miércoles, 22 de mayo de 2024

ERASMO DE ROTTERDAM. Prefacio

 

Erasmo de Rotterdam

El Elogio de la locura/-Μωρίας Εγκώμιον en griego Morias Engómion y Stultitiae Laus en latín: literalmente, Elogio de la estulticia, es un ensayo escrito por Erasmo impreso por primera vez en 1511. Está inspirado en De triumpho stultitiae, del italiano Faustino Perisauli, de Tredozio, Forlì. En una traducción aparece como título «Elogio de la necedad» de moria: necedad, insensatez, locura.

Según palabras del propio Erasmo, tras redactarlo en una semana revisó y desarrolló el trabajo durante una estancia en la casa que tenía su amigo Tomás Moro en Bucklersbury.

Tomás Moro

Se considera una de las obras más influyentes de la literatura occidental y uno de los catalizadores de la reforma protestante.

Empieza con una loa satírica, un fragmento de virtuosa locura, a la manera del autor griego Luciano de Samosata, cuya obra había sido traducida hacía poco al latín por el propio Erasmo y por Tomás Moro. Tras esto, el tono se ensombrece con una serie de discursos solemnes, en los que la estulticia hace un elogio de la ceguera y la demencia y en los que se realiza un examen satírico de las supersticiones y de las prácticas piadosas y corruptas de la Iglesia católica, así como de la locura de los pedantes -entre los que se incluye el propio Erasmo-. El autor había vuelto recientemente de Roma profundamente decepcionado y se había lamentado de la evolución que vió en la Curia Romana; poco a poco la locura toma la voz de Erasmo.

En la obra se hace una relación puntual de las "ventajas" de la Estulticia sobre la Razón; asegura qué felices son los hombres cuando viven arropados por la necedad, situación de la que no escapan ni siquiera los Gramáticos, los Filósofos, los Teólogos, los Papas, los Obispos Germánicos, los Reyes ni los Príncipes. La estulticia se presenta ante un auditorio donde desarrolla un elogio de sí misma, logrando que su sola presencia desarrugue entrecejos y produzca cálidas sonrisas. Enumera una por una sus cualidades, vanagloriándose de que sus muchos beneficios se reparten entre todo tipo de personas: desde el vulgo que se contenta con pláticas de viejas, hasta los reyes y eclesiásticos que se embriagan con toda clase de diversiones.

La ignorancia da razón de sus orígenes -Las Islas Afortunadas-, de sus padres, Pluto y Hebe, y del cortejo que la acompaña en su tarea de hacer más agradable la vida del género humano, La Adulación, el Amor Propio, la Demencia, la Pereza, la Molicie, el Olvido, y la Voluptuosidad; se lamenta de quienes reniegan de su nombre, pese a ser grandes beneficiarios de sus dones; efectúa una sátira de los leguleyos y de los médicos; de los estudiosos exhibe su desdén y patanería, dejando en claro que las mujeres prefieren la compañía de los necios; exhibe a los comerciantes, describiendo cómo son sus indulgencias la llave para seguir cometiendo sus fechorías; del clero, desde los mendicantes hasta el Papa, muestra qué tan cerca están de la vanidad como lejos de Jesucristo.

Erasmo era un gran amigo de Tomás Moro, con el que compartía, además de su fe cristiana, el gusto por el humor frío y el retruécano intelectual. El título mismo, en griego, puede ser entendido como un Elogio de Moro. En el texto abundan dobles e incluso triples significados.

La locura se presenta como una diosa, hija de Pluto y de la Juventud –Hebe-, criada por la Ebriedad y la ignorancia; entre sus compañeros fieles se encuentran Philautia, el narcisismo, Kolakia, la adulación, Leteo, el olvido, Misoponia, la pereza, Hedone, el placer, Anoia, la demencia, Tryphé, la irreflexión, Komos, la intemperancia, y Eegretos Hypnos, el sueño profundo.

El Elogio de la locura conoció un enorme éxito popular, para sorpresa de Erasmo y, a veces, para su disgusto. El Papa León X la encontró divertida. Antes de la muerte de Erasmo ya había sido traducida al francés y al alemán, y pronto le seguiría una edición en inglés. Una edición de 1511 fue ilustrada con grabados en madera de Hans Holbein, que se han convertido en las ilustraciones más difundidas de la obra.

Influyó en la enseñanza de la retórica durante el siglo XVI, y el arte de la adoxografía; elogio de cosas sin valor, se convirtió en un ejercicio popular entre los estudiantes isabelinos.

ERASMO DE ROTTERDAM

ELOGIO DE LA LOCURA

Traducción del latín y prólogo de A. RODRÍGUEZ BACHILLER

Con 82 dibujos de Holbein, procedentes

de la edición de Johannes Froben, impresa en Basilea en 1515

Ambrosius y Hans Holbein, por Hans Holbein the Elder

Erasmo fue, al finalizar la Edad Media, el humanista más ilustre de Europa. Nacido en Rotterdam el año 1469 y muerto el 1536, fue toda su vida amante de la libertad, de la independencia, de la cultura, de la paz y dio muchas pruebas dio de ello. 

Mantuvo una profunda amistad con Tomás Moro y Juan Fisher, y precisamente, al primero dedicó el Μωρίας Εγκώμιον / Μοριαν Εγκωμιοσ, Moriae Encomium; en latín, Stultitiae laus; en castellano, Elogio de la necedad. 

Entre todo lo escrito sobre Erasmo, destacan los estudios de Stefan Zweig, Huizinga y Bataillon. 

Zweig, Huizinga y Bataillon.

Enemigo de todo fanatismo, fue un precursor del espíritu moderno; su vastísima erudición y su amplitud de criterio le movieron a dejar impresas en el papel unas cuantas verdades de que el mundo se asusta, mas no el amigo de la verdad más que de Platón; que el pecado contra ella ha sido siempre el gran crimen de la Historia, dice Zubiri. Tuvo sus errores. Y ¿quién no los tiene? Pero, a pesar de ellos, fue todo un carácter: equilibrado, solitario, melancólico e irónico, que dio su opinión, con sus ideas y su actitud, acerca del porvenir que se dibujaba ya tras el velo que cerraba el escenario contradictorio de su época en crisis. 

Resalta entre las dotes de su carácter un gran amor a la tradición y al progreso. No porque una idea sea vieja hay ya que admitirla, ni porque sea nueva rechazarla, y, al contrario. La verdad, doquiera se halle, es verdad. Si bien a la que es pasada llamamos tradición y a la que es nueva progreso, la verdad, de hecho, se va haciendo, como nos vamos haciendo nosotros mismos, con el mundo. La vida es un quehacer, un acontecer, en frase de Ortega y Gasset; pero toda ella tiende a la verdad y constituye una Historia-Verdad. 

Lo nuevo se apoya en lo viejo, y lo viejo aflora en lo nuevo: no hay tradición sin progreso, pero tampoco hay progreso sin tradición. Erasmo comprendía todo esto, al menos en la intuición de su genio, pues era más intuitivo que discursivo. Por su amor a la verdad tradicional fue humanista, renacentista legítimo: por su lanzarse a cosas nuevas, a acerbas críticas, a profundas renovaciones, fue progresista. Mas, ante todo y, sobre todo, fue un gran amigo de la verdad. Suya es esta frase del elogio: “Dondequiera que encuentres la verdad, considérala como cristiana.” 

