viernes, 24 de mayo de 2019

VELÁZQUEZ: “La realidad apareciendo”. (II)


José Ortega y Gasset: Introducción a Velázquez, en Velázquez, Berna 1993 y Papeles sobre Velázquez y Goya, Madrid 1950. [Texto en negrita].

[Antes de seguir adelante], concluyamos con el tema de la «realidad apareciendo».

Autorretrato c. 1640. Museo de Bellas Artes, Valencia

[Además del que aparece en Las Meninas, este es el único autorretrato autógrafo conservado. Está recortado en tres de sus lados y se conserva copia en los Uffizi de Florencia, que, tal vez sea la que muestra la pintura original. En 1986 Rocío Dávila llevó a cabo una restauración en los talleres del Museo del Prado, confirmando como segura la autografía, que había sido puesta en duda por Jonathan Brown y otros, a causa de la suciedad que la ocultaba, si bien, el mismo crítico, en 1999 rectificó su negativa.]


El «naturalismo» de Velázquez consiste en no querer que las cosas sean más que lo que son. De aquí su profunda antipatía hacia Rafael. Le repugna que el hombre se proponga fingir a las cosas una perfección que no poseen. Esos añadidos, esas correcciones que nuestra imaginación arroja sobre ellas le parecen una falta de respeto a las cosas y una puerilidad. Ser idealista es deformar la realidad conforme a nuestro deseo. Esto lleva en la pintura a perfeccionar los cuerpos precisándolos. Pero Velázquez descubre que, en su realidad, es decir, en tanto que visibles, los cuerpos son imprecisos.

Rafael Sanzio (1483-1520), autorretrato, 1506. Uffizi

La scuola di Atene, 1509. Museos Vaticanos

Ya Tiziano había advertido algo de esto. Las cosas en su realidad son «poco más o menos», son sólo aproximadamente ellas mismas, no terminan en un perfil rigoroso, no tienen superficies inequívocas y pulidas, sino que flotan en un margen de imprecisión que es su verdadera presencia. La precisión de una cosa es su leyenda. Lo más legendario que los hombres han inventado es la geometría.

Tiziano Vecellio, c. 1490-1576, Autorretrato, 1562. MNP

L'assunzione del Tiziano, Capilla Cartolari-Nichesola - Duomo (Verona) - Fragmento

Al hablar de Velázquez se dice siempre que pintaba el aire, el ambiente, etcétera. Yo no creo mucho en nada de eso ni he hallado nunca que se aclare lo que con tales expresiones se quiere enunciar. El efecto aéreo de sus figuras se debe simplemente a esa venturosa indecisión de perfil y de superficie en que las deja. A sus contemporáneos les parecía que no estaban acabadas de pintar, y a ello se debe que Velázquez no fuese en su tiempo popular. Había hecho el descubrimiento más impopular: que la realidad se diferencia del mito en que no está nunca acabada.

Este rasgo fundamental de la pintura velazquina solo aparece con plena claridad cuando contemplamos su obra entera. En general, las intenciones radicales de un pintor sólo resaltan teniendo a la vista todos sus cuadros y haciéndolos pasar ante nuestra memoria con cierta velocidad cinematográfica. [Así lo haremos, a medida que el texto lo permita.]

Entonces vemos cuáles son sus caracteres continuos y progresivos, estos son los radicales. 

Sin embargo, aún hay que atender otra cosa más decisiva. No basta, en efecto, con advertir todo lo que un pintor ha hecho, sino que esa totalidad de su producción nos revela qué es lo que no ha hecho, y esto, más que nada, nos pone de manifiesto lo más íntimo de su intención artística. Se trata, claro está, de qué cosas, entre las que eran normales en la pintura de su época, se ha negado a hacer. Me sorprende en extremo que no hayan sido destacadas, como lo más característico de Velázquez, sus omisiones. Si no subrayamos éstas no podremos percibir lo que hay de supremo en su actitud ante el arte pictórico y le otorga una situación aparte entre todos los demás artistas anteriores al siglo XIX. Me explicaré.

