sábado, 25 de mayo de 2024

IV y última PARTE: ERASMO DE ROTTERDAM: ELOGIO DE LA LOCURA O NECEDAD, CAPITULO LV G) LOS REYES Y LOS PRÍNCIPES

 

Bocetos en tiza de las manos de Erasmo, por Holbein el Joven

Pero dejemos ya en buena hora a esos historiadores, que son tan ingratos disimulando mis beneficios como audaces fingiendo la devoción, pues hace rato que tengo gana de deciros algo acerca de los reyes y los príncipes, de quienes recibo un culto muy sincero, como conviene a hombres libres.

Si alguno de los mencionados tuviera solamente media onza de sentido común, ¿qué vida habría más triste que la de ellos o más digna de ser renunciada? Si se meditase seriamente en la inmensa carga que echa sobre sus hombros el que quiere reinar verdaderamente, no creería que la corona sea bastante para compensar el perjurio o el parricidio.

Aquel que recibe la misión de gobernar los pueblos debe ocuparse de los intereses comunes, no de los suyos; ha de pensar exclusivamente en la utilidad general; debe no apartarse en absoluto de las leyes, de las que ´el mismo es autor y ejecutor; debe responder de la integridad de los magistrados y oficiales, y que puede, como un astro benéfico, hacer la dicha del género humano por sus virtudes y costumbres, o como un siniestro cometa, causar las mayores calamidades.

Los vicios de los demás, ni trascienden de la misma manera, ni tienen tanta resonancia; en cambio, si un rey comete el más ligero extravío, en el mismo instante, por la posición que ocupa, se generaliza, así como la peste, el contagio.

Además, muchas cosas lleva consigo la condición o estado de los reyes, que suelen desviarlos del camino recto, como son, por ejemplo, los placeres, la independencia, la adulación y el lujo, contra los cuales se han de prevenir enérgicamente y vigilar solícitos para no ser engañados ni faltar nunca a sus deberes. Omito, por fin, el hablar de las insidias, de los odios, del miedo y de otros muchos peligros que los rodean, para decir tan sólo que por encima de los reyes hay un rey verdadero que les pedirá cuentas de sus más pequeñas acciones y que será con ellos tanto más severo, cuanto mayor poder hayan tenido.

Si un príncipe hiciera estas reflexiones y otras parecidas –y las haría si fuera sabio–, me parece que no podría comer ni dormir tranquilamente; pero, gracias a mi auxilio, dejan a los dioses todos estos cuidados y ellos se dan buena vida y no escuchan más que a quienes les hablan de cosas divertidas, por no ser turbados en su ánimo.

Creen que su oficio de reyes se reduce a cazar a menudo, a montar hermosos caballos, a vender en beneficio propio los cargos y las magistraturas y, sobre todo, a buscar diariamente nuevos pretextos para aligerar los bolsillos de sus súbditos y aumentar su tesoro, para lo cual se les ve resucitar viejos títulos para cubrir con la máscara del derecho sus monstruosas iniquidades, añadiendo, una vez hecho el mal, algunos halaguillos al pueblo para captarse sus simpatías.

Figuraos ahora un hombre como lo son a veces los reyes: ignorante de las leyes; enemigo, o poco menos, del provecho del pueblo; preocupado solamente de su personal actividad; entregado a los placeres; que odie el saber, la libertad y la verdad; que piense en todo, menos en la prosperidad de su Estado, y que no tiene más regla de conducta que sus liviandades y sus conveniencias.

Ahora, colgadle al cuello el collar de oro, emblema de la solidaridad de todas las virtudes; colocadle en la cabeza una corona guarnecida de piedras preciosas, que recuerda que debe brillar en medio de sus súbditos por sus acciones heroicas; ponedle en la mano el cetro, símbolo de la justicia y la rectitud constante de su ánimo; vestidle, en fin, con la púrpura, que indica el celo que debe sentir por su pueblo. Pues bien: si este monarca comparase estas insignias con su conducta, creo con seguridad que se avergonzaría de sus adornos y temería que algún intérprete malicioso trocara en risa y chacota todos estos oropeles de teatro.

CAPITULO LVI: H) LOS CORTESANOS

¿Y qué he de recordaros sobre los cortesanos? Siendo este oficio de lo más rastrero, servil, tonto y despreciable, no obstante, la mayoría de ellos quieren parecer los primeros en todo. Sólo en una cosa son muy modestos, a saber: en que, contentándose con vestirse de oro, joyas, púrpura y demás insignias de la sabiduría y de la virtud, dejan a otros el ejercicio de estas mismas cualidades.

Tales gentes considéranse sumamente felices sólo con poder llamar al rey el Señor; con haber aprendido las fórmulas y etiquetas del saludo, con saber al dedillo si el tratamiento que corresponde es el de serenísimo, o el de majestad o el de excelencia, y con acertar a hacerse un rostro imperturbable, donde sonría siempre la adulación, que en esto se resumen las prendas que caracterizan al verdadero noble y al cortesano.

