedir su irradiación. 

Esto contribuye a explicar que su nombradía tardase tanto tiempo en trasponer las fronteras y que no llegase nunca en Italia, no obstante los triunfos conseguidos en su segundo viaje, a levantarse sobre el horizonte de la pintura coetánea que tan superlativamente dominaba, con el esplendor adecuado. Es de sobra extraño, en efecto, que tras ese segundo viaje, después de haber pintado el retrato de Inocencio X y tantos otros de la corte papal, que se han perdido, ningún joven pintor italiano viniese a Madrid para aprovechar sus enseñanzas. 

Velázquez: Inocencio X. Galería Doria Pamphilj, Roma

En suma, importa mucho hacer constar que Velázquez no fue en su tiempo «popular». No tuvo buena prensa. Para ello hubo, sobre lo dicho, razones sustantivas que luego enunciaremos, pero convenía detenerse en el lado “demasiado humano” del asunto, no solo porque nos revela cómo era Velázquez sino porque significa un ejemplo inmejorable de cómo es la fama de un artista o de un pintor cuando es pura, quiero decir, cuando renuncia al reclamo y la intriga. Cuando estas dos bellaquerías no intervienen es improbable que la fama posea los atributos de irradiante, invasora y consolidada.

4º Desde 1640 rebrota en el alma de Velázquez, con periódica vehemencia, la nostalgia de Italia. La cosa no tiene nada de particular: es el lugar común en todas las vidas de artistas del tiempo. Desde 1550 los jóvenes pintores de los Países Bajos, de Alemania, de Francia, visitan Italia, y durante el resto de su vida la imagen de aquel país se les queda bailando en la memoria, iridiscente y voluptuosa. 

Aunque, en todas partes, el arte había acabado por imponerse, como un nuevo poder social, sobre las clases directoras, sólo en Italia es una realidad pública que anda por las calles y que forma parte de la atmósfera. De aquí que todo artista se sintiese ciudadano de Italia y fuera de ella como un desterrado. No estoy, sin embargo, muy seguro de que fuera este el motivo de la nostalgia que a intervalos pulsaba dentro de Velázquez. Haríamos mal en representarnos su relación con el arte de una manera simple y tópica. La «beatería artística» le repugnaba y algunos síntomas nos permiten sospechar que le parecía insufrible el tipo de “hombre artista”.

Más probable parece que le atrajese de Italia la forma general de vida de aquel país en que el arte era sólo un ingrediente. Era, en efecto, un estilo más “moderno” de existencia que había entonces en Europa, una vida libre y luminosa, sin provincialismo, de ancho horizonte que los recuerdos de la antigüedad cosmopolita contribuían a ensanchar. 

-¡La vida libre de Italia! -exclama Cervantes siempre que, de viejo, se le enciende la memoria con las jornadas juveniles pasadas en Nápoles.

Pero Felipe IV no le dejó volver a Italia hasta 1649. Cada vez más resuelto el Rey a constituirse la mejor colección de cuadros sobresalientes, envía, por fin, a Velázquez para que adquiera cuentos pueda. El propósito es tanto más de admirar cuanto que el Rey no tenía dinero. El resultado de sus esfuerzos es el actual Museo del Prado.

Este segundo viaje de nuestro pintor tiene carácter oficial. Va como enviado especial del más poderoso monarca. Se sabe, además, que el Rey le trata como amigo personal. Ello es que esta vez ven llegar los artistas de Italia bajo el nombre de Velázquez un «caballero» noble, un gran señor. Tal es la impresión que nos transmiten quienes entonces le trataron en Roma y en Venecia –Boschini, por ejemplo:

Cavalier, che spiraba un gran decoro
                         Caballero, que mostraba mucho decoro.
Quanto org’altra autorevole persona.
                         Como persona de autoridad.

Al terminar su retrato de Inocencio X, el Papa le envía como remuneración una cadena de oro. Con inaudito gesto Velázquez la devuelve haciendo saber que él no es un pintor sino un servidor de su Rey, al cual sirve con su pincel cuando recibe orden de hacerlo. Este gesto solemne con que Velázquez repudia el oficio de pintor nos aclara toda su vida anterior. 

[Recordemos, no obstante, que el hecho de ejercer o haber ejercido un trabajo remunerado -entiéndase, “vil”, era una de las preguntas fundamentales de la exhaustiva información que realizaba el Consejo de Órdenes, como la de Santiago, para admitir a un solicitante.]

