viernes, 31 de mayo de 2019

VELÁZQUEZ: LA REALIDAD COTIDIANA (III)


José Ortega y Gasset, Introducción a Velázquez, en Velázquez
Berna 1993 y
Papeles sobre Velázquez y Goya, Madrid 1950. [En negrita].

Ahí está, en torno nuestro, la realidad cotidiana. ¿Qué había hecho con ella hasta entonces la pintura? Retorcerla, exagerarla, exorbitarla, repulirla o suplantarla. ¿Qué debe hacer en el porvenir? Todo lo contrario, dejarla ser, esto es, sacar el cuadro de ella. De aquí uno de los rasgos que desde luego llamaron fuertemente la atención en los lienzos de Velázquez: lo que sus contemporáneos llamaron el «sosiego» de esta pintura.


Imágenes: 41 a 50

41- Tres músicos. 1617-18. Staatliche Museen, Berlín.

[Posiblemente una de las primeras obras conservadas. Se conocen cuatro copias antiguas, de peor calidad, una de ellas en una colección privada de Barcelona. Fue incorporado al corpus velazqueño por Aureliano Beruete en 1906, cuando salió a subasta en Londres y fue adquirido por el museo de Berlín. 

Los rasgos del muchacho de la izquierda recuerdan al mismo personaje en otras obras de la primera etapa de Velázquez. No hay ninguna prueba de que sea éste el «aldeanillo» que según afirmaba Francisco Pacheco tenía «cohechado» Velázquez durante su etapa de aprendizaje y que le servía de modelo en diferentes posturas, aunque tampoco hay nada que se oponga a esta posibilidad. 

La intuición de Beruete, parece confirmada con el estudio de las radiografías, que revelan pentimentos en el hombre del centro de la composición, especialmente al traje repintado de negro. 

El cuadro se inscribe en el género que Pacheco denominó de «figuras ridículas con sugetos varios y feos para provocar a risa». Detrás del muchacho de la izquierda, con la vihuela y un vaso de vino, hay un mono, con una pera en la mano, que subrayaría este carácter burlesco de la escena. 

La posibilidad de que Velázquez conociera la obra de Caravaggio, al menos indirectamente, se ha estimado especialmente en el caso de esta pintura, comparándola con Los jugadores de cartas, del Kimbell Art Museum, en Fort Worth, Texas, que Caravaggio pintó hacia 1594. (Que también podría titularse: “Los Tramposos”).



Se podría reconocer también la influencia de Luis Tristán, en el juego del claroscuro que este aprendió en Italia, a pesar de que, en todo caso, resulta evidente siempre la absoluta independencia de Velázquez en este sentido, tanto con respecto a Caravaggio como a su maestro Tristán.


La Fábula, de El Greco. MNP. Madrid


Se asocia asimismo a los Tres Músicos con La Fábula de El Greco, en sus distintas versiones, especialmente, en las que aparece el mono; «animal vinculado al vicio», con lo que perseguiría un fin moralizante, aunque otra parte de la crítica, sólo reconoce en ello una finalidad relacionada con el deseo de divertir con escenas de ambiente tabernario protagonizadas por pícaros. Vicente Carducho, por ejemplo, también niega esta finalidad, asegurando que las pinturas de género, se crean «sin más ingenio, ni más assunto, de avérsele antojado al Pintor retratar quatro pícaros descompuestos y dos mugercillas desaliñadas, en mengua del mismo Arte, y poca reputación del Artífice», objetivo sin más profundidad que, igualmente compartía Francisco Pacheco, que veía estas obras como puros objetos de entretenimiento, destinados a provocar risa, si bien, al referirse a Velázquez, afirma que perseguía «la verdadera imitación del natural». 




Siendo así, el objetivo del artista no residiría en la expresión de intenciones alegóricas o moralizantes, sino en la tarea práctica de resolver problemas de perspectiva y de carácter óptico; la percepción de la guitarra a través del vaso del vidrio, probaría, precisamente, el interés de Velázquez por resolver ciertos problemas de este orden.]


42- El almuerzo, c. 1618. Hermitage, San Petersburgo.



[Tres hombres a la mesa o El almuerzo, también de la etapa sevillana, hacia 1617-1618. Pertenecía a la zarina Catalina II y ya estaba el Hermitage a finales del siglo XVIII. Aunque catalogado como pintura flamenca, desde 1895 se atribuyó unánimemente a Velázquez. Representaría las tres edades del hombre. Destacan, sobre la calidad del mantel; un plato de mejillones, un vaso de vino, pan, granadas y un cuchillo, cuya sombra también realza la textura y la luz de la tela. Al fondo un gorro, una golilla y una espada, colgados en la pared.