En su afán de cristianismo, no ataca a lo no cristiano; lo purifica, lo atrae. No es extraño que, una vez entusiasmado, exclame: “San Sócrates”, ya que su método es “obrar lo mismo que los judíos, que, al salir de Egipto, tomaron sus utensilios de oro y plata a fin de adornar con ellos su templo”. 

Erasmo recogió la tradición de los pasados siglos. Fue de una erudición extraordinaria y una de sus notas más salientes fue su amplitud de criterio y su independencia de carácter. Sabía que la ciencia necesita de libertad para progresar, aunque a veces, en la angustia y en la estrechez, explote, sin darse cuenta sus coetáneos, sí la posteridad. Como Alberto Magno y Tomas de Aquino en el siglo XIII, no solo citaba para refutarlas las doctrinas y opiniones de árabes, judíos y griegos, sino que se apropió y aportó a la ciencia cristiana todas aquellas ideas que no pugnan con sus dogmas y conclusiones teológicas. 

Alberto Magno y Tomas de Aquino

Método muy contrario al que suelen emplear hoy muchos, haciendo mayor el puente y abismo que separan al mundo científico cristiano del mundo científico civil respecto de los problemas por ambos estudiados. Muchos autores creen que todo lo que se encuentra en las obras de Descartes, Spinoza, Kant, Bergson, Nietzsche y otros filósofos y pensadores a partir del siglo XVI es completamente falso, y siempre que los citan es para censurarlos y reprobarlos. San Agustín encontraba siempre, sin embargo, algo verdadero en toda doctrina errónea, y eso lo alababa y apropiaba sin fijarse apenas en el error. También hicieron lo mismo Tomás de Aquino y su maestro, Alberto Magno. Hasta tal punto usaron este método, que entre todas las citas que el primero hace en su opúsculo De ente et esentia, por ejemplo, y para concretarnos a un escrito de pocas páginas, la mayoría de ellas las expone admitiendo e incorporando a su doctrina ideas de Avicebrón, Avicena, Aristóteles, Boecio y Averroes, y raras veces las critica. 

Solo se fijaban aquellos doctores en lo mucho bueno que había en ello, a pesar de ser paganos o de otras religiones, y las falsedades o inexactitudes las criticaban con argumentos de su propia doctrina, y no de una manera personal, sino objetiva. Era una crítica real y doctrinal, no subjetiva y apasionada. Es frecuente encontrar en Alberto Magno y en el Doctor Angélico la frase: “Dicen algunos…”, callándose los nombres para no herir a nadie; antes bien, para poder atraerlos a la filosofía y religión cristiana. 

Lo propio hace Erasmo, dejando hablar a la Estulticia, por no hacerlo él y no verse obligado a hacer alusiones más concretas, cosa que, por otra parte, impedían aquellos tiempos rígidos. Por boca de la Moria hablaba Erasmo. El modo, pues, distinto que tenían de acuñar la tradición y de fomentar el progreso los grandes filósofos y humanistas que formaron la Edad Media, a como los exponen bastantes, por no decir la mayoría, de los modernos, es cierto que ha influido muchísimo en esa separación tan radical que se advierte entre la ciencia cristiana actual y la que no lo es. Los del campo primero se preocupan de combatir a los del segundo campo; mas estos apenas citan a aquellos autores, si es que citan a alguno. 

En la Edad Media los filósofos y humanistas formaban la historia de la ciencia, de tal modo que es de todo punto imposible el estudiarla hoy sin revolver los infolios que escribieron; pero a partir del siglo XVI tal vez haya que decir que algunos, por no decir muchos, eruditos y pensadores han vivido y viven al margen de la historia científica y que no forman la ciencia, sino que tan solo la ven desde fuera. Se impone, por consiguiente, un retorno a los verdaderos métodos de nuestros antepasados, en cuanto a una perfecta amplitud de criterio científico, literario y artístico. 

“El hombre se perfecciona con el correr del tiempo”, escribió en frase lapidaria el Cardenal Cayetano. Es propio de un minimismo científico, cerrar el paso al progreso, poner un coto a la ciencia, o señalarle límites dentro del dominio racional. El Doctor de Aquino, dijo Lacordaire, es un faro que alumbra, no un tope que limita. Toda ciencia humana, por el mero hecho de serlo, es imperfecta, y, por tanto, progresiva por esencia. Todo amante de la sabiduría pone un grano de arena en su edificio. Hay, sí, los grandes pilares, las grandes moles que sostienen ese edificio, las cariátides de la fachada. Todas las conocemos, y viven en nuestras conciencias, porque, como dice Tolomeo en el Almagesto, “no está muerto el que un día vivificó la ciencia, ni es pobre el que se distinguió en el dominio de la inteligencia”.

Así, Erasmo de Rotterdam, en cuyas obras están formales o latentes estas ideas. si leemos sin apasionamiento el Elogio de la necedad,  se observará que en sus líneas late un profundo sentimiento religioso, una vasta erudición, una gran agudeza de ingenio, un amor fiel a la sabiduría. Erasmo fue siempre creyente, con todo lo que significan sus arranques y sus sátiras; no desvió su mente de Dios; fue un humanista divino. A él se puede aplicar la expresión de Santo Tomas, comentando una célebre frase de San Pablo: “La sabiduría humana, en tanto es sabiduría en cuanto está subordinada a la sabiduría divina; pero cuando se separa de Dios, se convierte en insipiencia.” Bastará para nosotros, españoles, el que dos principales representantes del siglo XVI, Francisco de Vitoria y Luis Vives, admiraran el genio del famoso humanista holandés y se relacionaran con él para merecer la más ecuánime tolerancia hacia sus escritos y el más benévolo respeto hacia sus posibles exageraciones o errores.

Acostumbrémonos a ver en el sol, no sus manchas, sino su resplandor. Para la inteligencia no vale aquel principio de los moralistas: Bonum ex integra causa, malum ex quocumque defectu. El valor eterno del libro de Erasmo reside, como dice Huizinga, en el concepto de que “la locura es sabiduría y la sabiduría locura”. 

Merece el esfuerzo aplicarse cada una las páginas de Erasmo, dejarse conducir por él, seguir sus máximas, sus enseñanzas. Nunca se aprende tanto como cuando se enseña lo ridículo, y en la experiencia de la vida nadie dude de que puede colocarse al sabio o loco de Rotterdam entre los conductores espirituales de la Humanidad, entre los genios privilegiados de la Historia, de los cuales nos habla el filósofo Bergson, y antes de él, Carlyle. En España, Quevedo y Gracián han enseñado también mucho

“Siempre serán necesarios -dice Zweig- aquellos espíritus que señalan lo que liga entre sí a los pueblos más allá de lo que los separa y que renuevan fielmente en el corazón de la Humanidad la idea de una edad futura de más elevado sentimiento humano.” Justamente. Pero a cada nueva edad la precede siempre, por desgracia, un Cecidit, cecidit, Babylon magna, semejante al anunciado por el Apocalipsis: Cayó la Magna Babilonia. 

Tenemos a continuación, la edición latina de I.B. Kan, La Haya, 1898, la cual está basada a su vez en la primitiva de Gerardo Listrio. La división en capítulos no es de Erasmo, sino de una edición del año 1765. 

Parece preferible el término necedad a estulticia, o a locura, que admiten muchos traductores. El concepto de locura es más restringido y no puede aplicarse en todas las páginas del libro de Erasmo, donde aparece ese término sin destruir el sentido. Erasmo distingue claramente en los capítulos XXXVII y XXXVIII la locura de la necedad o estulticia. Este último término tiene más raigambre latina que castellana; en cambio, el vocablo necio es de más uso entre nuestros clásicos de la Edad de Oro. Aún así, haber utilizado en el texto de la traducción la palabra necedad, parece conveniente conservar el título de Elogio de la Locura, ya que con éste se publicó por primera vez en castellano y por él es más conocido este admirable libro. 