En el decenio último de 1650 a 1660 se acusa cada vez más la secreta verdad de toda su biografía, la enorme paradoja. Velázquez no quiere, no ha querido nunca ser pintor. [-o, quizás, no quiere y no ha querido nunca que se hable de él-.] Bastaría esto para hacernos comprender por qué pintó tan poco sin necesidad de recurrir a explicaciones ingenuas, como la falta de tiempo. [Aunque también podría ser que lo que no le gustara, fuera, precisamente, ser pintor de corte, y la prueba son las pinturas de costumbres que hacía antes y que, prácticamente abandonó a causa de su obligación de pintar a los reyes una y otra vez. Así pues, ¿no quiere ser pintor, o no quiere ser pintor de la Corte?]

Autorretrato 45 x 38 cm. c. 1650. - Colección Real Academia de Bellas Artes de San Carlos. Museo de Bellas Artes de Valencia

NERI, Pietro Martire. Italian painter (b. 1601, Cremona, d. 1661, Roma)
Portrait of Diego Velázquez. 1650s. Oil on canvas, 78 x 57 cm. Private collection.

Retorna a Madrid en 1651. 

En 1652 solicita el cargo de “aposentador mayor”, uno de los más aventajados de Palacio, que solían ejercer personas nobles. En 1658 el Rey le manifiesta su voluntad de premiarle los servicios y la larga amistad, concediéndole un hábito de las Órdenes Militares que implicaba la titulación de nobleza. Velázquez elige el hábito de Santiago y se procede al expediente para la prueba de limpieza de sangre y de hidalguía familiar. Uno tras otro, los testigos hacen constar que Velázquez no ha ejercido nunca el oficio de pintor, que ha vivido siempre con el decoro y la actitud de un noble, que su pintura es un don, una “gracia” y no una manera de vivir. 

[Conviene recordar que, a pesar de la insistencia del Consejo de Órdenes, en contra de su admisión, el Papa, finalmente tuvo que exigir su ingreso, sin más objeciones.]

En 1660 cumpliendo la tarea de su nuevo cargo, dirigirá el viaje de Felipe IV a los Pirineos, cuando llevaba a Luis XIV como mujer a su hija María Teresa. 
En la isla de los Faisanes que surge como una canastilla de flores en medio del río Bidasoa, paraje neutro entre Francia y España, tiene lugar la ceremonia. Los grandes señores de ambos países han acudido allí con todas sus galas y joyas. Pues bien, entre los recuerdos de la histórica jornada que los asistentes tanto españoles como franceses, conservaron, descuella la impresión que les produjo la presencia de Velázquez. 

Una semana más tarde, apenas vuelto a Madrid, el gran pintor va a morir. [Al parecer, y en buena parte, por agotamiento; como él mismo dijo; caminaba de día y preparaba los aposentamientos reales por la noche.] 

Pero antes, en aquella fiesta puramente palatina, Velázquez goza su mayor triunfo. Es un triunfo extraño, pero que por lo mismo nos interesa acentuar. Fue un triunfo físico, de su cuerpo y figura, de su prestancia personal, de su elegancia aristocrática, de su porte señorial. Nos conviene retener esta imagen y no olvidar nunca de verla, como al trasluz, mientras contemplamos sus cuadros. Lo mismo que al leer a Descartes debemos tener presente que no era un plumífero sino el Señor du Perrón.

¿Autorretrato? 1634-35

[Su biografía, pues, presenta tantas dificultades como algunos de sus supuestos retratos, de los que no se sabe, ni si son obra suya, ni, mucho menos, si son autorretratos.]

II
Esto es, en líneas generales, lo que suele considerarse como biografía de Velázquez. Pero claro está que no lo es. Es tan solo el montón de datos externos, el dermato-esqueleto de su auténtica vida, lo que de ella se ve desde fuera. Mas una vida es, por excelencia, intimidad, aquella realidad que solo existe para sí misma y por ello, solo puede ser vista desde su interior. 

Si cambiamos de óptica y de fuera pasamos adentro, se transforma por completo el espectáculo. La vida deja de ser una serie de acontecimientos que se producen sin otro nexo que la sucesión y nos aparece como un drama, es decir, como una tensión, un proceso dinámico cuyo desarrollo es perfectamente inteligible. El argumento del drama consiste en que el hombre se esfuerza y lucha por realizar, en el mundo que al nacer encuentra, el personaje imaginario que constituye su verdadero yo. 

La persona no es su cuerpo, no es su alma. Alma y cuerpo son sólo los mecanismos más próximos que halla junto a sí y con los cuales tiene que vivir, es decir, tiene que realizar cierta individual figura de humanidad, cierto peculiarísimo programa de vida. 

Este personaje ideal que cada uno de nosotros es, se llama «vocación». Nuestra vocación choca con las circunstancias, que en parte le favorecen y en parte la dificultan. Vocación y circunstancia son, pues, dos magnitudes dadas que podemos definir con precisión y claramente entenderlas, una frente a la otra, en el sistema dinámico que forman. Pero en este sistema ininteligible interviene un factor irracional: el azar. De esta manera podemos reducir los componentes de toda vida humana a tres grandes factores: vocación, circunstancia y azar. 