Pero si examináis más de cerca su manera de vivir, no hallaréis en ellos más que “verdaderos feacios y amantes de Penélope”, como dijo Horacio. Ya conocéis lo demás del verso. Eco os lo repetiría mejor que yo. Los buenos cortesanos duermen hasta mediodía; un capellán asalariado les dice junto al lecho, de prisa y corriendo, una misa, que ellos oyen casi acostados; desayunan, y apenas lo han terminado, ya están pidiendo la comida; de sobremesa vienen los dados, el ajedrez, la lotería, las bufonadas, las necedades, las mujeres, las diversiones y las groserías, y entre horas nunca falta algún piscolabis; luego llega la cena, y tras la cena la bebida, no escasa, ¡vive Jove! Y de este modo, sin sentir el menor cansancio, pásanse en los palacios las horas, los días, los meses, los años y los siglos.

Yo misma, a veces, siento verdaderas náuseas al ver entre esos pavos reales una ninfa que se cree tanto más cerca de los dioses cuanto más larga es la cola que arrastra, o al contemplar a un prócer que se abre paso a codazos para colocarse lo más cerca posible de Júpiter, o al observar, en fin, que cada cual se siente más orgulloso cuanto más pesada es la cadena que se cuelga al cuello, ostentando con ello, no solamente su opulencia, sino también su vigor.

CAPITULO LVII: I) LOS OBISPOS

Los sumos pontífices, los cardenales y los obispos imitan desde hace largo tiempo con éxito y casi sobrepasan la conducta de los príncipes. ¡Ah! Si alguno de ellos pensara que sus vestiduras de lino, de una blancura de nieve, son representación de una vida sin mancha; que su mitra de dos puntas atadas por un mismo nudo indica el conocimiento profundo del Antiguo y del Nuevo Testamento; que sus manos revestidas de guantes le advierten que deben administrar los Santos Sacramentos con pureza y libre de todo contagio de las cosas humanas; que el báculo significa el cuidado diligentísimo que ha de tener con el rebaño que se le ha confiado; que el pectoral anuncia la victoria sobre todas las pasiones. Si alguno de ellos, repito, hiciera estas reflexiones y otras muchas del mismo género, ¿no es verdad que se haría la vida amarga y llena de inquietudes? Pero nuestros prelados de hoy obran más cuerdamente dedicándose a ser pastores de sí mismos y dejando al mismo Cristo la custodia de sus ovejas, o delegando sus funciones en los frailes y vicarios, sin acordarse siquiera de su nombre de obispo, que quiere decir trabajo, vigilancia y solicitud, pues sólo cuando se trata de atrapar dinero es cuando son obispos de verdad y no de los que duermen en las pajas.

CAPITULO LVIII: J) LOS CARDENALES

De la misma manera, si los cardenales pensaran que son los sucesores de los apóstoles, y que se les exige la misma conducta que aquellos observaron; que no son dueños, sino los administradores de los bienes espirituales, de todos los cuales tendrán que dar muy pronto una estrecha cuenta; si razonasen un poco sobre sus capisayos y se dijesen: “Este roquete blanco, ¿no es emblema de una eminente pureza de costumbres? Esta sotana de púrpura, ¿no es símbolo del ferviente amor a Dios? Este manto flotante y amplísimo, bajo el cual desaparece la mula de su eminencia y aun habría tela para cubrir a un camello, ¿no significa la caridad sin límites que debe extenderse a todos los necesitados; es decir, a enseñar, a exhortar, a consolar, a reprender, a amonestar, a dirimir las discordias, a resistir a los malos príncipes y a sacrificar con gusto, no solamente sus riquezas, sino también su sangre por el rebaño cristiano? Aunque, si bien se mira, ¿por qué razón han de tener riquezas los que se dicen hacer las veces de los apóstoles, que vivían pobres?”

Repito que, si los cardenales meditasen en estas cosas, lejos de ambicionar ese honor, renunciarían a él de buena voluntad o llevarían una vida más laboriosa y más diligente, como lo fue antiguamente la de los discípulos de Jesús.

CAPITULO LIX: k) LOS PAPAS

Si los sumos pontífices, que hacen las veces de Cristo, se esforzaran por imitar su vida, es decir, su pobreza, sus trabajos, sus doctrinas, su cruz y su desprecio del mundo; si pensaran en su nombre de Papa, que quiere decir padre, y en su sobrenombre de Santísimo que ostentan, ¿habría alguien más desdichado sobre la tierra? ¿Quién querría comprar la tiara a costa de toda su fortuna, y una vez comprada, conservarla, hasta por medio de la espada, del veneno y de todo género de violencias?

Si alguna vez la sabiduría…¿Qué digo la sabiduría? Si un solo grano de la sal de que habla Cristo se apoderase de ellos, ¿qué ventajas no perderían? ¿Qué sería entonces de todo lo que los rodea: riquezas, honores, poder, triunfos, cargos, tesoros, tributos, indulgencias, caballos, mulas, escoltas y comodidades? (ya comprenderéis el trajín, la faena y el cúmulo de riquezas que todo esto supone). Habría que reemplazar todo esto con vigilias, ayunos, lágrimas, oraciones, predicaciones, estudio, penitencia y otros mil ejercicios pesados de esta clase.

Pero no hay que olvidar que con semejante cambio perecerían de hambre tantos escribanos, copistas, notarios, abogados, promotores, secretarios, muleros, caballerizos, recaudadores, mediadores –alguno más vergonzoso agregaría, pero temo ofender vuestros oídos–; en una palabra: una tan grande muchedumbre onerosa (me equivoco; quería decir honrosa) para la Sede Romana. 

