viernes, 24 de mayo de 2024

III PARTE: ERASMO DE ROTTERDAM: ELOGIO DE LA LOCURA O NECEDAD, CAPITULO XLIII: IMPORTANCIA QUE TIENE FILAUCIA EN LOS PUEBLOS

Louvre, Estudio de la mano derecha de Erasmo, con boceto del rostro (casi borrado). La mano se relaciona con el retrato de Londres; el rostro parece ser posterior y relacionado con el retrato circular de c. 1532.

CAPITULO XLIII: IMPORTANCIA QUE TIENE FILAUCIA EN LOS PUEBLOS 

Es más: veo que la Naturaleza, así como ha hecho nacer a cada individuo con su peculiar Filaucia, ha inoculado también en cada nación y en cada ciudad una Filaucia común. De aquí procede el que los ingleses, por encima de toda excelencia, recaban para sí la de su figura, la de su música y la de su buena mesa; los escoceses précianse de que sus blasones nobiliarios procedentes de regia estirpe, y de su sutileza en la dialéctica; los franceses se reservan la urbanidad de costumbres; los parisienses se arrogan casi exclusivamente y de un modo particular la gloria de la ciencia teológica; los italianos pretenden tener el cetro de la literatura y de la elocuencia, sosteniendo, en nombre de ellas, que son los únicos entre los mortales que están libres de salvajismo; en este género de felicidad, los romanos creen tener el primer puesto, y todavía siguen soñando plácidamente en su antigua Roma; los venecianos se dan por satisfechos con su nobleza; los griegos, como creadores de las ciencias, se pavonean con los títulos de gloria de los héroes famosos de la antigüedad; los turcos y toda la restante mezcolanza de los bárbaros se ufanan de poseer la mejor religión, y se burlan de los cristianos como si fuesen supersticiosos; pero los judíos, con mucha mayor tranquilidad, esperan todavía obstinadamente su Mesías, y conservan hasta hoy con fanatismo la memoria de Moisés; los españoles no ceden a nadie la gloria militar, y los alemanes, en fin, se enorgullecen de su corpulencia y de su conocimiento de las ciencias ocultas. 

CAPITULO XLIV: LOORES DE LA ADULACIÓN 

Y habréis visto claramente, no concretando más casos, creo cuanta dicha proporciona por doquier Filaucia a todos los hombres, tanto individualmente como en conjunto; a ella se parece mucho su hermana la Adulación, ya que Filaucia no es otra cosa que pasarse a sí mismo la mano por el lomo, mientras que la Adulación o Κολακία consiste en pasársela a los demás. Hoy día esta última hállase bastante desprestigiada, aunque sólo de aquellos que se preocupan más de las palabras que de las cosas, porque creen que la buena fe es incompatible con la adulación; pero pudieran convencerse de que precisamente sucede todo lo contrario si se fijasen en algunos ejemplos de los animales. En efecto: ¿hay algo más adulador que un perro y al mismo tiempo más fiel? ¿Hay un ser más manso que la ardilla y, sin embargo, más amigo del hombre? No, ciertamente, a no ser que se admita que el león cruel, el tigre feroz y el leopardo furioso se avienen mejor con la condición humana. Es cierto que hay una clase de adulación completamente abominable, que es la que emplean algunos pérfidos y burlones para perder a los incautos; pero la mía emana de un corazón bueno y cándido y está mucho más cerca de la virtud que aquella otra tan opuesta a ella, la cual, como dijo Horacio, es ruda, impertinente, desaliñada y molesta. 

Ella levanta las almas abatidas, consuela a los tristes, vigoriza a los débiles, despabila a los torpes, alivia a los enfermos, doma a los soberbios, hace que nazcan y duren las amistades, inspira a los niños en el estudio de las letras, regocija a los viejos, amonesta y enseña a los príncipes bajo el disfraz de la lisonja y sin ofenderlos, y hace, en fin, que el hombre sea más agradable y querido para sí mismo, lo cual constituye, sin duda, la mejor dicha a que se puede aspirar. ¿Qué cosa más útil y complaciente que la que se prestan dos mulos rascándose mutuamente? Pues no hay que decir que algo semejante representa la adulación para la fama de los oradores, mayor para la de los médicos y mucho más grande aún para la de los poetas; ella constituye, en fin, el encanto y el adorno de toda relación humana.

CAPITULO XLV: LA FELICIDAD DEPENDE DE LA OPINION DE LOS HOMBRES

Algunos dirán que es una desgracia el engañarse. Y yo digo que es mayor desgracia el no engañarse nunca. Están en un error, ¿qué duda cabe?, los que suponen que la felicidad del hombre se halla en las cosas mismas, mientras lo cierto es que depende de la opinión que de ellas nos formamos. La razón está en lo siguiente: las cosas humanas son tan vacías y tan oscuras, que es imposible saber nada de una manera cierta, como dijeron muy bien mis platónicos, los menos vanidosos de todos los filósofos. Pero, aunque se llegase a saber alguna cosa, muchas veces es a costa de la alegría de la vida, pues en último resultado, el espíritu humano está hecho de tal manera, que le es más accesible la ficción que la verdad. Si alguien desea una prueba palpable y evidente de esto, no tiene más que entrar en una iglesia cuando haya sermón, y allí verá que, si se habla de algo serio, la gente bosteza, se aburre y acaba por dormirse; pero si el voceador (me he equivocado, quise decir el orador) comienza, como es frecuente, a contar algún cuento de viejas, todos despiertan, atienden y abren un palmo de boca. Del mismo modo, si se celebra la fiesta de un santo fabuloso o poético, como, por ejemplo, San Jorge, San Cristóbal y Santa Bárbara, observaréis que se los venera con mucha mayor devoción que a San Pedro, San Pablo y que al mismo Jesucristo. Mas dejemos estas cosas, que no son de este lugar. Y ahora digamos: ¡cuán poco cuesta llegar a la posesión de aquella felicidad de que hablamos! Mientras el conocimiento de las cosas se adquiere frecuentemente a fuerza de muchos trabajos, y aun el de las más insignificantes, como la Gramática, es más fácil limitarnos a nuestras opiniones personales, que, con tanta o más holgura que aquel, conducen a la felicidad. 

Y si no, decidme: si alguno comiera un pescado tan podrido que ni el olor pudiera aguantar otra persona, y a él, sin embargo, le supiese a gloria, ¿qué le importaba para considerarse feliz? Por el contrario, si a uno le diese náuseas el esturión, ¿de qué le servirá este bocado para su felicidad? Si alguien tuviera una mujer muy fea y se hallase, no obstante, persuadido de que podría parangonarse con la misma Venus, ¿no será lo mismo para el caso que si la tal fuera realmente hermosa? Si un hombre poseyera un mal cuadro, embadurnado de rojo y amarillo, y lo admirase convencido de que era debido al pincel de Apeles o al de Zeuxis, ¿no sería más dichoso que el que por elevado precio comprase un cuadro de un reputado pintor y que acaso lo contempla con menos delectación?

Yo conozco a cierto sujeto de mí mismo nombre (Sin duda es un hombre llamado Moro.) que de recién casado regaló a su esposa unas joyas falsas, y como era amigo de bromas, le hizo creer, no sólo que eran buenas y naturales, sino también rarísimas y de un valor inestimable. Y yo os pregunto: ¿Qué le importaba a la joven el engaño, si aquellos pedacitos de vidrio encantaban sus ojos y su espíritu, y ella los guardaba cuidadosamente como un riquísimo tesoro? En tanto, el marido habíase ahorrado el gasto y se divertía con el error de su esposa, que no se le mostraba menos agradecida que si le hubiese hecho el más rico regalo. ¿Acaso encontráis alguna diferencia entre los que en la Caverna de Platón se dejaban fascinar por las sombras e imágenes de las cosas, sin desear nada y sin estar satisfechos de sí mismos, y aquel sabio, que habiendo salido de la cueva ve las cosas en su verdadera realidad? Si el Micilo de que habla Luciano hubiera podido soñar eternamente que era rico, no habría tenido que envidiar ninguna otra fortuna. Por consiguiente, no hay diferencia entre necios y sabios, o, si la hay, es a favor de aquellos: en primer lugar, porque son felices con nada, esto es, persuadiéndose de lo que son y, además, porque comparten esta dicha con la mayoría de sus semejantes.