Escribir la biografía de un hombre es acertar a poner en ecuación estos tres valores. Pues, aunque el azar es el elemento irracional de la vida, en una biografía bien planteada podemos definir cuáles de sus hechos y caracteres proceden del azar y cuáles no, así como la mayor o menor profundidad de la intervención que éste ha tenido. Si nos representamos la forma de una vida como un círculo, el azar será la indentación de su circunferencia y esa indentación será más o menos penetrante. De esta manera conseguiremos acotar racionalmente ese factor irracional de todo destino.

[Encontramos aquí la palabra “indentación”, un anglicismo no admitido por la Academia, que hoy se usa para el tratamiento de textos en informática -como ensanchar el margen para destacar lo escrito-, cuyo sentido, en Ortega, posiblemente sea también el de “destacar”, “resaltar”, o, como él mismo dice, “acotar”.]

No sólo es la de Velázquez una familia de nobles emigrados y venidos a menos, sino que en ella debió ser obsesionante la preocupación por su abolengo. [Dado el momento en que esta circunstancia se produjo, daría quizás la impresión de que Velázquez pensaba más en asegurar el futuro de su familia, que a traves de él, alcanzaba hidalguía, ya que, considerando todo lo anteriormente dicho por el autor, resulta incoherente, que defina a Velázquez como alguien obsesionado con su propio abolengo]. 

En el recinto doméstico palpitaba constante la leyenda de que los Silva provenían nada menos que de Eneas Sylvio. Rey de Alba Longa. Pero la fortuna había sido adversa y en la humildad presente la grandiosa tradición familiar se estilizaba y depuraba en mito y religión. En el estrato inicial más hondo de su alma Velázquez encontraba este imperativo: «Tienes que ser un noble». Mas por lo pronto es esta incitación una línea esquemática, remota e impracticable. Más próxima, más concreta halla en los umbrales mismos de su vida una posibilidad magnífica: las más increíbles dotes de pintor. [Hipótesis].

Velázquez, tengámoslo muy en cuenta fue un “niño prodigio”. Ni el serlo garantiza a nadie que será un gran artista ni el gran artista tuvo, por fuerza que ser niño prodigio. La prodigiosidad se refiere a las capacidades mecánicas que intervienen en la creación artística. El gran artista suele adquirirlas después de enormes esfuerzos y muy adentro en la vida. El niño prodigio las posee prematuramente y tras mínimo esfuerzo. Por eso se llaman dotes. Son un regalo. Velázquez las poseyó desde luego y con intensidad casi fabulosa. En pocos años, aún adolescente, se desarrollan por completo, vertiginosamente. Esta facilidad le mantuvo hasta los veinte años en una efervescencia y como frenesí de trabajo que, una vez despierta su auténtica personalidad de hombre, no volverá a sentir. En esta primera etapa, sus mágicas facultades tiraban de él y le obligaban a una labor continua. Su suegro Pacheco nos ha dejado, sin proponérselo, una imagen de esos años monstruosos, de feliz monstruosidad.

Mas por sí misma esa perfección teratológica lograda en su niñez carecería de importancia para su biografía y, por tanto, para su obra propiamente personal. La tiene, sin embargo, porque produjo estos dos efectos: uno, hacerle entrar en la vida con una sensación de seguridad superlativa. 

[Y tenemos aquí otro término, cuyo uso por parte de Ortega, quizás convenga explicar. “teratológica”. Teratología es, de acuerdo con la R. Academia, literalmente, el Estudio de las anomalías y monstruosidades del organismo animal o vegetal, lo cual no nos encaja aquí. Es, sin embargo, un galicismo, a su vez procedente del griego, cuyo significado: 'relación de prodigios', parece el que el autor quiere mostrar, aunque, un poco más abajo hable de “toxinas”.]

En sus primeros pasos, Velázquez sabe que ha dejado atrás a todos los pintores de su época. Velázquez no fue nunca engreído ni vanidoso. No obstante, una frase suya pronunciada en los últimos tiempos de su vida sevillana nos es testimonio de que poseía ya entonces conciencia perfectamente clara y firme de su superioridad. No despierta aún su auténtica persona, cree Velázquez entonces que su destino es ser pintor. Y he aquí que antes casi de proponerse llegar a serlo se encuentra con que lo es ya por encima de todos los contemporáneos.

El otro efecto de su prematura capacidad fue permitirle aprovechar, antes de la madurez, el puro azar representado por el cambio de Rey y la exaltación del Conde-Duque de Olivares. El hecho de que Velázquez entrase en Palacio cuando aún no había empezado a moverse por el mundo va a configurar toda su vida y esto significa que va a informarla y a deformarla. Fue, sin duda, un prodigioso golpe de buena fortuna al que se deben algunas de las más puras cualidades que su obra posee. Pero el azar es siempre el elemento inorgánico de la vida y es muy difícil que una intervención de él tan enérgica como fue ésta no aportase junto a sus favorables influjos algunas toxinas.

