jueves, 23 de mayo de 2024

II PARTE: ERASMO DE ROTTERDAM: ELOGIO DE LA LOCURA O NECEDAD, CAPITULO XVIII: IMPORTANCIA DE LA NECEDAD EN LOS BANQUETES


Retrato de Erasmo de Rotterdam, National Gallery, Londres
Versión de perfil. En El Louvre. Hans Holbein El Joven.

Pero hay algunos, principalmente entre los viejos, bebedores más bien que mujeriegos, los cuales cifran en la mesa su placer primordial. Discutan otros si un banquete sin mujeres puede tener algún encanto; pero lo que puede afirmarse, desde luego, es que ninguno será agradable sin la salsa de la necedad, hasta tal punto, que si en él no se encuentra por lo menos uno que con necedad natural o simulada haga reír a los demás, se pagará a algún bufón o se invitará a algún ridículo parásito que a fuerza de patochadas, es decir, con frases necias, sepa ahuyentar de la fiesta el silencio y la tristeza. Porque, mirándolo bien, ¿qué placer habría en llenar la panza de toda clase de confituras, manjares y golosinas si los ojos, los oídos y el alma toda no recibiesen también su refacción de risa, bromas y donaires? 

De esta clase de postres yo soy única repostera, porque es indudable que las ceremonias de los banquetes, el sorteo para elegir al rey del festín, el juego de los dados, los brindis recíprocos, las rondas de vino, el cantar con el mirto, el danzar y hacer pantomimas, no fué inventado por los siete sabios de Grecia, sino por mí para la salud del género humano. Bien miradas, pues, estas cosas, hay que decir que cuanto más tienen de necias, tanto mejor se vive, que no sé cómo pueda llamarse vida cuando es triste, y triste, en verdad, tiene que ser la vida si no se la libra de la tristeza, hermana melliza del hastío, con toda clase de deleites.

CAPITULO XIX: LA NECEDAD ES LA BASE UNITIVA DE LA AMISTAD

Habrá, tal vez, algunas personas que, desdeñando los deleites de la mesa, se complacen en el amor y trato de los amigos, diciendo y repitiendo que la amistad se ha de anteponer a todo, porque es una cosa tan necesaria que no lo son más ni el aire, ni el fuego, ni el agua; tan agradable, que prescindir de ella valdría tanto como prescindir del sol, y, finalmente, tan honesta, si es que el serlo viene al caso, que los mismos filósofos no vacilan en colocarla entre los primeros y principales bienes. Pero ¿cuál sería vuestra admiración si os demuestro que yo también soy el principio y el fin de este inmenso beneficio? Y os lo voy a probar, no valiéndome de crocodilites, sorites, ceratines ni de ningún otro género de argucias dialécticas, sino de una manera vulgar y mostrándolo como con el dedo.

Decidme: Hacer la vista gorda, confiarse demasiado, cegarse, dejarse alucinar por los defectos de los amigos y, a veces, tomar y admirar como virtudes sus mayores vicios, ¿no es algo muy parecido a la necedad? El amante que besa con ardor un lunar de su querida, el que saborea el fétido aliento de su Inés, el padre que no encuentra más que un pequeño estrabismo en su hijo bizco, ¿qué es todo esto sino pura necedad? Sí, digámoslo muy alto: se trata de la necedad; pero esta sola necedad es la que une y conserva los lazos de la amistad.

Mas fijaos que me refiero a la generalidad de los hombres, de los cuales ninguno nace sin defectos, siendo el mejor de todos aquel que tiene menos, pues en los sabios, gente endiosada, o no arraiga la amistad o la vuelven desagradable e insípida, y aun así, no admiten en intimidad más que a escasas personas, por no decir que a ninguna. Y la razón es obvia: como la mayoría de los mortales desatinan –es más: deliran de mil maneras–, y la amistad sólo se entabla entre semejantes, resulta que, si alguna vez una mutua simpatía aproxima a aquellos austeros personajes, tal simpatía jamás podrá ser constante ni duradera tratándose de esos enojosos espías que andan siempre acechando las faltas de sus amigos con una vista tan penetrante como el águila o como la serpiente de Epidauro; en cambio, ¡qué ciegos son para los suyos, y cuán poco ven el seno de la alforja que les cuelga a la espalda! Así, pues, dado que la condición humana es tal que no se hallará nadie, sin excluir a los hombres de gran talento, que no tenga grandes defectos; dado que los caracteres y gustos difieren tanto; dado que la vida está sembrada de tantos errores, de tantos desaciertos y de tantos peligros, ¿cómo podrían gozar estos argos una hora seguida de la dulce amistad si no la mantuviese lo que los griegos llaman con tanta exactitud la ingenuidad, es decir, la necedad, o, si queréis, la indulgencia para con las debilidades del prójimo? ¿Qué más? ¿No es Cupido, padre y autor de toda simpatía, quien, completamente ciego, toma lo feo por hermoso, y de la misma manera hace que cada uno de vosotros encuentre bello lo que ama, y consigue que el viejo quiera a la vieja como el mozo a la moza? Pues esto es lo que constantemente sucede en el mundo y causa risa; no obstante, esto, que es ridículo, es lo que forma y une la agradable sociedad de la vida. 

CAPITULO XX: LA NECEDAD ES LA CONCILIADORA DEL MATRIMONIO

Óleo y témpera sobre papel montado sobre tabla de pino, Museo de Arte de Basilea, versión del cuadro del Louvre, que se cree que es obra del propio Holbein.

Lo que he dicho de la amistad puede aplicarse con mayor razón al matrimonio, puesto que este no es más que la unión de dos vidas en una sola. ¡Oh dioses inmortales! ¡Cuántos divorcios, o cosas aún peores que el divorcio, se verían a cada paso si mis satélites la Adulación, la Chanza, la Indulgencia, el Engaño y el Disimulo no viniesen a sostener y conservar las costumbres y el vivir conyugal! ¡Ah!, ¡qué pocos matrimonios habría si el novio, obrando como prudente, indagase a qué juegos había jugado antes de casarse la delicada doncellita, tan modesta y púdica en apariencia, y cuántos menos permanecerían unidos si no quedasen ocultas muchas hazañas de las mujeres, gracias al descuido y la estolidez de los esposos! Es cierto que todo esto es efecto de la necedad; pero no lo es menos que a ella se debe que el marido pueda soportar a la mujer y la mujer al marido, que la casa ande tranquila y que en ella reine la concordia. La gente se ríe del infeliz que enjuga con sus besos las lágrimas de la adúltera, y le llama cornudo, consentido, ¡qué se yo cuántas cosas más! Pero ¿no es preferible engañarse de esta suerte a dejarse consumir por los celos y convertirlo todo en escena de tragedia?

CAPITULO XXI: LA NECEDAD, VÍNCULO DE TODA SOCIEDAD HUMANA

En suma, sin mí no habría sociedad posible ni relaciones sólidas y agradables en la vida; sin mí, a la verdad, el pueblo no soportaría largo tiempo a su príncipe, él señor a su criado, la criada a su dueña, el discípulo a su preceptor, el amigo a su amigo, la esposa a su marido, el mesonero a su huésped, el compañero a su compañero ni el convidado al anfitrión; si no se engañaran mutuamente, se adularan unos a otros y usaran de complacencia, frotándose recíprocamente con la miel de la necedad. Sé que todo esto lo juzgáis extraordinario; pero vais a oír algo más extraordinario todavía.

