Asesinato múltiple de Julio César
El cadáver abandonado por los conjurados.
Discursos, testamento y reacción popular. Incineración.
Shakespeare, el ingenioso discurso de Antonio.
Bruto y Casio, los asesinos, vistos por Quevedo
Así era Julio César
Tres esclavos transportan una litera en la que yace el cuerpo del que fue Julio César, cuyo brazo derecho cuelga y se balancea como si marcara el paso de los porteadores; ese brazo parece haber cobrado vida, pero tal sensación no hace sino aumentar el patetismo de la escena. César ha sido asesinado.
Ahora, impera el silencio, porque la gente está asustada. No saben qué ha pasado realmente y los que lo saben, no lo comprenden.
Nadie ha sido informado todavía, de que, entre los asesinos que acabaron con su vida, cobardemente amparados en el número, están algunos de aquellos a los que él más había protegido, lo que los hace doblemente culpables. Pero ¿qué los movió a actuar así? ¿Odio a la dictadura que empezaba a dar la cara en el que ahora yacía inerte, frente a la obligación moral de proteger la república? No, sin duda, o quizás, no sólo...
Como bien se dijo después; un Bruto había acabado con la monarquía para instaurar la república, y otro Bruto, ahora destruía la república para instaurar la monarquía. Pero esa tarea podía muy bien haberla llevado a cabo el mismo Julio César, ¿por qué entonces? Como conjura de enemigos se entendería, pero ¿qué papel jugaban en el crimen, amigos y protegidos? El pueblo ignora de qué lado se inclinará ahora la balanza, y su perplejidad, que se parece mucho al terror, recuerda aquellos primeros avisos que se presienten cuando un volcán se dispone a despertar.
Las palabras de César ante los asesinos documentan que en aquel momento le dolía más la traición que las heridas, o la muerte, para la que, sin duda, estaba preparado, pero no lo estaba para afrontarla de manos de amigos.
Antonio, su protegido, que no había participado en la conjura, anduvo errático algunas horas; en un instante defendía a los criminales, y en el siguiente parecía odiarlos. A él, sin duda, como a la mayoría, le costó trabajo descifrar los móviles de cada uno de ellos -eran más de sesenta los conjurados-, y tampoco parecía saber hacia qué lado inclinarse en aquellos críticos momentos.
Veintitrés heridas, probablemente de veintitrés manos distintas, se habían convertido en un complejo jeroglífico.
Pero todo cambió tras la lectura del testamento de César; la noticia de que había legado sus propiedades en el Trastévere, para uso y disfrute común, y 300 sestercios a cada uno de los habitantes de Roma, añadió leña al fuego, en sentido literal.
Armados de antorchas encendidas en la pira sobre la que ardían los restos mortales de Julio César, todos salieron en busca de los asesinos, que ya se habían ocultado previendo aquel terremoto de ira popular. Sin embargo, no corrían tras su salvación, sino en busca de un destino, al que ellos mismos habían destruido los cimientos.
William Shakespeare, una especie de testigo anímico de excepción, o como viajero en el tiempo, ante tan extrema circunstancia, acertó a poner en boca de Antonio, ante los restos de César, un discurso cargado de ironía y savoir faire, a través del cual, él mismo, ya con cierta seguridad, asumía su defensa, su herencia y la condena de los asesinos.
Francisco de Quevedo, por su parte, nos legó un interesante análisis de la persona y los hechos de Marco Bruto, quizás, el cerebro de la conspiración, que, no obstante, suele adjudicarse a tres personajes que sobresalen por encima de los sesenta participantes directos de la Conjura, además de Bruto; el segundo sería Casio, compartiendo el tercero y menos conocido, Décimo o Casca.
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Para saber cómo ocurrió todo con la mayor exactitud, acudimos a los testimonios de Suetonio y Plutarco, que relatan el suceso que conmovió a Roma, el primero, en sus, Vidas Paralelas, y el segundo, en Los Doce Césares. Ellos ofrecen interesantes detalles de lo que sucedió en el Senado y de la posterior reacción de este y del pueblo.
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¿Cómo se produjo la muerte de César?
Suetonio
Diversas señales le anunciaron que algo grave iba a ocurrir, pero no supo o no quiso interpretarlas, y por tanto, no se previno. Entre ellas, la más precisa fue la advertencia del arúspice Spurinna:
-Cuídate de un peligro que te amenaza para los Idus de Marzo.
Por otra parte, tanto él como su esposa, Calpurnia, tuvieron ciertos sueños, que si no fueron muy explícitos, sí que podrían haberle hecho sospechar.
En el camino, un desconocido le entregó un documento en que se le advertía de una conspiración contra él, preparada para aquel día; César lo recogió y lo mantuvo en la mano izquierda, como si fuera a leerlo enseguida, pero no lo hizo.
Por lo que se refiere a los sacrificios, también dieron signos desfavorables.
Una vez en el senado, César le dijo a Spurinna
-Quizás escribes falsas predicciones, porque los Idus de Marzo han llegado y no han traído ninguna desgracia.
-Sí -respondió el arúspice, -han llegado, pero todavía no han pasado.