Holbein adornó la edición de 1515 con 82 grabados. (A. R. B.)

ELOGIO DE LA NECEDAD

DEDICATORIA ERASMO DE ROTTERDAM, A SU AMIGO TOMAS MORO: SALUD. Durante el viaje que hice no ha mucho de Italia a Inglaterra, con el fin de no malgastar en conversaciones banales e insípidas todo el tiempo que tuve que ir a caballo, resolví, ya meditar de cuando en cuando en nuestros comunes estudios, ya complacerme con el recuerdo de los amigos entrañables y doctísimos que dejé en esta tierra. Entre éstos, mi querido Moro, tú ocupabas el primer lugar. Tal recuerdo no me deleitaba menos de lo que acostumbraba deleitarme a tu lado, que es la cosa del mundo, bien puedo asegurarlo, que me ha producido más dulce contentamiento. Pero como había que ocuparse en algo, al fin y al cabo, y la ocasión era poco acomodada para las profundas meditaciones, pensé componer un Elogio de la Necedad.

“¿Qué Minerva (Alusión a la Odisea, donde Minerva es la diosa de la inspiración, de las artes y de los poetas.) -me dirás tú- te ha metido en la cabeza semejante idea?” En primer lugar, la idea me la inspiró tu apellido, tan parecido a la palabra moria -en griego, necedad-, como tu persona se diferencia de la cosa, pues, según publica opinión, tú estás del todo ajeno a ella. En segundo término, supuse que este juego de mi imaginación te agradaría más que a nadie, ya que sueles gustar mucho de este género de bromas, que no carecen, a mi entender, de sabor ni de gusto, y que en la condición ordinaria de la vida te comportas como Demócrito (A lo largo de toda esta obra aparece la figura de Demócrito (siglo v a.C.) como crítico de la condición humana tal como nos lo presentan Juvenal y Seneca, es decir, filosofo que tomaba siempre el lado amable de las cosas, que reía de las necedades humanas y cuyo bien supremo consistía en la liberación de estas.) , y si bien tú, por la perspicacia de tu ingenio, estas sin duda alguna a una gran distancia del vulgo, sin embargo, gracias a la increíble dulzura y afabilidad de tu carácter, con todos te avienes, con todos te tratas, con todos te llevas bien y con todos diviertes. Por tanto, no solo has de recibir gustoso este discursillo como un recuerdo de tu amigo, sino que también debes tomarlo bajo tu protección, pues desde el momento en que te lo dedico, es ya tuyo y no mío. Porque quizá no falten criticastros que lo censuren, diciendo unos que estas son bagatelas indignas de un teólogo; otros, que son muy mordaces para no herir la moderación cristiana, y repetirán a grandes gritos que resucitamos la comedia antigua, que copiamos a Luciano (El mordaz Luciano de Samosata, uno de los escritores griegos que Erasmo más degustó y de quien publicó en Paris, en 1506, un compendio de sus diálogos, traducidos en parte por él mismo y en parte por Tomás Moro.), y que lo desgarramos todo a dentelladas. Mas, en cuanto a los que se escandalizan de la ligereza y de lo jocoso del asunto, quería que pensasen en que yo no soy el inventor del género, sino que desde antiguo ha sido puesto en práctica por grandes escritores, pues ha siglos que Homero cantó las guerras de las ranas y de los ratones en la Batracomiomaquia (Es una parodia de la Ilíada, bajo la forma de un poema burlesco de 294 versos sobre peleas de batracios, que, al parecer no fue escrita por Homero como pensaba Erasmo.); Virgilio, a los mosquitos y al almodrote; Ovidio, a las nueces; Polícatro hizo el elogio de Busiris (Busiris es un rey legendario de Egipto, el cual, según la fábula, sacrificaba a los extranjeros que penetraban en su reino.), e Isócrates lo fustigo; Glauco (Hermano de Platón.) celebró la injusticia; Favorino, a Tersites y las cuartanas; Sinesio, la calvicie; Luciano, las moscas y los parásitos; Séneca escribió la apoteosis de Claudio; Plutarco, el diálogo de Grillo con Ulises; Luciano y Apuleyo, el asno; y no sé quién, el testamento del cochinillo Grunio Corocota, de que hace mención San Jerónimo. Por tanto, si esto les agrada, que se imaginen que he estado distraído jugando al ajedrez, o, si lo prefieren, que he cabalgado en un palo de escoba. Pues siempre será una injusticia que, reconociéndose a todas las clases de la sociedad el derecho a divertirse, no se consienta ningún solaz a los que se dedican el estudio, sobre todo si la chanza descansa en un fondo serio y si está manejada de tal suerte que un lector que no sea completamente romo saque de ella más fruto que de las severas y aparatosas elucubraciones de ciertos escritores, como son aquellos discursos zurcidos de retazos de varios autores, en que se ensalza la Retórica o la Filosofía, o se alaba a un príncipe, o se exhorta a la guerra contra el turco, o se predice el porvenir, o se entablan nuevas cuestiones por cosas de nada. Porque, así como no hay nada más tonto que tratar las cosas serias de una manera frívola, del mismo modo nada hay tan divertido como tratar de un asunto baladí sin dar sospechas de que lo sea. 

Es cierto que al público toca juzgarme; no obstante, si el amor propio (A lo largo de toda la obra Erasmo recoge, de la tradición griega, la encarnación de ideas, una muestra es que haya escrito aquí en griego Filautía (Filaucia), que en español significa el Amor Propio, refiriéndose a él como a un personaje que engaña.) no me engaña de un modo manifiesto, me parece que, aunque he hecho el Elogio de la necedad, no lo hice del todo neciamente. Por lo que respecta al reproche de mordacidad, responderé que siempre se ha concedido al ingenio la libertad de chancearse sin recelo de las cosas humanas, con tal que esa licencia no degenere en frenesí. Por lo cual, me admira grandemente la delicadeza de los oídos de nuestros días; casi no pueden escuchar sino los títulos aduladores, y por eso verás gentes que entienden tan al revés la religión, que antes tolerarán los más graves ultrajes contra Cristo, que una ligera broma acerca de un Papa o de un rey, sobre todo si en ello les va el pan. Pero yo pregunto: Criticar las costumbres de los hombres sin atacar a nadie individualmente, ¿es acaso morder, o más bien enseñar y aconsejar? Por lo demás, ¿no me critico yo mismo desde muchos aspectos? Además, cuando en la crítica no se omite ninguna clase social, no puede decirse que vaya contra nadie en particular, sino contra todos los países, y, por consiguiente, si alguno se considerase ofendido, o es que su conciencia le acusa o, por lo menos, teme verse retratado en ella. San Jerónimo escribió en este género con más libertad y mordacidad, en varias ocasiones hasta sin perdonar los nombres propios. En cuanto a nosotros, aparte de que nos hemos abstenido completamente de nombrar a nadie, hemos guardado tal moderación en el estilo, que el lector avisado comprenderá desde luego que nuestro ánimo ha sido más bien agradar que morder

En ningún momento hemos seguido el ejemplo de Juvenal, removiendo el fangal oculto de los vicios, sino que nos hemos limitado a pasar revista a las ridiculeces más bien que a las torpezas. Y si hay alguien a quien estas razones no le convenzan, tenga en cuenta, por lo menos, lo bonito que es ser censurados por la Necedad, y que, al hacerla hablar, hemos debido caracterizarla convenientemente. Pero ¿a qué insistir más contigo, siendo, como eres, ten especial abogado, que aun las cosas que no fueran tan justas como estas pudieras defender magistralmente? Adiós, elocuentísimo Moro, y toma con calor la defensa de esta Moria. En el campo, 9 de junio de 1508.