CAPITULO XXII: PAPEL QUE DESEMPEÑA FILAUCIA (EL AMOR PROPIO), HERMANA CARNAL DE LA NECEDAD

me, yo os ruego: ¿Puede amar a alguien el hombre que se odia a sí mismo? ¿Puede estar de acuerdo con otro quien no lo está consigo? ¿Es posible que agrade a los demás el que para sí sea molesto e insoportable? Creo que no habrá quien lo afirme, como no sea más necio que la Necedad. Y aún añado que si se prescindiese de mí, de tal modo nadie podría soportar a otro, que cada cual se apestaría a sí mismo, de sí propio sentiría asco y a sí propio se odiaría, ya que la Naturaleza, que no pocas veces más bien que madre es madrastra, ha dispuesto de tal manera el espíritu de los mortales, principalmente de los menos sensatos, que los incita a despreciar lo suyo y a admirar lo ajeno, lo cual es motivo de que todas las buenas cualidades y todos los atractivos y encantos de la vida se malogren o perezcan. ¿De qué serviría, por ejemplo, la hermosura, ese raro don de los dioses, si se contaminase con la mancha de la afectación? ¿De qué la juventud si la corrompiese el humor avinagrado de la vejez? Y puesto que la belleza debe ser reputada, no sólo como el principio esencial del Arte, sino también de todas nuestras acciones, ¿qué es lo que el hombre lograría realizar bellamente, ya para sí, ya para los demás, si no le tendiese su mano el Amor Propio, es decir, Filaucia, que se sienta a mi diestra y que bien puedo llamar mi hermana, porque con tanta diligencia me suple en todas partes? ¿Hay algo que sea más necio que la complacencia y la admiración de sí mismo? Y, sin embargo, si estáis descontentos de vosotros, ¿qué es lo que podría hacer con gentileza, con gracia y con dignidad? Quitad este estímulo del amor propio, y al punto el orador languidecerá en su acción; el músico no conseguirá emocionar a nadie con sus cadencias; el actor, con todo su dominio escénico, no recogerá más que silbidos; el poeta y sus Musas serán objetos de irrisión, y el pintor y su arte, desdeñados; el médico, con todas sus drogas, se morirá de hambre, y, en fin, veremos convertidos al lindo Nireo en el feísimo Tersites, al rejuvenecido Faón en el anciano Néstor, a Minerva en cerdo, al locuaz en balbuciente y al cortés en patán. ¡Tan necesario es que cada cual se lisonjee a sí mismo y se procure su estimación antes de buscar el aprecio de los demás! En fin, como la primera condición de la felicidad consiste en ser cada uno lo que quiere ser, mi hermana Filaucia da para ello grandes facilidades y abrevia el camino haciendo que nadie se queje de su fisonomía, ni de su ingenio, ni de su nacimiento, ni de su estado, ni de su educación, ni de su patria, de tal manera que el irlandés no quiera cambiar por el italiano, ni el tracio por el ateniense, ni el escita por el nacido en las islas Afortunadas. Y ¡oh admirable solicitud de la Naturaleza, que en tanta variedad de cosas todo lo iguala! Si ella niega a alguno ciertos dones, a ese precisamente le concede Filaucia alguna mayor parte de los suyos., aunque en verdad que al hablar así hablo neciamente, ya que los dones de Filaucia son los más importantes que se pueden apetecer.

No necesito, mientras tanto, deciros que no hay ninguna magna empresa sin mi estímulo, ni artes o ciencias que yo no haya inventado.

CAPITULO XXIII: LA NECEDAD ES LA CAUSA DE LA GUERRA

¿Acaso no es la guerra el germen y la fuente de todos los hechos memorables? Y, sin embargo, ¿qué hay más necio que empeñarse en una de esas luchas sin saber por qué, de dónde ambos bandos sacarán siempre mayor perjuicio que utilidad, y en las que los que sucumben, como se decía de los megarenses, nada significan? Cuando dos ejércitos están frente a frente y resuena el ronco estridor de los clarines, ¿de qué servirían esos sabios consumidos por el estudio, cuya sangre, débil y helada, apenas puede sostener su espíritu? Entonces, los que se necesitan son robustos y bien alimentados, que tengan más audacia que inteligencia, a no ser que se prefieran guerreros como Demóstenes, quien, siguiendo el consejo de Arquíloco, apenas divisó al enemigo, tiró el escudo y huyó, mostrándose tan cobarde soldado como formidable orador.

Mas la inteligencia, se dirá, es de gran importancia en la guerra; indudablemente, y así lo reconozco por lo que al jefe se refiere, y aun en este caso se necesita una inteligencia militar y no filosófica. Por lo demás, los truhanes, los alcahuetes, los ladrones, los asesinos, los villanos, los imbéciles, los petardistas y aquellos que se llaman la hez del pueblo, son los que llevan a cabo empresas tan preclaras, pero nunca las lumbreras de la Filosofía.

CAPITULO XXIV: INUTILIDAD DE LOS SABIOS PARA TODOS LOS MENESTERES DE LA VIDA

De cuán inútiles sean los sabios para todos los menesteres de la vida puede servir de ejemplo el mismo Sócrates, juzgado, aunque con poco acierto, como sabio único por el oráculo de Apolo, y el cual, habiendo querido tratar en público no sé qué asunto, tuvo que retirarse en medio de la rechiflada general de su auditorio. Verdad es que este varón no había perdido el juicio completamente, porque nunca quiso admitir para sí el título de sabio, atribuyéndolo sólo a Dios, y porque estimaba que el sabio debía mantenerse apartado de la política, aunque hubiera hecho muchísimo mejor enseñando, que el que aspire a vivir entre los hombres debe abstenerse de toda sabiduría. ¿Qué fué sino su sabiduría lo que le llevó a ser víctima de una acusación y condenado a beber la cicuta? Mientras filosofaba cerca de las nubes y de las ideas, y contaba los pasos de una pulga, y se extasiaba con el zumbido de un mosquito, no aprendía aquellas cosas que le eran más necesarias para la vida. Y Platón, su discípulo, ¿cómo defendió a su maestro? ¡Como abogado! Y por eso, atolondrado por los gritos de la muchedumbre, apenas si pudo acabar su primer período. 

¿Qué diré ahora de Teofrasto, que al empezar cierta arenga enmudeció de repente, como si hubiese visto a un lobo? Isócrates, que era capaz de animar a los soldados en un campo de batalla, era de tal timidez, que jamás se atrevió a chistar en público. Marco Tulio Cicerón, el príncipe de la elocuencia romana, temblaba y balbucía como un niño cuando comenzaba sus discursos, y, por más que diga Fabio Quintiliano que esta timidez es propia de un orador inteligente y conocedor del peligro, no es posible decir esto sin reconocer abiertamente que la sabiduría es un obstáculo para hacer las cosas con perfección. ¿Qué habrían hecho estos sabios de haberse visto en el trance de combatir con las armas, si se morían de miedo cuando tenían que combatir con meras palabras?

A pesar de ello, se ensalza (¡sea!) aquella famosa sentencia de Platón: “¡Qué felices serían los pueblos si los reyes fueran filósofos, o los filósofos reyes!” Pero si consultáis la Historia, os convenceréis de que nunca ha habido gobiernos más funestos para las naciones que aquellos en que el Poder cayó en manos de algún filosofastro o de algún aficionado a las letras, de lo cual creo son suficiente testimonio los Catones, uno de los cuales trastornó la República con denuncias insensatas, y el otro echó por tierra hasta los cimientos de la libertad del pueblo romano, por defenderla con demasiada sabiduría.

Añadid a estos los Brutos, los Casios, los Gracos y hasta al mismo Cicerón, que no fué menos pernicioso para la República romana que Demóstenes para la ateniense. Marco Aurelio Antonio, aun concediendo que fuese un buen emperador –si bien podría ponerlo en duda, porque, por haber sido filósofo tan consumado, su mismo nombre se había hecho antipático y odioso a los ciudadanos–, pero aun concediendo, repito, que fuese bueno, es indudable que el gobierno de su hijo Commodo resultó tan desastroso para Roma, cuanto saludable había sido el del padre, porque es de notar que todos los que se entregan al estudio de la sabiduría, siendo infelicísimos en las cosas del mundo, lo son singularmente en la procreación de sus hijos, en lo cual, a mi juicio, la previsora Naturaleza procura que el mal de la sabiduría no invada la especie humana y, por eso, Cicerón tuvo un hijo degenerado, como es sabido, y los del sabio Sócrates salieron más a la madre que al padre, según lo ha hecho notar cierto autor, lo cual vale tanto como decir que fueron tontos.

CAPITULO XXV: CONTINÚA LA MISMA MATERIA

Pudiera, sin embargo, tolerarse a los sabios el desempeño de los cargos públicos, aunque nos hiciesen el efecto de asnos tocando la lira, con tal que en los restantes negocios mostraran singular maestría; pero llevad un sabio a un banquete, y es seguro que aguará la fiesta con su melancólico silencio o con sus impertinentes cuestioncillas; hacedle bailar, y creeréis ver saltar a un camello; conducidle a un espectáculo, y solo mirarle a la cara bastará para que nadie se divierta y, como al sabio Catón, se le rogaría que abandonase el teatro, ya que no puede desarrugar el entrecejo; si cae en medio de una conversación, caerá de improviso como el lobo de la fábula; si se trata de compras, de convenios, en una palabra, de alguna de esas cosas de las que no puede prescindirse en la vida diaria, diríais que nuestro sabio más parece un tronco que un hombre. Por tanto, como es del todo inhábil para las cosas ordinarias y discrepa enteramente de las opiniones y de las costumbres del vulgo, resulta absolutamente inútil para sí, para los suyos y para la patria; por lo cual se comprende también que tal diferencia de conducta y de sentimientos debe hacerle aborrecible para todo el mundo. Así, pues, como nada hay en el mundo que no esté lleno de necedad, y hecho por necios y para necios, yo aconsejaría a aquel que pretendiera ir contra la corriente que, imitando a Timón, el misántropo, se vaya a un desierto, y allí solito podrá refocilarse con su sabiduría.