-¡Esto es violencia!, -gritó César, y, en ese momento, uno de los Casca, al que él le daba la espalda, le hirió un poco más abajo de la garganta. César le sujetó el brazo y le atacó con el punzón que llevaba para escribir sobre las tablillas; quiso avanzar, pero lo detuvo una nueva puñalada; se volvió y se encontró rodeado de puñales en alto; entonces, se cubrió la cabeza con la túnica y en aquella actitud recibió veintidós puñaladas. Sólo emitió un gemido al sentir la primera, y no dijo ni una palabra más, aunque algunos aseguran que, cuando vio acercarse a Bruto, le dijo en griego:
-¡Tú también, hijo!
Después, todo el mundo huyó y él quedó tendido en el suelo durante un tiempo, hasta que tres esclavos lo llevaron a su casa en una litera, de la que pendía uno de sus brazos.
De tantas heridas, sólo una fue mortal; la segunda, recibida en el pecho.
Los conjurados habían pensado arrastrar el cadáver hasta el Tíber y confiscar los bienes del muerto, pero, finalmente, lo abandonaron allí por temor a Marco Antonio y a Lépido.
Algunos cuentan, todavía hoy, que un adivino advirtió a César que le amenazaba un gran peligro el día de los Idus de Marzo, y que aquel día, César se dirigía al senado, cuando se encontró con el adivino, le saludó y le dijo, burlándose de su predicción;
-Pues bien, ya han llegado los Idus de Marzo...
-Sí -le respondió el adivino en voz baja-, han venido, pero aún no han pasado.
La víspera, César había cenado en casa de Lépido, donde, según era costumbre, firmó algunas cartas en la mesa, y mientras lo hacía, los invitados propusieron la cuestión de cuál sería la mejor muerte. Y César dijo en voz muy alta
-La menos esperada.
Ya en su casa, cuando estaba acostado en el lecho con su mujer, como de costumbre, las puertas y las ventanas se abrieron solas de golpe. Despierto por el sobresalto y preocupado por el ruido y la claridad de la luna que entraba en la habitación, oyó a su esposa, que dormía un sueño profundo, lanzar gemidos y pronunciar palabras que no pudo distinguir, pero le pareció que lloraba por él, teniéndolo, muerto entre sus brazos.
Según algunos autores, Calpurnia había tenido una visión distinta; dice Tito Livio que el senado había hecho poner ante la casa una especie de pináculo, que era adorno y distinción, y que Calpurnia había soñado que el pináculo se partía y que tal fue la causa de sus gemidos y de su llanto.
Cuando amaneció, Calpurnia pidió a César que no saliera, si le era posible, aquel día y que dejara para otro día la asamblea del senado.
-Si no crees en mis sueños -añadió-, recurre al menos a otros adivinos y ofrece sacrificios para conocer el porvenir.
Pero sus palabras hicieron concebir ciertas sospechas y temores a César; jamás había visto en ella tales debilidades, ni ningún sentimiento supersticioso, pero ahora la veía fuertemente afectada.
Tras los sacrificios, los adivinos le dijeron que las señales no eran favorables y entonces, decidió mandar a Antonio a la asamblea para que cambiara la reunión a otro día.
Pero entonces vio entrar a Décimo Bruto, apodado Albino y tenía en él tal confianza, que le había instituido segundo heredero, pero él también estaba en la conjura del otro Bruto y de Casio, y temiendo que si César no acudía a la asamblea aquel día, el complot sería descubierto. Se burló de los adivinos y convenció a César de que aquel retraso provocaría los reproches del senado, pues se sentirían insultados.
-Los senadores -le dijo-, se han reunido por tu convocatoria y están dispuestos a declararte rey de todos los países situados fuera de Italia, y a permitirte llevar la diadema, fuera de Roma, por tierra y por mar. Si ahora que están en sus escaños, alguien va a decirles que se retiren y vuelvan otro día, cuando Calpurnia tenga sueños más favorables, ¿qué dirás a los envidiosos? Y ¿quién querrá escuchar a tus amigos, cuando digan que no se trata, por un lado de la más completa servidumbre y por otro, de la más absoluta tiranía? En todo caso -continuó-, si crees tu deber evitar este día como desgraciado para ti, conviene, al menos que vayas en persona al senado y que tú mismo les digas que retrasas la asamblea para otro día.
Cuando terminó de hablar, tomó a César de la mano y le hizo salir. Y apenas cruzó la puerta, un esclavo extranjero que quería hablarle y no había podido acercarse a él, a causa de la multitud, fue a su casa y puso en manos de Calpurnia un escrito que le pidió que guardara hasta la vuelta de César, porque tenía cosas importantes que comunicarle.
Artemidoro de Cnido, que enseñaba en Roma letras griegas, veía habitualmente a los cómplices de Bruto y sabía algo de la conjura, también quiso entregar a César un escrito que contenía diferentes avisos, pero al ver que éste, a medida que recibía los papeles, se los entregaba a los oficiales que le rodeaban, se acercó cuanto le fue posible y se lo entregó, diciendo:
-César, lee a solas este escrito, y cuanto antes; contiene cosas importantes, que te afectan personalmente.
César lo cogió y varias veces trató de leerlo, pero siempre se lo impidió la multitud que venía a hablarle. Entró en el senado llevándolo todavía en la mano, pues fue el único que conservó. Algunos autores dicen que Artemidoro, siempre empujado por la muchedumbre, nunca pudo aproximarse a César y que le hizo llegar el documento por otra persona.
Todas estas circunstancias pueden haber sido efecto del azar, pero no podría decir lo mismo con respecto al lugar donde sucedió la sanguinaria escena. Había una estatua de Pompeyo y era uno de los edificios que aquel había dedicado para ornamento en su teatro. ¿No es una prueba evidente de que aquella empresa era conducida por un dios, y que había elegido precisamente aquel edificio como lugar de la ejecución?