Esto ciertamente, sería cruel y abominable; pero todavía lo sería mucho más horrible hacer que volvieran a la alforja y al cayado los príncipes supremos de la Iglesia, verdaderos luminares del mundo.

No hay que temer. hoy día, todo lo que implica algún trabajo, se lo encomiendan a San Pedro y a San Pablo, que tienen sobrado tiempo para estas cosas; pero todo cuanto sea esplendor y regalo, recábanlo para sí, lo que, sin discusión, es obra mía, y por eso casi nadie habrá que viva con más placidez y con menos cuidados como quienes creen haber satisfecho plenamente a Cristo cuando, bajo sus ornamentos sagrados y casi teatrales, en ceremonias donde reciben los tratamientos de beatitud, de reverencia y de santidad, representan su papel de obispos distribuyendo anatemas y bendiciones.

Ellos consideran que hacer milagros es arcaico y pasado de moda, y en desuso, además; que enseñar al pueblo es penoso; que explicar las Sagradas Escrituras es cosa de escolásticos; que rezar es de gentes sin trabajo; que llorar es de apocados y de mujeres; que vivir pobre es propio de plebeyos; que someterse es vergonzoso e indigno de aquel que apenas tolera a los más grandes reyes que le besen sus santos pies; que morir es poco apetecible, y que ser crucificado es infamante. Como únicas armas les quedan a los papas esas dulces bendiciones de que habla San Pablo y que ellos prodigan con tanta liberalidad, y que se llaman interdicciones, suspensiones, agravaciones y reagravaciones, anatemas, conminaciones con venganzas eternas, y ese terrible rayo de la excomunión, que de un solo golpe precipita las almas de los mortales en lo más hondo de los infiernos, arma que los santísimos padres en Cristo, sus vicarios en la tierra, contra nadie esgrimen con tanto encono como contra aquellos que, tentados por Satanás, pretenden disminuir o roer un poco el patrimonio de San Pedro. Porque este Apóstol, que ha dicho, según el Evangelio: “Todo lo hemos dejado para seguirte” (Evangelio seg´un San Mateo, XIX, 27.), posee hoy tierras, ciudades y vasallos; cobra impuestos y vive a lo señor feudal.

Censura por la Congregación del Índice

Para conservar su patrimonio, los pontífices, inflamados en el amor de Cristo, combaten con el hierro y con el fuego, vertiendo a mares la sangre cristiana, y piensan que han defendido como apóstoles a la Iglesia, Esposa de Cristo, cuando han exterminado sin piedad a los que llaman sus enemigos. ¡Como si hubiese enemigos más encarnizados de la Iglesia que esos impíos pontífices, que con su silencio dejan olvidar a Cristo, trafican vergonzosamente en su nombre, adulteran su ley con forzadas interpretaciones y crucifícanlo de nuevo con su escandalosa conducta! Mas, como dicen que la Iglesia cristiana fue fundada con sangre, consolidada con sangre y aumentada con sangre, creen ser sus defensores llevándolo todo a sangre y fuego, como si no estuviera allí Cristo para proteger a los suyos.

Y a pesar de que saben que la guerra es una cosa tan cruel que más bien que a los hombres conviene a las fieras; tan insensata, que los poetas la pintan como un engendro de las Furias; tan funesta, que arrastra consigo la ruina completa de las costumbres; tan injusta, que los mayores criminales son los que la hacen mejor, y tan impía, que no guarda la menor relación con Cristo, los papas, no obstante, lo descuidan todo para convertirla en su única ocupación.

De aquí que se vean entre ellos, viejos decrépitos (Un retrato de gusanos como julio II.), animados de un vigor juvenil, que no se arredran por los gastos ni los fatigan las penalidades, y no retroceden ante nada con tal de darse el gustazo de trastornar de arriba abajo las leyes, la religión, la paz y la humanidad entera.

Y no faltan eruditos aduladores que califican tan manifiesta insensatez de celo, de piedad y de valor, pensando demostrar que es posible esgrimir el hierro asesino y hundirlo en las entrañas de su hermano, sin dejar de guardar al mismo tiempo aquella excelsa caridad que, según el precepto de Cristo, debe al prójimo todo cristiano.

CAPITULO LX: L) LOS OBISPOS GERMÁNICOS

En verdad que hasta ahora no he podido saber con certeza si en estas cosas imitaron el ejemplo de algunos obispos de Alemania, o éstos lo siguieron de aquellos, pues tales obispos, prescindiendo con admirable candor del culto, de las bendiciones y demás ceremonias de este jaez, viven como verdaderos sátrapas, hasta el extremo de que consideran poco menos que una cobardía y poco digno del decoro episcopal entregar a Dios su espíritu valeroso de otro modo que en un campo de batalla. Lo peor es que los simples sacerdotes creen no ser lícito desdecir del santo arrojo de sus prelados, y, ¡vamos!, qué bien luchan, inflamados en un bélico ardor, por la defensa de sus diezmos con espadas, dardos, piedras y con toda clase de armas! ¡Qué vista de ´aguila demuestran cuando se trata de descubrir en un viejo pergamino una cosa que pueda aterrar a las gentes sencillas y convencerlas de que deben pagar algo más que los diezmos! Pero, mientras tanto, no se acuerdan de recordar lo que tantas veces se lee en libros sobre los deberes que ellos, a su vez, tienen para con el pueblo, pues su tonsura ni siquiera les sirve para recordarles que los sacerdotes deben estar libres de las ambiciones del mundo y no pensar más que en las cosas del cielo. 