Anotemos, ante todo, el efecto más inmediato y radical que en Velázquez produjo. El imperialismo familiar de destino noble que, por la inverisimilitud de su realización, había quedado latente en Velázquez, rebrota al punto con vehemencia arrolladora. Para un hombre de aquel tiempo que se siente hidalgo, servir al Rey es, después de servir a Dios, el ideal supremo de existencia. Y Velázquez mozo va a servir a un Rey más mozo aún y en un cargo que trae consigo máxima proximidad con la regia persona. En su carrera de noble equivalía esto a empezar por el fin, lograrlo todo desde luego, sin esfuerzo ni paciencia. [¿Hipótesis?].

Trajo esto consigo que Velázquez despertase a su auténtica vocación. Rechaza ahora con horror la idea de dedicarse al oficio de pintor, de inscribir su vida externa e interna en esa figura de existencia. Proyecto tal había sido provocado mecánicamente –y esto quiere decir, insinceramente- por la complacencia en ejercitar la exuberancia de sus dotes. Se trataba, pues, de una confusión de destino tan frecuente en la adolescencia. Velázquez será un gentilhombre que, de cuando en cuando, da unas pinceladas.

Enumeremos las consecuencias ventajosas que este súbito y temprano favor de la fortuna produce en la vida de Velázquez:

¿Autorretrato?

1º. Queda a límine libertado de las prisiones y servidumbres que impone a una actividad creadora su conversión en oficio. Velázquez vivirá exento de tener que atender los encargos hechos por iglesias, conventos, municipios y ricos aficionados. 

[‘A Límine’: Es una locución latina, de carácter jurídico, cuyo significado es: “desde el umbral”. Se emplea para expresar el rechazo de una demanda, o recurso, cuando ni siquiera se admite discusión, por no ajustarse a Derecho.]

2º. Ello significa que, salvo la forzosidad de hacer retratos a la familia real, la pintura se convierte para Velázquez en pura ocupación de arte. No creo que antes del siglo XIX haya habido otro pintor que se encontrase en esta situación. El puro arte, la sustantivación del arte sólo es fenómeno relativamente normal en la Edad Contemporánea. Velázquez representa ya en este punto, tan esencial y previo a las particularidades de su estilo, una anticipación de nuestro tiempo. De aquí que, aparte los retratos palatinos, nos sorprende siempre tener que preguntarnos ante cada uno de sus lienzos por qué lo ha pintado, donde el por qué reclama casi siempre una respuesta de orden estético y no meramente de ocasión profesional. Es un caso único y paradójico en la historia de la pintura, hasta el punto de que cuantos han estudiado sus cuadros se sienten obligados, sin darse bien cuenta de la razón, a explicar por qué ha pintado cada uno de ellos como si lo natural en el pintor Velázquez fuese no pintar.

3º La vida en Palacio le evita desde luego el roce desgastador con los compañeros de oficio. Velázquez puede desentenderse de las envidias, luchas, enojos que trae consigo la convivencia gremial.

4º Los edificios reales de Felipe IV constituyen una de las colecciones de cuadros más importantes que había en su tiempo. Velázquez tiene toda su vida delante y a su disposición la historia de la pintura europea. También es en esto, pienso, un caso excepcional. Día tras día las obras de los grandes maestros solicitan la atención de Velázquez y procuran filtrar en su propia creación las más varias influencias. 

Toda obra de arte se incorpora, claro está, sobre el nivel a que ese arte ha llegado a su evolución. Tiene, pues, como natural subsuelo, todo ese pasado. Pero sería un error llamar influencia a lo que es inevitable supuesto. La prueba más clara de ello está en que el hombre creador necesita absorber el pasado precisamente para evitarlo, para trascenderlo. Si tenemos en cuenta esto, el análisis de la obra de Velázquez, de este hombre que ha vivido encerrado treinta y siete años en un maravilloso Museo, nos deja estupefactos revelándonos que obraron en ella muy pocas influencias. 

Los historiadores del arte nos sorprenden por la arbitrariedad incontrolable con que, en sus estudios sobre pintores, hablan de influencias, lo mismo que los historiadores de la literatura carecen de un método rigoroso para distinguir la coincidencia de la contaminación. No es éste, lugar para detenerse en investigaciones muy particulares, pero si el lector quiere percibir la ingenuidad con que suele escribirse la historia del arte no tiene más que meditar un poco sobre los «orígenes» que se atribuyen a “Las lanzas”. Apenas hay cuadro con una lanza en alto que no se haya considerado como precedente del de Velázquez. 