De hecho, un día, cuando Casio ya estaba preparado para atacar a César, levantó los ojos hacia la estatua de Pompeyo y lo invocó en secreto, aunque era, por otra parte, de los seguidores de Epicuro; la visión del peligro presente penetró en su alma con un animado sentimiento de entusiasmo, que le hizo negar sus viejas opiniones.
Antonio, a quien temían por su fidelidad hacia César y por su propia fortaleza física, fue retenido lejos de la asamblea por Albino, que le entretuvo con una larga conversación.
Cuando César entró, todos los senadores se levantaron para honrarle.
De los cómplices de Bruto, algunos se situaron en torno al sitial de César, y otros se colocaron frente a él, para reunir sus peticiones con la de Metelo Cimber, hasta que aquel se sentó, rechazando las peticiones, pero como ellos insistían más vivamente, les hizo saber su desagrado.
Entonces Metelo le cogió la túnica con las dos manos y le descubrió la parte superior de la espalda; era la señal convenida.
Casca fue el primero que le hirió con la espada, pero el golpe no fue mortal, porque el hierro no penetró lo suficiente. Al parecer, siendo el encargado de iniciar tan grande y terrible empresa, se puso nervioso. César se volvió hacia él y le cogió la espada. Los dos se gritaron al mismo tiempo, César en latín:
-¡Vil Casca!, ¿qué haces?
Y Casca, mirando a su hermano, le dijo en griego:
-¡Ayúdame, hermano!
En un primer momento, todos aquellos que no estaban en el secreto se llenaron de horror, y temblando con todo el cuerpo, no se atrevieron a escapar, ni a defender a César, ni a proferir una sola palabra. Pero los conjurados, sacando cada uno su espada, le rodearon por completo y hacia cualquier lado que se volviera, no encontraba sino espadas que empezaron a herirle en los ojos y en la cara, como a una bestia feroz asaltada por los cazadores; se debatía entre todas aquellas manos armadas contra él, pues todos querían tener su parte en el crimen y gustar, por así decirlo, de aquella sangre, como en las libaciones de los sacrificios. Bruto, incluso, le hirió en la ingle.
Él había intentado defenderse, se dice, contra los demás, arrastrando su cuerpo de un lado a otro y lanzando agudos gritos. Pero cuando vio a Bruto venir hacia él con la espada desnuda en la mano, se cubrió la cabeza con la túnica y se abandonó al hierro de los conjurados.
Ya fuera por azar, ya por decisión, fue empujado hacia el pedestal de la estatua de Pompeyo, que quedó cubierto de sangre. Parecía que el mismo Pompeyo presidía la venganza contra su enemigo, que, abatido y palpitante, venía a expirar a sus pies, a causa del gran número de heridas que había recibido.
Recibió, según se dice, 23 golpes y algunos de los conjurados se hirieron a sí mismos, al intentar herir todos a la vez a un solo hombre.
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Suetonio
LXXXIII. Su Testamento
Se abrió su testamento a petición de Lucius Pisón, su padrastro, y se leyó en la casa de Antonio. César lo había hecho en los últimos Idus de septiembre en su propiedad de Lavicum, e inmediatamente lo confió a su gran Vestal. Quintus Tuberon dejaba a Cn. Pompeyo, su herencia, y que había leído la cláusula ante una asamblea de soldados, pero en el último, nombraba tres herederos, que eran los nietos de sus hermanas, a saber: a Gaius Octavius, tres cuartos, y Lucius Pinarius con Quintus Pedius, el otro cuarto. Por una última cláusula. adoptaba a Gaius Octavius y le daba su nombre. Designaba entre los tutores de su hijo, para el caso de que tuviera uno, designaba a algunos de los que le golpearon.Décimus Brutus, estaba también inscrito en la segunda clase de sus herederos. Finalmente. legaba el pueblo romano, sus jardines próximos al Tíber y trescientos sestercios por cabeza.
LXXXIV. Ses funérailles
Fijado el día de sus funerales, se le levantó una pira en el Campo de Marte, cerca de la tumba de Julia, y se construyó, ante la tribuna de la arengas, una capilla dorada, sobre el modelo del templo de Venus Genetrix. allí colocaron un lecho de marfil cubierto de púrpura y oro. y en la cabecera, un trofeo, con la vestimenta que llevaba cuando lo mataron.
La jornada no parecía poder dar tiempo al desfile de todos los que querían aportar ofrendas, se declaró que cada uno fuera, sin observar ningún orden y por el camino que prefiriera, a dejar sus dádivas en el Campo de Marte.
En los juegos fúnebres, se cantaron versos propios para excitar la piedad por la muerte y el odio contra los asesinos, sacados del Juramento de las armas. de Pacuvius, por ejemplo: «¿Los había yo perdonado, para caer bajo sus golpes?, y fragmentos de Electra, de Atilius, que podían ofrecer las mismas alusiones.
A modo de elogio fúnebre, el cónsul Antonio hizo leer por un heraldo el senado-consulto que concedía a César todos los honores divinos y humanos, también el juramento por el cual todos los senadores se habían unido para defender la vida del único César. Añadió pocas palabras a esta lectura.