Imágenes 1-8

1- La educación de la Virgen, c. 1617. Yale University Art Gallery. [Recortado por los cuatro lados, en mal estado de conservación y con restauraciones agresivas. Se presentó en julio de 2010 como obra de Velázquez por John Marciari, que lo descubrió en un sótano de la Universidad de Yale. Después de su restauración fue expuesto en Sevilla, en octubre de 2014, en el Simposio Internacional sobre El joven Velázquez. La atribución fue rechazada por Jonathan Brown. 
Se expuso en París, en 2015 con atribución a Velázquez, y dudas sobre su procedencia y fecha.]

2- Adoración de los Reyes Magos. 1619. MNP

3- Inmaculada Concepción. c. 1619. National Gallery, Londres

4- La Inmaculada, c. 1618-20. Centro de Investigación Diego Velázquez, Fundación Focus-Abengoa Sevilla. [Se presentó en París, en 1990 como obra del Círculo de Velázquez. Subastada en Sotheby's de Londres en 1994, con atribución a Velázquez con el parecer favorable de José López-Rey y Jonathan Brown, atribuciones que rechazó Alfonso E. Pérez Sánchez, quien propuso a Alonso Cano. En 2015 se expuso en París, como original de Velázquez.] 

5- Santa Rufina. 1632-1634 Centro de Investigaciones Diego Velázquez, Fundación Focus-Abengoa, Sevilla. [Autografía defendida por Peter Cherry al ser subastado en Christie's, en 1999. La defendió igualmente, Pérez-Sánchez, aunque adelantaba su fecha de creación a 1629, basándose en su semejanza con el retrato de María de Austria, reina de Hungría. También se expuso como original de Velázquez en París, en 2015. J. Brown, aun admitiendo su calidad, se inclina por su atribución a M. del Mazo.]

6- San Juan Bautista en el desierto. c. 1620. Art Institute of Chicago. [Catalogada en el museo como anónimo sevillano y expuesto en 2005-2006 como de Alonso Cano. Maurizio Marini y Javier Portús la atribuyeron otra vez a Velázquez, en 2007, basándose en sus afinidades con los cuadros de su etapa sevillana, redefinidas en un estudio técnico realizado en el Art Institute of Chicago.]

7- San Juan en Patmos, c.1619. National Gallery, Londres.

8- Santo Tomás, c, 1619-20. Musée des Beaux-Arts, Orleans.


En el siglo XVII la pintura consistía en pintar cuadros religiosos y cuadros mitológicos. Todos los demás temas eran, diríamos, infra-artísticos: valían solo como curiosidades, como “folies”, incluso los de conmemoración oficial de victorias bélicas. 

Imágenes 9 a 18.

9- San Pablo, c, 1619-20. Museo Nacional de Arte de Cataluña, (MNAC) Barcelona.

10- Cabeza de apóstol, c. 1622. MNP. [En depósito en el Museo de Bellas Artes de Sevilla.]

11- San Antonio Abad, c. 1635-38. Colección particular. [Estudio para el San Antonio Abad y san Pablo ermitaño del Museo del Prado. Atrib. López rey). Pero fue subastado en Sotheby's de Nueva York el 29 de enero de 2015 con atribución a Velázquez, procedente de la colección Jocelyne Wildenstein de Nueva York.]

12- Las lágrimas de san Pedro, c.1618-19. Fondo Cultural Villar Mir, Madrid. [Inédito hasta su presentación por Manuela Mena en 1999 como el original de una composición conocida por diversas copias de calidad desigual, una de ellas en el Museo de Bellas Artes de Sevilla, atribuida a Francisco de Herrera el Viejo. Admitido como original de Velázquez por Alfonso E. Pérez Sánchez y Guillaume Kientz (París, 2015).]

13- La cena de Emaús, entre 1619-29 (Datación dudosa). Metropolitan Museum of Art, Nueva York, MET).

14. Cristo en la cruz. 1631. MNP. Madrid. [Firmado «Do. Velazquez fa. 1631». Según el estudio técnico realizado en el MNP, la inscripción o firma no es un añadido posterior a la ejecución del cuadro, en el que se advierten maneras velazqueñas, pero no la mano del artista. Podría proceder del taller, pero el Museo mantiene la atribución a Velázquez.]

15- San Antonio Abad y san Pablo, primer ermitaño, c. 1635-36. MNP.