CAPITULO XLVI: LIBERALIDAD DE LA NECEDAD 

Sabido es que no hay goce verdadero como no sea en compañía. ¿Y quién ignora cuan poco abundan los sabios, si es que hay alguno? Durante muchos siglos los griegos no contaron más que siete, y ¡vive Hércules!, que, si se apretara un poco la mano, mal rayo me parta a que apenas se hallaría entre ellos la mitad de un sabio, o, mejor dicho, la cuarta parte de un sabio. De aquí que entre las muchas alabanzas que se prodigan a Baco, sea la principal la de ahuyentar los cuidados del ánimo, aunque por poco tiempo, porque en cuanto se duerme la “mona”, en seguida vuelven, como suele decirse, al galope, las molestias del espíritu.

En cambio, mis beneficios son más completos y duraderos, porque, sin el más pequeño interés, abisman el alma en una embriaguez eterna de placer, de delicias, de éxtasis. Y no dejo a nadie sin participación en mis favores, mientras que los otros dioses son exclusivistas y tienen sus favoritos. Baco no hace producir a todos los países ese vino generoso y dulce que expulsa las penas y que es compañero de una fecunda esperanza; Venus no prodiga a todos los tesoros de su hermosura; Mercurio es todavía más parco en los dones de la elocuencia; las riquezas no caen más que sobre algunos privilegiados de Hércules, y el Gobierno no lo otorga a un Júpiter homérico cualquiera; con frecuencia Marte deja las batallas indecisas; son incontables los que se retiraron cabizbajos del trípode de Apolo; muchas veces Saturno hiere la tierra con el rayo; Febo, de cuando en cuando lanza sus flechas, que llevan a lo lejos la peste, y Neptuno ahoga a más navegantes de los que conduce a puerto. Y paso por alto a los Vejoves, Plutones, Axas, Furias, Fiebres y otros eiusdem furfuris, que más bien que dioses, diríase que son verdugos. 

Yo, la Necedad, soy la única que extiendo a todos, sin distinción alguna, mis preciosos beneficios.

CAPÍTULO XLVII: CULTO UNIVERSAL DE LA NECEDAD

 Yo no exijo voto alguno de vosotros; no me encolerizo ni reclamo expiaciones por si se hubiese omitido alguna ceremonia de mi culto; ni soy capaz de trastornar cielos y tierra porque alguno, invitando a otros dioses, me deje olvidada en mi casa y no me convide a percibir el olor de las víctimas. Aquellos dioses son tan quisquillosos sobre este particular, que casi es preferible y mucho más seguro no hacerles caso que honrarlos, ya que se parecen a esas personas de un humor tan malo y avinagrado, que vale más tenerlas completamente apartadas de sí, que tenerlas como amigas. 

Pero vosotros me diréis que la Necedad no tiene templos y nadie le hace sacrificios. Es cierto, y me sorprende un poco, como os he dicho, semejante ingratitud. Mas aun, esto mismo, gracias a mi indulgencia, lo estimo como un bien, puesto que ni siquiera puedo desear tales homenajes. ¿Por qué he de reclamar yo un granito de incienso, o la torta, o el macho cabrío, o el puerco, cuando en todas partes todos los hombres me rinden el culto interno, que los mismos teólogos reconocen como el mejor? ¿Acaso voy a envidiar a Diana porque se le ofrezca la sangre humana en holocausto? Más religiosamente adorada me considero yo, cuando veo que por doquier todos me llevan en su corazón, me confiesan en sus actos y me imitan en su vida, género de devoción que no es frecuente hallar ni aun tratándose del culto de los santos cristianos. ¿Cuántos llevan velas a la Virgen para que luzcan al mediodía, cuando no hacen ninguna falta, y, en cambio, cuan pocos son los que se esfuerzan por imitarla en la castidad, en la modestia y en el amor a las cosas divinas, que es el verdadero culto y el más agradable para el Cielo? Además, ¿para qué voy a desear yo un templo, cuando el universo entero es para mí, sin duda alguna, el más hermoso de todos los templos? A mí sólo me faltarán fieles donde no haya hombres. 

Todavía no soy tan necia que reclame imágenes de piedra pintadas de colorines, cosa que perjudicaría a veces a mi culto, pues hay gente tan insensata y tan roma de ingenio, que adoran las imágenes de los santos en vez de adorar a los santos mismos, de suerte que los dioses inmortales se parecen entonces a aquellos a quienes los sustitutos los echan a coces de los cargos que desempeñan. Yo creo que se me han levantado tantas estatuas como mortales hay, pues éstos (muchos, mal que les pese) llevan consigo mi viva imagen, y así, nada tengo que envidiar a los otros dioses porque a algunos de ellos se les rinda culto en tal o cual rincón de la tierra y en determinados días, como a Febo, en Rodas; a Venus, en Chipre; a Juno, en Argos; a Minerva, en Atenas; a Júpiter, en el Olimpo; a Neptuno, en Tarento, y a Príapo, en Lampsaco, con tal que por todo el orbe se me ofrezcan a mí continuamente sacrificios de más alto valor 

CAPITULO XLVIII: FORMAS VULGARES QUE REVISTE LA NECEDAD 

Pero por si a alguno de vosotros os parece que lo que digo es más presuntuoso que verdadero, vamos a examinar un poco la conducta de los hombres, para que se vea claramente lo mucho que me deben y cuánto me aprecian todos, los grandes y los chicos. 

Para ello, no pasaremos revista a cada uno de los estados, porque esto sería interminable, sino tan sólo a los más importantes, por los cuales se podrán apreciar todos los demás. En efecto: ¿qué he de deciros del vulgo y del populacho, que, sin discusión alguna, me pertenecen por completo? Abundan en ellos, por doquier, tantas clases de necedades, y cada día inventan otras nuevas, que no bastarían mil Demócritos para reírse de ellas, y aun entonces sería necesario otro Demócrito más para reírse de los otros mil. Es casi imposible describir las risas, las diversiones y el regocijo que esas pobres gentes proporcionan diariamente a los dioses inmortales, porque si bien ´estos pasan las horas sobrias de la mañana celebrando sus asambleas, frecuentemente bastante ruidosas, y escuchando los votos, el resto del día, una vez terminado el festín y cuando embriagados de néctar ya no quieren ocuparse de cosas serias, van a sentarse en la parte más alta del Empíreo, y allí, con la frente inclinada, miran lo que hacen los humanos, espectáculo que como ningún otro les divierte. ¡Oh dios inmortal! ¡Qué teatro éste! ¡Qué variedad en ese baturrillo de necios! Dígolo porque sabed que yo también suelo sentarme alguna vez que otra en el divino cenáculo de los dioses poéticos. 