CAPITULO XXVI: IMPORTANCIA POLÍTICA DE LA NECEDAD

Mas, volviendo a mi propósito, ¿qué fuerza ha podido reunir en ciudades a hombres salvajes, rudos e ignorantes, sino la adulación? No otra cosa significan las simbólicas cítaras de Anfión y de Orfeo. ¿Qué fue lo que devolvíó la tranquilidad a la plebe romana, cuando ya estaba próxima a sucumbir? ¿Acaso un discurso filosófico? Nada de eso, sino el pueril y ridículo apólogo del vientre y de las demás partes del cuerpo, de análoga virtud que el otro de Temístocles sobre la zorra y el erizo. Ninguna disertación filosófica llegaría a producir un efecto semejante al que produjo aquella fabula de la cierva de Sertorio, o la de los perros de Licurgo, o también aquella otra, digna de risa, sobre la manera de arrancar los pelos de la cola del caballo del mismo Sertorio, y no quiero decir nada de Minos y de Numa, que gobernaron al pueblo necio con sus fabulosas invenciones. Tales son las tonterías que exaltan a esa enorme y poderosa bestia que llamamos pueblo.

CAPITULO XXVII: LA VIDA HUMANA NO ES MÁS QUE UN JUEGO DE NECIOS

Pero, además, ¿qué estados quisieron adoptar alguna vez las leyes de Platón o de Aristóteles o las máximas de Sócrates? ¿Qué fue lo que determino a los dacios a sacrificarse espontáneamente a los dioses manes, y lo que arrastró a Quinto Curcio hasta el abismo sin la vanagloria, esa encantadora sirena tan extraordinariamente vilipendiada por aquellos filósofos?

Porque ellos os dicen que nada hay más necio que un candidato que halaga al pueblo para obtener sus votos, comprar con prodigalidades sus favores, andar a caza de los aplausos de los tontos, complacerse con las aclamaciones, ser llevado en triunfo como una bandera, y hacerse levantar una estatua de bronce en medio del Foro. Agregad a esto, continúan, la adopción de nombres y sobrenombres, los honores divinos otorgados a gentes que apenas merecen el calificativo de hombres, y los que en las públicas ceremonias se dedican a tiranos infames, equiparándolos a los dioses, y dígase si todo esto no es tan rematadamente necio, que no bastaría un solo Demócrito para reírse de ello.

Y yo contesto: ¿Quién lo niega? Mas, a pesar de ser así, esa necedad es el manantial de donde nacieron los hechos famosos de los grandes héroes que han exaltado hasta las nubes los oradores y literatos; y ella es la que engendra las naciones, conserva los imperios, las leyes, la religión, las asambleas y los tribunales, porque la vida humana no es otra cosa que un juego de necios.

CAPITULO XXVIII: LAS ARTES, FRUTO DE LA VANAGLORIA

Ahora diré algo sobre las artes. ¿Qué es, decidme, lo que mueve al ingenio humano a cultivar tales disciplinas, tenidas como excelsas, y a transmitirlas a la posteridad? ¿No es la sed de gloria? De tantas vigilias y fatigas creyéronse resarcidos algunos hombres verdaderamente necios con no sé qué fama, que es la cosa más quimérica de la tierra. Pero vosotros no olvidéis, entre tanto, cuántas son ya las ventajas excelentes de la vida que debéis a esta necedad y, sobre todo, la que es mucho más agradable, a saber: saborear la necedad de los demás.

CAPITULO XXIX: LA VERDADERA PRUDENCIA SE DEBE A LA NECEDAD

Así, pues, después de haber reclamado para mí las excelencias del valor y del ingenio, ¿qué diríais si reclamase también las de la prudencia? Alguno pensará que esto es querer demostrar que el agua puede mezclarse con el fuego; no obstante, yo espero salir con mi propósito, si, como hasta aquí, me seguís concediendo vuestra benévola atención.

En primer lugar, si es cierto que la prudencia consiste en el uso que se hace de las cosas, ¿a quién debe aplicarse con más propiedad el nombre de prudente: al sabio, que en parte por modestia, en parte por timidez de carácter, no se atreve a emprender nada, o al necio, a quien ni la vergüenza de que carece, ni el miedo al peligro, que nunca se para a considerar, le hacen que ante nada retroceda?

Refugiase el sabio en los libros de los antiguos, de lo que no saca más que un mero artificio de palabras, mientras que el necio, arrostrando de cerca los peligros, adquiere, si no me equivoco, la verdadera prudencia. Homero, aunque ciego, parece que vio esta cuestión del mismo modo, cuando dijo que “el necio no conoce más que los hechos”.

Dos obstáculos hay, principalmente, que dificultan el conocimiento de las cosas: la vergüenza, que ofusca el espíritu, y el miedo, que, presentando el peligro, disuade de acometer las grandes acciones. De ambos os libra maravillosamente la Necedad; pero son pocos los hombres que comprenden las múltiples ventajas que proporciona el no avergonzarse por nada y el atreverse a todo. Y si acaso hubiere entre vosotros algunos de esos que prefieren adquirir aquella prudencia que consiste en una búsqueda, a base de reflexión, del justo valor de las cosas, os ruego que me oigáis cuán lejos están de ella los que se escudan con su nombre. Es preciso notar, desde luego, que todas las cosas humanas, como las Silenas de Alcibíades, tienen dos caras que no se parecen en nada, de tal modo, que si lo que es juzgado solamente por lo exterior se hubiera tomado por la muerte, es realmente la vida si se sondea el interior; y, al contrario, lo que es vida por fuera, es muerte por dentro; lo que es hermoso es feo; la opulencia, miserable; lo infame, glorioso; la sabiduría, ignorancia; lo fuerte, débil; lo noble, plebeyo; lo alegre, triste; lo próspero, adverso; la amistad, el odio; lo dañoso, saludable. En una palabra, abrid la Silena y todo cambia.

Si esto parece tal vez a alguno de vosotros demasiado filosófico, voy a hablaros de una manera más vulgar y a poner mis palabras al alcance de todos.

¿Quién no creerá que un rey es un hombre opulento y poderoso? Pero si su alma no está dispuesta para el bien ni está satisfecha con los tesoros que posee, es un rey verdaderamente muy pobre, y si está dominado por los vicios, es un vil esclavo. El mismo razonamiento valdría para otros muchos casos, pero basta para mi objeto el ejemplo anterior. Y ¿a qué viene todo esto?, dirá alguno. Escuchad la enseñanza que deduzco de ello:

Si cuando los actores están en escena se le ocurriese a alguno quitarles las máscaras para mostrar a los espectadores sus rostros verdaderos y naturales, ¿no trastornaría la comedia y no merecería que el público le arrojase del teatro a pedradas como a un loco de atar? Evidentemente, porque en un momento todo cambiaría de aspecto; la mujer no sería más que un hombre, y el joven, un viejo; el que poco antes era rey se convertiría en un esclavo, y el que hacía de Dios, era un pobre hombre. Pero al deshacer las apariencias se habría perturbado toda la comedia, porque precisamente los disfraces y el afeite son los que mantienen la atención de los espectadores.

Pues bien: ¿qué otra cosa es la vida humana sino una comedia como otra cualquiera, en la que cada uno sale cubierto con su máscara a representar su papel respectivo, hasta que el director de escena les manda retirarse de las tablas? Frecuentemente, este hace representar al mismo actor diversos papeles, y así, el que acaba de aparecer bajo la púrpura de un rey, reaparece luego bajo los andrajos de un esclavo. Todo disimulado, ciertamente; pero la comedia no se representa de otro modo. Si, pues, un sabio bajado del cielo apareciese de repente y comenzase a decir: “Este, a quien todos creen dios y señor, no es ni siquiera hombre, porque dejándose arrastrar como un borrego por sus pasiones, en realidad es un esclavo de ínfima condición, puesto que se complace en servir a tantos y a tan infames amos; este otro, que llora la muerte de su padre, debería alegrarse, porque ahora es, verdaderamente, cuando este comienza a vivir, ya que esta vida no es otra cosa que una continua muerte; aquel otro, orgulloso de su estirpe, plebeyo y bastardo se habría de llamar, porque está muy lejos de la virtud, que es la única fuente de nobleza.” Si este sabio de mi ejemplo hablase de todo lo demás de la misma manera, ¿qué conseguiría sino ser tenido por todos por un loco de remate? Creedme: de la misma suerte que no hay nada más necio que la sabiduría importuna, nada hay tampoco más imprudente que la prudencia mal entendida, porque no entiende el asunto el que pretende que la comedia deje de ser comedia, y no sabe acomodarse al tiempo y a las circunstancias o, al menos, no quiere acordarse de aquella regla de los banquetes que dice: O bebe o lárgate. Por el contrario, el verdadero prudente será el que sabiendo que es mortal, no se meta en libros de caballería y obra como la mayor parte de los hombres, que, o se avienen a hacer como que no ven, o se engañan con mucha cortesía. ¡Pero esto, se dirá, no es más que necedad! De ningún modo he de negarlo, con tal que se reconozca a su vez que tal es el modo de representar la comedia humana.