16- La imposición de la casulla a san Ildefonso, c. 1620-23. Ayuntamiento de Sevilla. (Depósito en el Centro Velázquez. Fund. Focus Abengoa. Sevilla.) [En mal estado].

17- La última cena 1629 Academia de San Fernando, Madrid. [En mal estado por repintes y restauraciones inadecuadas. Copia de una obra de Tintoretto compuesta durante la primera estancia de Velázquez en Italia, donde, dice Palomino: «hizo una copia de un cuadro del mismo Tintoretto, donde está pintado Cristo, comulgando a los discípulos, el cual trajo a España, y sirvió con él a Su Majestad». Fallecido Felipe IV, el inventario que redacta Juan Bautista Martínez del Mazo cita en el Alcázar, en el «pasillo junto al cubo y pieza de la Audiencia... la Cena de Cristo, de mano de Diego Belazquez, en cuarenta ducados». A la muerte de Carlos II se describe como una Cena original de Tintoretto. Llegó a la Academia a principios del siglo XIX. Aquí, donde, tras una limpieza y nuevos estudios sobre su procedencia, ha vuelto a ser asignado a Velázquez.]

18- La túnica de José. 1630. Monast, San Lorenzo de El Escorial.


Pues bien, apenas Velázquez deja Sevilla, resuelve no pintar cuadros religiosos. Si no hubiese nunca faltado a esta resolución no tendríamos motivo para poder afirmarla. Pensaríamos que fue incapaz de pintar cuadros religiosos. Pero no: Velázquez pinta en Madrid cuatro cuadros de este género:

Imágenes 19 a 22.

19- Cristo crucificado, c. 1631-1632. Museo del Prado (MNP), Madrid. [Destaca sobre un fondo sin alusión alguna al paisaje del Gólgota. Velázquez ha rehuido tanto la grandiosidad hercúlea al modo miguelangelesco, como la acumulación dramática de sangre y magulladuras de la tradición gótica. La representación del Crucificado, con cuatro clavos en lugar de los tres de la forma más usual, responde a la influencia que debió recibir de su suegro y maestro, Pacheco, que la había escogido y defendido en varias ocasiones, aduciendo en su favor una estampa rara de Durero que lo presentaba así. 

Inspiró una de las obras poéticas de contenido religioso más intensas del siglo XX: El Cristo de Velázquez, de Unamuno

La pintura, fechable hacia 1630-1635, muy reciente su viaje a Italia, procede de la sacristía del convento de San Plácido de Madrid, y está ligada popularmente a una leyenda que lo vincula al intento sacrílego de seducir Felipe IV a una joven novicia, frustrado por la decisión de la joven de fingirse muerta en su celda con flores y cirios junto a su ataúd. El Cristo sería prueba del arrepentimiento del rey y prenda de su penitencia. En los primeros años del siglo XIX, pasó a las manos de Godoy, y a su caída fue incautado y, en 1814, devuelto a su esposa, la condesa de Chinchón, que anunció su venta en París en 1826. La muerte de la condesa paralizó las gestiones, pero el duque de San Fernando, cuñado de la condesa, a quien ésta había legado una «alhaja» a su elección, escogió el cuadro y lo regaló a Fernando VII, que lo entregó al Museo del Prado en 1829. Desde entonces se halla en él y constituye una de sus piezas más populares.]

20- Coronación de la Virgen, c. 1645. MNP

21- Cristo contemplado por el alma cristiana, c. 1626-28. National Gallery, Londres. [Un dibujo preparatorio de la figura del ángel, ya destruido, contenía la inscripción —«VELAZQUEZ.»— y figuraba en la colección del ilustrado Gaspar Melchor de Jovellanos. El infrecuente acento puesto en la figura infantil a la que dirige Cristo la mirada, y su honda emotividad, rara en la obra de Velázquez, hizo pensar a Carl Justi que pudiera tratarse de una pintura votiva con motivo de la muerte de su hija menor, Ignacia.].

22- La tentación de Santo Tomás de Aquino, c. 1631-1632. Museo Diocesano, Orihuela. [López-Rey y Jonathan Brown, que lo habían atribuido a Alonso Cano, se lo devolvieron a Velázquez tras la limpieza efectuada en 1990 por Enrique Quintana en el taller del Museo del Prado y el estudio técnico de Carmen Garrido. (La tentadora mira espantada desde la puerta).]