Uno se muere de amor por una mujerzuela, a quien ama con mayor pasión cuanto ella menos le quiere; el otro se casa con una dote y no con una mujer; aquí un marido prostituye a su misma esposa; allí un celoso vigila a la suya como un Argos; aquel enlutado…, ¡oh! ¡Cuántas necedades dice y hace llevando las plañideras para que representen la farsa del duelo, que es como si llorase sobre el cadáver de su madrastra!; este glotón da a su vientre todo lo que gana, a riesgo de morirse de hambre al día siguiente; aquel holgazán juzga que no hay otra cosa mejor que dormir y no hacer nada; vense algunos que se preocupan con gran cuidado de los negocios ajenos y abandonan los suyos; vense otros que toman dinero prestado para pagar sus deudas y que se creen ricos el día que quiebran; después es un avaro que no encuentra nada tan feliz como vivir a lo mendigo para enriquecer a su heredero; en seguida un comerciante que a través de los mares va exponiendo a merced de las olas y de los vientos su vida, que con ningún dinero podría recuperar; todavía se ve al aventurero que prefiere buscar la fortuna en la guerra, a gozar de un reposo apacible en su hogar; algunos piensan que captándose la voluntad de los viejos sin hijos, les será más fácil adquirirlas; otros, para conseguir lo mismo, se hacen amantes de las viejecillas ricas. Pero de ninguno de ´estos reciben los dioses tan especial júbilo como de aquellos que acaban siendo engañados por los mismos a quienes pretendían engañar. La clase más necia y mezquina de todas es la de los comerciantes, porque todo lo tratan con sordidez y por razones más sórdidas aún, pues a todas horas mienten, perjuran, engañan, defraudan, roban y, con todo, estímense como la gente más principal del mundo, por el mero hecho de llevar sortijas de oro en los dedos. 

No les faltan frailecitos aduladores que los admiran y los tratan en público de señoría, sólo con el fin de que alguna parte de sus bienes, mal adquiridos, vaya a parar a la escarcela de la comunidad. En otras partes se ve a ciertos pitagóricos tan convencidos de que todo es común, que en cuanto hallan alguna cosa mal guardada no vacilan en apropiársela como si les viniera por herencia. Hay quienes nunca son ricos más que de esperanzas, sueñan con la fortuna y creen que esto les basta para su felicidad; algunos gozan únicamente pasando por ricos fuera de su casa, aunque se mueran de hambre dentro de ella; uno se da prisa a derrochar todo lo que tiene, mientras que el otro atesora cuanto puede por buenas o por malas artes; un candidato ambiciona los cargos públicos y, en cambio, otro mortal se deleita sentado junto al furgón; no pocos promueven pleitos interminables, en los que las partes luchan a porfía para enriquecer a un juez dado a dilatar los asuntos, y a un abogado que se entiende bajo cuerda con el contrario. Este ama los cambios, aquel trama grandes proyectos, y hay quien abandona casa, mujer e hijos para ir en peregrinación a Jerusalén, a Roma, a Santiago, donde no tiene nada que hacer. 

En suma, si, como en otro tiempo Menipo, pudierais contemplar desde lo alto de la Luna la inenarrable confusión del género humano, creeríais estar viendo un enjambre de moscardones o mosquitos que riñen, luchan, se tienden asechanzas, se roban, se burlan, se huelgan, nacen, enferman y mueren. Son increíbles los trastornos y las catástrofes que suscita un animalito tan ruin, de tan corta vida, porque a veces basta una batalla, o el azote de una epidemia, para arrebatar y aniquilar en un instante a millares de ellos.

CAPITULO XLIX: FORMAS MAS ELEVADAS DE LA NECEDAD: A) LOS GRAMÁTICOS

Pero yo misma soy una necia y muy merecedora de que Demócrito se ría de mí a carcajada limpia, al continuar enumerando las formas de las necedades y de las insanias populares. Me voy, pues, a limitar a tratar de aquellos que entre los hombres gozan de la reputación de sabios y que aspiran, como vulgarmente se dice, los laureles de Minerva. 

Figuran en primer lugar los gramáticos, casta que sería seguramente la más desgraciada, la más afligida y la más menospreciada de los dioses, si yo no acudiera a mitigar los enojos de su triste profesión con cierto género de una agradable locura. No sólo han caído sobre ellos las cinco Furias o maldiciones de que nos habla el epigrama griego, sino cinco mil, pues siempre los veréis hambrientos y sucios en sus escuelas (escuelas dije, mejor haría en llamarlas letrinas o ergástulos) y rodeados de una tropa de rapaces que los hacen envejecer a fuerza de trabajos, que los aturden con sus gritos y que los asfixian por su fetidez y por sus marranadas. Sin embargo, gracias a mis beneficios, estímanse como los primeros hombres del mundo. Hay que ver cómo se engríen cuando con la voz y el aire amenazadores, espantan a su temblorosa chiquillería, cuando desgarran a estos desdichados a palmetazos, vergajazos y latigazos, y cuando, a su capricho, los castigan despóticamente, tengan o no tengan razón, imitando al asno de Crimea. 

Y, mientras tanto, su mugre les parece el más limpio aseo, los olores de su pocilga son olores de mejorana, y su misérrima esclavitud se les antoja un reino, hasta el punto de que no querrían trocar su tiranía por los imperios de Falaris o de Dionisio. Pero todavía son más dichosos cuando piensan haber encontrado un nuevo método de enseñanza, porque, aunque llenen la cabeza de los niños de puras vaciedades, no obstante, ¡oh santos dioses!, ¿quién sería el que no tratase con desdén todos los Palemones y Donatos del mundo comparados con ellos? Y no sé de qué ilusiones mágicas se valen para que las tontas madres y los padres idiotas les reconozcan los méritos de que blasfeman. Añádase a esta satisfacción la que reciben cuando en algún manuscrito apolillado descubren, por ejemplo, el nombre de la madre de Anquises o una palabreja desconocida por el vulgo, como bubsequa (boyero), bovinator (tergiversador) o mantoculator (ladronzuelo), y si desentierran en alguna parte un fragmento de piedra antigua, en el que leen una mutilada y borrosa inscripción, entonces, ¡oh Júpiter!, ¡qué transportes de alegría!, ¡qué triunfos!, ¡qué encomios! ¡Como si hubiesen conquistado el África o tomado Babilonia! Y cuando recitan a todos los que se presentan sus versos, los más adocenados e insulsos del mundo, y nunca faltan admiradores, creen firmemente que el espíritu de Virgilio ha pasado a su cerebro. Pero nada hay más divertido que cuando dos de estos pedantes se prodigan mutuas alabanzas y elogios, y se rascan recíprocamente; mas, si uno de ellos se equivoca en una sola palabra, y el otro, más listo, tiene la suerte de apercibirse, ¡por Hércules!, ¡qué tragedia!, ¡qué de peleas!, ¡qué de insultos y de invectivas!... Y si miento en el detalle más pequeño, ¡que caiga en mi cabeza la cólera de todos los gramáticos! 

He conocido a un erudito que domina el griego, el latín, las matemáticas, la Filosofía y la Medicina y no sé cuántas cosas más, que siendo ya sexagenario, abandonó todas estas ciencias para dedicarse exclusivamente a la Gramática, en la que hace más de veinte años se rompe la cabeza y se devana los sesos, diciendo que sería completamente feliz si le fuera dado vivir solamente el tiempo preciso para determinar claramente el modo de distinguir las ocho partes de la oración, cosa que, hasta ahora, según él, ni los griegos ni los latinos han logrado hacer de una manera satisfactoria, como si fuera un casus belli el confundir una conjunción con un adverbio. De aquí que, habiendo tantas gramáticas como gramáticos, o, mejor dicho, más (pues sólo mi amigo Aldo Mauricio ha impreso más de cinco), no se encuentre ninguna, por bárbara y enojosa que sea, que nuestro hombre no haya hojeado y meditado, para no tener que envidiar al más inepto pedante que se dedique a estas especulaciones. ¡De tal modo teme que se le quite su gloria y que se malogren tantos años de trabajo! ¿Como queréis llamar a esto locura o necedad? Llámese con uno u otro nombre, poco importa, con tal que reconozcáis que, gracias a mis beneficios, el animal más miserable de todos goza de tal felicidad, que no quería trocar su suerte por la de los reyes de Persia.