HABLA LA NECEDAD

CAPITULO PRIMERO: INTRODUCCION

Digan lo que quieran las gentes acerca de mí (pues ignoro cuán mala fama tiene la Necedad, aun entre los más necios), sola, yo soy, no obstante, la que tiene virtud para distraer a los dioses y a los hombres. Si queréis una prueba de ello, fijaos en que apenas me he presentado en medio de esta numerosa asamblea para dirigiros la palabra, en todos los rostros ha brillado de repente una alegría nueva y extraordinaria, habéis desarrugado al momento el entrecejo y habéis aplaudido con francas y alegres carcajadas, que, a decir verdad, todos los aquí presentes me parecéis ebrios de néctar y de nepenta (Hierba mencionada por Homero en la Odisea que hacía olvidar toda preocupación.) como los dioses de Homero, mientras, hace un instante, os hallabais tristes y preocupados, cual si acabaseis de salir del antro de Trofonio (Asesino mencionado por Luciano en su obra Diálogos quien dio muerte a su hermano Agomedes. Fue enterrado en una cueva, lugar del oráculo que llenaba de tristeza y melancolía a los que le consultaban.) .

Así como cuando el sol matutino muestra a la tierra su faz resplandeciente y radiante, o como cuando después de un crudo invierno surge otra vez la primavera en alas de los céfiros, parece que todas las cosas adquieren nuevo aspecto, nuevo color y nueva juventud, del mismo modo se han transfigurado vuestros semblantes nada más verme aparecer, logrando de este modo mi sola presencia lo que apenas logran conseguir los mejores oradores con esos discursos prolijos y cuidadosamente preparados, que pocas veces consiguen disipar el tedio al auditorio.

CAPITULO II: TEMA DEL DISCURSO

Si queréis saber el asunto que me trae ante vosotros con tal raro adorno, vais a saberlo, si os dignáis escucharme, pero no con la atención que soléis prestar a los predicadores, sino con los oídos que prestáis a los charlatanes, a los juglares y a los bufones, o bien con aquellas orejas que puso antiguamente nuestro amigo el rey Midas para escuchar al dios Pan (Alusión a la Metamorfosis de Ovidio en que se alude a la leyenda de Midas, a quien Apolo cambió sus orejas por las de un asno por haber preferido la flauta de Pan a su lira.). 

Me ha dado hoy por hacer un poco de sofista ante vosotros, no ciertamente como esos pedantes que en nuestros días llenan de majadería los cerebros de los niños, enseñándoles a discutir con más terquedad que las mujeres, sino a imitación de los antiguos, que, para evitar el descrédito en que había caído el nombre de sabio, prefirieron llamarse sofistas, y cuyo oficio consistía en celebrar con elogios la gloria de los dioses y de los hombres ilustres. Vosotros, pues, vais a oír también un elogio; pero no va a ser el de Hércules ni el de Solón, sino el mío propio, es decir, el de la Necedad.

CAPITULO III: DEFENSA DE LA PROPIA ALABANZA 

Pues bien: yo no considero sabios a los que creen que alabarse a sí mismos es la mayor de las necedades y de las insolencias. Sea necio, si así lo prefieren con tal que se reconozca que esta necedad está muy puesta en su lugar. ¿Hay, en efecto, cosa más natural que el que la necedad entone sus propias alabanzas y se dé bombo a sí misma? ¿Quién puede darme a conocer mejor que yo? A no ser que por casualidad se encuentre entre vosotros alguno que me conozca mejor que yo. De esta manera me parece que doy pruebas de ser más modesta que esos hombres a los que el vulgo llama grandes y sabios, y que, depuesto todo pudor, suelen sobornar a un retórico adulón o a un poeta parlanchín y le ponen a sueldo para oírle recitar sus alabanzas, que no son más que purísimas mentiras, lo cual no impide que el elogiado, afectando humildad, haga la rueda y yerga la cresta a la manera de un pavo, mientras el impúdico adulador coloca a aquella nulidad al nivel de los dioses y la presenta como un perfecto modelo de todas las virtudes, sin reparar en que dista más de ellas que la luna de la tierra, ni en que su empresa sea algo así como adornar una corneja con plumas ajenas o blanquear a un etíope, o convertir a una mosca en elefante. En fin, yo me atengo a aquel proverbio que dice: “Con razón se alaba a sí mismo quien no encuentra nadie que le alabe.” Por lo cual, declaro con toda franqueza que no sé si admirar más la ingratitud o la indolencia de los hombres para conmigo, pues, aunque todos me festejen asiduamente y todos reciban con placer mis beneficios, jamás ha habido uno solo a quien se le haya ocurrido cantar en un agradable discurso las alabanzas de la Necedad, mientras que no han faltado quienes hayan ensalzado, a costa de su aceite y de su sueño, con elogios bien compuestos, a los busiris (Busiris es un rey legendario egipcio que torturaba y mataba a todos los extranjeros que entraban en Egipto.), a los falaris (Falaris es un tirano que asaba a todas sus víctimas, cuyo encomio fue escrito por Luciano), a las cuartanas, a las moscas, a la calvicie y a otras calamidades por el estilo. Vais, pues, a oír de mis labios un discurso, el cual, por ser precisamente improvisado y poco trabajado, será más verdadero.

CAPITULO IV: CARA A CARA DE LA NECEDAD 

No vayáis a creer que con mis palabras me propongo lucir mi ingenio, como es costumbre de casi todos los oradores de estos tiempos, los cuales ya sabéis que cuando pronuncian un discurso elaborado durante treinta años, y que algunas veces ni siquiera es suyo, juran que, como por juego, lo han compuesto o dictado en tres días. A mí siempre me ha causado gran placer decir de repente cuanto se me viniera a la boca, y, por tanto, nadie espere de mí que, siguiendo la costumbre de estos retóricos vulgares, proceda por una definición de mí misma, ni mucho menos por una división, pues sería entrar con mal pie el circunscribir dentro de ciertos límites a una divinidad cuyo imperio se extiende por todas partes, o el dividir a aquella a quien toda la tierra rinde un culto unánime. Y, bien mirado, ¿a qué conduciría el trazar mediante una definición mi esbozo o mi retrato, teniéndome como me tenéis delante de los ojos? Porque yo soy, como podéis ver, aquella dispensadora de bienes llamada por los latinos Stultitia, y por los griegos, Moria

CAPITULO V: SINCERIDAD DE LA NECEDAD E INGRATITUD DE LOS SABIOS PARA CON ELLA

Pero ¿para qué voy a insistir en esto, como si no llevase grabado en el rostro y en la frente qué clase de pájaro soy, como dice el pueblo, o como si alguno que me confundiese con Minerva o con la Sabiduría, no hubiera de convencerse al punto de su error con sola una mirada y sin necesidad de recurrir a la palabra, pues la cara es el espejo infalible del alma? En mí no hay lugar para el engaño, ni llevo una cosa en el corazón y otra en la boca; soy siempre y en todas partes idéntica a mí misma, de tal modo que no pueden disimularme ni aun aquellos que saben cubrirse con una apariencia dándose tono y echándoselas de sabios, cuyo nombre se arrogan como monas vestidas de púrpura o como asnos con piel de león, que no dejan de asomar por algún sitio las formidables orejas de Midas, por muy bien que se disfracen. 