Sin embargo, hombres de buena pasta, imagínanse que han cumplido perfectamente sus deberes una vez que han murmurado sus rezos de cualquier modo, si bien me extraña, ¡por Hércules!, que algún dios los oiga o los entienda, puesto que ellos mismos casi ni les entienden ni los oyen ni siquiera cuando al cantarlos, relinchan a voz en cuello.

Pero hay una cosa que les es común a los sacerdotes y a los laicos, que es la exquisita solicitud con que cuidan de la hacienda, y el conocimiento de los derechos que en tal respecto les asisten; en cambio, si hay que soportar alguna carga, déjanla caer hábilmente sobre las espaldas ajenas, y unos a otros se la van echando como si fuera una pelota. Porque de la misma manera que los reyes delegan los asuntos de la administración en sus ministros, y éstos en sus subordinados, así también los sacerdotes, sin duda por exceso de modestia, dejan al pueblo todo el cuidado de honrar a Dios; pero el pueblo los rechaza sobre los llamados eclesiásticos, como si él no tuviera nada que ver con la Iglesia y fuesen papel mojado las promesas hechas en el bautismo. A su vez, los sacerdotes llamados seculares, cual si estuvieran iniciados en las cosas del mundo y no en las de Cristo, echan el mochuelo a los regulares; los regulares, a los frailes; los frailes, anchos de manga, a los que hilan más delgado; todos a la vez a los mendicantes, y los mendicantes a los cartujos, entre los cuales se oculta únicamente la piedad, y tan bien oculta, por cierto, que no se la ve por ninguna parte. De la misma suerte, los pontífices, diligentísimos en la recaudación del dinero, dejan a los obispos todos los trabajos demasiado apostólicos; los obispos los dejan a los párrocos; los párrocos, a los vicarios; los vicarios, a los frailes mendicantes, y éstos, a su vez, los ponen en manos de quienes entienden el oficio de trasquilar a las ovejas.

Pero no entra en mis planes escrutar la vida de los pontífices y de los sacerdotes, no vaya a creer alguno que estoy urdiendo una sátira en lugar de hacer un elogio, ni vaya nadie a suponer que critico a los príncipes buenos alabando a los malos. Pero cuanto llevo dicho, aunque en pocas palabras, tiende a hacer ver con toda claridad que no existe ningún mortal que pueda vivir dichoso si no está iniciado en mis misterios y no cuenta con mi protección.

CAPITULO LXI: LA FORTUNA FAVORECE A LOS NECIOS

Y ¿cómo podría suceder de otra manera, puesto que la Fortuna (esa Némesis), que siembra la felicidad entre los humanos, comparte mis sentimientos de tal modo, que siempre ha sido la enemiga implacable de los sabios, mientras que ha colmado de toda clase de beneficios a los necios, hasta en sueños? Ya conocéis a Timoteo, aquel general ateniense que recibió el sobrenombre de Dichoso y que dio origen al proverbio: “Dormir y la red henchir.” Conocéis también el otro: “El búho de Minerva vuela por mí (En la traducción de A.R.B. dice “Nacer de pie.”).” Por el contrario, a los sabios les cuadra mejor lo que llama el pueblo “Ha nacido con mala estrella”, o bien: “Ha montado en el caballo de Seyo”, o este otro: “Su oro es de Tolosa.” Pero basta de adagios, no sea que se diga de mí que estoy expoliando la colección de mi amigo Erasmo.

Tornando, pues, al asunto, decía que la Fortuna gusta de las personas poco sensatas, de las más atrevidas y de las devotas de aquella frase: “La suerte está echada.” La sabiduría, en cambio, hace a los hombres extremadamente tímidos, y por esto vemos que la generalidad de los sabios están pobres, hambrientos y consumidos, y viven en el olvido, en la oscuridad y sin gloria, en tanto que mis necios rebosan de escudos, participan en la gobernación del Estado y, en una palabra, gozan de todas las ventajas posibles. Porque, en verdad, si alguien hace consistir la dicha en convertirse en el favorito de los príncipes y en frecuentar el trato con estos opulentos dioses, ¿qué le será más inútil que la sabiduría?

Es más: ¿qué le perjudicaría tanto en el concepto de tales gentes? Si se trata de adquirir riquezas, ¿qué ganancia puede esperar el comerciante que, consecuente con los preceptos de la sabiduría, se alarmara por un perjurio o se avergonzara de decir una mentira, o experimentase con los sabios angustias o el menor escrúpulo ante el robo y la usura? Por la misma razón, si ambicionáis las riquezas y los honores eclesiásticos, sabed que un asno o un buey los alcanzará antes que un sabio; si amáis el placer, no debéis olvidar que las mozas, que en tal comedia representan el principal papel, se entregan de todo corazón a los necios; en cambio, sienten horror hacia el sabio y huyen de él como de un escorpión. En fin, el que quiere vivir con un poco de deleite y de alegría comienza por excluir al sabio de su compañía y por preferir cualquier otro animal.