CAPITULO L: B) LOS POETAS, LOS RETÓRICOS Y LOS ESCRITORES 

Menos me deben los poetas, pues, aunque pertenecen ex profeso a mi partido, son espíritus independientes, como dice un viejo proverbio, cuya única tarea consiste en regalar los oídos de los necios con simples bagatelas y cuentecillos ridículos. Es, sin embargo, admirable, cómo movidos por ésta, se creen no sólo con derecho a la inmortalidad y a un destino igual que los dioses, sino que se los prometen a los otros. De todos mis familiares, son los más devotos del Amor Propio y de la Adulación, y no hay quien me rinda culto tan puro y perseverante. 

Igualmente me pertenecen los retóricos, aunque, en verdad, prevariquen a veces para entenderse con los filósofos; y digo que me pertenecen, entre otras razones, por una principalísima, cual es la de que, aparte de otras tonterías, han escrito con particular cuidado una multitud de preceptos referentes a las reglas del género festivo, hasta el extremo de que el autor de la Retórica dedicada a Herenio, sea quien fuere, incluyó a la Necedad entre los medios de agradar; y Quintiliano, príncipe de los retóricos, escribió sobre la risa un capítulo más largo que la Ilíada; en fin, tanta es la importancia que los retóricos atribuyen a la necedad, que muchas veces lo que ningún argumento pudo deshacer, la risa lo desbarata en un instante. 

Ahora bien: supongo que nadie pensará que el arte de hacer reír no me pertenece a mí, a la Necedad. De la misma calaña son los que publicando los libros quieren alcanzar fama imperecedera, todos los cuales me deben mucho; pero principalmente, aquellos que emborronan el papel con meras majaderías, ya que a los que escriben doctamente y para unos pocos entendidos, hombres que no temerían ni aun las críticas de Persio y Lelio, más bien los tengo por dignos de lástima que por dichosos; su vida es una tortura continua; en efecto, añaden, cambian, quitan, vuelven a poner, hacen y deshacen, aclaran, guardan nueve años su obra, como dijo Horacio, y nunca están del todo satisfechos. Y todo esto para obtener una vana recompensa: la gloria, patrimonio de muy pocos, la cual compran a fuerza de vigilias, con grave detrimento del sueño, bálsamo de la vida, y a costa de fatigas y tormentos, a los que hay que añadir, además, la perdida de la salud, la ruina del cuerpo, la oftalmía y aun la ceguera, la pobreza, la envidia, la abstinencia de los deleites, la vejez precoz, la muerte prematura y otros sufrimientos por el estilo. He aquí los sacrificios con que este sabio piensa que debe comprar la aprobación de algún que otro legañoso como él

En cambio, el escritor que me es adicto, es más feliz cuanto es más extravagante, porque sin ningún esfuerzo, y sin pensarlo siquiera, lanza inmediatamente por escrito todo lo que se le viene a las mientes, todo lo que afluye a su pluma y todo cuanto suena, costándole sólo un poco de papel, sabiendo muy bien que cuantas más tonterías escriba, más gustado será por la multitud; es decir, por todos los necios ignorantes. ¿Qué le importa, pues, que le desprecien tres o cuatro sabios, caso de que le lean? ¿Qué significa el voto de tan pocos sabios ante la muchedumbre que lo aclama? Pero son mucho más listos los que publican bajo su nombre las obras ajenas y se apropian una gloria que a otros ha costado inmensos trabajos, con copiar descansadamente, pues aunque saben que un plagio ha de descubrirse algún día, sin embargo, durante algún tiempo, ellos se enriquecen con el interés del préstamo. Hay que ver cómo se pavonean cuando son alabados por el vulgo; cuando la multitud los señala con el dedo diciendo: “¡Miradlo! ¡Es el famoso Tal!” Cuando contemplan sus obras en las librerías y cuando en las portadas de sus libros aciertan a colocar unos títulos raros, muy a menudo extraños, que asemejan caracteres mágicos, y que, ¡por los dioses inmortales!, no son sino palabras hueras. ¡Cuán pocos se encontrarán en toda la extensión del globo que los conozcan! ¡Cuantos, menos todavía, que los ensalcen! (que también entre los indoctos hay diversidad de paladares). 

En general, dichos títulos se inventan, o se toman de obras antiguas, y así, uno gusta de llamar a la suya Telémaco; el otro, Esteleno o Laertes; éste, Polícrates; aquel, Trasimaco, y a algunos no les importaría nada que un libro se llamara El camaleón o La calabaza, aunque no traten de ello, para imitar el lenguaje de los filósofos Alfa o Beta. Pero lo más gracioso del caso es verles enviarse mutuamente epístolas, poesías y elogios, donde se alaban recíprocamente los necios y los ignorantes. “Tú eres superior a Alces”, dice el primero. “Tú –replica el segundo– vales más que Calímaco.” “Tú eres un Cicerón”, grita uno. “Y tú eres más sabio que Platón”, le contesta el otro. 

Algunas veces, también se buscan un contrincante, a fin de aumentar su fama rivalizando con él. Entonces el público, ingenuo, se divide en dos bandos contrarios, hasta que los dos campeones, dando por bien reñido el combate, se retiran victoriosos y ambos se llevan los honores del triunfo. Los sabios se ríen, diciendo, con razón, que esto es ya el colmo de la necedad. Y ¿quién lo niega? Pero, entre tanto, gracias a mí, pasan una vida tan agradable, que no cambiarían sus glorias por las de los mismos Escipiones. No obstante, los mismos sabios, que se ríen de esto con toda su alma y con tanto gusto, gozan de la locura ajena, no es poco lo que me deben a su vez, y no podrán negarlo, como no sean grandemente ingratos conmigo.

CAPITULO LI: C) LOS JURISCONSULTOS Y LOS DIALÉCTICOS. 

Entre los eruditos, los jurisconsultos reclaman el primer lugar, y cierto es que ningunos otros se muestran tan satisfechos de sí mismos cuando, verdaderos Sísifos (“Subir eternamente la piedra, ¡como Sísifo!”, quiere decir, hacer un trabajo agotador, estéril e infinito.), suben eternamente la piedra urdiendo en su cabeza centenares de leyes, siempre con el mismo fanatismo, sin importarles un bledo que vengan o no vengan a pelo, amontonando glosas sobre glosas y opiniones sobre opiniones, y haciendo creer que sus estudios son los más difíciles de todos, por reputar que, cuanto más trabajo cuesta una cosa, por lo mismo más mérito tiene. 

Puede colocarse a su lado a los dialécticos y sofistas, hombres locuaces que meten más ruido que los calderos broncíneos de Dodona, pues uno solo podría luchar en charlatanería con veinte comadres escogidas. Serían, sin embargo, más felices si solamente fueran charlatanes y no también camorristas, como lo son, que por un quítame allá esas pajas, arman feroces peloteras, y muchas veces, a fuerza de porfiar, la verdad se les escapa de las manos. Sin embargo, el Amor Propio los hace dichosos, pues armados con dos o tres silogismos, no vacilan en atreverse a discutir con cualquiera y acerca de cualquier cosa, porque su misma pertinacia los hace invencibles, aunque los pusierais en frente al propio Estentor (Héroe de los griegos.). 