CAPITULO XXX: LA NECEDAD CONDUCE A LA SABIDURÍA, INTOLERABLE CONDICIÓN DE LOS QUE EL VULGO TIENE POR SABIOS

¡Oh dioses inmortales! ¿Callaré o diré lo que resta? Y ¿por qué he de callarlo, si es la pura verdad? Pero, antes de abordar tan alta empresa, acaso sería más conveniente impetrar el auxilio de las Musas del Helicón, que los poetas suelen invocar tantas veces por simples nonadas. ¡Inspiradme, pues, un momento, hijas de Júpiter, para mostrar que nadie puede llegar a alcanzar la excelsa sabiduría, donde reside el tesoro de la felicidad, sin tomar por guía a la Necedad!

Primeramente, está fuera de duda que todas las humanas pasiones son del dominio de la necedad, puesto que la característica que distingue al necio del sabio es que aquél se deja llevar por ellas, mientras que este sigue los dictados de la razón. Por eso los estoicos recomiendan al sabio que se aparte de tal género de desórdenes, como si se tratara de enfermedades; no obstante, las pasiones, no sólo hacen las veces de pilotos para los que quieren navegar hacia el puerto de la sabiduría, sino que también suelen ser en todo acto de virtud algo así como espuela y acicate que estimulan a obrar bien.

Y si es bien cierto que Séneca es típico hasta más no poder, sostiene tenazmente que el sabio debe carecer de toda clase de pasiones; sin embargo, al hacer esa afirmación no dejó en el sabio nada de ser humano, sería como una especie de Dios o un demiurgo, que no ha existido ni existirá nunca sobre la tierra; es más: para decirlo más claro, sería una estatua de mármol con figura de hombre, pero insensible y por completo ajena a todo humano sentimiento. Por tanto, gocen en paz los estoicos de este su sabio, si les place; ámenle sin temor a rival alguno, pero vivan con él allá en la ciudad de Platón o, si les parece mejor, en la región de las Ideas o en los jardines de Tántalo.

Nadie habría, en verdad, que no huyese, horrorizado, como de un monstruo o de un espectro, de un hombre tal, sordo a todos los sentimientos de la Naturaleza; de un hombre sin pasión alguna, a quien ni el amor ni la misericordia le hacen más mella que si fuese de pedernal o de roca de mármol; de un hombre a quien nada se le oculta y nunca se equivoca, sino que, como otro Linceo, todo lo descubre, todo lo pesa y mide con minuciosidad, y nada ignora; de un hombre que solo está contento de sí mismo y que se cree el único fuerte, el único prudente, el único soberano, el único libre y, en una palabra, el único en todas las cosas, aunque solo en su opinión; de un hombre que no convive con los amigos, porque no tiene ninguno; de un hombre, en fin, que no repararía en mandar ahorcar a los mismos dioses, y que todo cuanto ve hacer a los demás lo condena como extravagante y se ríe de ello.

Tal es el bicho raro que los estoicos consideran como el prototipo del sabio. Decidme, pues: si se tratase de elegir, ¿qué nación elegiría un gobernante de este tipo, ni qué ejército lo designaría para general? Digo más: ¿qué mujer querría un marido semejante, qué huésped invitaría a tal convidado, qué criado tomaría un amo de esa catadura o sería capaz de soportarle? ¿Quién no ha de preferir a uno cualquiera de entre los más necios de la plebe, que, siendo necio, podrá mandar u obedecer a los necios, que será agradable para con sus semejantes, y la inmensa mayoría, complaciente con su mujer, alegre con sus amigos, atento con sus convidados, afable compañero, y, por último, que nada que sea humano ha de reputarlo ajeno a su persona?

Mas como ya hace tiempo que voy sintiendo lástima de este pobre sabio, vuelvo a hablar de los demás beneficios que proporciono a los hombres. 

CAPITULO XXXI: LAS CALAMIDADES HUMANAS REMEDIADAS POR LA NECEDAD. 

—FAVORES ESPECIALES QUE DISPENSA A LOS VIEJOS Y A LAS VIEJAS

Veamos: si alguien desde una excelsa atalaya mirase en torno de sí, como hace Júpiter, según dicen los poetas, vería cuántas calamidades afligen la vida de los hombres: nacimiento inmundo y miserable, crianza penosa, infancia expuesta a tantos rigores, juventud sujeta a un sinnúmero de fatigas, ancianidad llena de molestias y, por fin, la muerte inexorable. Vería también la multitud de enfermedades que acosan la vida humana, los infinitos accidentes que la amenazan, las muchas desgracias que sobrevienen y cómo no hay nadie que no esté rebosando hiel.

No hablo de los males que el hombre causa al hombre, como son, por ejemplo, la pobreza, la cárcel, la infamia, la vergüenza, las torturas, las asechanzas, la traición, las injurias, los litigios, los fraudes…Pero ¡parece que intento contar las arenas del mar! No os voy a explicar ahora la razón de que los hombres hayan merecido tales castigos, ni que Dios, encolerizado, los haya hecho nacer en tales desventuras; pero el que medite sobre esto, ¿acaso no disculpará el suicidio de las doncellas de Mileto, aunque se compadezca de ellas?

Con todo, ¿quiénes han sido principalmente los que apelaron al suicidio como recurso contra el destino y contra el hastío de la vida? ¿No fueron, por ventura, los devotos de la sabiduría? Sin hablar de los Diógenes, de los Jenócrates, de los Catones, de los Casios y de los Brutos, os citaré solamente a aquel Quirón que, pudiendo gozar de la inmortalidad, prefirió de buen grado la muerte.

Supongo que comprenderéis bien lo que sería del mundo si todos los hombres fueran como estos sabios; muy pronto la tierra se quedaría desierta y habría que echar mano a una arcilla y acudir a otro alfarero como Prometeo. Por eso yo, valiéndome unas veces de la ignorancia, otras de la irreflexión, algunas del olvido de los males, no pocas de la esperanza de los bienes y, en ocasiones, de una gota de la miel de los deleites, voy remediando de tal modo las innúmeras calamidades humanas, que ningún mortal quiere dejar la vida aunque se le acabe el hilo de las Parcas y haga ya tiempo que comenzó a despedirse del mundo. Las mismas razones que debían convencerle para no desear conservar la existencia, son, sin embargo, las que le incitan a querer vivir más; ¡tanto aborrecen experimentar cualquier tristeza!

Si; gracias a mí, vemos por doquier a esos viejos de senectud nestórea que apenas tienen ya forma humana, balbucientes, chochos, desdentados canosos, calvos y –para pintarlos mejor con las palabras de Aristófanes“sórdidos, encorvados, fatigosos, arrugados, pelados, sin dientes e impotentes”, pero que de tal modo les vemos amar la vida, que hacen todo lo posible por rejuvenecerse; y así, el uno se tiñe las canas, el otro disimula la calva con una peluca postiza, el otro se guarnece la boca con dientes, que acaso pertenecieron a un cerdo; este se muere de amor por una jovencilla y comete por ella más extravagancias que un adolescente, y no es raro que cuando ya están decrépitos y con un pie en la sepultura, se casen con alguna jovenzuela sin dote, que hará la dicha de los otros, cosa tan común en nuestros días, que casi se la estima como un mérito.

Pero aún resulta mucho más divertido el ver a ciertas viejas, que casi ya se caen de viejas, y tienen tal aspecto de cadáver que parecen difuntas resucitadas, decir a todas horas que la vida es muy dulce, estar todavía en celo, o sensuales como cabras, usando de la frase griega; las cuales seducen a buen precio a un nuevo Faón, se embadurnan constantemente el rostro con afeites, nunca se separan del espejo, se depilan las partes secretas, enseñan todavía sus pechos blandos y marchitos, solicitan con tembloroso gruñido sus apetitos lánguidos, beben a todas horas, se mezclan en los bailes de las muchachas y escriben cartitas amorosas. 

Todo el mundo se ríe de ellas y las considera como lo que son: muy necias; pero ellas están contentas de sí mismas, hállanse mientras tanto en sus delicias, y dichosas con mis favores, resúltales la vida una pura miel. Para quienes todo esto es una ridiculez, reflexionen y díganme si no vale más dejarse llevar de esas necedades que así endulzan la existencia, que buscar un árbol donde ahorcarse, como vulgarmente se dice, pues tengan en cuenta que si el vulgo juzga aquello como una deshonra vergonzosa, a mis adeptos, los necios, les importa un bledo, porque el deshonor apenas los alcanza, o, si los alcanza, no necesitan mucho trabajo para despreciarlo. Que les caiga una piedra sobre la cabeza, y eso sí que es una desgracia; pero como la vergüenza, la infamia, la deshonra y las injurias, en tanto ofenden en cuanto se tiene conciencia de ellas, claro es que cuando falta esa conciencia no se estiman como males. ¿Qué os importa a vosotros que todo el mundo os silbe, con tal que vosotros mismos os aplaudáis? Pues bien: solamente la Necedad permite hacer estas cosas.