En resumidas cuentas, que adondequiera que volváis los ojos veréis que los papas, los reyes, los jueces, los magistrados, los amigos, los enemigos, los grandes y los pequeños, todos, en fin, se desviven por el dinero, que, como es despreciado por los sabios, es lógico que se aparte de ellos constantemente.

Aunque mis alabanzas no tendrían término ni cuento, es necesario, sin embargo, que este discurso tenga un fin. Voy, pues, a concluir; pero antes quiero demostrar en pocas palabras que no faltan sesudos autores que me han celebrado en sus libros y en sus actos; de esta suerte no se dirá que soy yo sola la que me alabo neciamente, ni me acusarán los leguleyos de que no alego en mi apoyo las consabidas autoridades. A imitación suya, pues, voy a citarlas, aunque también a ejemplo suyo no tengan nada que ver con el asunto

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Erasmo, en un retrato de Quentin Metsys (Palacio Barberini, Roma)

CAPITULO LXII: TESTIMONIOS DE LOS ANTIGUOS CLÁSICOS EN FAVOR DE LA NECEDAD: HORACIO, HOMERO, CICERÓN

En primer lugar, todo el mundo sabe, gracias a un conocidísimo proverbio, que “a falta de una cosa, conviene aparentar que se tiene”. En virtud de este principio, se enseña cuerdamente a los niños esta máxima: “Hacerse el tonto en la ocasión es el colmo de la sabiduría.” ¡Juzgad ya vosotros mismos si la necedad será un gran bien, cuando hasta su engañosa sombra y mera imitación ha merecido de los doctos tantos encomios!

Horacio, aquel grueso y rozagante cerdo de la piara de Epicuro (Esta expresión se la aplicaba a sí mismo el propio Horacio.), se expresa todavía con franqueza, cuando aconseja que “se mezcle la necedad con la sabiduría”, aunque, añade, no con mucho acierto, que “en pequeña proporción”.

En otra parte dice que “es agradable tontear de cuando en cuando”, y agrega en otro pasaje que “es preferible pasar por extravagante y por menguado, que no por sabio desabrido”. Ya en Homero, Telémaco, a quien el poeta ensalza en todos respectos, es apellidado algunas veces párvulo, que es con el que los trágicos suelen denominar con gusto a los niños y a los jóvenes, como cosa de buen augurio. ¿Qué relata, en resumidas cuentas, el divino poema de la Ilíada sino las pasiones de los reyes y de los pueblos necios? Por último, ¿qué elogio hay más hermoso que el de Cicerón, cuando dice que “el mundo está lleno de necios”, sabido, como es, que el mayor bien es el que se extiende a mayor número de personas?

CAPÍTULO LXIII: TESTIMONIOS DE LA SAGRADA ESCRITURA EN APOYO DE LA NECEDAD

Como quizá los textos que acabo de citar tengan poca autoridad para los cristianos, voy también, si no os parece mal, a apoyar o –como dicen los sabios– a fundamentar mis alabanzas con testimonios sacados de las Sagradas Escrituras.

En primer lugar, cuento con la venia de los teólogos, para que no lo vean con malos ojos; después, como emprendo una ardua tarea, y como acaso fuese excesivo volver a evocar a las musas desde el Helicón, obligándolas a andar un camino tan largo, sobre todo para un asunto que les es completamente extraño, pienso que es mejor, mientras voy a dármelas de teóloga y a meterme en semejante berenjenal, desear que el alma de Escoto –más espinosa que un puerco espín y que un erizo– se traslade por un momento desde su Sorbona a mi espíritu, aunque en seguida se marche adondequiera, incluso a los mismísimos infiernos. ¡Ojalá yo pudiera cambiar de rostro y revestirme de las insignias teológicas! Porque estoy temiendo que, al verme entregada a tan profundas teologías, alguien me acuse de plagio y sospeche que, a la chita callando, he saqueado los manuscritos de nuestros maestros.

No obstante, no debe parecer asombroso que. habiendo vivido por tanto tiempo en la intimidad de los teólogos, se me haya pegado algo de su ciencia. Recuérdese que Príapo, aquel dios de madera de higuera, llegó a retener algunas palabras griegas que escuchaba a su dueño mientras leía, y que el gallo de Luciano, a fuerza de frecuentar el trato de los hombres, acabó por hablar tan bien como ellos. Entremos, pues, en materia, y que los dioses me sean propicios.

Escríbese en el Eclesiastés, capítulo I: “Infinito es el número de los necios.” Al decir que es infinito, ¿no se indica a todos los mortales, a excepción de algunos pocos, entre los cuales tampoco me atrevería a señalar a ninguno? Pero Jeremías confirma lo mismo con más sinceridad cuando dice, en el capítulo X: “Todo hombre se ha vuelto necio por su propia sabiduría.” Solamente a Dios atribuye la sabiduría y deja la necedad a todos los hombres. Un poco antes había dicho que no debe gloriarse el hombre de su sabiduría. ¿Por qué, incomparable Jeremías, no quieres que el hombre se glorifique de su sabiduría? Sin duda, habrías de contestarme que es por la sencilla razón de que no hay tal sabiduría.

Pero vuelto al Eclesiastés, en el cual, cuando se exclama: “Vanidad de vanidades y todo vanidad”, ¿qué otra cosa creéis que entiende, sino que, como dije antes, la vida humana no es más que un juego de la necedad, lo cual plenamente justifica el elogio de Cicerón, de quien es la frase nunca bastante ponderada que hace poco mencionamos: “El mundo está lleno de necios”?