Ingrata, sin duda, es esta clase de hombres que, siendo mis más fieles partidarios, avergüénzanse de mi nombre delante del mundo, hasta el punto de lanzarlo con frecuencia a los demás como un grave insulto. Siendo estos, pues, en realidad, archinecios, aunque quieran pasar por unos sabios y por unos Tales de Mileto, ¿no merecerían, por derecho propio, que los llamásemos morósofos, es decir, sabios-necios

CAPITULO VI: LA NECEDAD IMITA A LOS RETÓRICOS

Quiero imitar con esto a los retóricos de nuestro tiempo, que se creen dioses con solo mostrarse con dos lenguas, como la sanguijuela, y que piensan hacer maravillas encajando de cuando en cuando en sus discursos latinos algunas palabras griegas, con las que hacen, aunque no venga a cuento, una especie de mosaico. A falta de términos exóticos, desentierran de algún viejo pergamino cuatro o cinco palabras anticuadas, cuya oscuridad ofusque a los lectores, para que aquellos que las entiendan se complazcan más y más con ello, y los que no, los admiren tanto más cuanto menos comprendan. Porque conviene que sepáis que mis fieles aceptan una cosa tanto mejor cuanto de más lejos viene, y este no es uno de sus mejores placeres. Y si entre ellos hubiese algunos más vanidosos, rían, aplaudan y muevan, como el asno, las orejas, que con ello tendrán más que suficiente para hacer creer a los demás que lo comprenden a maravilla, aunque en el fondo no entiendan una palabra. Y basta de esto. Volvamos ahora a nuestro tema. 

CAPITULO VII: PROGENIE DE LA NECEDAD 

Sabéis, pues mi nombre, varones estultísimos, y digo estultísimos porque ningún otro epíteto más honroso puede emplear la diosa Necedad para honrar a sus creyentes. Mas, como entre vosotros no hay muchos que conozcan mi genealogía, voy a intentar exponerla con el auxilio de las Musas

No debo mi nacimiento ni al Caos, ni a Plutón, ni a Saturno, ni a Júpiter, ni a ningún otro de la casta de estos dioses podridos de vejez, sino que me ha engendrado Pluto, que es el supremo dios, el padre de los dioses y de los hombres, digan lo que quieran Homero, Hesíodo y aun el mismo Júpiter. Pluto, a cuyo antojo hoy, como siempre, trastórnanse desde sus cimientos las cosas sagradas y profanas; por cuyo arbitrio se rige la guerra, la paz, los imperios, los consejos, la justicia, las asambleas populares, los matrimonios, los tratados, las alianzas, las leyes, las artes, lo cómico, lo serio... (¡ay!, ¡me ahogo!) en una palabra, todos los negocios públicos y privados de los hombres; Pluto, sin el cual toda esa turba de númenes de que hablan los poetas, y aun me atrevo a decir que hasta los mismos dioses mayores, o no existirían de ningún modo, o no podrían comer caliente en su propia morada; Pluto, a quien si alguien hiciese montar en cólera no le valdría ni el favor de Palas, y, en cambio, si le fuere propicio, sería capaz de autorizarle para ahorcar a Júpiter con todos sus rayos. Este es el padre de quien me envanezco, y este es de quien nací; pero no porque me haya sacado de su cabeza, como lo hizo Júpiter con la tétrica y ceñuda Minerva, sino por haberme engendrado en Hebe, ninfa de la juventud, que es mil veces más bella y más alegre. No; yo no he sido fruto de un insípido deber conyugal, como aquel cojo herrero (Vulcano), sino que, lo que es más hermoso, a mí me han dado el ser los besos del amor, según dice Homero. Pero no vayáis a creer que nací de aquel Pluto que nos pinta Aristófanes cuando ya estaba ciego y con un pie en la sepultura, sino del Pluto vigoroso, rebosante de juventud, y, sobre todo, del néctar abundantísimo y de sin igual pureza que él gustaba de saborear en los banquetes.

CAPITULO VIII: PATRIA Y CRIANZA DE LA NECEDAD

Si ahora me preguntáis cual es el lugar de mi nacimiento (puesto que hoy día la tierra donde un niño ha lanzado su primer vagido entra por mucho en su nobleza), sabed, pues, que no vi la luz ni en la errática isla de Delos (Isla del Egeo que, según la leyenda, Zeus hizo surgir del fondo del mar para que pudiera nacer en ella Apolo y Artemisa.), ni en el mar undoso, ni en las profundas cavernas, sino en las islas Afortunadas (La literatura antigua –Homero, Hesíodo, Píndaro, Plinio y Horacio, etc.– hablan de ellas y nos las describen como lugar fértil y sin rastro de enfermedad.), en donde todo crece espontáneo y sin cultivo; en donde no se conocen ni el trabajo, ni la vejez, ni la enfermedad, ni tampoco se ven nunca el gamón ni la malva, ni la cebolla, ni el altramuz, ni el haba, ni otras plantas vulgares, pues allí, como en los jardines de Adonis (Adonis es el dios de la vegetación y de la felicidad. que podéis ver entre las personas de mi sequito. Si conocer queréis los nombres de las demás, voy a decíroslos; pero ¡vive Hércules!, que no ha de ser sino en griego.), deleitan por doquier la vista y el olfato el ajo áureo, la pance, la nepenta, la mejorana, la artemisa, el loto, la rosa, la violeta y el jacinto.

Nacida en medio de tantas delicias, no comencé llorando mi inmortal carrera, sino que al abrir los ojos, sonreí amorosamente a mi madre; y no envidio a Júpiter la cabra que le amamantó, porque a mí me dieron el jugo de sus pechos dos graciosísimas ninfas: la Embriaguez, hija de Baco, y la Impericia, hija de Pan, a las que podéis ver entre las personas de mi séquito. Si conocer queréis los nombres de las demás, voy a decíroslos; pero ¡vive Hércules! Que no ha de ser sino en griego.

CAPITULO IX: EL CORTEJO DE LA NECEDAD 

Esta que veis de aire tan arrogante es el Amor Propio –Φίλαυτία-; esta de risueños ojos y cuyas manos están siempre dispuestas al aplauso, se llama la Adulación –Κολακíα-; esta que está como aletargada y que parece dormir, se llama el Olvido -Ληθή-; esta otra que se apoya sobre sus dos codos y está de brazos cruzados es la Pereza (Μισοπονíα); esta coronada con una guirnalda de rosas e impregnada de perfumes es la Voluptuosidad -'Ηδονή-; esta de aire indeciso y de extraviada mirada es la dementia -'Ανοια-; esta de nítido cutis y de cuerpo gentil y bien cuidado es la Molicie –Τρυφή-. Entre estas ninfas advertiréis también dos dioses: uno se llama Con –Κώμος-, genio de los banquetes, y el otro, Morfeo -νηγρρητον 'Υπνον- o sublime Modorra, genio del sueño. Con el auxilio, pues, de estos fieles servidores, todas las cosas están bajo mi mando y ejerzo imperio sobre los mismos emperadores.