CAPITULO XXXII: ELOGIO DE LA IGNORANCIA. –LA EDAD DE ORO.– LAS CIENCIAS SON MALES DE LA VIDA

Pero me parece que oigo protestar a los filósofos: “Eso que tú ensalzas –dicen ellos– es deplorable; es ser dominado por la necedad y en virtud de ella errar, ignorarse, ignorar.Precisamente –les contesto yo– eso es ser hombre; y no veo por qué lo llamáis deplorable, cuando así también habéis nacido vosotros, así os habéis criado, así os habéis educado, y ésa es la suerte común a todos los mortales. No es posible decir que sea deplorable aquello que se deriva de la propia naturaleza del ser, a menos que se crea que hay que compadecer al hombre porque no puede volar como las aves, ni andar a cuatro patas como los cuadrúpedos, ni estar armado de cuernos como el toro. Por el mismo motivo se podría decir que un hermoso caballo es desdichado porque no conoce la gramática ni come pasteles, y que también lo es el toro porque no puede hacer gimnasia. Por consiguiente, del mismo modo que el caballo no es desgraciado porque desconozca la Gramática, así el hombre tampoco lo es porque sea necio, puesto que la necedad se halla conforme con su naturaleza.

Pero a esto replican los sofistas: “El conocimiento de las ciencias es peculiar al hombre, con cuyo auxilio compensa el entendimiento las deficiencias de la Naturaleza.” Como si la Naturaleza –respondo yo– hubiese tenido al crear al hombre una ley distinta de la que tuvo al crear a los demás seres, y como si ella, tan previsora para los mosquitos y hasta para las hierbas y las florecillas, solamente se hubiese dormido con respecto al hombre, forzándole a buscar las ciencias; más bien hay que decir que Teuto, ese genio malhechor enemigo del género humano, las ideó para colmo de sus tormentos, ya que resultan tan poco útiles para la dicha que hasta perjudican a quien la alcanza, si se mira el fin con que fueron propiamente descubiertas, como, según Platón, dijo con admirable frase un rey sapientísimo sobre la invención de la escritura. Por tanto, reconozcamos que las ciencias fueron introducidas como una de tantas calamidades de la vida humana, y por eso a los autores de estos males, de quienes proceden todas las desventuras, se los llama demonios, nombre que en griego equivaldría a damonac, que significa los que saben

¡Oh, qué sencillas eran aquellas gentes de la edad de oro, que desprovistas de toda especie de ciencia, vivían sin más guía que las inspiraciones de la Naturaleza y la fuerza del instinto! ¿Para qué era necesaria la Gramática, cuando el idioma era el mismo para todos y no se buscaba en el lenguaje otra cosa que entenderse unos con otros? ¿De qué les hubiera valido la Dialéctica, no habiendo opiniones contrarias? ¿Qué lugar podría tener entre ellos la Retórica, no metiéndose nadie en los negocios ajenos? ¿Para qué recurrir a la Jurisprudencia, si estaban apartados de las malas costumbres, que han sido, sin duda alguna, el origen de las buenas leyes? Los hombres eran demasiado religiosos como para llegar, con impía curiosidad, a escudriñar los arcanos del Universo, las dimensiones de los astros, sus movimientos, sus efectos y las recónditas causas de las cosas. Se consideraba como un crimen el que alguien intentase penetrar más allá de lo que sus fuerzas le permitían, y la locura de sondear lo que sucede más allá de los cielos, ni siquiera se le pasaba a ninguno por la imaginación.

Mas, perdida poco a poco esta ignorancia de la edad de oro, fueron inventadas las ciencias, como he dicho, por los genios del mal, si bien al principio, en corto número, fueron por muy pocos cultivadas; después, la superstición de los caldeos y la ociosa fantasía de los griegos añadieron otras mil, verdaderos tormentos del espíritu, hasta el punto de que una sola de ellas, la Gramática, basta y sobra para torturar toda la vida de un hombre.

CAPITULO XXXIII: CIENCIAS QUE MÁS SE CONFORMAN CON LA NECEDAD

No obstante, las más estimadas entre todas estas ciencias son las que más se aproximan al sentido común, es decir, a la necedad. Mueren de hambre los teólogos, se desalientan los físicos, son objeto de burla los astrólogos, y de menosprecio los dialécticos, y solamente el médico vale más que muchos hombres, porque a los de este oficio, cuanto más ignorantes, audaces e indiscretos son, en mayor aprecio se los tiene aún entre la gente principal; y así puede afirmarse que la Medicina, especialmente tal como la ejercen hoy muchos, no es otra cosa que el arte de agradar a su enfermo, en tanto grado como pueda serlo la Retórica con respecto a su auditorio.

Después de los médicos, ocupan el lugar inmediato los leguleyos (si es que no ocupan el primero), de cuya profesión acostumbran burlarse los filósofos unánimemente, por considerarla propia de jumentos. Yo nunca seré de esta opinión, pues lo cierto es que estos burros son los que regulan a su antojo los grandes y los pequeños negocios de la vida y ven aumentar su fortuna, mientras los teólogos, después de haber sacado de sus tinteros todo lo divino, devoran sus habas y hacen una guerra sin cuartel a las chinches y a los piojos. Así, pues, como las ciencias que proporcionan mayor provecho son las que guardan mayor afinidad con la Necedad, así también los hombres más felices son los que logran abstenerse absolutamente de toda relación con las ciencias y se dejan guiar tan solo por la Naturaleza, que en nada nos falta sino cuando se pretende traspasar sus límites, y la cual odia lo artificial y se muestra tanto más hermosa allá donde no ha sido profanada por el arte.

CAPÍTULO XXXIV: LOS ANIMALES SON MAS FELICES QUE EL HOMBRE 

Veamos: ¿No veis acaso que entre los animales de otras especies viven más dichosos los que son completamente ajenos a toda educación y no se dejan conducir por otro guía que no sea la Naturaleza? ¿Quiénes más felices y admirables que las abejas, a pesar de no tener todos los sentidos? ¿Qué arquitecto puede igualarlas en la construcción de edificios, o qué filosofo ha fundado jamás una república semejante? En cambio, el caballo, por tener una inteligencia parecida a la del hombre y vivir bajo su mismo techo, es también partícipe de las humanas desdichas, y así, no es raro verle reventar en las carreras por el afán de no ser vencido, o caer herido en los campos de batalla, ganoso de triunfar y, junto con el jinete, morder el polvo de la tierra. Y eso que no hablo del freno que lo contiene, ni de las espuelas que lo punzan, ni de la prisión de la cuadra, ni de los latigazos, palos, bridas y jinete, ni, en fin, de todo el atalaje de la esclavitud, a la que se sometió voluntariamente cuando, por imitar a los héroes, sintió con vehemencia el deseo de vengarse de sus enemigos. 

¡Oh! ¡Cuán preferible es la vida de las moscas y de los pájaros, que viven a su capricho y sólo obedecen al instinto de la Naturaleza, mientras pueden escapar a las asechanzas del hombre! Encerrad a un pájaro en una jaula, enseñadle a remedar la voz humana, y es increíble cuánto pierde de su gracia natural. ¡Tan cierto es que las creaciones de la Naturaleza son siempre más bellas que lo que finge el arte! De esta manera nunca alabaré bastante al famoso gallo de Luciano, el cual, habiéndose transformado primero en filósofo, bajo la figura de Pitágoras, y luego sucesivamente en hombre, en mujer, en rey, en simple particular, en pez, en caballo, en rana, y creo que hasta en esponja, juzgó que no había animal más desdichado que el hombre, porque todos los animales se contienen dentro de los límites de su condición, y sólo el hombre es el que intenta franquear los que le ha impuesto la Naturaleza. 

CAPITULO XXXV: VENTAJAS QUE LOS NECIOS TIENEN SOBRE LOS SABIOS 

Dicho filósofo (Luciano) reconoce también muchas mayores preferencias a los ignorantes que a los doctos y a los ilustres, y en el famoso Grillo fue bastante más listo que el prudente Ulises, porque prefirió continuar gruñendo en la pocilga, a marcharse con él a correr aventuras peligrosas. 