Contémplese con atención esos precursores y se verá que implicaría mucha mayor genialidad haber disociado de aquellos cuadros el componente de «las lanzas» para darle el papel que en “La Rendición de Breda” tiene, que haberlo inventado “a nihilo”. Estos vicios de una metodología histórica perpetuados inercialmente ocultan el hecho de verdad importante que es la inesperada escasez de influencias en la obra de Velázquez. Porque habiéndose, por otra parte, ocupado, más que ningún otro pintor de su tiempo, con «cuadros antiguos» sin que haya llegado hasta nosotros el menor gesto de beatería ante el pasado pictórico, no tenemos más remedio que preguntarnos: ¿cuál era entonces la actitud del pintor Velázquez ante la tradición pictórica? He aquí una pregunta que merece la pena y que, como veremos en seguida, contribuye a ponernos en contacto con los caracteres más profundos, extraños, azorantes de la obra velazquina.

Fijémonos ahora en los efectos negativos que produjo en la vida de Velázquez su prematuro ingreso en Palacio. Una Corte en formación vive rebosando energía creadora y se llena de gérmenes, incitaciones, ensayos, posibilidades. Así era la Corte de Carlos V, sobre todo en la primera mitad de su reinado. Pero en una Corte ya hecha como la de Felipe IV, todo está hieratizado, mecanizado. A pesar de que el Rey era grande aficionado a las artes, en su contorno no aconteció nunca nada interesante. Era Palacio una atmósfera aséptica, esterilizadora. La vida en el Alcázar de Madrid empobreció el mundo de Velázquez, le apartó de experiencias fecundas. Lope de Vega que era un hombre de extraordinaria vitalidad, sentía por esto, horror hacia aquella vida palatina. «Los Palacios son sepulcros», dice. Y otra vez «aún a las figuras de los tapices de Palacio tendría lástima si tuviesen sentimiento». 

Imagínese el efecto de este ambiente paralítico en un temperamento apático como el suyo. El artista necesita de las presiones que una vida difícil ejerce sobre él, como el limón necesita ser estrujado para dar su zumo. Desde los veinticuatro años Velázquez tiene todos los problemas resueltos.

Porque si hacemos balance de todo lo dicho hasta aquí, tendremos que diagnosticar el «caso velázquez» de este modo: el afán de realizar nuestra vocación, de conseguir ser el que somos es lo que nutre nuestras energías y las mantiene tensas. La vocación de Velázquez se compone de dos resortes –la aspiración artística y la aspiración nobiliaria, y he aquí que ambas quedan satisfechas sin lucha, sin contienda, sin penalidades, sin demora, apenas sentidas, en el umbral mismo de su vida. La consecuencia es que quedó vacío de tensión vital como una pila eléctrica que se descarga de su potencia. De aquí la desesperante monotonía de su destino y la extraña tenuidad de su vivir. Nada podía incitarle a oprimir su circunstancia, puesto que ésta, demasiado favorable, no le ofrecía resistencia. 

Nativamente propenso a la retracción dentro de sí mismo, a mantenerse distante de todo, su suerte vino a aumentar esta inclinación llevándola al extremo. Es uno de los hombres menos prensiles que hayan existido. Vivir va a ser para él mantenerse distante. Su arte es la confesión, la expresión de su actitud radical ante la existencia. Es el arte de la distancia. Ya el haber disociado de la ocupación de pintar lo que ésta tiene de premioso oficio le permite tomar su arte a distancia y verla depurada como estricto arte, es decir como puro sistema de problemas estéticos que reclaman solución. 

Por eso, salvo los retratos inevitables de la real familia, Velázquez no se repite nunca, cada cuadro es un teorema pictórico, ejemplar único de infinitos cuadros posibles. Más aún: Velázquez se distancia de sus propias creaciones dejándolas casi siempre sin concluir. Les suele faltar «la última mano», es decir, la definitiva presión. Ahora comprendemos que no se preocupase tampoco de su fama. Se mantiene lejano, retirado de ella. No nos extrañará que su estilo pictórico se resuma en pintar las cosas mirándolas desde lejos y que en sus cuadros la pintura abandone por vez primera y en forma radical los valores táctiles que son los que en el mundo visual representan cuanto en las cosas hay de posible presa y en el hombre de animal prensil. 

[¿De qué o de quién se preocupaba Velázquez cuando creó la compleja geometría del juego de espejos de las Meninas, para, finalmente, retratarse a sí mismo?].

Sus figuras serán intangibles, puros espectros visuales, la realidad como auténtico fantasma. De aquí, en fin, que Velázquez sea el pintor que menos se preocupa del espectador. No nos hace la menor confidencia -«no nos dice nada»-. Ha pintado el cuadro y se ha ido de él dejándonos solos ante su superficie. Es el genio de la displicencia.