El famoso “Cristo Crucificado” porque Felipe IV se lo pidió –caso excepcional- para las monjas de San Plácido; La “Coronación de la Virgen”, porque la Reina se lo pidió para su alcoba; el “Cristo atado a la columna” único cuadro con emoción que produjo probablemente bajo la angustia de haber visto morir a una de sus dos hijas, niña aún, y “La Tentación de Santo Tomás”, no sabemos por qué. 

La absoluta escasez del número y la excepcionalidad de los motivos nos sirven de documento para poder asegurar, con valor concreto, que Velázquez se niega a pintar cuadros religiosos. No es, sin duda, porque Velázquez fuera irreligioso. En España no había entonces libertinos, como los había en Francia, donde se dio este nombre a los ateos. Velázquez fue verosímilmente tibio en materia de religión –como lo eran muchos hombres de su tiempo-, pero sería antihistórico suponer que rehusaba pintar cuadros de iglesia por motivo de impiedad. ¿Por qué, pues, esta omisión?

Hacia 1630 en España, como en el resto de Europa, los grupos más selectos aficionados a la pintura, empezando por el propio Felipe IV, estaban cansados de cuadros religiosos. 

Un defecto de óptica histórica nos impide hacernos bien cargo del problema que este cansancio planteaba, porque suponemos que los temas pictóricos, los “asuntos” que posteriormente han sido conquistados para la pintura estaban ya entonces a la disposición de artistas y público. 

En general no se ha advertido lo difícil que es para la pintura justificar sus temas. Es siempre problemático y cuestionable qué sea lo que merece ser perpetuado en un lienzo. La religión, haciendo del tema religioso un pie forzado para la pintura, facilitó la solución del problema durante dos siglos, pero el historiador, que para entender el pretérito necesita deshacerlo e imaginar otros destinos posibles, debe “construir” en su mente lo que hubiera pasado con la pintura flamenca e italiana si la Iglesia hubiese prohibido pintar santos. 

Esta construcción nos permitiría determinar con alguna aproximación las ventajas y las desventajas que el favor prestado por la Iglesia a los artistas, incluso el amplísimo margen de libertad que les concedió, ha acarreado a la pintura. 

Ello es que hacia 1630 el cansancio que se sentía por los cuadros religiosos sólo podía responderse con otro tema: «las mitologías». Así se llamaban entonces las composiciones con asuntos tomados a la religión pagana. No deja de ser curioso que la única gran posibilidad pictórica frente a los temas de religión cristiana fueran los de otra religión poética. La Mitología, fue, pues, algo así como una para-religión al uso de poetas, pintores, escultores, que el Renacimiento había suscitado. Los dioses del paganismo representaban otra fauna, otras situaciones, otra tonalidad. 

La obra de Rubens y luego de Poussin son el exponente de este apetito de mitos antiguos. ¿Qué actitud adoptará Velázquez ante esa exigencia de «mitologías»? 

Hemos visto que, para Velázquez, a diferencia de todos los demás pintores de aquellos siglos, la pintura no es un oficio, sino un sistema de problemas estéticos y de íntimos imperativos. En él el arte, desprendido de sus servidumbres gremiales, se hace sustancia pura y es solo arte. De aquí el pasmoso puritanismo de Velázquez, que es tan evidente a lo largo de toda su obra y que no ha sido advertido, tal vez porque Velázquez fue muy parco en frases y no se dignaba subrayar con gesticulaciones teatrales sus profundas y radicales resoluciones. 

Esto es lo que descubrimos cuando tras su negativa a pintar cuadros de santos le enfrontamos ante la otra única posibilidad de cuadro: las mitologías. ¿Qué hará Velázquez? Es el “experimentum crucis” en que podemos entrever su más íntima, recóndita idea de la pintura.

Velázquez pinta “mitologías”. Ahí están “Los borrachos”, que es una escena báquica; “La Fragua de Vulcano, Marte, Argos y Mercurio”; algunos otros cuadros de asunto pagano que se han perdido. “Esopo y Menipo”, figuras semimitológicas. 