CAPITULO X: LA NECEDAD, POR LOS FAVORES QUE DISPENSA, ES SEMEJANTE A LOS DIOSES

Ya conocéis mi origen, mi educación y mi séquito. Ahora bien: para que nadie sospeche que usurpo el título de diosa, oíd atentamente los innumerables beneficios que proporciono a los dioses y a los hombres, y hasta dónde se extiende mi imperio. Porque si alguien ha escrito con acierto que el carácter distintivo de un dios consiste en proteger a los mortales, y si merecieron ser admitidos en el senado de los dioses los que descubrieron el vino, el trigo, o cualquier otra cosa útil al género humano, ¿cómo puede negárseme a mí el derecho de ser y llamarme el alfa de todos ellos, a mí, que soy para todos el manantial de toda clase de bienes?

CAPITULO XI: PODER DE LA NECEDAD EN LOS ORÍGENES DE LA VIDA 

Y, en primer lugar, ¿qué puede haber más dulce y más precioso que la vida? Y siendo así, ¿quién en los comienzos de ella tiene más parte que yo? Ni la lanza temible de Minerva, ni el escudo del tempestuoso Júpiter, serían capaces de engendrar y propagar la especie humana. El mismo Jove, padre de los dioses y de los hombres, que con un movimiento de cabeza conmueve a todo el Olimpo, no encuentra el menor reparo en dejar a un lado su triple rayo y su rostro de titán, con el que hace temblar a los mismos dioses cuando quiere, y en disfrazarse como un histrión, siempre que le entran ganas de aumentar el número de sus hijos, cosa que le ocurre muy a menudo. 

Sabido es que para los estoicos (Filósofos caracterizados por su indiferencia ante las circunstancias de la vida, ni el placer ni el dolor son normas de conducta. La razón y el seguimiento de la naturaleza eran sus normas fundamentales.) se creen casi dioses; pues bien: dadme uno de ellos que sea dos, tres, o, si queréis, mil veces estoico, y tened por seguro que yo no le haré cortar la barba, esa insignia de sabiduría que comparte con los machos cabríos, pero por lo menos haré que desarrugue el entrecejo y la frente, que abandone por un momento sus dogmas inmutables y que cometa alguna que otra tontería o extravagancia. En resumidas cuentas, a mí y a nadie más que a mí tendrá que acudir el sabio apenas quiera ser padre.

Mas ¿por qué no hablaros claro y sin ambages, según mi vieja costumbre? Decidme: ¿es acaso la cabeza, la cara, el pecho, la mano, la oreja o cualquier otra parte del cuerpo de las llamadas honestas la que posee la virtud de engendrar a los dioses y a los hombres? Me parece que no; la propagadora del género humano es más bien otra parte tan necia y ridícula que no se puede nombrar sin reírse. 

Este es, cabalmente, el manantial sagrado de donde fluye la vida con más verdad que del cuaterno de Pitágoras (Los Pitagóricos son filósofos griegos (siglos VI-V a.C.) que sostienen que la esencia de las cosas son los números. Los cuatro primeros números son la base del sistema cósmico.). Porque ¿qué hombre, decidme, ofrecería su cabeza al yugo del matrimonio si, como suelen hacer los sabios, pensase antes seriamente en los inconvenientes de la vida conyugal, ni qué mujer consentiría que se le acercase un varón si conociese o examinase solamente los peligrosos dolores del parto, o las molestias de criar los hijos? Pues si debéis la vida a matrimonio, y el matrimonio se lo debéis a la Demencia, mi compañera, sacad la consecuencia de lo que me debéis a mí. ¿Qué mujer que ha sufrido una vez aquellos trabajos, quisiera volver a pasarlos si no fuera gracias a la virtud del Olvido? La misma Venus (pese a Lucrecio), no tendría fuerza ni poder sin mi ayuda. Pues bien: de esta broma mía, irrisoria y ridícula, provienen los filósofos llenos de orgullo, a quienes hoy han sucedido los que el vulgo llama monjes, los purpurados reyes, los piadosos sacerdotes, los tres veces santísimos pontífices, y, en fin, toda esa turba de semidioses, tan numerosa que el Olimpo, con ser tan grande, apenas puede contener.

CAPITULO XII: EL PLACER, COMO BIEN SUPREMO

Poco supondría, sin embargo, haberos demostrado que yo soy el principio y la fuente de la vida, si no os demostrara además que todas las dichas de este mundo las debéis también a mi munificencia. ¿Qué sería, en efecto, la vida, si vida pudiera entonces llamarse, si se le quitara el placer? Veo que aplaudís. Bien sabía yo que ninguno de vosotros era bastante cuerdo, o, mejor, bastante necio, mas vuelvo a decir bastante cuerdo para no ser de mi opinión. Los mismos estoicos, aunque es cierto que no desprecian el placer, saben disimularlo con gran sagacidad y decir de él mil perrerías cuando están delante de la gente, pero es sólo con el objeto de apartar a los demás del pastel y gustarlo ellos después a todo su sabor. Pero díganme, por Júpiter: ¿hay un solo día en la vida que no sea triste, monótono, insípido, aburrido y molesto, si no se le adereza con el placer, es decir, con la salsa de la necedad? El testimonio de Sófocles, nunca bastante ponderado, sería en verdad suficiente para probarlo. Pues él fue el autor de aquel hermosísimo elogio que hizo de mí, al decir que la vida más agradable sólo se alcanza no sabiendo absolutamente nada. Pero esto no basta; hay que probar ahora en particular todo lo dicho.

CAPITULO XIII: ÍNTIMA RELACIÓN DE LA INFANCIA Y DE LA VEJEZ CON LA NECEDAD. –BENEFICIOS QUE ESTA REPORTA A LA VEJEZ

Nadie ignora que la primera edad del hombre es la más venturosa y la más grata de todas. Y ¿qué es lo que vemos en los niños que nos mueve a besarlos, a abrazarlos, a acariciarlos, y que hace que nos parezca que hasta tienen la virtud de desarmar al enemigo, sino el atractivo de la necedad, con que la prudente Naturaleza ha adornado las frentes de los recién nacidos, a fin de que puedan pagar en placer los trabajos de la crianza y conquistar por su amabilidad la protección que necesitan? Y la juventud, edad que sucede a la infancia, ¡cuán placentera es a todos! ¡Como es por todos festejada! ¡Con qué solicitud se la ayuda y con qué interés se le tiende una mano en su auxilio! Pregunto yo ahora: ¿De dónde proviene este encanto de la juventud sino de mí, a quien se debe que los que menos saben sean, por ello mismo, los que menos se enojen?

Tendríaseme por embustera si no añadiese que, a medida que el adolescente va entrando en años y la experiencia de las cosas y el estudio de las ciencias le hacen adquirir algunos conocimientos, comienza también a marchitarse su hermosura, a languidecer su gallardía, a enfriarse su donaire y a disminuir su vigor. Cuanto más se aparta de mí, menos va viviendo cada día, hasta que, al fin, llega a la refunfuñadora vejez, edad tan molesta, no sólo para los demás, sino también para sí mismo, que ningún mortal podría soportarla si yo, compadecida nuevamente de sus trabajos, no le echase una mano. Pues como los dioses de que nos hablan los poetas, suelen salvar en los peligros a sus protegidos mediante alguna metamorfosis, así yo, cuando los veo próximos al sepulcro y en cuanto me es posible, los torno a la infancia; razón por la cual la gente suele llamar a la vejez segunda infancia. Si alguien desea saber cómo hago este rejuvenecimiento, no voy a ocultarlo. Para hacerlo, condúzcolos a las márgenes del Leteo, río que nace en las islas Afortunadas (pues por el Infierno no corre más que un pequeño riachuelo), para que allí, bebiendo a grandes sorbos el agua del Olvido, vayan poco a poco aminorando sus cuidados y vuelvan a la juventud.

