Sólo cuando los escritores y pintores franceses románticos descubrieron al artista griego, los historiadores españoles dejaron de insultarle.
El Greco nació hace poco más de un siglo y lo parieron las vanguardias. Los pintores del cambio de siglo le ofrecieron la gloria y la consagración cuando le hicieron referencia proto-cubista y expresionista. Se interesaban por este extraño artista al que apenas un cuarto de siglo antes todavía era acreditado como “luz de Toledo, desconocido más allá de la vieja ciudad”. Las influencias del griego arraigaban en Picasso, aparecían las primeras exposiciones que atendían a sus obras. “Suscitaban cada vez mayor atención y comenzaron a entrar masivamente en los grandes museos europeos y americanos”, dejó escrito el mayor experto en la vida y obra que ha tenido Theotocopuli, José Álvarez Lopera (1950-2008).
No fue consagrado como emblema de las artes hasta la primera retrospectiva del Museo del Prado, en 1902; la biografía publicada en 1908 de Manuel Cossío (1857-1935) y la inauguración, en 1910, del Museo del Greco, que se convirtió en destino turístico. Sin embargo, ahí continuaba la leyenda de la locura, enalteciéndola. Como la virtud de un individuo que se salta la narración para adelantarse tres siglos a la historia del arte. Todavía habría en 1914 un historiador que escribiría que el maestro es un “loco, desequilibrado mental, mal dibujante, mal caricaturista, pintor de los espectros, de crueles borrones, tétrico de los atormentados por la Inquisición, de torpes manos…”
A las puertas de la apoteosis en 2014 para celebrar el cuarto centenario de su muerte, la imagen y consideración de Domenico en estos siglos ha sido funesta. Fue el traspié más sonado del sacerdote y tratadista Antonio Palomino (1655-1726) –consulta esencial del Siglo de Oro español- lo que arrastró al Greco (1541-1614) a las catacumbas de las patrañas tras escribir en 1724:
“Él viendo que sus pinturas se equivocaban con las de Tiziano, trató de mudar manera, con tal extravagancia, que llegó a hacer despreciable y ridícula su pintura, así en lo descoyuntado del dibujo como en lo desabrido del color”.
Un sambenito es para siempre
Este cliché le fue aplicado sin remilgos por considerarlo de segunda. Palomino se convirtió en la única fuente, junto con Pacheco, que durante más de un siglo contó para el conocimiento del Greco y su equivocación y veneno se inoculó por aquí y por allá, mandando de un plumazo al olvido la labor de quien ya tuvo que sobrellevar el rechazo de Felipe II.
“No hubo tal mudanza de manera, sino que siguiendo siempre una manera árida y confusa, le salieron buenos los cuadros que hizo con mucho estudio y consideración, y malos y aun abominables los que hizo solo para salir del día”, trataba de reconducir con más voluntarismo que solvencia Eugenio Llaguno en las mismas fechas. Sus equivocadas palabras insistían en una leyenda que empezaba a armarse: “Así parece que El Greco tuvo lúcidos intervalos y que alternaban en él la razón y el delirio”. La locura del pintor era la respuesta al desinterés por su obra.
Explicaciones fáciles destinadas a aliviar la perplejidad que suscitaba –y suscita- una manera única, capaz de desorientar el gusto de una época y de equivocar de por vida a uno de sus grandes prescriptores: “Lo que hizo bien, ninguno lo hizo mejor; y lo que hizo mal, ninguno lo hizo peor”, Palomino cómo no.
Theotocopuli siguió siendo muchos años después un pintor extravagante, de estilo “caprichoso y original”, muy mal conocido, parcialmente representado en las colecciones reales y en las de la aristocracia (por el sambenito de Felipe II).
El Greco tuvo lúcidos intervalos que alternaban en él la razón y el delirio
Con historiadores como Juan Agustín Ceán Bermúdez (1749-1829) la sospecha de genialidad hizo desviar algo el disparo. “Sus extravagancias en la tintura de sus tintas cenicientas y en la dureza de su estilo se estiman sus lienzos, porque describen un gran fondo de saber, de maestría y de libertad”.