Los magistrados en funciones llevaron el lecho al fórum, ante la tribuna de las arengas. Unos querían que se quemara el cuerpo en el santuario de Jíúiter Capitolino; otros, en la curia de Pompeo.
Inmediatamente, dos hombres, llevando una espada en la cintura, y en la mano, dos jabalinas; acercaron y pusieron fuego con dos antorchas encendidas, e inmediatamente, cada uno de ellos, añadió leña seca, y las sedes y tribunales de magistrados, enfin, todo lo que tenían a su alcance.
Inmediatamente después, los tocadores de flauta y actores, que se habían revestido para la ceremonia, los ornamentos consagrados a las pompas triunfales, se despojaron, de ellos, los hicieron trozos, y los lanzaron a las llamas; los veteranos legionarios lanzaron también sus armas funerarias, e incluso un gran número de matrones, las joyas que llevaban, con las burbujas y los pretextos de sus hijos.
Una multitud de extranjeros tomaron parte en el gran duelo público, manifestaron a quien mejor, su dolor, Cada uno, a la manera de su país. Se resaltaron, sobre todo, los Judíos, los cuales, velaron incluso varias noches seguidas, junto a la tumba.
LXXXV. Fureur du peuple contre ses meurtriers
El pueblo, inmediatamente después de los funerales, corrió con las antorchas a las casas de Bruto y Casio, y solo fue rechazado con mucha dificultad.
En el camino, la multitud tumultuosa encontró a Helvius Cinna, y por error, lo tomaron por Cornelio, a quien ella quería por haber pronunciado la víspera, un discurso vehemente contra César, ella lo mató, y paseo su cabeza en la punta de una pica.
Más tarde, se elevó en el forum una comuna de mármol de Numidia, de un solo bloque y de veinte pies, con esta inscripción: “Al Padre de la Patria”, que estuvo en uso mucho tiempo, para ofrecer sacrificios, presentar votos y regular ciertas diferencias, jurando en nombre de César.
LXXXVI. Son mépris de la vie. Sa sécurité
Algunos de los suyos tuvieron la impresión de que César no quería vivir más y que aquella indiferencia, que procedía de su mala salud, le había hecho despreciar las advertencias de la religión y los consejos de los amigos.
Se dice también que, asegurado por el último senado-consulto y por el juramento prestado a su persona, había despedido a una guardia española que le seguía por todas partes, con la espada en la mano. Otros, por el contrario, le prestaban este pensamiento; que prefería sucumbir una vez a los complots de sus enemigos, que temerlos siempre.
Todavía hay otros que acostumbraban a decir “que la república estaba más interesada que él mismo, en su conservación, que él había adquirido, después de tanto tiempo, bastante gloria y poder; pero que la repíblica. si caía en peligro, no tendría reposo e iría a hundirse en los temibles males de las guerras civiles.
LXXXVII. Ses souhaits pour une mort prompte.
Pero en lo que más se conviene generalmente, es que su muerte fue poco más o menos como él la había deseado. Habiendo leído un día, en Jenofonte. que Ciro había dado, durante su última enfermedad algunas órdenes para sus funerales, testimonió su aversión por una muerte demasiado lenta y deseó que la suya fuera pronta y súbita. La víspera misma del día en que murió, en una cena en casa de Marco Lépido, un convidado, había planteado la misma cuestión: ¿Cuál es el fin más deseable?. “Una muerte brusca e inesperada”, respondió César.
LXXXVIII. Son apothéose
Murió a los cincuenta y seis, y figuró en el número de los dioses, no solamente por el decreto que ordenó su apoteosis, también por la multitud, persuadidos de su divinidad. Durante los primeros juegos tras su apoteosis, que dio para él, su heredero, Augusto, una cometa que se elevaba hacia la hora once, brilló durante siete días seguidos, y se creyó que era el alma de César recibida en el cielo. Es por esta razón por la que se le representa son una estrella sobre la cabeza.
Se hizo tapiar la curia donde lo habían matado; los Idus de Marzo fueron llamados día parricida y se prohibió que los senadores se reunieran aquel día.
LXXXIX. Destinée commune à ses meurtriers
Casi ninguno de sus asesinos le sobrevivió más de tres años, y ningno murió de muerte natural. Condenados todos, murieron todos, cada uno de una manera diferente; unos en naufragios, otros combates, e incluso algunos perecieron bajo el mismo puñal con el que había matado a César.
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SUETONIO. A petición de su suegro Lucio Pisón, se abre y se lee en casa de Antonio el testamento que Cesar había escrito en los pasados idus de septiembre en su quinta de Lávico y que había confiado a la vestal máxima. Quinto Tuberon dice que tuvo por costumbre, desde su primer consulado hasta el comienzo de la guerra civil, designar por heredero a Gneo Pompeyo, y que leyó un testamento redactado en estos términos ante la asamblea de sus soldados. Pero en su último testamento nombró tres herederos, los nietos de sus hermanas: Cayo Octavio, de las tres cuartas partes, y Lucio Pinario y Quinto Pedio, de la cuarta restante; al final del documento adoptaba incluso a Cayo Octavio dentro de su familia, dándole su nombre; nombraba a muchos de sus asesinos entre los tutores del hijo que pudieran nacer, e incluso a Décimo Bruto entre sus segundos herederos. Legó, por ultimo, al pueblo sus jardines cercanos al Tíber, para uso de la colectividad, y trescientos sestercios por cabeza. Anunciada la fecha de los funerales, se levantó la pira en el Campo de Marte, junto a la tumba de Julia, y se edificó ante la tribuna de las arengas una capilla dorada, según el modelo del templo de Venus Genetrix; dentro de ella se instaló un lecho de marfil, guarnecido de oro y púrpura, y en su cabecera un trofeo con las vestiduras que llevaba cuando fue asesinado. Como no parecía que el día pudiera dar abasto a las personas que traían ofrendas, se ordenó que cada uno, sin observar ningún orden, las llevara al Campo de Marte, por las calles de la ciudad que quisiera. En el transcurso de los juegos fúnebres se cantaron algunos versos a propósito para inspirar la lástima y el rencor por su asesinato, tomados, como el siguiente, del Juicio de las armas de Pacuvio,
¿Acaso los salvé para que se convirtieran en mis asesinos?,
y de la Electra de Atilio, de significado parecido.