Asimismo, aquel sabio del Eclesiástico, al decir que “el necio es variable como la luna, y el sabio es estable como el sol”, ¿qué insinúa, sino que todo el género humano es necio, y que sólo a Dios corresponde el nombre de sabio? Pues, en efecto, por la luna entienden los intérpretes la naturaleza humana, y por el sol la fuente de toda luz, Dios.

A todo esto. hay que añadir que el mismo Cristo dice en el Evangelio que no se conceda el título de bueno más que a Dios. Ahora bien: si, según la opinión de los estoicos, todo el que no es sabio es necio y todo el que es bueno es también sabio, se sigue necesariamente que la necedad comprende a todos los mortales.

Salomón, en el capítulo XV, afirma que “la necedad es la alegría del necio”, lo cual equivale a confesar claramente que sin la necedad no hay nada agradable en la vida. Del mismo Salomón son también las palabras siguientes: “Quien añade ciencia, añade dolor, y en una gran inteligencia siempre hay grandes sufrimientos.”

¿Acaso no declara abiertamente lo mismo dicho regio predicador en el capítulo VII, al decir que “la tristeza reside en el corazón de los sabios y la alegría en el de los necios”? Y por esta razón no se contentó Salomón con aprender la sabiduría, sino que quiso también cultivar mi trato, y si no me creéis, escuchad sus propias palabras en el capítulo I: “Y me apliqué a conocer la ciencia y la doctrina, los errores y la necedad.”

Notad bien que es una alabanza para a locura el que se la coloque en último lugar, pues bien sabéis que, según el Eclesiastés, y conforme al ritual de la Iglesia, el que es primero en dignidad debe ocupar el último sitio, si se acuerda y quiere observar el precepto evangélico. Respecto a la superioridad de la necedad sobre la sabiduría, el autor del Eclesiástico, sea quien fuere, lo atestigua de un modo inconcuso en el capítulo XLIV. Mas, ¡por Hércules!, que no he de citar sus palabras sin que antes vosotros mismos, ayudándome en esta inducción, me respondáis claramente a una pregunta, de la misma manera que hacían en los diálogos de los que discutían con Sócrates Decidme, pues: ¿qué es lo que más importa guardar, un objeto raro y precioso o un objeto vulgar y de poco valor? Mas ¿por qué calláis? Pues aunque no queráis responder, contesta por vosotros el proverbio griego que dice: “El cántaro a la puerta.” Y para que nadie cometa la irreverencia de rechazarlo, sépase que quien lo dijo fue Aristóteles, el dios de nuestros maestros.

En efecto, ¿acaso hay entre vosotros alguno tan necio que deje en la calle las joyas y el oro? Me figuro que no, ¡por Hércules!; por el contrario, los encerráis en el rincón más oculto de vuestro cofre y en el lugar más secreto de vuestra casa, y dejáis la basura en la calle. Luego si lo que vale mucho se esconde y lo que vale poco se expone a todas las miradas, ¿no es evidente que nuestro autor pone la sabiduría, que él prohíbe ocultar, por debajo de la necedad, que él recomienda que se oculte? Pues he aquí los propios términos del testimonio que invoco: “Vale más el hombre que esconde su necedad que el que esconde su sabiduría.”

Es más: las Sagradas Escrituras atribuyen al necio la pureza del alma, y no al sabio, que a nadie consiente le iguale. En verdad, así explico este pasaje del capítulo X del Eclesiastés. “El necio, como es ignorante, a todos los que encuentra en su camino los cree también necios.”

¿Por ventura, puede darse mayor sencillez que la de igualar a todos los hombres consigo mismo y la de reconocer en ellos, a pesar del amor propio natural a cada individuo, el mismo mérito que uno tiene? Por esta razón no se avergonzaba un tan gran rey como Salomón de semejante sobrenombre al llamarse a sí mismo, en el capítulo XXX de los Proverbios, “el más necio de los hombres”, y por la misma causa, San Pablo, el doctor de los gentiles, escribiendo a los Corintios, acepta con gusto el título de necio al decir “que hablaba como el mayor de los necios”, como si estimase punto menos que deshonroso que alguien le ganara en necedad.

Pero he aquí que me salen al paso algunos helenistillas,de esos que andan siempre con cien ojos a caza de gazapos, y emplean todo el tiempo en poner reparos a los teólogos y en desorientar a los demás en sus comentarios, que son como un velo que ofusca la vista, y de cuya grey mi querido Erasmo, a quien tantas veces menciono con respeto, es, ya que no el alfa, por lo menos la beta. “¡Oh –exclaman ellos–, qué cita más necia y verdaderamente digna de la Necedad!.

ERASMO DE ROTTERDAM

Nada estaba más lejos de la mente del apóstol que lo que tú imaginas, ni tampoco quiso dar a entender con esa frase que se tenía por más necio que los demás, porque después de haber dicho que los apóstoles eran ministros de Cristo y que él también lo era, no contento con manifestar que tenía a honra el haberse igualado a los demás, aún añadió a guisa de corrección : “Y lo soy más que nadie”, estimándose, no solamente igual a los otros apóstoles en el celo del ministerio evangélico, sino un poco superior. Ahora bien: como ´el lo sentía así, y deseando, no obstante, que esta verdad no ofendiese a nadie por demasiado atrevida, se cubre con el manto de la necedad. “Hablo como poco entendido”, agrega, sabiendo muy bien que sólo los necios gozan del privilegio de decir la verdad sin ofender a nadie.