El Greco empezó a relacionarse con la obra de Goya, por compartir rasgos como el capricho, la búsqueda de originalidad a ultranza, la extravagancia y el poco respeto por las reglas.
Francia al rescate (cultural)
Pero las ideas sobre nuestro malogrado póstumo cambiaron gracias a los viajeros europeos y, sobre todo, al medio cultural francés. La obra se revaloriza por un núcleo muy reducido pero muy influentes de artistas y literatos franceses (Gautier, Delacroix, Baudelaire), que conocieron en 1838, con la inauguración en el museo del Louvre de la Galería Española de Luis Felipe. Estuvo abierta durante 10 años y mostró un panorama completo de nuestra pintura, que el barón Tylor compró por encargo de Luis Felipe, con tiempo y dinero abundante.
Tylor mandó a París más de 400 pinturas de 85 artistas. Había 8 de Murillo, 19 de Velázquez, 28 de Ribera, 23 de Alonso Cano, 80 de Zurbarán y 9 del Greco, entre otras. De ellas Cristo crucificado con donantes acabó en el Louvre, y Alegoría de la Liga Santa, en la National Gallery de Londres. Ninguna volvió, por supuesto. La sangría sin control como leitmotiv del patrimonio español.
Con la inversión de valores del gusto fruto de la revolución romántica, El Greco empezó a ser valorado por todo lo que antes fue criticado: ansia de libertad frente a las reglas, afán de originalidad a ultranza, espíritu de rebeldía, su condición de genio incomprendido y, claro está, la misma escasez de noticias sobre su vida. La imaginación siguió volando sin pudor y una leyenda se sustituyó por otra; el loco dio paso al genio incomprendido.
A pesar de todo, los prejuicios castraban al pintor: sus rarezas seguían siendo producto del misterio. Se avanzaba en su aprecio, pero no en la comprensión de su pintura. En España poco cambiaba, se le reconocían algunos cuadros soberbios mientras se pensaba en él como un pintor malogrado. “El desdichado Greco”. En el catálogo del Prado de 1843, Pedro de Madrazo lo incluye entre los venecianos.
Esas caricaturas tan absurdas
En 1874, Francisco Mateos Gago escribe –al más puro estilo tertulia- para negarle todo influjo en nuestra pintura: “Si se hubiera quedado en Grecia, donde dicen que nació o en Italia, donde cuentan que se educó, maldita la falta que hubieran hecho aquí sus extravagancias para la fundación y prosperidad de la escuela española”.
Parece imposible superar tanta majadería, pero en 1881 Federico de Madrazo, siendo director del Prado, superó todas las expectativas cuando se quejó de los Grecos “por no poder arrojar del Museo caricaturas tan absurdas”.
Ni siquiera Benito Pérez Galdós esquivó la farsa y en un artículo de 1870 deja para la posteridad una recreación de lo más garbancera: “El Greco fue un artista de genio, en quien los terribles efectos de una enajenación mental oscurecieron las prendas de un Tiziano o un Rubens”. Después de valorar su inventiva inagotable, su facilidad para componer o el empleo acertado del color, incide en la leyenda del cambio brusco de estilo por efecto de alguna alucinación mental: “Padeciendo la más lamentable aberración, El Greco se dio a pintar con un falso color y una expresión imaginaria que marca su obra con un sello indeleble. Todos han visto sus figuras escuálidas, terroríficas, sin sangre, flacas y amarillas, con las cabezas sepultadas en enormes gorgueras de encaje rizado…”
¿Dos siglos de “estrabismo estético” y una pila de sandeces incendiarias más tarde, sabemos mirar al Greco? El poeta Salvador Rueda dejó pintado en el poema La paleta (1899) el duelo por un jeroglífico:
“Según quien supo tu idioma
fuiste vario en tus aspectos;
en Murillo, has sido místico;
en Velázquez, noble y regio;
franco y sublime en Rosales;
enigmático en El Greco”.
(Ref. El Confidencial)
FIN
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