En lugar del elogio fúnebre, el cónsul Antonio hizo leer por un heraldo el decreto del Senado por el que este había otorgado a César todos los honores divinos y humanos a la vez, así como el juramento por el que todos sin excepción se habían comprometido a proteger su vida; a esto añadió por su parte muy pocas palabras.
El lecho fúnebre fue llevado al Foro ante la tribuna de las arengas por magistrados en ejercicio y exmagistrados; y mientras unos proponían quemarlo en el santuario de Júpiter Capitolino y otros en la curia de Pompeyo, de repente dos individuos ceñidos con espada y blandiendo dos venablos cada uno le prendieron fuego por debajo con antorchas de cera ardiendo, y al punto la muchedumbre de los circunstantes amontonó sobre él ramas secas, los estrados de los jueces con sus asientos y todo lo que por allí había para ofrenda.
Luego, los tañedores de flauta y los actores se despojaron de las vestiduras que se habían puesto para la ocasión sacándolas del equipo de sus triunfos y, tras hacerlas pedazos, las arrojaron a las llamas; los legionarios veteranos lanzaron también sus armas, con las que se habían adornado para celebrar los funerales; e incluso muchas matronas las joyas que llevaban, y las bulas y las pretextas de sus hijos. En medio de estas muestras de duelo por parte del pueblo, una multitud de extranjeros, concentrándose en grupos, manifestó tambien su dolor, cada uno según sus costumbres, particularmente los judíos, que se congregaron incluso junto a la pira varias noches seguidas.
Nada mas terminar los funerales, la plebe se dirigió con antorchas hacia las casas de Bruto y de Casio y, luego que fue a duras penas rechazada, se encontró por el camino a Helio Cinna y lo asesinó, por un error de nombre, creyendo que se trataba de Cornelio, a quien buscaba por haber pronunciado la víspera una violenta arenga contra César; luego paseó su cabeza clavada en una Ianza. Más tarde, levantó en el Foro una columna maciza, de unos veinte pies, de mármol de Numidia y grabó en ella esta inscripción: “Al Padre de la Patria”. Durante largo tiempo continuó ofreciendo sacrificios al pie de esta columna, formulando votos y dirimiendo algunas discusiones por el procedimiento de jurar en el nombre de César.
César dejó en algunos de sus parientes la sospecha de que no habia querido vivir más ni puesto interés en ello porque, al parecer, no gozaba de buena salud, y de que por esa razón había despreciado los presagios de los sacrificios y las advertencias de sus amigos. Hay quienes creen que la causa de que suprimiera incluso las guardias de hispanos que lo escoltaban armados con espadas fue su total confianza en aquel último decreto del Senado y en el juramento de los senadores. Otros, por el contrario, opinan <que prefirio> exponerse de una vez a las asechanzas que le amenazaban por todas partes <a estar siempre angustiado> y en guardia. <Algunos incluso> [] cuentan que tenía costumbre <de decir> que no era interés suyo tanto como del Estado el que siguiera vivo: que el habia conquistado desde hacia tiempo poder y gloria más que suficientes, paro que el Estado, si a él le sucedia algo, no permanecería en paz, antes bien, tendría que afrontar unas guerras civiles de naturaleza bastante peor.
Para casi todo el mundo resulto totalmente obvio que había tenido una muerte mas o menos conforme a sus deseos. En efecto, ya en una ocasion en que leyó en Jenofonte que Ciro, durante su última enfermedad, había hecho ciertas indicaciones concernientes a sus funerales, había manifestado su aversión por una muerte tan lenta y sus deseos de que la suya fuera súbita y rápida; pero, además, la víspera de su asesinato, en la conversación que se entabló durante la cena en casa de Marco Lépido sobre cual era la muerte mas agradable, habia dado su preferencia a una muerte repentina e inesperada.
Murió a los cincuenta y cinco años y fue incluido entre los dioses por voluntad expresa de los senadores, que contaron, además, con el convencimiento del pueblo. En efecto, durante los juegos que su heredero Augusto daba por primera vez en su honor después de haber sido divinizado, un cometa, apareciendo hacia la hora undécima, brilló durante siete dias seguidos, y se creyó que era el alma de César acogido en el cielo; por este motivo se le representa con una estrella encima de su cabeza. Se decidió tapiar la curia en la que habia sido asesinado, designar con el nombre de “Parricidio” los idus de marzo y no celebrar jamás una reunión del Senado en esta fecha.