CAPITULO LII: D) LOS FILÓSOFOS 

Detrás  de ellos vienen los filósofos, venerables por su barba y por su manto, que dicen ser los únicos que saben; el resto de los mortales son hombres que revolotean. ¡Oh, cuán dulcemente deliran cuando forjan mundos infinitos a su antojo; cuando miden como con el pulgar, como con un hilo, el sol, la luna, las estrellas y los orbes celestes; cuando sin vacilar un punto explican las causas del rayo, del viento, de los eclipses y de todos los demás fenómenos inexplicables! Y lo hacen como si fueran los secretarios del arquitecto del mundo, o como si acabaran de llegar del Consejo de los dioses. En tanto, la Naturaleza se ríe lindamente de ellos y de sus hipótesis, porque no conocen nada con certeza, como lo demuestran palmariamente las interminables disputas que mantienen entre sí acerca de cualquier cosa. No saben absolutamente nada, y pretenden saberlo todo. No se conocen a sí mismos, ni ven la fosa abierta a sus pies, ni la piedra en que pueden tropezar, sea porque de ordinario son casi ciegos, sea por tener la cabeza a pájaros (“Tener la cabeza a pájaros”, quiere decir, andar distraído.); pero esto no les impide afirmar que perciben las ideas, las universales, las formas abstractas, la materia prima, los quidditates (quidditates, lo que responde a la pregunta quid sit, la esencia, la existencia (Aristóteles)), los acceitates (acceitates, lo que hace que un individuo sea único y distinto a los demás (Aristoteles)), cosas, en verdad, tan imperceptibles, que, a mi juicio, ni el mismo Linceo las hubiese visto con claridad. Pero, sobre todo, desprecian al profano vulgo, sólo porque saben trazar triángulos, cuadriláteros, círculos y otras figuras matemáticas, inscritas unas en otras, e intrincadas en forma laberíntica y acompañadas de un ejército de letras, repetidas en distintos órdenes, cuya colocación ofusca a los ignorantes. No faltan algunos entre ellos que leen el porvenir en los astros, y que prometen milagros mayores que los de la magia. ¡Y todavía encuentran papanatas que creen también esas cosas!...

CAPITULO LIII: E) LOS TEÓLOGOS 

Quizá fuera más conveniente pasar en silencio a los teólogos y no remover esa ciénaga, ni tocar esa planta fétida, no sea que tal gente, severa e irascible en el más alto grado, caiga sobre mí en corporación con mil conclusiones, para obligarme a cantar la palinodia, y en caso de negarme, pongan inmediatamente el grito en el cielo llamándome hereje, que no de otra suerte suelen confundir con sus rayos a quienes les son poco propicios. No hay otros, ciertamente, que de peor gana reconozcan mis favores, aunque no por livianas razones me son deudores de muchos; pues, siendo dichosos por el Amor Propio, como si vivieran en el tercer cielo, miran desde su altura a los demás hombres como míseros animales que se arrastran por la tierra, y casi se compadecen de ellos

De tal modo se hallan protegidos por un cortejo de definiciones magistrales, de conclusiones, de corolarios, de proposiciones, explícitas e implícitas, y tan bien provistos de refugios, que no podrían enredarse ni en las redes de Vulcano, porque se escurrirían de ellas a fuerza de esos distingos que cortan todas las mallas, con palabras recién buscadas y términos oscuros, como no haría tan fácilmente el cuchillo de dos filos de Tenedos. Además, explican a su capricho los más ocultos misterios, por ejemplo: “Por qué causa fué creado y ordenado el mundo.” “Qué vías ha seguido el pecado original en la descendencia de Adán.” “De qué modo, en qué medida, cuánto tiempo estuvo Cristo en el seno de la Virgen.” “De qué manera en la Eucaristía subsisten los accidentes sin sustancia.” Pero estas cuestiones están ya muy trilladas; hay cuestiones, en verdad, reservadas a los grandes teólogos, a los iluminados, como ellos dicen, y las cuales, cuando se plantean, los alborotan enormemente; verbigracia: “¿Hay un instante en la generación divina?” “¿Deben admitirse muchas filiaciones en Cristo?” “¿Es posible esta proposición: Dios Padre odia a su Hijo?” “¿Habría podido Dios haber tomado la naturaleza de una mujer, de un demonio, de un asno, de una calabaza o de un guijarro? Y admitiendo que hubiera tomado la forma de una calabaza, ¿cómo habría podido predicar, hacer milagros y ser clavado en la cruz? ¿Qué habría consagrado San Pedro si hubiera consagrado durante el tiempo que Cristo estaba en la cruz? ¿Podría afirmarse que en aquel momento Cristo era hombre? Después de la resurrección de la carne, ¿se comerá y se beberá?”, preguntan, en fin, ¡como si ya se precaviesen contra el hambre y la sed! Hay todavía una multitud de estúpidas sutilezas, cien veces mayores que las anteriores, acerca de las nociones, las relaciones, las formalidades, las quidditates y ecceitates, que se escaparían a los ojos más penetrantes, a menos que tuvieran los de Linceo, que veían a través de las más espesas tinieblas las cosas que nunca habían existido. Añadid a esto aquellas sentencias tan paradójicas, que, a su lado, los oráculos de los estoicos, conocidos con el nombre de paradojas, parecen máximas groseras y propias de charlatanes callejeros, como, por ejemplo: “Es un pecado menos grave degollar mil hombres que coser en domingo los zapatos de un pobre”, y “es preferible dejar que perezca el Universo entero, con armas y bagajes, como suele decirse, a proferir una sola mentirijilla, por inocente que sea”.

Pero estas sutilezas tan sutiles, las convierten en archisutiles los diversos sistemas escolásticos, pues más pronto se saldría de un laberinto que de esa maraña de realistas, nominalistas, tomistas, albertinos, ockamistas, escotistas, etc., y no he nombrado todas las sectas, sino las principales, en todas las cuales hay tanta erudición y tantas dificultades, que, en mi opinión, los mismos apóstoles necesitarían una nueva Venida del Espíritu Santo si tuvieran que disputar sobre estas materias con esta nueva especie de teólogos. San Pablo pudo, sin duda, estar animado por la fe; pero cuando dijo que es “el fundamento de las cosas que se esperan y la convicción de las que no se ven”, la definió de un modo poco magistral. El mismo practicó maravillosamente la caridad; con qué poca dialéctica la dividió y definió en el Capítulo XIII de la Primera Epístola a los Corintios. Con seguridad, los apóstoles consagraban con gran devoción, y, sin embargo, si se les hubiera preguntado acerca del término a quo y del término ad quem o sobre la transustanciación, o cómo uno mismo puede estar a la vez en diversos lugares, o sobre qué diferencia existe entre el Cuerpo de Cristo en el Cielo, en la Cruz y en el Sacramento eucarístico, o en qué instante se verifica la transustanciación, puesto que las palabras en cuya virtud se realiza, siendo cantidad discreta, tienen que ser también sucesivas… Si se interrogase, repito, a los apóstoles acerca de todas estas cosas, creo que no hubieran podido responder tan agudamente como los escotistas cuando las explican y definen. Los apóstoles conocieron en carne y hueso a la Madre de Jesús; pero ¿quién de ellos demostró tan hipócritamente como nuestros teólogos de qué modos fué preservada del pecado original?