Los modelos utilizados para los personajes de la izquierda y de la derecha parecen ser los mismos que Velázquez utilizó en sus obras San Pablo y Santo Tomás.

San Pablo, MNAC, Barcelona y Sto. Tomás. BBAA Orleans, Fr.


Hay otra versión de esta obra, titulada, Almuerzo de campesinos, que se conserva en el Museo de Bellas Artes de Budapest. (Ver, núm. 47).


43- El aguador de Sevilla, c. 1620. Apsley House, Wellington Museum. Londres

[El aguador de Sevilla es, quizá, la obra más destacada de los últimos años de Velázquez en Sevilla. Fernando VII se la regaló al general Arthur Wellesley, por su colaboración en la Guerra de la Independencia. Se trata de un bodegón con figuras de los que Velázquez realizó durante su formación en Sevilla -como escribió Pacheco, su futuro suegro, en El arte de la pintura-. También la cita y describe Antonio Palomino -como sigue-, poniéndola como ejemplo de las pinturas de género que Velázquez practicó con cierta asiduidad en sus primeros años:

Inclinóse [Velázquez] a pintar con singularísimo capricho, y notable genio, animales, aves, pescaderías, y bodegones con la perfecta imitación del natural, con bellos países, y figuras; diferencias de comida, y bebida; frutas, y alhajas pobres, y humildes, con tanta valentía, dibujo, y colorido, que parecían naturales, alzándose con esta parte, sin dejar lugar a otro, con que granjeó gran fama, y digna estimación en sus obras, de las cuales no se nos debe pasar en silencio la pintura, que llaman del Aguador; el cual es un viejo muy mal vestido, y con un sayo vil, y roto, que se le descubría el pecho, y vientre con las costras, y callos duros, y fuertes: y junto a sí tiene un muchacho a quien da de beber. Y ésta ha sido tan celebrada, que se ha conservado hasta estos tiempos en el Palacio del Buen Retiro.

Se suele datar entre 1618 y 1622, suponiéndola, en todo caso, posterior al de la Vieja friendo huevos; otra de las obras destacadas del mismo período, pero de técnica más inexperta, aunque apunta Jonathan Brown la posibilidad de que podría haber sido pintada en Madrid, ya en 1623. En todo caso, la pintura sufrió un recorrido que representa un breve repaso histórico.

Perteneció a Juan de Fonseca, clérigo y maestrescuela sevillano, protegido por el Conde-Duque de Olivares, con quien alcanzó el cargo de sumiller al servicio de Felipe IV. Fue él quien, en nombre de Olivares, llamó a Velázquez a Madrid, y su protector en la corte. Según Pacheco, el primer retrato que hizo al rey, le ganó un lugar definitivo y exclusivo en palacio.

El 28 de enero de 1627, Velázquez, encargado de hacer el inventario de los bienes dejados por Fonseca a su muerte, describió -él mismo- la pintura, valorada en 400 reales, como: «un quadro de un aguador de mano de Diego Velázquez», siendo adquirido en la almoneda de Fonseca por Gaspar de Bracamonte, camarero del infante don Carlos.

Perteneció después al cardenal-infante don Fernando, y finalmente, pasó al Palacio del Buen Retiro, donde, en el inventario de 1700 se describe como «el corzo de Sevilla»; «496 Ottra de Vara de alto y tres quartas de ancho Con Un rettrato de Un Aguador de Velázquez llamado el dicho Aguador el corzo de Sevilla», y como tal, se incorporó al Palacio Real Nuevo, donde lo vio el escritor y viajero Antonio Ponz y, además, fue grabado al aguafuerte por Goya.


En 1813 fue requisado por el duque de Wellington como parte del llamado “equipaje del rey José Bonaparte, y llevado a Inglaterra. Más adelante, Wellington ofreció la devolución del contenido del famoso “equipaje", pero Fernando VII, insistió en regalárselo; de ahí que aun hoy se encuentre en Apsley House.



Velázquez trabaja con perfección la textura de los objetos, acorde con su interés, evidentemente científico, por los efectos que provoca una luz controlada.