A todo esto, hay que agregar su obra máxima –Las hilanderas-, en la cual, ignoro por qué, no se ha reconocido siempre una Mitología, siquiera sea la de representar las Parcas, tejiendo con sus hilos el tapiz de cada existencia. 

Imágenes 23 a 29.

23- El triunfo de Baco o Los Borrachos, c. 1628-29. MNP, Madrid

24- La fragua de Vulcano. 1630. MNP. Madrid.

25- El dios Marte. 1639-41. MNP. Madrid.

26- Mercurio y Argos, c. 1659. MNP, Madrid. [Pintado para el Salón de los Espejos del Alcázar con otras tres pinturas de asunto mitológico desaparecidas en el incendio de 1734.]

27- Menipo, c. 1639-41. MNP. Madrid

28- Esopo, c. 1639-41. MNP. Madrid

29- Las hilanderas o la fábula de Aracne, ¿Entre 1644 y 1660? MNP, Madrid. [Velázquez pintó la superficie ocupada por las figuras y el tapiz del fondo, y durante el siglo XVIII se añadieron una ancha banda superior (con el arco y el óculo) y bandas más pequeñas en los extremos derecho, izquierdo e inferior (añadidos que no se aprecian en el actual montaje de la obra). Esas alteraciones han afectado a la lectura del contenido, pues dieron como resultado que la escena que transcurre ante el tapiz se perciba más alejada. En consecuencia, durante mucho tiempo los espectadores del cuadro han visto en él exclusivamente la representación de una escena cotidiana en un taller de tapicería con un primer plano en el que Velázquez representó tareas relacionadas con el hilado y un fondo con unas damas de pie ante un tapiz. 

En los años treinta y cuarenta del siglo XX, algunos críticos e historiadores expresaron su creencia de que la obra, aparentemente costumbrista, tenía un contenido mitológico, y sus sospechas se vieron confirmadas con el descubrimiento del inventario de bienes de don Pedro de Arce, un funcionario del Alcázar. 

Fue realizado en 1664, y en él se cita una Fábula de Aracne realizada por Velázquez, cuyas medidas no están muy lejos de las del fragmento más antiguo de este cuadro. En él, la diosa Palas/Atenea, armada con casco, discute con Aracne, compitiendo sobre sus respectivas habilidades en el arte de la tapicería. Tras ellas se encuentra un tapiz que reproduce El rapto de Europa que pintó Tiziano para Felipe II (actualmente en Boston, Isabella Stewart Gardner Museum) y que a su vez Rubens copió durante su viaje a Madrid en 1628-1629. Era una de las historias eróticas de Júpiter, padre de Palas, que Aracne había osado tejer y que sirvieron a Palas de excusa para convertirla en araña.

La variedad de interpretaciones que ha recibido es muy elevada, a lo que ha contribuido también el rebuscamiento narrativo de Velázquez, que, en vez de situar la escena principal en el primer plano, la ha confinado al fondo. Algunos críticos han leído el cuadro en clave política, y lo han interpretado como un aviso contra la soberbia. El hecho de que uno de los elementos principales del cuadro sea un tapiz, y que éste representa una obra de Tiziano ha propiciado las lecturas en clave histórico-artística. Se ha señalado así, que la obra representa el paso de la materia (el proceso de hilar) a la forma (el tapiz) a través del poder del arte, con lo que estaríamos ante una defensa de la nobleza de la pintura. También se ha llamado la atención sobre el hecho de que Plinio afirmaba que uno de los mayores logros a los que podía aspirar la pintura es la imitación del movimiento, perfectamente lograda en la rueca. Este tipo de lecturas se ven apoyadas por el hecho de que durante el Siglo de Oro, un mitógrafo como Pérez de Moya (cuya obra poseía Velázquez) interpretaba la historia de Aracne como demostración de que el arte siempre es susceptible de avanzar, con lo que a través de una historia mitológica que tiene como clave un tapiz que reproduce un original de Tiziano copiado por Rubens, Velázquez construyó una narración sobre el progreso y la competencia artísticos. La técnica del cuadro invita a situarlo en la última década de la carrera de Velázquez, en la cercanía de obras como Las meninas o Mercurio y Argos, con las que tiene muchos puntos de contacto. Constituye una de las obras más complejas de su autor, y la culminación de su tendencia a crear composiciones sofisticadas y ambiguas desde el punto de vista de su construcción formal y su contenido, que estimulan la participación activa del espectador. 