Cuando encantados con la gracia sin par del pincel velazquino, que no da una sola pincelada sin punzante intención, nos irrita que haya pintado tan pocos lienzos y que, de ellos, una tercera parte consista en retratos de un mismo personaje sin suficiente interés humano –Felipe IV-, no podemos menos de imaginar otra vida de Velázquez, la que hubiera llevado si Felipe III no hubiese muerto tan pronto. No queremos renunciar a lo peculiar de su inspiración, a ese lirismo de la distancia y la displicencia; al contrario, porque nos seduce querríamos verlo aplicado a un repertorio más amplio de temas y para ello suponemos un Velázquez perdido en la vida normal de su gremio, trotando por el mundo, viviendo en posadas y conventos, apretado por la necesidad económica y por la bellaquería de sus colegas, sufriendo a toda hora erosiones al contacto con la áspera vida española. Es decir, quisiéramos ver el espíritu de la distancia afirmándose frente a la invasión de las cosas que se acercan demasiado al hombre, que le rozan y le muerden y le acarician y le apasionan. Pertenece a la extraña condición humana que toda vida podía haber sido distinta de la que fue. Un puro azar decidió que Velázquez viviese a toda hora en un fanal. 

III

Pineda Montón / Velázquez, Breda

Velázquez durante su adolescencia sevillana pintaba «bodegones». El tema del “bodegón” es una cocina o la mesa de una taberna donde hay platos, botellas, cántaros, hortalizas, pescados y algunas figuras humanas de las clases sociales más humildes. Al comenzar pintando «bodegones», Velázquez no hacía nada peculiar. Todos los muchachos artistas de su generación hacían lo mismo. Inclusive en la anterior no era raro encontrar algún pintor que se hiciera la mano pintando algún cuadro de este género, por ejemplo, Herrera el Viejo, maestro de Velázquez. 

Ya hemos visto por qué había pasado esto. Lo más característico del bodegón estriba, precisamente, en lo que no es; no es un cuadro de asunto religioso, no es una «mitología», en suma, no es lo que entonces se llamaba una “historia”. En el bodegón no pasa nada ni aparece objeto alguno importante ni se busca en la composición una arquitectura rítmica de formas. El bodegón es la trivialidad pintada. Ahora bien, el arte tradicional y triunfante, el arte italiano había sido todo lo contrario. Pintaba la “belleza”. Una tras otra las generaciones y escuelas de Italia habían ido extrayendo de esa cantera que es la “belleza” todas sus posibles formas. Se habían acumulado las experiencias de “belleza”. Primero las más obvias, encantadoras y sanas –recuérdese a Rafael. Luego se había recurrido a la “belleza” de ciertas formas rebuscadas que eran ya formalismos. Cada vez más la pintura se hace retórica sin palabras. 

Hacia 1550 domina el prurito de producir “stupore”. Conste que este propósito y su enunciación con esta palabra tienen en la época carácter oficial. La “Belleza” se convierte en estupefaciente. Hemos llegado al barroco. Tintoretto como Rubens pintarán en sus cuadros el puro movimiento, un frenesí dinámico. Los “manieristas” exagerarán todo esto y el buen Greco pretenderá “épater les burgeois” haciendo en su presencia ejercicios de descoyuntamiento. [¿Ejercicios de descoyuntamiento?].

Mas cuando esto pasa en el arte, es que un ciclo de posibilidades artísticas ha concluido porque esas posibilidades se han agotado. La cantera que eran la “belleza” y el formalismo está exhausta. En esta circunstancia de la evolución artística se encuentra con los pinceles en la mano un muchacho portentosamente dotado –Velázquez. Vio con radical claridad la situación y debió en su interior exclamar con irrevocable decisión: «¡La Belleza ha muerto!,¡Viva lo demás!»

La cuestión está en descubrir qué es lo demás. Por lo pronto, la pura anti-belleza, la trivialidad –el “bodegón”. Como no tomamos parte en las luchas que agitaron el pasado, nos parece tranquilo. Pero la especie humana es feroz y ha vivido en permanente pugna. Así, pintar bodegones, que hoy nos parecería la más mansa ocupación, significaba hacia 1615 una faena subversiva y el colmo de la insolencia.

Treinta años antes, el hijo de un albañil lombardo, Miguel Ángel de Caravaggio, había ejecutado el primer acto revolucionario contra la tradición de la pintura italiana y, en general, europea. Había dejado entrar en sus cuadros el “natural”. Su arte se llamó “naturalismo”.

Ottavio Leoni: Caravaggio./ Autorretrato. Bibl. Marucelliana, Florencia

Los cuadros de Caravaggio producen espanto como los actos de un terrorista. [¿...?]

[Michelangelo Merisi da Caravaggio (1571-1610), tenía un carácter furibundo y temperamental, cuya pintura se caracteriza por el uso melodramático de fuertes contrastes de luz y sombra.