San Pedro recibió las llaves, y las recibió de quien no podía confiarlas a un indigno de tal honor, y, sin embargo, yo no sé si lo entendería, porque seguramente nunca se le ocurrió pensar en la sutileza de cómo las llaves de la ciencia pueden ir a parar a manos del que carece de ella. Los apóstoles bautizaban por todas partes, y, no obstante, jamás dijeron nada de las causas formales, materiales, eficientes y finales del bautismo, ni hicieron la menor mención de su carácter deleble o indeleble. Ellos adoraban a Dios, pero en espíritu y sin más norma que aquel precepto evangélico que dice: “Dios es espíritu, y hay que adorarle en espíritu y en verdad”; mas en ningún lugar aparece que les fuese revelado que una figurilla trazada con carbón en la pared mereciera idéntica adoración que el mismo Cristo, con tal que tuviera dos dedos extendidos, larga melena y una aureola de tres franjas pegada al occipucio. ¿Quién, pues, ha de comprender estas cosas si no se ha pasado treinta y seis años enteros descrismándose con el estudio de la física y la metafísica de Aristóteles y de Escoto?

Asimismo, los apóstoles hablaron repetidamente de la gracia, pero jamás distinguieron entre la gracia gratis dada y la gracia gratum faciens. Exhortaron a las buenas obras, pero no hicieron distinción entre la obra operante y la obra operada. Recomendaron sin cesar la caridad, pero no la clasificaron en infusa y adquirida, ni explicaron si es accidente o sustancia, creada o increada. Execraron el pecado, pero que me muera si hubieran podido definir científicamente lo que nosotros llamamos pecado, a menos que supongamos que el espíritu de los escotistas los inspirara. Con todo, no creo que San Pablo, por cuya cultura podemos juzgar la de los demás, se hubiera atrevido a condenar todas estas cuestiones, controversias, genealogías y logomaquias, como él mismo las llama, si hubiese comprendido tales argucias, y más teniendo en cuenta que las discusiones y disputas de su tiempo eran rústicas y cerriles, comparadas con las sutilezas de nuestros doctores, que exceden a la del mismo Crisipo (“Crisipo de Soles” (282-208 a.C.), hombre de una sutileza notable.). 

No obstante, son los teólogos hombres muy tolerantes cuando acaso hallan algo que, si bien con tosquedad y poco magistralmente, haya sido tratado por los apóstoles, porque no lo rechazan, sino que lo interpretan con benevolencia. Deferencia que nace tanto de su veneración por la antigüedad como de su respeto al nombre apostólico. En verdad, ¡caramba!, no sería justo exigir de ellos cosas tan lindas, de las que jamás oyeron de labios de su Maestro una sola palabra. Mas si encuentran los mismos pasajes en San Juan Crisóstomo, en San Basilio o en San Jerónimo, entonces se contentan con escribir al margen: Non tenetur, es decir, “esto no se admite”. Es verdad que los apóstoles impugnaron a los gentiles, a los filósofos y a los judíos, muy obstinados estos por su naturaleza; pero lo hicieron con su vida y con sus milagros más que con silogismos, pues se dirigían a personas entre las que no había ninguna capaz de comprender un solo quodlibeto (Pregunta que puede responderse con un si o un no.) de Escoto. Mas hoy, ¿qué gentil o qué hereje no se rendiría inmediatamente a tan maravillosas sutilezas, a no ser que fuera tan ignorante que no las comprendiera, o tan desvergonzado que las silbase, o tan iniciado en este género de ardides que pudiera entrar en igual combate como de genio a genio o como de diestro a diestro? Esto no sería otra cosa que un tejer y destejer la tela de Penélope. 

Por eso, a mi parecer, procederían cuerdamente los cristianos si en vez de enviar contra los turcos y los sarracenos esas grandes falanges de soldados, que desde ha tantos años combaten sin éxito, mandaran a los alborotadores escotistas, a los terquísimos ockamistas, a los invictos albertistas y, en fin, a toda la turbamulta de los sofistas, pues creo que habrían de presenciar la más graciosa batalla y una nunca vista victoria; porque ¿quién sería tan frío que no le despertaran sus aguijonazos? ¿Quién tan imbécil que no le animaran sus agudezas? ¿Quién tan clarividente que no le ofuscaran sus densísimas oscuridades? Presumo que estáis creyendo que os digo todo esto en broma, y cierto que no me extrañaría, ya que, entre los mismos teólogos, hay algunos más versados en la ciencia, a quienes estas frívolas argucias teológicas (así las reputan) les producen náuseas, como también hay otros que estiman grandemente impío y execran, cual si fuera un sacrificio, el que en estas materias, más para admirar que para explicar, se hable con lenguas tan irreverentes, se discuta con artificios tan gentiles y profanos, se defina con tanta arrogancia y se manche la majestad de la divina Teología con tan insulsas y hasta con tan impuras palabras y opiniones. Todo esto es verdad; pero también lo es que los otros se complacen sobre manera en sí mismos; es más: se aplauden, hasta el extremo de que, ocupados día y noche con sus halagadoras monsergas, no les queda un solo instante para hojear, al menos una vez, el Evangelio o las Epístolas de San Pablo. Y porque llenan las escuelas con sus estupideces, se imaginan que son las columnas de la Iglesia, cuyo edificio se derrumbaría si no fuera por ellos, y que sus silogismos son los puntales que lo sostienen, de la misma manera que los hombros de Atlas sostienen al mundo, según refieren los poetas.

Pensad lo felices que son cuando moldean y remoldean a su antojo los pasajes más abstractos de la Escritura como si fueran de blanda cera; cuando pretenden que sus conclusiones, firmadas ya por algunos de su escuela, se las tenga por superiores a las leyes de Solón y se prefieran aun a los decretos pontificios, y cuando, erigiéndose en censores del mundo, obligan a retractarse a todo el que no se conforme rigurosamente con sus conclusiones explícitas o implícitas. 

Ellos proclaman, a guisa de oráculos, que tal proposición es escandalosa, tal otra poco reverente, tal otra herética, tal otra malsonante, de tal suerte que ni el bautismo, ni el Evangelio, ni la doctrina de San Pablo y San Pedro, ni la de San Jerónimo, ni la de San Agustín, ni siquiera la del mismo Santo Tomás, el gran aristotélico, bastan para formar un cristiano si no cuenta con el asentimiento de los bachilleres. ¡Tanta es la sutileza de sus juicios! ¿Quién habría de sospechar, si nuestros sabios no lo hubiesen enseñado, que dejaba de ser cristiano quien dijese indiferentemente estas dos proposiciones: “Bac´ın, hiedes” y “El bac´ın hiede”; o bien: “La marmita hierve” y “Hierve la marmita?” ¿Quién hubiera librado a la Iglesia de las densas tinieblas del error, del cual seguramente nadie se habría percatado si ellos no lo hubiesen anunciado con grandes sellos de la Universidad? ¿Y no son nuestros teólogos sumamente dichosos cuando hacen todo esto? ¿Cuándo, además, describen tan al detalle todo lo que se refiere al infierno, como si hubieran vivido muchos años en este país? ¿Cuando, por fin, construyen a su capricho nuevas esferas o mundos, sin olvidarse de ponderar una muy espaciosa y muy bella, el Empíreo, a fin de que a las almas de los bienaventurados no les falte espacio para pasearse a su gusto, para celebrar banquetes y aun para jugar a la pelota?

Con estas y otras mil parecidas tonterías están rellenas e hinchadas las cabezas de esos hombres, que presumo no lo estaba más la de Júpiter cuando, para dar a luz a Minerva, pidió por favor el hacha de Vulcano; por lo cual no os asombréis si en las disputas públicas veis sus cráneos tan cuidadosamente cubiertos con los flecos del birrete, ya que, de lo contrario, es seguro que se les abrirían de por medio. 