(Extracto de: Fábulas de Velázquez. Mitología e Historia Sagrada en el Siglo de Oro / edición a cargo de Javier Portús Pérez, Madrid, Museo Nacional del Prado, 2007, p.337). MNP].

Pero todas estas mitologías velazquinas tienen un aspecto extraño ante el cual, confiésenlo o no, no han sabido qué hacerse los historiadores del arte. Se ha dicho que eran parodias, burlas, pero se ha dicho sin convencimiento. 

Imágenes 30 y 31.

30- Figura de mujer (Sibila con "tabula rasa), c. 1644-48. Meadows Museum, Dallas.

31- Sibila (¿Juana Pacheco?), c. 1630-31. MNP, Madrid. [En 1746. Cuando lo compró Isabel de Farnesio, en 1746, se describía como «la mujer de Velázquez», aunque parece muy dudoso.]


Es cierto que Velázquez, aun aceptando pintar mitologías, va a hacerlo con un sentido opuesto al que sus contemporáneos –pintores y público- buscaban en ellas. Para estos un asunto mitológico era una promesa de inverosimilitudes. Para Velázquez son un “motivo” que permite agrupar figuras en una escena inteligible. Pero no acompaña al mito en su fuga más allá de este mundo. 

Al contrario: ante un posible tema de este género Velázquez se pregunta qué situación real, la cual con aproximación pueda darse aquí y ahora, corresponde a la ideal situación que es el asunto mitológico. Baco es una escena cualquiera de borrachos, Vulcano es una fragua, las Parcas un taller de tapicería. Esopo y Menipo los eternos harapientos que con aspecto de mendigos pasan ante nosotros desdeñando las riquezas y las vanidades. 

Es decir, que Velázquez busca la raíz de todo mito en lo que podíamos llamar su logaritmo de realidad, y eso es lo que pinta. No es, pues, burla, parodia, pero si es volcar del revés el mito y en vez de dejarse arrebatar por él hacia un mundo imaginario obligarlo a retroceder hacia la verosimilitud. De este modo la jocunda fantasmagoría pagana queda capturada dentro de la realidad, como un pájaro en la jaula. Así se explica cierta impresión dolorosa y equívoca que estos cuadros nos producen. Siendo los mitos la fantasía en libertad se nos invita a contemplarlos reducidos a prisión.

Con ello se nos hace patente por qué Velázquez no quiso pintar cuadros religiosos. Son éstos también asuntos inverosímiles. Pero si Velázquez hubiese querido emplear en su ejecución la misma fórmula que aplicó a las mitologías, el resultado hubiera sido escandaloso. Uno de sus bodegones pintado en la adolescencia nos demuestra la clara conciencia con que Velázquez se comportaba ante esta cuestión. 

32- Cristo en casa de Marta y María, 1618. National Gallery. Londres

El lienzo llamado “Cristo de visita en casa de Marta y María” representa una cocina y en ella una vieja y una moza se afanan en la preparación de un yantar. En el aposento no aparecen ni Cristo, ni Marta, ni María, pero allá, en lo alto del muro, hay colgado un cuadro, y es en este cuadro interior donde la figura de Jesús y las dos santas mujeres logran una irreal presencia. 

En esta forma se declara Velázquez irresponsable de pintar lo que a su juicio no se puede pintar. La ingeniosidad de la solución nos manifiesta hasta qué punto está resuelto desde mozo a no aceptar la tradición artística para la cual la pintura es el arte de representar inverosimilitudes.

[Cristo en casa de Marta y María, pintura realizada en Sevilla, al comienzo de su carrera, está fechada en 1618, pero se desconoce el primer destinatario, aunque podría corresponder a un registro en el inventario de la colección del duque de Alcalá, de 1637, donde se escribió: «lienço Pequeño de una cocina donde está majando unos ajos una muger es de Dieº Velasqº». En 1881 formaba parte de la colección Packe de Norfolk, y fue sir William M. Gregory la donó en 1892 a la National Gallery de Londres.