Yo les dejo que disputen sobre lo que San Pablo pensase al escribir tales palabras. Por lo que a mí toca, opto por seguir a los magnos, orondos, mantecosos y popularísimos teólogos, con los cuales prefieren errar, ¡vive Jove!, la mayoría de los doctores, a acertar con esos sabios trilingües, pues ninguno de estos helenizantes hace más de lo que puedan hacer las cotorras y, singularmente, cierto glorioso teólogo, cuyo nombre creo prudente callar por temor a que mis loros le lancen en seguida el epigrama griego que habla de “El asno de la lira” (Esto está dirigido a Nicolás de Lira, de quien se decía que “si Lira no hubiese tocado la lira, Lutero jamás habría bailado”, murió en 1340.). Este sabio, digo, explicó el pasaje en cuestión magistral y teológicamente, y al llegar a esta frase: “Hablo a lo necio porque lo soy más que nadie”, hace capítulo aparte, y añade una nueva sección (lo cual supone una profunda dialéctica) para interpretar el texto de este modo, y copio sus propias palabras, no sólo en el fondo, sino en la forma: “¡Hablo a lo necio; es decir, si os parezco necio porque me comparo a los falsos apóstoles, más os lo pareceré todavía al preferirme a ellos.” Tras de lo cual, sin cuidarse más de su explicación, escúrrese bonitamente a hablar de otra materia.

CAPITULO LXIV CONTINÚA LA MISMA MATERIA: FALSOS INTÉRPRETES DE LAS PALABRAS DE LA SAGRADA ESCRITURA

Pero ¿por qué apoyarme escuetamente en el ejemplo de uno solo? Pues todos saben que los teólogos tienen el derecho de estirar la suela, es decir, las Sagradas Escrituras, a su antojo; por eso algunas frases de los escritos de San Pablo ofrecen contradicciones que no existen en el original. Si hemos de creer a San Jerónimo, que hablaba cinco lenguas, cuando el Apóstol vio por casualidad en Atenas un ara votiva, tergiversó su inscripción para sacar de ella un argumento en favor de la fe cristiana, ya que, prescindiendo de todo lo que podía estorbarle para su causa, quedóse solamente con las dos palabras finales, a saber: Ignoto Deo, que quiere decir: “Al Dios desconocido.” Pero aun estas mismas estaban alteradas, porque la inscripción íntegra decía así: “A los dioses de Asia, de Europa y de ´ África; a los dioses desconocidos y extranjeros.”

Supongo que, a ejemplo suyo, se ha generalizado entre los teólogos la costumbre de rebuscar cuatro o cinco textos de una obra que, cuando les conviene, y aunque sea forzando su sentido, los acomodan a sus necesidades, aunque lo que siga o lo que preceda no guarde relación alguna con el asunto, y a veces hasta lo contradiga, cosa que los teólogos hacen con tan hábil desvergüenza, que no pocas veces los jurisconsultos les han tomado envidia.

Nada hay ya, en verdad, a que no se atrevan, después que el ilustre … (por poco se me escapa su nombre (ver nota anterior sobre Nicolás de Lira.), pero me arredra de nuevo el proverbio griego) dió a las palabras de San Lucas un sentido que se acomoda tanto con el espíritu de Cristo como el fuego con el agua. El caso es el siguiente: sabido es que cuando amenaza un grave peligro, los buenos vasallos suelen unirse de modo más estrecho con sus señores, convencidos de la fuerza que tiene el luchar juntos, y por eso Cristo, queriendo acostumbrar a sus discípulos a que arrancasen de su espíritu la confianza en el auxilio ajeno, preguntóles si les había faltado alguna cosa desde que los había enviado a predicar el Evangelio, tan sin ningún viático, que ni los proveyó de calzado contra las espinas y las piedras del camino, ni de alforjas contra el hambre; y como le respondiesen que nada les había faltado, añadió: “Pues ahora, quien tenga un saco, déjelo; y quien tenga alforjas, déjelas también; y el que nada tenga, venda su túnica y compre una espada.( Evangelio según San Lucas, XXII, 35, 36.)

Como toda la doctrina de Cristo no tiende a incluir otra cosa que la mansedumbre, la tolerancia y el desprecio de la vida, ¿quién no comprende que en este pasaje quiso el Maestro desarmar de tal manera a sus enviados que les recomienda que se despojen, no solamente de su calzado y de su bolsa, sino también de su túnica, y así desnudos y enteramente desembarazados, emprendan la predicación del Evangelio, sin prevenirse de otra cosa que de una espada, pero no de aquella de que se arman los ladrones y los asesinos, sino de la espada espiritual que penetra hasta el fondo de los corazones y que de tal suerte corta en ellos todas las pasiones, que no deja en el corazón otro sentimiento que el de la piedad?