Atendiendo a lo dicho por el propio Velázquez en el inventario de los bienes de Juan de Fonseca, recordemos que el de aguador era un oficio habitual en Sevilla. Estebanillo González en su Vida y hechos, un pretendido relato autobiográfico, cuenta que, llegando a Sevilla, por no ser perseguido como vagabundo, adoptó este oficio dejándose aconsejar por un anciano aguador «que me pareció letrado, porque tenía la barba de cola de pato». Siendo Sevilla una ciudad calurosa y muy poblada, la venta de agua fresca dejaba cierto beneficio, que, además, por ser «necesario en la república» no requería examen ni fondos para establecerse, bastándole para practicarlo «un cántaro y dos cristalinos vidrios».


Estebanillo González “Hombre De Buen Humor”, 1646


Más recientemente, Manuela Mena propuso identificar el asunto como una representación del filósofo de la tinaja, Diógenes el Cínico, pero la copa de fino cristal que el aguador entrega al joven, parece contradecir una de las célebres anécdotas sobre el griego, ilustrada entre otros por Nicolas Poussin -Diógenes tirando su escudilla-, del Museo del Louvre: cuando el filósofo ve a un muchacho beber con las manos, tira su propia vasija, exclamando: -Un muchacho me gana en simplicidad y economía.


Nicolas Poussin, Paisaje con Diógenes, c. 1647. Musée du Louvre, Paris.


Salvatore Rosa, Diógenes abandonando su escudilla, c. 1650. Colección privada.



43 –b- El aguador de Sevilla, copia. Florencia, Galería Uffizi.


Del Aguador hay dos copias antiguas; una, en la antigua colección Contini-Bonacossi de Florencia, en la Galería Uffizi, que José Gudiol pensó podría tratarse de una primera versión, por ser peor que la anterior. Las radiografías que se han hecho del original, muestran, pentimentos en la posición y dibujo de las manos del aguador que no aparecen en la versión de Florencia, que se convertiría así en copia de original terminado.

44- Dos jóvenes a la mesa. c. 1622. Apsley House, Londres

Dos jóvenes a la mesa, también de la primera etapa de Velázquez, se considera autógrafa. Probablemente llegó al Museo Wellington de Apsley House, igual que El aguador de Sevilla, tras la Guerra de la Independencia, siendo, asimismo, uno de los bodegones a los que se refiere Antonio Palomino:

Otra pintura hizo de dos pobres comiendo en una humilde mesilla, en que hay diferentes vasos de barro, naranjas, pan, y otras cosas, todo observado con diligencia extraña.

Adquirido por Carlos III al marqués de la Ensenada, quedó registrado en el inventario de 1772 del Palacio Real de Madrid, con fecha de 25 de agosto de 1768, donde lo pudo ver Antonio Ponz, pero ya no aparece en los inventarios de 1794 y 1814.

Jonathan Brown consideró esta obra como un avance en la evolución de Velázquez, posterior a El aguador de Sevilla, asegurando que con ella alcanzaba «nuevas cotas de atrevimiento» al presentar, en una composición de apariencia casual, a dos hombres ebrios con los rostros medio ocultos, y sometidos a la escala de los objetos que los rodean.

45- Vieja friendo huevos. 1618. National Gallery of Scotland, Edimburgo

Vieja friendo huevos fue realizada por Velázquez en Sevilla, en 1618; un año después de su examen como pintor. Se mencionó por primera vez en 1698, en el inventario de las pinturas de Nicolás de Omazur, comerciante flamenco establecido en Sevilla y amigo de Murillo, que lo describe como lienzo de una vara de alto sin marco con «una vieja friendo un par de huevos, y un muchacho con un melón en la mano».


Subastada en Christie's de Londres el 8 de mayo de 1813, en 1883 Charles B. Curtis -Velázquez and Murillo: A descriptive and historical catalogue-, la incluyó por primera vez como obra de Velázquez; atribución unánimemente acogida por la crítica desde entonces. 

Al procederse a su limpieza apareció en 1957 la fecha 16.8 en el ángulo inferior derecho, que es la misma de Cristo en casa de Marta de María, con la que comparte: el tipo de la mujer y varios objetos de bodegón en primer plano. (Manuela Mena).

De acuerdo con J. Brown, los objetos, vistos individualmente, resultan maravillosos y singulares, pero están mal integrados en el conjunto, lo que no afecta al espléndido y sabio manejo de la luz, que se refleja, sobre todo, en los metales. Destaca igualmente, de forma muy llamativa, la textura de los huevos a medio hacer, que reflejan ya una singular maestría por parte del artista.