Muestra elementos del género del bodegón con figuras que Velázquez practicó en su juventud y que gustaba a su entonces maestro, Francisco Pacheco, como «imitación del natural». De hecho, el naturalismo con que Velázquez trata esta parte del cuadro sitúa al espectador ante una escena cotidiana, pero parece que el dedo de la anciana llama la atención sobre el recuadro de la derecha, que sería la escena principal, aunque aparezca en segundo plano.

Aparece pues, como precedente del recurso de Velázquez a la llamada duplicidad espacial, o composición invertida —como en La cena de Emaús y posteriormente, en La fábula de Aracne—, en las que el asunto verdadero de la obra pasa al segundo plano y / o aparece inmerso en el mundo cotidiano.] 

Las dudas -por no decir, nuestro desconocimiento de lo que había en la mente del pintor-, aparecen con respecto al papel de las mujeres del primer plano. Se pueden ofrecer, como ya se ha hecho, múltiples explicaciones, que, en definitiva, desembocan en el mismo mar, es decir, que se refiere a la vida activa y a la contemplativa, pero, francamente, eso lo habría logrado el pintor, sólo con la escena del fondo, sin necesidad de palabras.


Sin la escena que da título a la pintura, tenemos a una mujer que enseña a cocinar a una muchacha -algo enfadada, o ¿quizás, llorosa?-, y un espléndido bodegón a la derecha, todo lo cual, no consistiría sino en una escena de costumbres.

La constancia con que Velázquez se comporta en esta dirección y las hondas preocupaciones que todo ello revela no pueden quedar rebajadas considerándolas simplemente como peculiaridades de un estilo pictórico. No; se trata de mucho más. Se trata de una nueva idea de la pintura, esto es, de la función que a la pintura compete en el sistema de las ocupaciones humanas. 

Velázquez, claro está, no ha manifestado nunca con palabras expresas su credo pictórico. No era su misión decir, sino pintar. El historiador del arte tiene que seguir otros métodos que el historiador de la literatura y del pensamiento. Tiene que hablarnos de hombres que no hablan. Ser pintor es resolverse a la mudez. Cuando un pintor se pone a “decir”, a teorizar sobre su arte, lo que nos comunica no suele tener apenas que ver con lo que él mismo hacía. Ejemplo, el “Tratatto Della Pintura” de Leonardo de Vinci. 



Tratado de la Pintura, de Leonardo da Vinci. Publicado en París. 


Ante una obra de rasgos tan acusados y tan permanentes –unos positivos y otros negativos- como la de Velázquez, tenemos la obligación de resolvernos a trasponer en conceptos las acciones y omisiones del pintor. Si hacemos esto bien, el resultado será más firme que cuanto pudieran ofrecernos enunciaciones expresas del propio artista, las cuales, no en el caso de Velázquez, que fue un silencioso, pero, en general, suelen ser de ejemplar irresponsabilidad.

Ya me aventuraría, pues, a formular de este modo la actitud profunda de Velázquez ante el arte pictórico.

Para obtener sus efectos conmovedores –lo que suele llamarse emoción estética- la pintura había tenido siempre que huir a otro mundo lejos de este en que la vida humana efectivamente transcurre y acontece. El arte era ensueño, delirio, fábula, convención, ornamento de gracias formales. 

Velázquez se pregunta si no será posible con este mundo, con la vida tal cual es, hacer arte –un arte, por tanto, totalmente distinto del tradicional, en cierto modo su inversión. Rompe amarras, en una resolución de enérgico radicalismo, con aquel mundo convencional y fantástico. Se compromete a no salir del contorno mismo en el que él existe. Durante dos siglos se habían producido sin interrupción en toda Europa enormes masas de pintura poética, de belleza formal.

Velázquez, en el secreto de su alma, siente ante todo eso lo que nadie antes había sentido, pero que es la anticipación del futuro: siente hartazgo de belleza, de poesía y un ansia de prosa. La prosa es la forma de madurez a que el arte llega tras largas experiencias de juego poético. Si contraponemos la actitud latente en los cuadros de Velázquez a la que palpita en toda la pintura anterior, nos aparece aquella como una convicción de que todo ese arte anterior, aun siendo maravilloso, era pueril. 