En cuanto a sus asesinos, casi ninguno le sobrevivió mas de tres años ni murió de muerte natural. Fueron condenados todos, pereciendo cada uno de una manera distinta, unos en naufragio, otros en combate; algunos se dieron muerte a si mismos con el mismo puñal que habían utilizado para agredir a César.
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[67] (1) Cuando César quedó muerto, Bruto avanzó hacia el centro del Senado, para dar razón de lo que los conjurados acababan de hacer, pero los senadores no trataron de entenderlo; huyeron precipitadamente por las puertas y sembraron entre el pueblo el miedo y el terror. Unos cerraban sus casas, otros abandonaban sus bancos y despachos; las calles estaban llenas de gente que corría por auí y por allá, unos hacia el Senado, para ver el horrible espectáculo, mientras que otros volvían de verlo. Antonio y Lépido, los dos mejores amigos de César, alejándose de la multitud, buscaban asilo encasas extranjeras. Pero Bruto y los demás conjurados, todavía humeando la sangre que acababan de expandir, y teniendo sus espadas desnudas, salieron muy juntos del senado, tomado el camino dl Capitolio,no como personas que huían, sino con aspecto alegre, que anunciaba su confianza. Llamaban al pueblo a la libertad, y se detenían con las personas de distinción que encontraban en las calles.
Hubo algunos, incluso que se unieron a ellos pata hacer creer que habían tomado parte en la conjura, y así compartir la falsa gloria.
Entre ellos, Cayo Octavio y Lentulus Spinther, que después fieron duramente castigados por esta vanidad; Antonio y el joven César los condenaron amuerte, les quitaron el honor que habían ambicionado y que causó su pérdida. Aquellos que los condenaron, castigaron en ellos, no la complicidad del crímen, sino la intención. Al día siguiente, Bruto y los demás conjurados, acudieron a la plaza y hablaron al pueblo, que los escuchó, sin dar muestras de culpa ni de aprobación; el profundo silencio que se guardó, daba a entender que, sin por un lado se lloraba a César, por otro, se respetaba a Bruto.
El Senado decretó amnistía general sobre odo lo pasado y ordenó que se rindieran a César honores divinos y que no se cambiara ninguna de las ordenanzas que había creado durante su dictadura.
Distribuyó a Brutus y a aus cómplices, gobiernos y honores convenientes. Todo el mundo creyó que de aquel modo quedaban sabiamente dispuestos los asuntos y la república recuperada y devuelta a su mejor momento. Pero cuando se abrió el testamento de César y se leyó que dejaba un legado considerable, ala vez que se vio atravesar la plaza su cuerpo sangrante y plagado de heridas, el pueblo no se contuvo más y sin guardar moderación alguna, hizo una fuego con los bancos, barreras y tablas,y quemó el cuerpo de César.
Tomando a continuación tizones ardientes, corrió en multitud hacia las casas de los matadores, para incendiarlas; algunos, incluso se dispersaron por la ciudad y los buscaron con la idea de hacerlos pedazos; pero no pudieron descubrirlos porque se mantenían bien encerrados.
Uno de los amigos de César, llamado Cinna, había tenido la noche anterior, un sueño bastante extraordinario; había creído ver a César que le invitaba a cenar, y que al negarse, lo había tomado de la mano, llevándolo a pesar de su resistencia. cuando supo que en la plaza se quemaba el cuerpo del dictador, se levantó, y aunque preocupado por el sueño que había tenido, y aún enfermo y con fiebre, corrió para ofrecer a su amigo, los últimos honores.
Cuando llegó a la plaza, alguien del pueblo le nombró a un ciudadano que le preguntó su nombre; este se lo dijo a otro, e inmediatamente, se corrió por toda la multitud que era uno de los asesinos de César y que se llamaba Cinna –pues efectivamente, uno de los conjurados se llamaba así-, y el pueblo, tomándolo por el asesino, se lanzó sobre él y lo hizo pedazos allí mismo. Bruto y Casio, asustados por el furor popular, escaparon de la ciudad pocos días después.Contaré en la vida de Bruto lo que hicieron después y las desgracias que sufrieron.
Suetonio, Plutarco, Borges, Shakespeare y Quevedo, escribieron sobre el crimen y sus autores.
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Resumen
Escena I
César se dirige al Senado rodeado por los conspiradores. Ve al adivino y le dice que ya han llegado los Idus de Marzo. "Sí, César, pero no han pasado" (III.I., 89), replica aquel. Pero César continúa su marcha, despreocupado. A continuación, Artemidoro intenta entregarle su carta, advirtiéndole que su contenido lo afecta personalmente, pero Decio interviene rápidamente y desvía su atención.
Cuando se acercan al Senado, Trebonio se las arregla para apartar a Marco Antonio y alejarlo de César, exponiendo a este más fácilmente al ataque. César toma su asiento en el Senado y procede a permitirle a Metelo que presente una petición. Este se arroja a los pies de César rogando por la liberación de su hermano del destierro, pero el líder le ordena que se ponga de pie y le aclara que la adulación no le hará ganar ningún favor. "Sabe que César no es injusto y que / no habrá de perdonar sin un motivo" (III.I., 93), arguye. Ante esto, Bruto se adelanta, para gran sorpresa de César, y le suplica por el hermano del hombre. Casio y Cina se unen al reclamo. César se mantiene firme y entonces Casca se acerca y, mientras exclama "¡Hablad, manos, por mí!" (III.I., 95), apuñala a César. El resto de los conspiradores también lo apuñalan, mientras aquel cae, no sin antes dejar sus últimas palabras: "Et tu, Brute? ¡Entonces, cae, César!" (III.I., 95).