Homero, padre de las fábulas, me parece que comparte esta opinión, puesto que, a menudo, llama a todos los mortales desdichados y desgraciados, y a Ulises, según él el prototipo de sabio, le da muchas veces el calificativo de “infeliz” que no aplicó jamás ni a Paris, ni a Ajax, ni a Aquiles. ¿Por qué razón? Pues, sencillamente, porque aquel taimado farsante no hacía nada sin consultar a Palas, y por exceso de sabiduría se apartaba cuanto podía de las leyes de la Naturaleza. Por tanto, así como los que están más lejos de la felicidad son aquellos que cultivan el saber, mostrándose entonces doblemente necios, ya que, a pesar de haber nacido hombres, olvídense de su condición, pretendiendo emular a los dioses inmortales, y, a ejemplo de los titanes, declaran la guerra a la Naturaleza valiéndose de los ardides de la ciencia, así los menos desdichados son aquellos que más se aproximan a los instintos de los brutos y a la necedad, y no intentan nada que supere las fuerzas humanas. 

Veamos si podemos probar esto también, pero no con entimemas de los estoicos, sino con un ejemplo vulgar. ¡Por los dioses inmortales!, decidme: ¿Hay alguien más feliz que esos hombres a quienes las gentes llaman estultos, necios, imbéciles y tontos, nombres que son a mi entender hermosísimos? Quizá a primera vista, esto parezca necio y absurdo y, sin embargo, es una gran verdad. En primer lugar, estos se ven libres del miedo de la muerte, que es, ¡vive Júpiter!, no pequeña ventaja; no sienten remordimientos de conciencia; los cuentos de aparecidos no los espantan; no se asustan de los fantasmas ni de los duendes; no los turba el temor de los males que los amenazan, ni se hinchan de orgullo por la perspectiva de los bienes futuros; en una palabra, no los consumen las mil y mil preocupaciones que atormentan la vida; no conocen la vergüenza, ni el respeto, ni la ambición, ni la envidia, ni el amor; y por ´ultimo, por mucho que se acerquen en sus actos a la estupidez de los brutos, no pecan en opinión de los teólogos. 

Medita ahora lo que digo, sabio archinecio, y considera todos los cuidados que torturan tu espíritu por doquier, de día y de noche; reúne en un montón todas las molestias que te afligen en la vida, y al cabo comprenderás de cuántos males he preservado yo a mis amados necios. Añádase a esto que ellos no solamente se regocijan, juegan, cantan y ríen a todas horas, sino que adondequiera que van, llevan consigo el placer, la broma, la diversión y las carcajadas, como si tal virtud la hubiesen recibido por la indulgencia de los dioses para alegrar las tristezas de la vida humana. De esta forma, mientras los otros hombres inspiran a los demás muy contrarios afectos, los míos son por todos recibidos unánimemente con los brazos abiertos y los consideran como amigos, los buscan, los regalan, los festejan, los abrazan, los socorren si necesitan, les toleran cuanto dicen y cuanto hacen, y hasta tal punto nadie desea causarles daño, que los mismos animales salvajes templan con ellos sus rigores, como si naturalmente tuvieran conciencia de su condición inofensiva. 

Están, pues, en verdad, al amparo de los dioses y al mío singularmente, y, por tanto, nadie se atreve a disputarles este privilegio. 

CAPITULO XXXVI: CONTINUA LA MISMA MATERIA ´ 

Y ¿qué os parece si os digo que los más grandes reyes gustan tanto de mis protegidos, que algunos no pueden ni comer, ni pasear, ni pasar una hora entera sin sus bufones, y a menudo anteponen estos tontos a los austeros sabios, que sólo por pura vanidad acostumbran sustentar algunas veces en sus casas? A causa de esta preferencia, no creo que a nadie se le oculte ni sorprenda, pues esos sabios no suelen hablar a los príncipes más que de cosas tristes, y engreídos con su doctrina, no temen a veces herir los oídos delicados con mordaces verdades; en cambio, los bufones procuran lo único que los príncipes buscan a toda costa, no importa dónde: juegos, pasatiempos, carcajadas y distracciones. Tened por cierto que el necio posee una cualidad que no es de despreciar: la de ser sólo él franco y verídico. Y ¿qué cosa hay más digna de alabanza que la verdad? Aunque Platón en su Banquete hiciese decir a Alcibíades que sólo se halla en la embriaguez y en la infancia, no obstante, toda esa alabanza a mí especialmente se me debe, como afirma Eurípides, de quien es aquel célebre proverbio referente a nosotros: “El necio no dice más que necedades.” El tonto, lo que lleva en el pecho es lo que lleva en la cara y lo que le sale por la boca; pero los sabios tienen dos lenguas, según asegura el mismo Eurípides, una de las cuales dice la verdad, y la otra sólo lo que conviene, según las circunstancias; para estos, es blanco lo que ayer era negro, o es frío ahora lo que antes era caliente, porque hay una gran distancia entre lo que esconden en su interior y lo que fingen con sus palabras. En verdad que los príncipes, con toda su felicidad, me parecen extremadamente desdichados, por faltarles quien les diga la verdad y porque se ven obligados a tener a su lado aduladores en lugar de amigos. Pero alguien me dirá: “Es que los oídos de los príncipes aborrecen la verdad, y por esto mismo huyen de los sabios, temiendo tropezar con alguno libre en demasía que se atreve a decirles cosas más verdaderas que agradables.” 

CAP. XXXVI: ELOGIO DE LA NECEDAD

Conformes: los reyes no aman la verdad. Y, sin embargo, he aquí una cosa admirable: el ejemplo de mis fatuos prueba no solamente que los reyes acogen con placer las verdades, sino también hasta las injurias directas, y se da el caso de que aquello que dicho por un sabio se habría castigado con la muerte, produzca en labios de un tonto un contento increíble. La verdad, en efecto, posee cierta natural virtud de agradar; pero este es un privilegio que los dioses no han concedido más que a los necios. He aquí por qué, generalmente, gusten tanto las mujeres de los hombres de este jaez, pues siendo por su naturaleza más inclinadas al placer y a la frivolidad, todo lo que hacen bajo dicho pretexto, aunque a veces se trate de lo más grave, achacándolo a broma y a juego. ¡Es un sexo tan ingenioso, sobre todo cuando se trata de paliar sus deslices!...

CAPITULO XXXVII: CONTINÚA EL MISMO ASUNTO DE LOS DOS CAPÍTULOS ANTERIORES

Volviendo a la felicidad de los fatuos, digo que, después de haber pasado su vida muy alegremente, sin temer ni sentir la muerte, se van derechitos a los Campos Elíseos para divertir con sus pasatiempos a las almas piadosas y ociosas. Compárese ahora a cualquier sabio con un necio de esta clase. Pues hacéos cuenta de que a este oponéis, como prototipo de sabiduría, un hombre que ha gastado su infancia y su juventud en aprender diversas disciplinas, que ha perdido lo mejor de su vida en constantes vigilias, cuidados y fatigas, y que en el tiempo restante no ha gustado el menor placer; un hombre siempre sobrio, pobre, triste, severo, áspero y duro para sí mismo; odioso e insoportable para los demás; pálido, seco, enfermizo, legañoso, con aspecto de viejo, que antes de tiempo encanece y antes de tiempo se marcha al otro mundo, por más que nada le importe morir a quien jamás vivió. ¡Ahí tenéis el lindo retrato de un sabio!

CAPITULO XXXVIII: NECEDAD DE LOS DIOSES

Pero ya oigo croar otra vez a las ranas del Pórtico, esto es, los estoicos. “No hay mayor desgracia –dicen– que la locura. Ahora bien: la necedad declarada está muy cerca de la locura, o, mejor dicho, la necedad es la misma locura. Porque ¿qué otra cosa es la locura sino el extravío de la razón?” Mas los que así piensan incurren en un error así; por lo cual, con la ayuda de las Musas, voy a deshacer tal silogismo en un instante. Trátase, en efecto, de un argumento especioso; pero, así como Sócrates, según dice Platón, enseñaba que en una Venus pueden verse dos Venus, y en un Cupido dos Cupidos, de la misma manera debieran estos dialécticos distinguir entre una y otra clase de locura, si es que quieren pasar por cuerdos. Porque no puede admitirse que toda locura sea funesta, pues de lo contrario, no hubiera escrito Horacio: “¿Soy juguete de una amable locura?”, ni Platón habría colocado entre las mayores excelencias de la vida la exultación de los poetas, la de los adivinos y la de los amantes, ni la Sibila hubiese calificado de loca la empresa de Eneas. Hay, pues, realmente dos clases de locura. Una es la que las Furias vengadoras vomitan en los infiernos cuando lanzan sus serpientes para encender en el corazón de los mortales, ya el ardor de la guerra, ya la sed insaciable del oro, ya los amores criminales y vergonzosos, ya el parricidio, ya el incesto, ya el sacrilegio, ya cualquier otro designio depravado, o cuando, en fin, alumbran la conciencia del culpable con la terrible antorcha del remordimiento. Pero hay otra locura muy distinta que procede de mí, y que por todos es apetecida con la mayor ansiedad. Manifiéstase ordinariamente por cierto alegre extravío de la razón, que a un mismo tiempo libra al alma de angustiosos cuidados y la sumerge en un mar de delicias. Tal extravío es el que, como un gran favor de los dioses, pedía Cicerón en sus Cartas a Ático, a fin de perder la conciencia de sus muchas adversidades. 