No es posible, piensa Velázquez, que la prodigiosa destreza lograda en el manejo de los pinceles no tenga otra finalidad más honda, más seria que contar cuentos convencionales y crear vacías ornamentalidades. Este imperativo de seriedad es el que induce a la prosa.

Nadie entre los artistas contemporáneos sentía de modo parecido, al menos con suficiente claridad. Tenemos, pues, que representarnos a Velázquez como un hombre que, en dramática soledad, vive su arte frente y contra todos los valores triunfales en su tiempo. No sólo frente a la pintura de aquella edad sino igualmente frente a los poetas de entonces. Por eso ni Velázquez simpatizó con estos ni encontró en ellos adhesión y resonancia.

Imágenes 33-40.

33- Autorretrato. 1640. Museo BBAA, Valencia. [Pintado hacia 1640, este y el de Las Meninas, son los únicos autógrafos del pintor que se han conservado.]

34- Autorretrato, 1643. Galleria degli Uffizi. Florencia

35- Copia de Velázquez: Autorretrato. Galleria degli Uffizi. Florencia

36- Retrato de hombre, c. 1623-24. MNP. Madrid. [Allende-Salazar (1925), Mayer (1936) y Camón Aznar estiman que podría tratarse de un autorretrato de Velázquez. López-Rey y Brown piensan en su hermano Juan, también pintor y establecido en Madrid.] 

37- Retrato de hombre, c. 1635-45. Apsley House. Londres.

38- Retrato de clérigo (¿autorretrato?), 1630. Pinacoteca Capitolina. Roma. [Considerado antaño con el autorretrato pintado en Roma, del que Francisco Pacheco se decía propietario. Se relacionó posteriormente con Gian Lorenzo Bernini; Marini (1990) sugirió que podría tratarse del autorretrato inacabado citado entre los bienes del pintor a su muerte, suponiendo que la vestimenta clerical fuera la de «Virtuoso del Panteón» donde Velázquez fue acogido en el segundo viaje a Italia. La limpieza realizada en 1999 por P. Masini ha permitido confirmar la calidad del lienzo, pero no resuelve la cuestión de su atribución.]

39- Retrato de hombre, c. 1630. MET, NY. [Descrito por Mayer en 1917 como autorretrato, al relacionarlo con uno de los personajes de La rendición de Breda. El Museo lo catalogó como obra del taller, cuando lo excluyó López-Rey, pero, tras una limpieza efectuada en 2009, ha sido nuevamente atribuido a Velázquez con el aval de Jonathan Brown.]

40- Retrato de hombre, c. 1650. Metropolitan Museum of Art, Nueva York. [Procede de la colección de Manuel Godoy. Considerado autorretrato en el siglo XIX, Mayer cuestionó la autoría, considerando que el retrato era copia de un original perdido. López-Rey lo conceptuó como un excelente retrato de un seguidor de Velázquez y Nina Ayala Mallory propuso, en 1991 la atribución a M. del Mazo con la cual se expuso en París, en 2015, como una de las más mejores pinturas de este último. En 2016/2017 apareció en la muestra Velázquez Portrait: Truth in Painting del Met como del taller de Velázquez, del mismo autor de La gallega, según Jonathan Brown, o alternativamente, de Juan de Pareja.]


No podríamos soñar comprobación más eficaz de esta interpretación nuestra que la ofrecida recientemente con la publicación del catálogo de la biblioteca de Velázquez hecha por el señor Sánchez Cantón, [1925] uno de los más autorizados historiadores del arte español. Porque resulta que, en esta biblioteca, de dimensiones importantes para el uso de entonces, no hay más que un libro de versos y ése, un libro cualquiera. En cambio, se compone el resto de libros de ciencia principalmente de ciencias matemáticas, a que acompañan unos pocos de ciencias naturales, geografía, viajes y algunos de historia. Sobre biblioteca tal podían estar escritos con mayúsculas estos dos títulos: Seriedad y Prosa.

[La interesante relación de la biblioteca de Velázquez, aparecerá al final del presente estudio crítico, con todas las portadas de las ediciones de la época que sea posible encontrar.]

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