El hecho de la que mujer y el muchacho dirijan su mirada a puntos diferentes, hace pensar en un “argumento” que desconocemos, pero, en todo caso, no se trata de esas «figuras ridículas» destinadas a provocar risa, que, en palabras de Pacheco definen el bodegón, pero sí está relacionado con El aguador de Sevilla, y los Tres músicos, pero muy mejorados mediante los matices de la iluminación, que dotan a la escena de mayor dignidad y atractivo.

La repetición del modelo hace pensar en el «aldeanillo aprendiz» que decía Pacheco que Velázquez tenía cohechado para que le sirviese de modelo, del mismo modo que la mujer se parece a la de Cristo en casa de Marta y María, en la que –por cierto-, algunos críticos han querido ver un retrato de la suegra del pintor. 


Destacaremos, para terminar, lo que podríamos llamar, el efecto fotográfico, o de instantánea, que aparece en el acto de mover la cuchara, o en la botella que sostiene el muchacho con la mano izquierda, de un modo que corresponde a una impresión, pero, en ningún caso, a un posado.




46- La cena de Emaús / La mulata. c. 1620. National Gallery of Ireland, Dublin.

[Atribuido a Velázquez también en su etapa joven de Sevilla, antes de 1623, aunque algunos críticos se remontan a los años 1617-1618, en cuyo caso, sería una de las primeras obras conocidas del pintor, con elementos de los «bodegoncillos» de los que habla Antonio Palomino entre las obras tempranas de Velázquez:

Igual a esta es otra, donde se ve un tablero, que sirve de mesa, con un anafe, y encima una olla hirviendo, y tapada con una escudilla, que se ve la lumbre, las llamas, y centellas vivamente, un perolillo estañado, una alcarraza, unos platos, y unas escudillas, un jarro vidriado, un almirez con su mano, y una cabeza de ajos junto a él; y en el muro se divisa colgada de una escarpia una esportilla con un trapo, y otras baratijas; y por guarda de esto un muchacho con una jarra en la mano, y en la cabeza una escofieta, con que representa con su villanísimo traje un sujeto muy ridículo, y gracioso.


Las diferencias entre esta descripción y el cuadro de Dublín se han tratado de explicar por el recorte que sufrió el lienzo en su parte izquierda, donde estaría, el que, para Palomino sería el muchacho con cofia «muy ridículo», aunque, incluso en esta pintura hay quien dice que la joven podría ser un joven.


46 –b- Escena de cocina. C. 1620. Art Institute of Chicago.

En 1933, durante una limpieza, se descubrió, bajo un repinte del fondo una ventana en la que aparece Cristo bendiciendo el pan y a un hombre a su izquierda, aunque falta el otro personaje, del que sólo queda una mano, justamente donde se halla el recorte. La escena así representada, la Cena de Emaús, pasa de ser un sencillo bodegón, a ser un «bodegón a lo divino».

La ventana del fondo con la escena evangélica de la anterior pintura, resulta, pues, el mismo recurso empleado en Cristo en casa de Marta y María, y ha hecho que se hable de un «cuadro dentro del cuadro» o del empleo de un espejo, como el que supuestamente empleará en Las Meninas.

Tras la limpieza citada de 1933, parte de la crítica admitió la autografía de esta versión, que pasó a ser aceptada de forma casi unánime posteriormente, aunque resulta imposible saber si el pintado y borrado de la ventana fue decisión del propio Velázquez, o fue añadida y/o borrada por otra mano.]


47- El almuerzo, o Almuerzo de campesinos. c.1618-1619. Szépmuvészeti Múzeum, Budapest.

También conocido como, Muchacha y dos hombres a la mesa, es asimismo, atribuida al Velázquez de los primeros tiempos. Entró a formar parte de la colección del Museo de Bellas Artes de Budapest, en 1908 tras su adquisición en Christie's de Londres ese mismo año.

La radiografía ha revelado un pentimento en el dedo pulgar levantado del joven sentado a la derecha, cuya cabeza, además, es la misma Cabeza de hombre joven de perfil del Museo del Hermitage imagen 50-, mientras que el anciano sentado frente a él es el mismo que aparece en El almuerzo, también del Hermitage. –Imagen 42-, lo que hace pensar que quizás se trate de una copia.