Tampoco lo consideró como un mal aquel habitante de Argos que había estado loco hasta el punto de pasar todo el santo día en el teatro completamente solo, riendo, aplaudiendo y divirtiéndose, porque creía ver representar comedias admirables, aunque en el escenario no había nada, lo cual no era obstáculo para que practicase bien todos los deberes de la vida: “alegre con los amigos, complaciente con su mujer e indulgente con los criados, no enfureciéndose nunca porque le destaparan una botella.” Habiéndole curado su familia a fuerza de cuidados y medicamentos, y ya recobrando el juicio y completamente sano, se lamentó con sus amigos en estos términos: “¡Vive Pólux, amigos, que me habéis matado! No, no me habéis curado quitándome esa dicha, haciendo desaparecer a viva fuerza el extravío más dulce de mi espíritu.” Y tenía mucha razón. Ellos eran los que se equivocaban y los que más necesitaban el eléboro, por haber creído expulsar con drogas, como si se tratase de una enfermedad, una locura tan divertida y tan feliz. Con esto no quiero afirmar que sea lícito dar el nombre de locura a toda aberración de los sentidos o del espíritu, ni que pueda, por ejemplo, considerarse como loco a aquel que, por tener telarañas en los ojos, confunda un mulo con un pollino, o aquel otro que del mismo modo admire como perfecta una poesía ramplona. Pero si al error de los sentidos se añade el del juicio, entonces sí puede afirmarse que tal hombre no está lejos de la locura; así ocurrirá, por ejemplo, con el individuo que oyendo a un asno rebuznar creyera escuchar una maravillosa sinfonía, o con aquel otro, pobre y de baja condición, que pensara ser Creso, rey de Lidia. Sin embargo, cuando este género de locura es inclinada al deleite, como ocurre con frecuencia, reporta no menos regocijo a los que la tienen que a los que la presencian, sin ser estos tan locos como aquellos, pues siendo esta variedad de locura más general de lo que se cree, el loco riese del loco, unos a otros se proporcionan recíproco solaz, y no es raro observar que el que lo es más se burla con mayores ganas del que lo es menos. 

CAPÍTULO XXXIX: ALGUNAS FORMAS DE LA NECEDAD: LA CAZA, LA MONOMANÍA DE EDIFICAR, LA ALQUIMIA Y EL JUEGO 

No obstante, cuanto más necia es una persona, más feliz es, según juicio de la Necedad, siempre que no se salga de aquel género de locura que a mí me es peculiar y que se halla tan extendido que yo no sé si entre todos los mortales podría encontrarse alguno que constantemente sea sensato y no esté poseído de cierta especie de locura. La diferencia entre ambas locuras estriba en que el uno confunde una calabaza con una mujer, y a este llaman loco, porque esto se les ocurría a poquísimas personas, y en que el otro, aunque comparta su mujer con otros muchos, la pondera en más que a Penélope y ensalza sus perfecciones de modo inusitado; este tal se engañaría dulcemente, y no habría nadie que le creyese loco; su caso es muy frecuente. ¡Hay tantos maridos que hacen lo mismo! También hay que colocar entre mis fieles aquellos otros que ante la caza mayor todo lo juzgan despreciable, y dicen recibir placer singularísimo cuando oyen el bronco sonido del cuerno con los aullidos de su jauría, y sospecho que hasta cuando huelen los excrementos de sus perros se imaginan que es cinamomo. ¡Qué dicha tan incomparable la de descuartizar la pieza!... Porque eso de despedazar toros y carneros, es bajo y plebeyo; solamente al noble corresponde hacer cuartos a las fieras. El hidalgo, con la cabeza descubierta, hincado de rodillas y armado del cuchillo destinado a este uso (porque emplear cualquier otro no sería lícito), va cortando religiosamente ciertos miembros del animal, con ciertos gestos y según cierto orden, mientras que la multitud silenciosa que le rodea admira con recogimiento, como si fuese una novedad, un espectáculo ya visto por milésima vez; y si alguno ha tenido la suerte de saborear un pedazo de la res, lo considera como un título de nobleza. Así, pues, a fuerza de perseguir bestias feroces y engullírselas nuestros cazadores casi acaban por convertirse en una especie de alimañas, aunque supongan que se dan una vida de reyes. 

A su lado hay que poner a los que, consumidos por la monomanía de edificar, cambian hoy lo redondo en cuadrado y mañana lo cuadrado en redondo; y lo hacen sin ton ni son, hasta que, viviendo en la extrema indigencia, no les queda ya ni donde vivir, ni de qué comer. ¡Miserables! Mas ¿qué les importa, si entre tanto pasaron unos cuantos años gozando de la vida? Asimismo, figuran junto a ellos, a mi juicio, los que, cultivando las nuevas ciencias ocultas, afanarse por transmutar la naturaleza de los cuerpos, y andan por tierras y por mares a caza de no sé qué quinta esencia. A estos los cautiva de tal manera la dulce esperanza, que jamás los arredran los trabajos ni los dispendios, y siempre están ideando, con ingenio sutilísimo, algo que, aunque los burle una vez más, les proporcione una grata ilusión, hasta que llega el día en que, consumido todo su caudal, no tienen ni aun para encender sus hornillos. No por ello, sin embargo, renuncian a soñar con sus desvaríos; antes bien, engatusan a los demás a gozar de la misma felicidad, y cuando ya han perdido toda esperanza, réstales aún una máxima que es para ellos altamente consoladora, a saber: “Que las cosas grandes, con intentarlas basta,” y así achacan el fracaso a la brevedad de la vida, que nunca es suficiente para llevar a cabo arduas empresas. 

Dudo un poco si debo o no admitir a los jugadores entre los nuestros. Sin embargo, hay que afirmar que es un espectáculo absolutamente tonto y ridículo el que ofrecen algunos de ellos, tan apasionados por el juego, que apenas oyen el ruido de los dados, ya les está dando brincos el corazón. Después, embriagados por las promesas que constantemente les tiende la avaricia de la ganancia, llevan su patrimonio a naufragar y estrellarse en el escollo del tapete verde, no menos temible que el cabo Malio; pero apenas han salido del agua en cueros vivos, engañan a cualquiera antes que a quien les ganó el dinero, para que no se diga que son hombres de poca formalidad. ¿Qué más? Cuando ya son viejos y están casi ciegos, causa risa verlos jugar con antiparras; y, por último, cuando la vengadora gota les paraliza sus dedos, ¿no pagan un sustituto para que eche por ellos los dados en el cubilete? Todo lo cual sería muy delicioso si no fuera que como el juego muchas veces degenera en rabia, más bien que a mí, corresponde a las Furias. 

CAPITULO XL: LA SUPERSTICIÓN COMO FORMA DE NECEDAD 

Pero he aquí otros hombres que, sin duda alguna, son de nuestra grey. Quiero hablar de los que se complacen en contar o en oír milagros y mentiras monstruosas y nunca se cansan de escuchar las fábulas más extrañas acerca de espectros, de duendes, de fantasmas, de infiernos y de otras mil maravillas por el estilo, las cuales, cuanto más se apartan de la verdad, más crédito les dan las gentes, y con mayor delicia las escuchan. Adviértase que esto no sirve tan sólo para matar el tiempo a maravilla, sino también para ganar dinero principalmente a los clérigos y predicadores. Afines a estos son los que tienen la necia, aunque dulce persuasión, de que si ven alguna imagen o cuadro de San Cristóbal, el Polifemo cristiano, ya no se morirá aquel día; los que por rezar cierta oración ante la efigie de Santa Bárbara, se imaginan que volverán sanos y salvos de la guerra; y también los que por visitar la imagen de San Erasmo en ciertos días, llevándole tantas velas y diciéndole tales o cuales preces, esperan que muy pronto van a ser ricos.