Se me objetará que esto no es otra cosa que hacerlos divagar y chochear. Lo concedo; pero precisamente por eso se convierten en niños; y ¿no es propio de ellos chochear y desvariar? ¿Qué es más que el no saber lo que hace que esa edad sea tan deleitosa? ¿Quién no detestará y abominará como una monstruosidad que la infancia tenga una sabiduría prematura? De ahí el conocido proverbio del vulgo: “Odio al niño demasiado listo.”

¿Quién aguantaría la amistad o el trato de un anciano que a su gran experiencia del mundo uniese la plenitud de sus facultades mentales y el rigor de sus críticas? Por tanto, beneficio es por parte mía hacer chochear a la vejez.

Fuera de esto, la aparto por tal medio de las preocupaciones que el mismo sabio no puede evitar, con lo cual el viejo no deja de ser buen compañero de bebienda, no siente el tedio de la vida, que apenas soporta la edad más vigorosa, y si no torna algunas veces hasta a deletrear el verbo amar como el vejete de Plauto, lo considera como cosa desgraciada.

Y mientras tanto, el viejo es feliz gracias a mi favor; es agradable para los amigos y no carece de gracia en las francachelas. Según Homero, los labios de Aquiles no destilaban más que hiel, mientras que de la boca de Néstor fluían palabras más dulces que la miel, y los ancianos que se congregaban en la puerta occidental de las murallas de Troya se entregaban a apacibles conversaciones.

Considerada desde este aspecto, la vejez supera a la infancia, edad dichosa, sin duda, pero, al fin y al cabo, infantil, ya que le faltan esas charlas amenas, principal recreo de la vida. Conviene observar que los viejos quieren con frenesí a los niños, y estos a los viejos, sin duda porque (como dice el poeta Homero) los dioses se complacen en poner siempre juntos a los que se semejan”. ¿En qué otra cosa se diferencia sino en que el viejo tiene más arrugas y más años? Por lo demás, todo es igual entre ellos: cabellos descoloridos, boca desdentada, cuerpo pequeño, apetencia de la leche, balbuceo, charlatanería, frivolidad, olvido de las cosas y falta de reflexión.

Cuanto más avanza el hombre hacia la vejez, más va pareciéndose a los niños, hasta que, al igual de estos, el viejo se va al otro mundo sin sufrir el cansancio de la vida y sin sentir la muerte.

CAPITULO XIV: LOS BENEFICIOS DE LA NECEDAD SON SUPERIORES A LOS DE LOS DIOSES, PORQUE HACEN DURADERA LA JUVENTUD Y ALEJAN LA VEJEZ

Después de esto, compárese este beneficio que yo dispenso con las metamorfosis que operan los dioses, y no me refiero a las que hacen cuando están airados, sino a las que ejecutan en las personas; los más benévolos suelen transformarlas ya en árbol, ya en ave, ya en cigarra, y hasta en serpiente. ¡Como si el ser otra cosa de lo que se es no fuera ya una especie de muerte! Yo, en cambio, devuelvo a los mismos hombres lo mejor y más feliz de su existencia, y en verdad os digo que, si rompieran toda relación con la sabiduría y en todas las edades se guiaran por mí, no envejecerían y gozarían dichosos de una juventud perpetua.

¿No veis esos rostros pálidos entregados al estudio de la Filosofía o a serios y arduos negocios, ya envejecidos, por lo general, antes de llegar a la plena juventud, a causa del trabajo y de la tensión incesante del pensamiento que ha agitado en ellos el espíritu y ha secado la savia de sus vidas?

No así son mis necios, regordetes, lúcidos y rebosantes de salud en su piel, como verdaderos cerdos acarnienses (Cerdo de la piara de Epicuro. Erasmo se refiere aquí a los epicúreos, considerados sin escrúpulos y sin moral en su búsqueda del placer.); desde luego, no experimentan ninguna de las incomodidades de la vejez, a menos que, como a veces acontece, se inficionen con el contagio de la sabiduría. ¡Tan verdad es que nada amarga tanto la vida del hombre como no poder lograr felicidad completa! En apoyo de lo que acabo de decir, os citaré el adagio vulgar que dice: “La necedad es la única cosa que detiene la fugacísima juventud y retarda la pesada vejez.” Con razón los de Brabante han practicado esto, según opinión del vulgo, pues dicen que, así como los demás hombres, con los años, adquieren la sensatez, ellos, a medida que envejecen, van haciéndose más necios, y sabido es que no hay otra nación que tome la vida tan en broma ni que sienta menos las tristezas se la senectud. Con ellos tienen mucho parecido mis holandeses, tanto por la próxima vecindad como por sus costumbres, y digo mis holandeses, porque me rinden un culto tan asiduo que hasta del pueblo merecieron un apodo que, lejos de avergonzarse de él, se lo adjudican como un honor. ¡Id ahora, oh estúpidos mortales, en busca de las Medeas (Se dice que Medea fue la que renovó la juventud de Jason, hirviéndole en hierbas.), de las Circes (Circe fue la bruja que convirtió a los compañeros de Ulises en Cerdos.), de las Venus y de las Auroras, de no sé qué fontana, a pedirles los restituyan a su primera juventud! ¿No comprendéis que yo soy la única que puedo y suelo darla, la única que poseo aquel mágico elixir con el que la hija de Memnón prolongó los días de su abuelo Titono, que yo soy la Venus a quien Faón debió su rejuvenecimiento, de tal modo que a Safo enloqueció de amor, que son mías las hierbas maravillosas, si es que las hay de esta clase, que es a mí a quien dirigen todas sus súplicas, y que mía es, en fin, la fuente divina que no sólo devuelve la pasada juventud, sino, lo que es mejor aún, la conserva perpetuamente?

Si todos vosotros, pues, estáis conformes conmigo en que nada hay tan deseable como la juventud, ni nada más detestable que la vejez, creo que reconoceréis cuánto me debéis a mí, a mí, que hago duradero tanto bien y evito tanto mal. 

CAPITULO XV: NECEDAD DE LOS DIOSES

Pero ¿por qué hablar más de los tales? Trasladémonos al Empíreo, y consiento en que hasta mi nombre sea un oprobio para mí si se encuentra en uno solo de los dioses algo que no sea áspero y despreciable, como no sea con mi ayuda. ¿Por qué Baco, si no, ha sido siempre un mancebo de poblada cabellera? Pues, sencillamente, porque, pasándose toda la vida en insensateces y borracheras, en banquetes, danzas, canciones y fiestas, no se permite el más ligero trato con Palas; mas, por el contrario, la tiene a tanta distancia para pasar por un sabio, que prefiere que se le honre únicamente con burlas y con farsas, y no se ofende por el sobrenombre de fatuo que le da un proverbio griego cuando se dice de él que es más necio que una cabeza pintarrajada con heces, por alusión a la costumbre que tienen los vendimiadores de embadurnar en sus fiestas con mostos y con zumo de higos frescos la estatua sedente del dios colocada a la puerta de los templos. Y ¡qué injustas burlas no se han hecho contra él en las antiguas comedias! “¡Oh insulso dios –exclaman–, digno de haber nacido del muslo de Júpiter!” 