Inclinaos, romanos, inclinaos,
y sumerjamos todos nuestras manos
en la sangre de César hasta el codo,
y manchemos con ella las espadas;
vayamos luego a la plaza pública
y enarbolando nuestras rojas armas
sobre nuestras cabezas, todos juntos,
gritemos: "Paz, derechos, libertad". (III.I., 97)
Casio continúa con la exaltación de su acto: "¡Cuántas veces en siglos venideros / se representará esta excelsa escena nuestra / en estados que aún no son nacidos / y en lenguajes aún desconocidos!" (III.I., 98). Además, asume que serán reconocidos como "los que a su patria dieron libertad" (III.I., 98).
Entra un sirviente de Marco Antonio y se arrodilla ante Bruto, diciéndole que su amo desea reunirse con él para saber por qué César tuvo que morir. Bruto le promete que Antonio no sufrirá daño, por lo que el sirviente va a buscarlo. Casio le manifiesta a Bruto sus dudas sobre lo que deberían hacer con Antonio; tiene un mal presentimiento.
Antonio llega, lamenta la muerte de César y les pide a los conspiradores que lo maten también a él. Bruto se niega y le promete explicar el magnicidio una vez se hayan apaciguado las cosas, mientras Casio le ofrece participar del nuevo gobierno. Antonio les da la mano a los conspiradores como signo de paz, pero enseguida se arrepiente de su acuerdo con ellos: afirma que no puede hacerlo después de ver el cuerpo de César. Pide permiso para exhibir el cuerpo en la plaza y hablar durante su funeral. Bruto se lo concede, pero Casio, en un aparte, manifiesta su desacuerdo: "Sabes cómo conmoverá al pueblo / lo que él vaya a decir? (III.I., 104), advierte. Bruto entonces pone condiciones: él hablará primero y Antonio no podrá censurar a los conspiradores.
Una vez a solas con el cuerpo de César, Antonio se disculpa con el muerto por "ser gentil con esos carniceros" (III.I., 106). Su monólogo se vuelve cada vez más vehemente; anuncia una violenta guerra civil. Un criado enviado por Octavio llega y ve el cuerpo. Antonio le ordena que le informe a Octavio sobre la situación en Roma. Ambos salen con el cadáver.
Escena II
Entran Bruto y Casio con una multitud reclamando explicaciones. Esta se divide: algunos quieren escuchar a Bruto y otros, a Casio. Escuchamos el discurso de Bruto: les dice a los ciudadanos que amaba a César más que a nadie, y que participó del asesinato porque más amaba a Roma. "Porque era ambicioso, lo maté" (III.II., 110), sentencia. La multitud lo celebra. Bruto les ruega que escuchen entonces a Antonio y se retira.
En su discurso, Antonio acepta en principio que el "noble Bruto" (III.II.,113) asesinó a César a causa de la ambición de este, pero luego relata una serie de hechos que dan cuenta de que, por el contrario, era un hombre sumamente honorable. Al final de cada elogio de César, Antonio recuerda que Bruto dijo que César era ambicioso, y como Bruto es un hombre honorable, esto ha de ser verdad. No obstante, sus palabras se evidencian irónicas: Antonio está incitando a los ciudadanos contra los conspiradores.
La multitud se muestra fácilmente manipulable y concluye que el magnicidio fue injusto. Le piden a Antonio que lea el testamento que dejó César, pero este se niega, aludiendo que, de hacerlo, ellos sabrían cuánto los amaba César y eso los enfurecería. "Tengo miedo / de agraviar a esos hombres honorables / cuyos puñales hirieron a César"(III.II., 117), arguye. Pero ante la insistencia de los ciudadanos, Antonio se para junto al cadáver de su amigo y, antes de leer el testamento, exhibe las heridas del cuerpo, incitando nuevamente a la multitud, que enseguida se enfurece y se compromete a amotinarse. Antonio pide calma y lee el testamento: César le ha dejado a cada romano setenta y cinco monedas de plata, además de sus quintas y jardines. Esto enfurece aun más a los ciudadanos, que se retiran dispuestos a provocar daños de todo tipo. "Calamidad, tu obra ha comenzado" (III.II., 125), sentencia Antonio. Regresa el sirviente de Octavio, quien le informa que Bruto y Casio huyeron de Roma y que su amo está en la ciudad y lo espera en la casa de César.
Escena III
Cina, el poeta (no el conspirador), no puede dormir esa noche y deambula por las calles de Roma. Algunos ciudadanos lo encuentran y, tras confundirlo con el conspirador de su mismo nombre, lo atacan y continúan su camino hacia las casas de Bruto y Casio, para incendiarlas.
Al comienzo de este acto encontramos a César ignorando las últimas advertencias sobre el peligro que corre. Tanto los augurios del adivino como la carta de Artemidoro anticipan el magnicidio, pero César sigue su camino hacia el Senado, despreocupado, evidenciando una vez más el defecto que lo hará caer: soberbio, se niega a reconocer su carácter mortal. Es interesante, en relación a esto, que César se refiera a sí mismo en tercera persona, como si él mismo se considerara más un símbolo o una institución que un hombre de carne y hueso, vulnerable a la muerte.