De la misma manera que tienen un segundo Hipólito, también han convertido a Hércules en San Jorge, y si bien no adoran del mismo modo que al santo a su caballo, que adornan muy devotamente con jaeces y gualdrapas, procuran de cuando en cuando ganarse sus gracias por medio de algunas ofrendillas, y tienen por cosa digna de reyes el jurar por su casco de bronce. ¿Y qué diré de aquellos que embaucan al pueblo muy suavemente con sus fingidas indulgencias y que miden como con una clepsidra (reloj de agua) la duración del Purgatorio, contando los siglos, los años, los meses, los días y las horas sin equivocarse en modo alguno, como si se sirviesen de una tabla matemática? ¿Y qué de aquellos que, usando de ciertos signos mágicos y ensalmos inventados por algún piadoso impostor, ya para la salud de las almas, ya para provecho de su bolsa, prométeselo todo: riquezas, honores, placeres, buena mesa, salud a prueba de bomba, larga vida, vejez floreciente y, en fin, un puesto en el Cielo al lado de Cristo? Verdad es que esta última ventaja no la quieren sino lo más tarde posible, es decir, cuando con gran pesar suyo los abandonan los placeres de este mundo, a los que se agarran con dientes y con uñas; entonces, y sólo entonces, quieren sustituir las delicias de la tierra con las del cielo.

Hay que mencionar también aquí al comerciante, al soldado y al juez, que, apartando de sus rapiñas un mísero ochavo para obras pías, créense ya tan limpios de culpas cual si se hubiesen bañado en la laguna Lerna y redimidos como por un pacto de sus perjurios, orgías, borracheras, camorras, asesinatos, calumnias, perfidias y traiciones, hasta el extremo de tener el convencimiento de que han adquirido patente para comenzar de nuevo sus fechorías. 

Pero ningunos más necios y con todo más felices que esos otros que esperan ganar algo superior a la felicidad suprema recitando a diario aquellos siete versículos se los sagrados Salmos, pues ya sabéis que el rezo de esos mágicos versículos, créese que le fue indicado a San Bernardo por cierto demonio burlón, aunque más ligero que malicioso, pues se enredó en sus propias redes. 

Pues bien: todo esto que es tan necio, que casi a mí misma me avergüenza, no solamente es aprobado por el vulgo, sino también por los que enseñan la Religión. Pero ¿qué más?, al mismo género de necedad pertenece la costumbre de que cada comarca tenga su patrono, y de que a cada uno de estos santos se le atribuya una virtud particular y se le venere con un culto especial: uno cura el dolor de muelas, otro ayuda a las mujeres en sus partos, este restituye los objetos robados, aquel socorre a los náufragos, el de más allá protege a los rebaños, y así sucesivamente, pues resultaría interminable mencionarlos a todos; sólo diré que hay algunos que poseen virtud para varias cosas, principalmente la Virgen, Madre de Dios, a quien el vulgo atribuye casi más poder que a su propio Hijo.

CAPITULO XLI: SIGUE LA MISMA MATERIA DEL CAPÍTULO ANTERIOR

¿Y qué es lo que los hombres piden a estos santos sino cosas concernientes a la necedad? Veamos. Entre tantos exvotos colgados de los muros y de las bóvedas de algunos templos, ¿habéis visto alguna vez uno solo puesto por el que se haya curado de la necedad o por el que haya adquirido un grano de sabiduría? Ni por casualidad. Los que allí se ven son los dedicados así: un náufrago se salvó nadando; un soldado, atravesado de parte en parte por el enemigo, curó de sus heridas; este, en medio de una batalla, y mientras los demás batían el cobre, huyó con tanta fortuna como valor; aquel, colgado ya en la horca, impetro el favor de cierto santo, protector de los ladrones, el cual hizo que se rompiese la cuerda para que su protegido continuase aliviando a algunos del peso de las riquezas mal adquiridas; aquel otro escapó de la cárcel rompiendo los cerrojos; el de más allá curó de la fiebre con gran indignación del médico; junto a este se ve un marido que, habiendo bebido un veneno, no hizo más que soltarle el vientre, y lo que había de ser su muerte fue su purga, con gran descontento de su mujer, que perdió su dinero y su trabajo; más lejos hay un faetón que, al volcarse su carro, pudo llevar a casa sus caballos sanos y salvos; su vecino de la derecha, sepultado una vez en hundimiento, sobrevivió a la ruina; su vecino de la izquierda tuvo la suerte de escapar de las garras de un marido que le cogió in fraganti. Todo esto está bien; pero no se ve ni uno solo que dé las gracias por verse libre de la necedad, pues es tan dulce no saber nada, que por preservarse de todo hacen votos los mortales, menos de la imbecilidad. Mas ¿por qué me meto yo en este piélago de supersticiones? Podría decir, como Virgilio, que “ni aun teniendo cien lenguas y cien bocas y una voz de bronce, me sería posible dar a conocer todas las clases de fatuos, ni enumerar las innúmeras formas de la necedad”. Tan llena está la vida de todos los cristianos de esta suerte de delirios, que los mismos clérigos, sin gran dificultad, las admiten y fomentan, no ignorando lo mucho que pueden acrecentar sus estipendios. 

Figuraos que, en medio de estas gentes, se presentase de improviso uno de esos sabios insufribles y proclamase algunas verdades como estas: “No morirás mal si vives bien; redimirás tus pecados si añades al óbolo de tu ofrenda el odio de tus faltas, y las lágrimas, las vigilias, las oraciones y los ayunos; en una palabra, si cambias radicalmente tu modo de vivir; un santo te será propicio si imitas su vida”; pues bien: si esos sabios, repito, saliesen con estas o parecidas monsergas, verías cómo se trastornaría en seguida la felicidad de los mortales, y la confusión que causaría en sus conciencias. 

A la misma hermandad que los anteriores pertenecen también los que en vida disponen minuciosamente la pompa que quieren para sus funerales, determinando con especial cuidado el número de hachones, de mantos de luto, de cantores y de plañideras que han de ir a su entierro, como si aquel día se les hubiera de devolver la existencia para que gocen del espectáculo, o como si los difuntos se avergonzasen de no ser enterrados sus cadáveres con ostentación. Todo lo previenen como si fuesen ediles encargados de preparar los juegos y banquetes públicos. 

CAPITULO XLII: IMPORTANCIA QUE TIENE EL AMOR PROPIO EN LOS INDIVIDUOS 

Aunque tengo alguna prisa, no puedo, sin embargo, pasar en silencio a aquellos que, si bien es cierto que no difieren gran cosa de un pobre remendón, jáctanse, no obstante, de una manera increíble de poseer un vano título nobiliario. El uno dice que desciende de Eneas; el otro, de Bruto, y el de más allá, del rey Altus; en todos los rincones de sus casas muestran las estatuas y retratos de sus antepasados, cuentan sus bisabuelos y sus tatarabuelos y recuerdan sus antiguos apellidos; pero, en realidad, no están ellos mismos muy lejos de ser como las mudas estatuas de que se glorían; antes, al contrario, son más estúpidos que los retratos que enseñan. A pesar de ello, gracias al dulcísimo Amor Propio, gozan de una vida completamente feliz, pues nunca faltan algunos tan necios como ellos, que admiran a esta especie de brutos como si fueran dioses. 

Pero ¿por qué he de hablar de géneros de necedad, como si Filaucia (el Amor Propio) no dispusiera por doquier de mil medios para hacer dichosos a muchísimos hombres? Este, más feo que un mico, se tiene por más hermoso que Nireo; el otro, en cuanto sabe trazar tres líneas con el compás, se juzga un Euclides; y aquel otro, que es como un asno delante de una lira, y cuya voz es tan chillona como la del gallo cuando anda detrás de la gallina, se cree un nuevo Hermógenes. Hay, sí, una clase de locura extraordinariamente agradable, superior a las demás, y de cuya posesión algunos se envanecen como si fuese suya. Tal fue la de aquel rico, dos veces feliz, de que nos habla Séneca, que cuando tenía que contar un cuentecillo, ponía junto a sí a sus siervos para que le apuntasen las palabras y a los cuales no hubiera dudado en enviar a la palestra a hacer sus veces en un certamen de pugilato, pues era hombre tan para poco, que sólo podía vivir confiado en que tenía en su casa muchos y muy robustos esclavos. 

Y ¿qué diremos de los cultivadores de las bellas artes? Les es tan peculiar la Filaucia, que antes los veríamos renunciar a su patrimonio que ser tenidos por genios; pero principalmente entre los comediantes, músicos, oradores y poetas, el más ignorante es el que posee mayor presunción, mayor jactancia y más elevado concepto de sí mismo; y con todo, encuentran imbéciles de su calaña que los admiren, porque cuanto más tontos son, más admiradores hallan, ya que por ser, como dijimos, la mayoría de los hombres vasallos de la Necedad, lo peor gusta siempre a los más

Por consiguiente, si los imbéciles son los más satisfechos de sí mismos y los más admirados por todos, ¿quién será el necio que prefiera la verdadera sabiduría, que tanto trabajo nos cuesta adquirir, nos vuelve tímidos y vergonzosos, y, por último, encuentra tan pocos apreciadores?

CONTINUARÁ

• • •  • • •

No hay comentarios:

Publicar un comentario