Yo misma tengo que reírme algunas veces al ver que solamente se tienen por grandes teólogos cuando se expresan lo más bárbara y torpemente posible; al considerar que balbucen de tal forma que de nadie logran ser comprendidos, a no ser por los tartamudos, y que llaman agudeza de ingenio a lo que el vulgo no entiende; porque dicen que es indigno de las Sagradas Letras someterse a las leyes de los gramáticos. ¡Admirable excelencia de los teólogos, si sólo a ellos les fuera lícito hablar mal! Por desgracia, en esto son iguales a muchos remendones. Para concluir: se creen semidioses siempre que se los saluda casi devotamente con las palabras “Magister noster”, en las cuales creen hallar cierto sentido tan misterioso como el que encuentran los judíos en el tetragrammaton o nombre de Jahvé. Por este motivo pretenden que MAGISTER NOSTER no debe escribirse más que con mayúsculas, y si a alguno se le ocurriese decir, invirtiendo las palabras, Noster Magister, este tal echaría a perder de un golpe toda la majestad del prestigio teológico.

Dibujo a la pluma de  Hans Holbein el Joven en el margen del ejemplar de Oswald Myconius de la edición de 1515 del Elogio de la locura de Erasmo.

CAPITULO LIV: F) LOS RELIGIOSOS Y LOS MONJES

Muy parecida a la feliz condición de los teólogos es la de aquellos que se llaman religiosos y monjes o frailes, calificativos muy falsos, porque buena parte de ellos distan mucho de la religión, y no hay nadie como ellos tan presentes en todas partes (monje viene del griego monaqìc, único, solo) . No veo quién pudiera ser más desgraciado que ellos si yo no acudiese en su auxilio de muchas maneras, pues aunque el género humano detesta esta clase de hombres, hasta el punto de que si los encuentra al paso cree a pie juntillas que es señal de mal agüero, ellos, sin embargo, tienen la más alta opinión de sí mismos. 

En primer lugar, estiman que la piedad consiste en estar ayunos de toda clase de estudios, que no sepan ni siquiera leer; además, cuando cantan los salmos, pronunciados, mas no entendidos, y atruenan los templos con sus voces de jumentos, se imaginan que los oídos de la Divinidad están recibiendo un deleite especial. Hay algunos de ellos que trafican ventajosamente con su mugre y su mendicidad, y van berreando de puerta en puerta para pedir un pedazo de pan, sin dejar hosterías, coches ni bancos que no asalten, con no poco perjuicio de los verdaderos mendigos; de este modo penetran suavemente estos hombres, que con su suciedad, su ignorancia, su ordinariez y su desvergüenza pretenden ofrecernos una imagen de los apóstoles. ¿Qué cosa más divertida que ver cómo todo lo hacen conforme a preceptos determinados, cual si sus actos estuvieran sujetos a reglas matemáticas cuya omisión implicase sacrilegio? ¿Cuántos nudos tendrán las sandalias; de qué color será el cinto; qué número de ropas habrían de vestir; cuál será la materia y la longitud del cinto; qué forma y dimensiones tendrá la capilla; cuántos dedos de ancho el cerquillo, y cuántas horas han de dormir? ¿Quién no comprende la desigualdad de semejante igualdad en tan infinita variedad de cuerpos y de almas? Sin embargo, a pesar de estas bagatelas, no solamente creen que a su lado los demás son unas nulidades, sino que se desprecian entre sí, y estos hombres, que profesan la caridad apostólica, si ven en otro de su Orden un hábito distinto del suyo o de un color un poco más o menos oscuro que el del que ellos gastan, arman cada trapisonda que tiembla el orbe.

Algunos hay tan rigurosos observadores de las constituciones de su Orden, que llevan de cilicio las vestiduras exteriores y debajo de ellas finísimas telas de Milesia; otros, en cambio, van por fuera vestidos de lino y por dentro de lana; otros, también, huyen del contacto del dinero como de un veneno, pero no de las mujeres ni del vino. En fin, todo su afán es no hacer nada en conformidad con el orden natural de la vida, ni tampoco estriba su preocupación en parecerse a Cristo, sino en no parecerse entre ellos. Por eso, gran parte de su felicidad la cifran en los sobrenombres, pues mientras los unos se enorgullecen con el nombre de franciscanos (ya sean recoletos, menores, mínimos o bulistas), los otros del de benedictinos o bernardos, o bridigenses, o agustinos, o guillermistas, o jacobistas (dominicos), como si fuese poco llamarse cristianos. La mayoría de ellos conceden tal importancia a sus ceremonias y tradicioncillas claustrales, que consideran que un solo cielo no es una recompensa muy grande para tantos méritos, sin pensar jamás en que Cristo, despreciando todo esto, en la otra vida les preguntaría si han cumplido exactamente su precepto de la caridad. Entonces, uno presentaría su panza rellena de toda clase de pescados; otro, cien cargas de salmos; otro contaría sus millares de ayunos y querrá hacer creer que tiene el estómago destrozado por no haber hecho más que una sola refacción; otro sacaría a relucir tal montón de ceremonias que siete grandes navíos no bastarían para soportarlas. Quién se gloriará de que en sesenta años no tocó una sola moneda, a no ser con un doble par de guantes; quién mostrará su capuchón tan sucio y grasiento que no lo querría ni un marinero; quien recordará que durante más de once lustros vivió como una esponja sin moverse del mismo sitio; quién aducirá ha enronquecido a fuerza de tanto cantar en el coro; quién, que la soledad le ha embrutecido; quién, en fin, que un silencio perpetuo le ha paralizado la lengua.

Pero Cristo, interrumpiendo estas interminables apologías, exclamaría: “¿De dónde viene esta nueva casta de judíos? Yo no conozco, verdaderamente, más que mi ley, que es la única de la que no oigo hablar. En otro tiempo, bien claramente, y sin emplear el velo de las parábolas, prometí el reino de mi Padre, no a las cogullas, a las preces y a las abstinencias, sino a las obras de caridad. No reconozco a aquellos que tanto reconocen sus méritos y que quieren aparecer más santos que yo; vayan, si les place, a llenar los trescientos sesenta y cinco cielos de Basílides, o pidan que les hagan uno nuevo para ellos a los que antepusieron sus insignificantes tradiciones a mis preceptos.” Cuando oigan esto y vean que los galeotes y los carreteros son preferidos a ellos, ¿con qué caras, decidme, se mirarán los unos a los otros? Pero mientras esto llega, y no sin mi ayuda, son felices con su esperanza. Aunque es cierto que viven alejados del mundo, no hay nadie, sin embargo, que se atreva a despreciarlos, sobre todo si se trata de los mendicantes, porque poseen los secretos de las familias merced a las confesiones que provocan por todos los medios imaginables, secretos que no les es lícito descubrir, como no sea cuando, después de haber empinado el codo, quieren divertirse contando picantes anécdotas, y entonces dicen las cosas que se entienden por conjeturas, pero callando los nombres. Mas si alguien irrita a estos zánganos de colmena, vénganse, bonitamente en los sermones, aludiéndolos con indirectas tan transparentes, que sólo dejaría de entenderlas aquel que nada comprendiese, y, a imitación del Cerbero, no cesarán de ladrar mientras no les echéis algún hueso para taparles la boca. Además, ¿que comediante o charlatán callejero puede ser más entendido que estos hombres, cuando en sus sermones tratan de imitar a los retóricos de una manera completamente ridícula, aunque graciosísima, y poner en práctica las reglas oratorias que aquellos enseñaron? ¡Oh dioses inmortales! ¡Qué gestos! ¡Qué cambios de voz tan apropiados! ¡Qué sonsonete! ¡Y cómo se pavonean! ¡Cómo vuelven sus miradas, ya a los unos, ya a los otros! ¡Qué gritos dan tan destemplados! Este arte de predicar parece como un secreto que el fraile transmite por herencia al frailecillo, y aunque a mí no me sea dado conocerle, voy a deciros de él lo que por ciertos indicios he podido deducir. En primer lugar, hacen una invocación, cosa que han ido a pedir prestada a los poetas. En segundo término, si van a hablar sobre la caridad, empiezan el exordio con el Nilo de Egipto; si del misterio de la Cruz, hallan felicísimo comienzo en el recuerdo de Bel, el dragón de Babilonia; si del ayuno, toman su punto de partida en los doce signos del Zodíaco, y si de la fe, hacen una larga introducción acerca de la cuadratura del círculo. Yo mismo oí una vez a un insigne necio (mejor dicho, a uno de estos sabios) que, habiendo de predicar en un sermón de campanillas (“de campanillas”, quiere decir, de gran autoridad o de circunstancias muy relevantes.) sobre el misterio de la Santísimas Trinidad, y queriendo dar prueba de una erudición poco común y regalar el oído a los teólogos, echó por un camino completamente nuevo: habló de las letras, de las sílabas y de las oraciones; después, acerca de la concordancia del nombre con el verbo y del adjetivo con el sustantivo, hasta el punto de que casi todos los oyentes se asombraban, y algunos, en voz baja, repetían aquel dicho de Horacio: “¿A qué vienen tantas imbecilidades?” El orador acabó por demostrar que la imagen de la Trinidad hállase tan manifiesta en los rudimentos gramaticales, que ningún matemático, valiéndose de sus figuras, alcanzaría mayor exactitud. Para hacer tal sermón, estuvo este architeólogo sudando la gota gorda nada menos que ocho meses enteros, y hoy está más ciego que un topo; probablemente toda la sutileza de su ingenio se le subió a la cúspide del entendimiento, y, sin embargo, no le pasa su ceguera, y mira esto como un pequeño sacrificio en comparación de la gloria adquirida. 