Las palabras de Casio tras la muerte de César constituyen una referencia metatextual, es decir, funcionan como un guiño para los lectores / espectadores respecto de la propia obra de Shakespeare: "¡Cuántas veces en siglos venideros / se representará esta excelsa escena nuestra / en estados que aún no son nacidos / y en lenguajes aún desconocidos!" (III.I., 98), exclama el conspirador. No obstante, el guiño cobra un giro irónico cuando Casio asume que él y el resto de los magnicidas serán reconocidos como "los que a su patria dieron libertad" (III.I., 98), cuando la obra no solo presenta una lectura mucho más ambigua del asunto, sino que construye a Casio como un personaje ambicioso y malintencionado que no duda en engañar a Bruto para convencerlo de formar parte de su conspiración.
Después de la muerte de César, el personaje de Antonio toma cuerpo y se vuelve muy interesante y complejo, dando cuenta de un hombre inteligente, estratégico y de gran capacidad de oratoria —atributo muy apreciado en el mundo antiguo—: lo primero que hace es darles la mano a los magnicidas. Aunque superficialmente la escena puede interpretarse como una tregua, en este acto Antonio está acusándolos por el crimen: le pide a cada uno "su mano ensangrentada" (III.I., 102) mientras va nombrándolos, explicitando así su participación en el asesinato y marcándolos para hacer caer luego, sobre ellos, la venganza. Además, deja para el final a Trebonio: "y, al fin,y no porque te quiera menos, / estrecharé la tuya, buen Trebonio" (III.I., 102). Efectivamente, Antonio tiene otras razones para dejarlo para el final: Trebonio no apulañó a César, pero se aseguró de alejar a Marco Antonio de él para que no pudiera protegerlo del ataque, por lo que, de este modo, transfiere a sus manos limpias la sangre de la víctima, recogida en los apretones anteriores.
Cuando se queda solo, Antonio presagia la guerra civil que se cierne sobre Roma, tomando él mismo el rol de agente del caos:
fulminará una maldición los miembros
de los hombres; discordias intestinas
y atroz guerra civil asolarán
todas las zonas de Italia. Sangre
y destrucción serán tan habituales,
los objetos de horror tan familiares,
que las madres tendrán una sonrisa,
nada más cuando miren desmembrados
sus niños por las manos de la guerra;
ahogará la costumbre de hechos crueles
toda piedad, y el espectro de César,
que andará errante en busca de venganza,
(...) gritará en estas tierras
con su voz de monarca: ¡A la matanza!
(III.I., 106)
De hecho, la última escena de este acto, en la que una multitud enardecida ataca a Cina, el poeta, porque comparte el nombre con uno de los asesinos, funciona como materialización de la anarquía que asola Roma luego de la muerte de César, la cual será cuidadosa y estratégicamente provocada por Antonio.
Y es que, en este encuentro con los conspiradores, Antonio ya está planificando su venganza: la petición de hablar en el funeral de César, disfrazado de un deber para con su amigo, esconde el plan de enardecer a la multitud. Es Bruto quien, contra las advertencias de Casio, le concede ese derecho a quien se convertirá en su enemigo político, demostrando así el segundo de una serie de graves errores tácticos. El primero fue permitir que Antonio viviera. En el acto anterior, cuando Casio sugiere asesinar también a Antonio, Bruto se niega, alegando que, si lo hicieran, "Nuestra acción / parecerá sangrienta en demasía / (...) Que nosotros / seamos, Casio, sacrificadores, / pero no carniceros" (II.I., 65-66). Resulta irónico que ahora Antonio se refiera a ellos, en efecto, como a "esos carniceros" (III.I., 106).
En los discursos de Bruto y Antonio en el funeral de César se evidencian nuevamente los errores del primero, así como la astucia del segundo. Bruto habla primero y apela a un discurso en prosa, ordenado y racional, que explica brevemente las razones de su accionar, dejando luego a Antonio a solas con la multitud. Este último, consciente de la naturaleza irreflexiva y manipulable de los plebeyos, apela a sus emociones, y lo hace desplegando una brillante oratoria que hace uso de los halagos a sus oyentes, de la repetición de las ideas que quiere insertar en estos, y de bellos versos. Además, se muestra muy astuto al utilizar la ironía para cumplir con el requisito que le exigió Bruto para expresarse en el funeral —que no hablara mal de los conspiradores— y negar al mismo tiempo, frente a sus oyentes, la honorabilidad de su principal contrincante:
Cada vez que los pobres se quejaron,
César lloró. La ambición debería
estar hecha de material más duro.
Pero Bruto dice que era ambicioso,
y Bruto es un hombre honorable.
Todos visteis cuando en las Lupercalias
tres veces le ofrecí una corona
de monarca, que rechazó tres veces.
¿Era eso ambición?
Pero Bruto dice que era ambicioso
y, a no dudarlo, es un hombre honorable.
(III.II., 114)
Finalmente, no conforme con este gran despliegue, Antonio apela a las pruebas: se acerca al cuerpo de su amigo y muestra cada una de sus heridas, destacando la saña con la que se lo atacó, y lee luego el testamento que César dejó, en el que se evidencia su interés por el bienestar de los romanos. De este modo, la estrategia discursiva de Bruto, así como el hecho de que deje a Antonio a solas con los ciudadanos, se suman a su lista de errores tácticos, y Antonio sale claramente vencedor en esta primera contienda, en el plano de las palabras. Como veremos, la historia se repetirá, al final de la obra, en el enfrentamiento bélico.
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