A pesar de todo, ¿quién no preferiría ser como él, insulso y fatuo, siempre alegre, siempre joven, distrayendo siempre a todos entre pasatiempos y regocijos, a ser como ese solapado Júpiter, ante el que todos tiemblan, o como el viejo Pan, que todo lo envenena con sus terrores repentinos, o como el ruin Vulcano, lleno siempre de tizne de carbón y siempre trabajando en su fragua, o como la misma Minerva, terrible por su lanza y escudo, y mirando siempre de través? ¿Y Cupido? ¿Por qué siempre es un niño sino por su simpleza, que le lleva a no pensar ni hacer nada con cordura? ¿Por qué la blonda Venus renueva constantemente su belleza? Sin duda, porque tiene conmigo cierta afinidad, de donde proviene que sacase el color de mi padre, y por esta razón fue llamada por Homero áurea Venus; además, siempre se nos muestra risueña, si hemos de creer a los poetas y a sus émulos, los escultores. ¿Tuvieron, por ventura, los romanos otro culto más fervoroso que el de Flora, madre de todas las voluptuosidades?

Con todo, si se lee atentamente en Homero y en otros vates la vida de los dioses más austeros, se verá que descubren la necedad en todas las acciones. ¿Para qué recordar los amores y devaneos de Júpiter Tonante, o los de aquella severa Diana que, olvidada del recato de su sexo, no iba tanto a la caza de animales como a la de Endimión, por cuyo amor se moría?

Oiga el que quiera a Momo reprocharle sus bellaquerías, pues él fue el que antiguamente se las echaba en cara con frecuencia y quien les dio motivo para que, enojados en medio de su felicidad por las importunaciones de su sabiduría, le precipitasen sobre la tierra, como hicieron también con Ate, diosa del mal; ningún mortal, desde entonces, ha querido dar hospitalidad al desterrado, y mucho menos los reyes en sus palacios, en donde ocupa el primer puesto mi compañera la Adulación, que no tiene con Momo más semejanza que el cordero con el lobo y así los dioses, libres de este importuno, y no teniendo ningún otro censor de sus acciones, pudieron divertirse más dulce y desahogadamente o, como dice Homero, como les dio la gana. 

¿Qué entretenimientos no ofrece aquel hortelano Príapo? ¿Qué diversiones no proporcionan los engaños y raterías de Mercurio? ¿Y no es Vulcano el que en los banquetes de los dioses acostumbra hacer de bufón, y ya su cojera, ya sus patochadas, ya sus ridículas salidas, hacen desternillarse de risa a aquellos beodos? Sileno, el famoso viejo enamorado, suele bailar el lascivo cordax con Polifemo, que brinca que se las pela, mientras las Ninfas apenas tocan la tierra con sus pies; los Sátiros semicabras representan las impúdicas atelanas; Pan, con tal cual estúpida canción, hace reír a todo el mundo, porque los dioses prefieren oír su canto antes que el de las Musas, sobre todo cuando el vino se les sube a la cabeza. ¿Os diré lo que los dioses, ya bien bebidos, hacen al final de sus festines? ¡Por Hércules! Tantas necedades realizan que no puedo, al recordarlas, contener la risa. Pero sobre este asunto más vale callar, como Harpócrates, no sea que algún dios acechón, nos oiga contar estas cosas, por decir las cuales el mismo Momo fue castigado.

CAPITULO XVI: SUPREMACÍA DE LA NECEDAD SOBRE LA RAZÓN

Hora es ya de que, a ejemplo de Homero, dejando las llanuras etéreas, volvamos nosotros a la tierra, para que os muestre que, aquí como allí, no hay nada alegre ni feliz sin mis favores. Notad primeramente con cuánta solicitud ha provisto la madre Naturaleza, creadora del género humano, para que nunca faltase el aderezo de la necedad. Si es verdad, según los definidores estoicos, que la sabiduría consiste en seguir la razón, y la Necedad, por el contrario, en dejarse llevar por las pasiones, ¿no lo es menos el que Júpiter, para que la vida no fuera triste y amarga, nos dió más inclinación a las pasiones que a la razón, lo que va de media onza a una libra?

Por eso relegó la razón a un pequeño rincón de la cabeza, mientras que llevó el desorden a lo restante del cuerpo, y además le opuso dos como tiranos violentísimos: la ira, que tiene la sede de su imperio en el corazón, fuente de la vida, y la concupiscencia, que tiende su dominio hasta más abajo de la región abdominal.

Cuanto pueda la razón contra estas dos fuerzas gemelas decláralo suficientemente la conducta ordinaria de los hombres, pues aunque clame ella indicando el recto camino hasta ponerse ronca y dicte normas de honestidad, las otras se rebelan contra esta pretendida reina, y gritan más fuerte que ella, hasta que un día, cansada ya, acaba por rendirse a ellas.

CAPITULO XVII: LA MUJER, ENCARNACIÓN DE LA NECEDAD

Sin embargo, como quiera que el varón estuviese destinado a gobernar las cosas de la vida, era preciso que tuviese algo más de ese adarme de razón que en él se infundió, y teniendo Júpiter que consultar el caso, heme aquí, como otras muchas veces, llamada a consejo. En verdad que pronto di uno digno de mí, a saber: que se diera una mujer al hombre. Es la mujer un animal inepto y necio; pero, por lo demás, complaciente y gracioso. De modo que su compañía en el hogar suaviza y endulza con su necedad la melancolía y aspereza de la índole varonil. Y así Platón, al vacilar entre incluir a la mujer en la categoría de los animales racionales o en la de los irracionales, no se propuso más que señalarnos la insigne necedad de este sexo. Si, por ventura, alguna mujer quisiera sentar plaza de sabia, no conseguiría sino ser dos veces necia; es como si, a despecho de Minerva, se enviara un buey al gimnasio; porque todo aquel que contra su naturaleza toma las apariencias de la virtud, torciendo su innata inclinación, no logra sino que el vicio aparezca más de bulto. Del mismo modo que, como dice un proverbio griego, “aunque la mona se vista de seda, mona se queda”, así la mujer será siempre mujer; es decir, necia, disfrácese como se disfrace. A pesar de ello, no creo que las mujeres sean tan tontas que vayan a enfadarse conmigo por el mero hecho de que una mujer, es más, la misma Necedad en persona, les reproche su necedad, porque si bien lo miran, es a la Necedad a quien deben el ser por múltiples razones mucho más dichosas que los hombres.

Tienen, en primer lugar, el privilegio de la hermosura, que con razón anteponen a todas las cosas, y por cuya virtud ejercen tiranía aun sobre los mismos tiranos. ¿De dónde creéis que procede la disposición desaliñada del varón, su piel velluda y su espesa barba, que le dan aspecto de vejez, aun siendo joven, sino del hábito de la cordura, mientras que en la mujer siempre advertimos sus mejillas imberbes, su voz siempre fina y su cutis delicado, como si fuese la imagen de una perpetua juventud?

En segundo término, ¿qué otra cosa ambicionan más las mujeres en la vida que agradar mucho a los hombres? ¿No tienden a este fin sus adornos, sus tintes, sus baños, sus peinados, sus afeites, sus perfumes y cuantos artificios emplean para componerse, pintarse y fingir el rostro, los ojos y el cutis? Por consiguiente, ¿hay algo que las haga más recomendables a los hombres que la necedad? ¿Hay algo que éstos no les permitan? ¿Y a cambio de qué, sino del deleite? Lo que deleita, pues, en las mujeres no es otra cosa que la necedad, y así no habrá nadie, piense como quiera en su interior, que no disculpe las tonterías que el hombre dice y las monerías que hace cuantas veces lo disponga el apetito de la hembra.

Ya sabéis, por tanto, cual es el manantial del primero y principal placer de la vida.

►•► CONTINUARÁ ►•►



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