También oí una vez a un octogenario, tan rematado teólogo, que se le hubiera tomado por Escoto redivivo. Este, queriendo explicar el misterio del nombre de Jesús, demostró con admirable sutileza que en las mismas letras de aquel nombre estaba encerrado cuanto de Jesús podría decirse; en efecto: como no tiene más que tres casos en la declinación latina, es evidente símbolo de la Santísima Trinidad. Además, puesto que el primer caso es en S –Jesús–, el segundo en M – Jesum–, y el tercero en U –Jesu–, enciérrase en ello un misterio inefable, a saber: que cada una de estas letras indica que Jesús es el Principio, el Medio y el Fin de todas las cosas (summum, medium, ultimum.). Quedaba un misterio aún más indescifrable que todo esto. El orador dividió matemáticamente la palabra Jesús en dos partes iguales, quedando en medio la S; enseñó que entre los hebreos esta letra es la !ש ,llamada por ellos syn, que en escocés me parece que quiere decir pecado (sin), y que, por tanto, resulta claramente de todo esto que Jesús había de ser quien quitase los pecados del mundo.

Este tan extraño exordio causó tal estupefacción en todos los oyentes, y principalmente en los teólogos, que poco faltó para que se quedaran petrificados como Níobe; en cambio, a mí me entró una risa que por poco se me aflojan los muelles como a Príapo, que, por su desdicha, fué testigo de los sortilegios de las dos brujas de Horacio, Canidia y Sagana. Y no sin razón, ciertamente; porque ¿cuándo se vió semejante exordio en boca de Demóstenes, el griego, o de Cicerón, el latino? Tenían éstos por defectuoso todo proemio extraño al asunto. Regla es esta que observan hasta los mismos porqueros sin más maestro que la Naturaleza. Pero estos sabios miran su preámbulo –así lo llaman ellos– como una obra maestra de elocuencia, cuando no guarda la más remota relación con el resto del discurso, a fin de que el oyente, maravillado, se pregunte en voz baja: ¿Adónde irá a parar este hombre? En tercer lugar, si en la exposición citan algún pasaje del Evangelio, lo comentan de prisa y corriendo, siendo así que de esto sólo debieran ocuparse. En cuarto lugar, he aquí que de repente cambian de máscara y ponen sobre el tapete una cuestión teológica que, a veces, nada tiene que ver ni con el cielo ni con la tierra; pero ellos creen que está en conformidad con las reglas del arte. Aquí es cuando arrugan el entrecejo aparentando profundidad teológica, y cuando hacen retumbar en los oídos los títulos pomposos de doctores solemnes, doctores sutiles, doctores sutilísimos, doctores seráficos, doctores santos y doctores irrefragables. Entonces es cuando lanzan a la cabeza del ignorante vulgo un diluvio de silogismos, mayores, menores, conclusiones, corolarios, suposiciones y otras insulsas majaderías y tonterías archiescolásticas.

Queda el quinto y ´ultimo acto, en el que conviene mostrarse como consumado maestro. Allí se ponen a referirnos algún chascarrillo necio y trivial, sacado seguramente del Speculum historiale (El “Speculum historiale” es la tercera parte del “Speculum Majus” (Espejo Mayor) que fué una importante enciclopedia de la Edad Media, escrita por Vincente de Beauvais en el siglo XIII.) o de las Gesta romanorum, e interpretan su sentido alegórico, tropolóogico y anagógico, y así acaban su discurso, monstruosa quimera, a la que no se aproxima ni aquella que describe Horacio en los primeros versos de su Arte Poética: “Humano capiti”, etc. Oyeron decir, de no sé quienes, que el exordio debe ser sosegado y sin estrépito; y de aquí que principien sus sermones de tal manera, que no los oye ni el cuello de la camisa, como si se propusieran que nadie les entendiese. Oyeron decir, además, que para mover el ´animo, había que recurrir algunas veces a las exclamaciones, y por eso pasan bruscamente de un tono sencillo a gritos de endemoniados, aunque el asunto no lo requiera; aunque les digáis que necesitan un eléboro para curarse, en vano clamaréis, porque os oirán como el que oye llover. Oyeron decir, asimismo, que es conveniente que el acento vaya aumentando gradualmente, por lo cual, después de haber recitado muy por lo mediano el principio de cada parte, comienzan de improviso a gritar como energúmenos, aunque el asunto sea de lo más frívolo e insustancial; y luego acaban con una voz moribunda como si se fueran a morir. Por último, aprendieron de los retóricos a provocar la risa en el auditorio, y por esta razón se esfuerzan en salpimentar sus sermones con algunos chistes que son, ¡por Venus!, tan graciosos y oportunos, que, verdaderamente, parecen asnos cantando al son de la lira.

A veces son mordaces; pero de tal modo, que en vez de herir hacen cosquillas, y nunca adulan mejor a las gentes que cuando quieren darles a entender que hablan francamente y sin ambages ni rodeos. Finalmente, de tal manera se ajustan siempre a este estilo, que se juraría que lo han aprendido de los charlatanes de plazuela, que les son muy superiores, si bien mirado, unos y otros se llevan tan poco, que nadie sabría decir quién a quién le enseñó el oficio: si los frailes a los charlatanes o los charlatanes a los frailes. Y, sin embargo, gracias a mí, se hallan todavía gentes que al escucharlos se figuran estar oyendo a Demóstenes o Cicerón. Entre tales personas encuéntranse principalmente los comerciantes y las mujeres, a quienes procuran hablar sólo de lo que les agrada: a los unos, porque si son adulados con oportunidad, acostumbran compartir con ellos tal o cual migaja de la presa de sus mal adquiridos bienes, y a las otras, porque son amados por ellas por muchas razones, pero, sobre todo, porque desahogan en su seno su mal humor contra sus maridos. Sin duda comprenderéis ya lo mucho que me deben estos hombres, que con sus ceremonias, sus ridículas simplezas y sus clamores, ejercen sobre los mortales una especie de tiranía y, además, se creen otros San Pablos y San Antonios.

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CONTINUARÁ


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