Llaman la atención los objetos situados sobre la mesa cubierta con un mantel blanco, como el salero metálico y la copa de cristal veneciano en que la muchacha sirve el vino, que, además, indica cierta calidad social en los personajes retratados, por ser la imagen más propia de hidalgos que de humildes campesinos.


48- Riña entre soldados ante la embajada de España / "La rissa". 1630. Col. Pallavicini. Roma.


Atribuida a Velázquez por Roberto Longhi, que destaca sus afinidades con La fragua y La túnica de José, -además de que ambas comparten el modelo, que sirvió para el rostro del segundo soldado por la derecha-, si bien ofreciendo en este caso, ciertas características técnicas excepcionales, como su reducido tamaño y la atención a los detalles, que, por otra parte, no volverían a aparecer en la obra del pintor. “La Rissa” ha surgido, evidentemente, de una partida de naipes. Tal como leemos en algunas novelas de la época, especialmente, del género picaresca, la trampa era una práctica habitual, cuyo arte consistía en saber llevarla a cabo correctamente, ya que, de lo contrario, tratándose de hombres habitualmente armados, podía costar la vida.


49- Joven campesina (La gallega). 1645-1650. Colección privada, EUA


Inacabada. Apareció en Suiza, en época tan tardía, como 1972 y fue identificada por López-Rey con el retrato de una gallega o sirvienta descrita en el inventario de la colección del marqués del Carpio.


J. Brown, que la vio cuando se encontraba en el taller de restauración del Museo del Prado, en 2003, rechazó la autoría, basándose en sus gruesas pinceladas, deduciendo, incluso, que podría tratarse de una obra del siglo XIX, aunque posteriormente, después de analizarla de nuevo con ocasión de su presentación en el Metropolitan -Velázquez Portraits: Truth in Painting-, en 2016, declaró que la tela pudo haber sido pintada por la misma mano que el Retrato de un hombre, pero no por Velázquez sino, tal vez, por Juan de Pareja. 

50- Cabeza de joven de perfil. c. 1618-19. Hermitage, San Petersburgo.

[La radiografía muestra una cabeza muy semejante a la del personaje central de los Tres músicos. López-Rey, que la tiene por excelente, defiende su autografía, mientras que Brown la considera como posible obra de Velázquez.]


Si el que contempla los cuadros de Velázquez compara la primera impresión que recibe con la que producen en él la de otros pintores anteriores y hace un esfuerzo para definirse lo que aquella tiene de peculiar, tal vez se diga que tiene una insólita comodidad. Nada en estos lienzos nos inquieta, a pesar de que en algunos se acumulan numerosas figuras y en “Las lanzas” se nos presenta toda una muchedumbre que en cualquier otro pintor presentaría un aspecto tumultuoso.

Nos preguntamos cuál es la causa de este sorprendente reposo en la obra de un pintor que pertenece a la época barroca. Porque esta época había llevado hasta el frenesí la pintura de la inquietud. No sólo se presenta el movimiento material de los cuerpos, sino que se aprovecha ésta para dar además al cuadro entero un movimiento formal como si en él soplase una corriente veloz de fluido carácter, un abstracto vendaval. Incluso las figuras quietas poseen formas que están en movilidad perpetua. Las piernas desnudas de los soldados en el “San Mauricio” del Greco ondulan como llamas. Un ejemplo de lo que quiero decir y que es prototipo del movilismo barroco puede verse en el “Cristo con la Cruz” (Bruselas) de Rubens.


Greco: San Mauricio. Fragmento citado. El Escorial



Subida a la cruz y descendimiento. Rubens. Amberes
[Probablemente no es la pintura a la que se refiere Ortega, pero es el mismo efecto].

A todo esto, se contrapone el sosiego de Velázquez. Pero lo más sorprendente de este sosiego es que Velázquez en sus cuadros de composición no pinta figuras quietas, sino que también están en movimiento. ¿De dónde viene, pues, el sentir nosotros tanto reposo al contemplarlos? A mi juicio, de dos causas. 

Una es el don genial que Velázquez poseía para lograr que las cosas pintadas, aun moviéndose estuvieran ellas cómodas. Y esto, a su vez, proviene de que las presenta en sus movimientos propios, en sus gestos habituales. No sólo respeta la forma que el objeto posee en su espontánea aparición sino también su actitud. De aquí que su movilidad sea sosegada.