Pasó los últimos cuatro años de su vida entre Nápoles, Malta y Sicilia, huyendo de Roma para evitar ser preso y condenado a muerte por asesinato. El autor de La flagelación de Cristo o de La vocación de San Mateo había asesinado en la capital italiana el 28 de mayo de 1606 al proxeneta y mercenario Ranuccio Tomassoni, con quien se batió en duelo tras una discusión.]

La flagelación de Cristo y La vocación de San Mateo

Todavía en 1633, Carducho, el Viejo italiano que era pintor del Rey cuando llegó a Madrid Velázquez y persiguió a éste cuanto pudo con su envidia, llama a Caravaggio el “Anticristo”. 

La verdad es que el pintor lombardo conserva lo esencial de la pintura barroca, que era el empeño de producir stupore y dar una impresión de terribilitá. La innovación se redujo a introducir en sus lienzos personajes plebeyos y a cambiar el sentido del claroscuro. Había sido éste hasta entonces un elemento abstracto que se empleaba para acusar el volumen corporal: lo claro y lo oscuro, es decir, la iluminación era convencional, arbitraria, lo mismo que el dibujo y como este, por tanto, pura forma. 

Caravaggio se decidió a copiar una iluminación real, si bien, escogiendo combinaciones de luz artificialmente preparadas: luz de cueva, en que un rayo alumbra violentamente una porción de la figura quedando el resto de ella en negra tiniebla. Era, pues, una luz estupefaciente, patética, dramática, pero al fin y al cabo luz real, luz copiada. Esta es la luz de los bodegones que pinta Velázquez en su adolescencia.

Sin embargo, la intención es muy otra que la de Caravaggio. Veamos el famoso “Aguador Corso” que está en la colección Wellington. 


Notemos primero que el dramatismo del claroscuro está ya muy rebajado [atenuado]. No es, como en el lombardo y en todos los tenebrosos, verdadero protagonista del cuadro. 

Para éstos es el claroscuro una tenaza que en su resplandor y su tiniebla mantiene oprimidos, casi estrangulados cruelmente, los objetos. En el bodegón juvenil de Velázquez renuncia a su tiranía y se humilla a no ser sino medio para que los objetos aparezcan. Éstos son lo principal –los objetos, seres y cosas, no la composición, no el ritmo formal de las líneas, de masas y vacíos, de simetrías y arabescos, de luz y de sombra. Hay en este cuadro tres figuras: un cántaro, dos vasijas, una copa llena de agua. Se trata de un conjunto de retratos. La pintura es retrato cuando se propone transcribir la individualidad del objeto. Es un error creer que solo cabe retratar a un hombre, tal vez a un animal. Aquí tenemos junto al retrato del viejo aguador y del muchacho y del personaje entrevisto en la oscuridad, el retrato de un cántaro, de unas vasijas, esta copa. 


El retrato –ya he dicho- aspira a individualizar. Hace de cada cosa una cosa única.

En efecto, Velázquez es retratista. ¿Cuántas veces no se ha dicho esto? Pero al no añadir más, esa observación tan discreta oculta, más bien que declara, lo que, en la obra de Velázquez, tomada en conjunto, hay de intento grandioso. No sólo porque se puede ser retratista de muchas maneras y aquella afirmación silencia cuál fue la peculiar, única de Velázquez, sino porque nos presenta el arte velazquino del revés. 

Pues no se trata sencilla y tranquilamente, de que Velázquez pintase retratos, sino que va a hacer del retrato principio radical de la pintura. Esto es ya cosa muy grave, audaz, peligrosa y problemática. Es hacer girar ciento ochenta grados el disco todo de la pintura. 

Téngase en cuenta que hasta el siglo XVII el retrato no era considerado como pintura propiamente tal. Era algo así como una para-pintura, algo secundario y adjetivo, de valor estético muy problemático, en cierto modo opuesto al arte. Porque el arte de pintar consistía en pintar la Belleza y, por tanto, en desindividualizar, irse del mundo. Un gran retratista no era considerado como un gran pintor.

Hay, en efecto, en todo cuadro una lucha entre las formas «artísticas» y las formas «naturales» de los objetos. Casi puede hablarse de una ley general en la evolución de todo gran ciclo artístico, según la cual tras una primera etapa en que esa lucha es indecisa, comienza el predominio de las formas constructivas sobre las formas del objeto. 

Ciertamente que aun no violentan aquellas a estas. El objeto es, en última instancia, respetado, pero se le obliga a que sus formas “naturales” sirvan para realizar las formas «artísticas». Es el momento clásico. Mas pronto el dominio de lo formal comienza a ser tiranía y violencia contra el objeto. Empieza la surenchere [sobrevaloración] del formalismo, cuya primera manifestación es el manierismo. Tras este llega el formalismo de las luces a sojuzgar, a su vez, el tectónico de las líneas.