El caballo a la derecha en “Las lanzas” se está moviendo, pero de un modo tan cotidiano que, para nosotros, espectadores, equivale a quietud. No hablemos de los cuadros en que hay una sola figura, y ésta en reposo. ¿Ha habido nunca Cristo más cómodamente colocado que el de Velázquez, un cuerpo que pueda estar más a gusto, más «arrellanado» en una cruz?

Entre nuestros pintores solo Murillo ha tenido percepción de este tesoro étnico que es el repertorio de actitudes españolas, a la vez espontáneas y adquiridas en larga tradición. Como todo talento, este talento corporal para moverse con ritmo es una forma de cultura que tiene su iniciación y su progreso; en suma, su historia.

Pero hay otra causa más decisiva para que los cuadros de Velázquez engendren en nosotros esa impresión de sosiego tan inesperada ante un pintor de la época barroca. Esta causa es paradójica. Greco o los Carraci, Rubens o Poussin pintan cuerpos en movimiento. Estos movimientos aparecen justificados por una motivación vaga, imprecisa. De aquí que podamos imaginar las figuras en otras actitudes sin que el tema del cuadro varíe. La razón de ello es que los pintores quieren que sus cuadros «se muevan», así en general, y no se proponen retratar un movimiento individualizándolo. 

Mas observemos los grandes cuadros velazquinos. Los “borrachos” representan el instante en que Baco corona a un soldado beodo; La Fragua de Vulcano, el instante en que Apolo entra en el taller del Dios herrero y le comunica una maligna noticia; “La túnica de José”, el instante en que sus hermanos enseñan a Jacob los vestidos de aquel, ensangrentados; “Las lanzas” el instante en que un general vencido entrega las llaves de la ciudad a un general vencedor y éste las rehúsa; “Las meninas” un instante preciso… cualquiera en el estudio de un pintor. 

Es decir, que el tema de Velázquez es siempre la instantaneidad de una escena. Nótese que si una escena es real se compone por fuerza de instantes en cada uno de los cuales los movimientos son distintos. Son instantes inconfundibles, que se excluyen uno a otro según la trágica exigencia de todo tiempo real. Esto nos aclara la diferencia entre el modo de tratar el movimiento Velázquez y aquellos otros pintores. Estos pintan movimientos «moviéndose», mientras Velázquez pinta los movimientos en uno solo de sus instantes, por tanto, detenidos. Dos siglos y medio más tarde, la fotografía instantánea ha conseguido hacer lo mismo y banalizar el fenómeno. 

No deja de ser cómico que los pseudo-refinados de hoy arrojen a los lienzos de Velázquez, como un insulto, su condición de fotográficos. Es poco más o menos como si echásemos en cara a Platón ser platónico o a Julio Cesar haber sido un partidario más del cesarismo. En efecto, los cuadros de Velázquez tienen cierto aspecto fotográfico; es su suprema genialidad. Al enfocar la pintura sobre lo real llega a las últimas consecuencias. Por un lado, pinta todas las figuras del cuadro según aparecen miradas desde un punto de vista único, sin mover la pupila, y eso proporciona a sus lienzos una incomparable unidad espacial. Mas por otro, retrata el acontecimiento según es en cierto y determinado instante; esto les presta una unidad temporal tan estricta que ha sido menester esperar a la pasmosa invención mecánica de la fotografía instantánea para lograr nada parecido y, de paso, para revelarnos la audaz intuición artística de Velázquez.

Ahora entenderemos bien su diferencia con los demás pintores barrocos del movimiento. Éstos pintan movimientos pertenecientes a muchos instantes y, por lo mismo, incapaces de coexistir en uno solo.

La pintura, hasta Velázquez había querido huir de lo temporal y fingir en el lienzo un mundo ajeno e inmune al tiempo, fauna de eternidad. Nuestro pintor intenta lo contrario: pinta el tiempo mismo que es el instante, que es el ser en cuanto está condenado a dejar de ser, a transcurrir, a corromperse. Eso es lo que eterniza y ésa es, según él, la misión de la pintura: dar eternidad precisamente al instante -¡casi una blasfemia!

He aquí lo que para mí significa hacer del retrato principio de la pintura. Este hombre retrata el hombre y el cántaro, retrata la forma, retrata la actitud, retrata el acontecimiento, esto es, el instante. En fin, ahí tienen ustedes “Las meninas”, donde un retratista retrata al retratar.






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