En la encrucijada de estos dos manierismos y saturado de ellos está, por ejemplo, el Greco. 

Greco- Trinidad

Greco: Entierro Conde de Orgaz

El arte no puede seguir más allá en esa dirección y solo puede salvarle un movimiento revolucionario que hace triunfar en el cuadro al objeto y sus formas propias. Esto es lo que se ha llamado realismo y esto es lo que representa Velázquez. Mas decir de su arte que es realista no es sino la manera más enérgica de no decir nada.

En el arte, claro está, se trata siempre de escamotear la realidad que de sobra fatiga, oprime y aburre al hombre fuera del arte. Es prestidigitación y transformismo. Para Velázquez la cuestión se presenta en términos inversos y mucho más comprometedores: conseguir que la realidad misma, trasladada al cuadro y sin dejar de ser la mísera realidad que es, adquiera el prestigio de lo irreal. 

Contémplense esas Reinas e Infantas, ese Inocencio X, esa escena de Las Meninas, aquellas damiselas envueltas en luz al fondo de Las Hilanderas. Son documentos de una exactitud extrema, de un verismo insuperable, pero a la vez son fauna fantasmagórica.

¿Cuál es la magia con la que logra Velázquez esta increíble metamorfosis en que a fuerza de acercarse más que ningún otro pintor a la realidad le proporciona toda la gracia de lo inverosímil? Porque de esto se trata: convertir lo cotidiano en permanente sorpresa. Si pasamos la vista a lo largo de su obra ordenada cronológicamente, descubrimos en seguida el método de que se sirve. En efecto, desde aquel “Aguador Corso” hasta su último cuadro –sean Las hilanderas o el retrato de la Reina Mariana de Austria- la técnica de Velázquez es un progreso continuo en una destreza negativa: prescindir. Frente a todo el pasado de la pintura europea, se esfuerza en eliminar la representación del volumen sólido, es decir, de cuanto en la imagen es alusión a datos táctiles.

Así comprendemos lo que de otro modo resultaría excesivamente paradójico: que el realismo de Velázquez no es sino una variedad del irrealismo esencial a todo gran arte. Velázquez no pinta nada que no esté en el objeto cotidiano, en esa realidad que llena nuestra vida; es, por tanto, realista. Pero de esa realidad pinta solo unos cuantos elementos: lo estrictamente necesario para producir su fantasma, lo que tiene de pura entidad visual. En este sentido fuerza es decir que nadie ha copiado de una realidad menos cantidad de componentes. 

Nadie, en efecto, ha pintado un objeto con menos número de pinceladas. Velázquez es, pues, irrealista. Hacer de las cosas que nos rodean presencias impalpables, incorpóreas, no es flojo truco de prestidigitación, de desrealización.

Con esto da cima Velázquez a una de las empresas más gloriosas que puede ofrecernos la historia del arte pictórico: la retracción de la pintura a la visualidad pura. Las “meninas” vienen a ser algo así como la crítica de la pura retina. La pintura logra encontrar así su propia actitud frente al mundo y coincidir consigo misma. Se comprende por qué ha sido llamado Velázquez el pintor para los pintores.

Ahora que hemos aprendido a no emplear ingenuamente el término «realismo», podemos decir qué dimensión de la realidad, entre las muchas que ésta posee, procura Velázquez aislar, salvándola en el lienzo: es la realidad en cuanto apariencia. …paisajes, animales, cántaros, vasijas se convierten en «aparecidos», en espectros, en eternos “revenants”.

He ahí el único patetismo de este arte velazquino que es tan apático. En el cuadro, de pronto aparece un hombre o una mujer o un cántaro –es indiferente qué sea. Lo importante estéticamente es que ese acto de aparecer está siempre repitiéndose, que el objeto está siempre «apareciendo», viniendo al ser, al existir.

Solo un hombre de alma distante y displicente, de índole apática podía pintar así. Es muy raro que vislumbremos en él calor alguno. Es todo lo contrario de un romántico, de un afectivo, de un tierno, de un místico. No le importa nada de nada.  [¡!]

Da unas pinceladas en el lienzo y nos dice: ¡Bueno ahí esta…! –y se va sin más comentario, sin volver siquiera la cara hacia lo que ha pintado. Le atrae solo eso: que las cosas estén ahí, que surjan sorprendiéndonos, con aire espectral, en el ámbito misterioso, indiferente al bien y al mal, a beldad y fealdad –que es la existencia. 

Mas, aunque no es afectivo, es gran señor y por tanto, generoso: por eso al dejar ahí las cosas las deja con la gracia que ellas tienen. 

Velázquez. RA BBAA SAN CARLOS Valencia



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