Pues bien: ved ahora de qué manera tuerce este texto el famoso teólogo de que hablamos. La espada significa, a su juicio, la defensa contra las persecuciones, y el talego, la merienda para el camino; como si Cristo, cambiando de parecer al ver que enviaba a sus apóstoles con una provisión poco espléndida, se retractara de su anterior doctrina; como si olvidando lo que les había dicho: “Que serían bienaventurados sufriendo ultrajes, afrentas y suplicios; que debían resistir al mal; que la felicidad era el premio de la mansedumbre y no de la cólera, y, en fin, que debían tomar por modelo a los pájaros y a los lirios” ( Evangelios según San Lucas, XII, 4, 27 y según San Mateo, V, 3, VI, 28, X, 17, 22, 23, 29.); como si olvidando todo esto, repito, estuvieran ahora tan lejos de querer que partiesen sin espada, que les mandaba vender su túnica para comprarla, y que prefería que fuesen completamente desnudos antes que sin esa arma al cinto.

Del mismo modo, pues, que nuestro teólogo comprende bajo el nombre de espada todos los medios de rechazar la agresión, así también entiende por la palabra bolsa todo lo que se refiere a la necesidad de la vida. Y así, este intérprete de la palabra divina envía a los apóstoles armados de lanzas, ballestas, hondas y bombardas para predicar a un Dios crucificado, y al mismo tiempo, los carga de cestas, de maletas y de provisiones, sin duda para no exponerse a salir de la posada con el estómago vacío. Nuestro hombre no piensa que esa espada, cuya adquisición tanto recomendó Jesucristo, fué precisamente la que El censuró, ordenando en otra parte que fuese en seguida devuelta a la vaina (Evangelios según San Mateo, XXVI, 52 y según San Juan, XVIII, 11.), y que nunca se ha oído decir que los apóstoles usasen espadas o escudos contra las violencias de los paganos, como las hubieran usado si Cristo hubiera tenido las intenciones que le atribuye este comentarista.

Hay, también otro doctor, y de bastante fama, cuyo nombre callaré por respeto (Jordán de Sajonia, muerto en 1336.), que en aquellas pieles de que nos habla Habacuc, con las que hacían sus tiendas los madianitas, y en el texto que dice: “Las tiendas de piel de los madianitas serán confundidas”, ve una alusión a la piel de San Bartolomé, que, como todos saben, fue desollado vivo.

Yo misma asistí, hace poco, a una disputa teológica, según lo hago con frecuencia. Preguntó uno cuál era el texto de las Sagradas Escrituras que mandaba reducir (vencer) a los herejes por el fuego, en vez de convencerlos por la discusión. Un viejo de severo semblante, y cuyo entrecejo revelaba claramente a un teólogo, respondió con gran vehemencia que el Apóstol San Pedro había dictado esta ley cuando dijo: “Evita el juntarte con el hereje, después que se ha corregido varias veces”; y como dichas palabras las repitiese muchas veces en el mismo tono estentóreo y muchos se preguntasen ya qué demonios le pasaba a aquel hombre, acabó por explicar que al herético había que separarle “de la vida” (de vita). Algunos soltaron la carcajada; no faltaron otros que encontraron el comentario completamente teológico, y otros, en fin, protestaron a grandes voces. Entonces se levantó uno de los más conspicuos, un Tenedios, como suelen llamar, un doctor irrefragable, y dijo: “Escuchadme. Escrito está que no ha de tolerarse que viva el malvado; es así, que todo hereje es malvado; Ergo, etc.” Todos los concurrentes se quedaron maravillados del genio de este hombre, y aprobaron con un palmo de boca abierta, como papanatas, su luminoso argumento, sin que a ninguno le viniese a las mientes que en el precepto mencionado la palabra malvado se refiere a los brujos, a los encantadores y a los magos, a quienes los hebreos llaman en su lengua mekaschephim, que significa malhechores, porque de otro modo habría que castigar también con la pena de muerte a los borrachos y a los lascivos.

CAPITULO LXV: CONTINÚA LA MISMA MATERIA. —ELOGIOS DE SAN PABLO A LA NECEDAD. —ÍDEM DEL EVANGELIO

Necia sería, en verdad, si me propusiese enumerar semejantes tonterías, tan innumerables, que no bastarían, para contenerlas todas, los volúmenes de Crisipo y de Didimo. Únicamante quería hacer constar que, puesto que estos divinos maestros se han tomado tales libertades, yo  también, que soy una teóloga de poco más o menos, tengo algún derecho a la indulgencia si todas mis citas no son rigurosamente exactas. Vuelvo, pues, a San Pablo. “Soportad con gusto a los ignorantes”, dice en un pasaje hablando de sí mismo. Y añade: “Aceptadme como ignorante.” Y prosigue: “Yo no hablo según Dios, sino como sumido en la ignorancia.” Y de nuevo en otro lugar: “Nosotros somos necios por Cristo.” Ya veis cuán fervientes elogios le merece la necedad a este autor egregio. Es más: la recomienda francamente como una cosa muy necesaria y de la mayor utilidad. “El que de vosotros –dice– se crea sabio, se vuelva necio para que sea sabio.” Y en San Lucas se escribe que Jesús llamó necios a los dos discípulos que encontró en el camino de Emaús. Lo que todavía parecería más asombroso es que San Pablo, aun al mismo Dios, le atribuye cierto género de necedad, al decir que “la necedad de Dios vale más que la sabiduría de los hombres”, si bien Orígenes, interpretando este lugar, arguye que tal necedad no puede tener la menor analogí con el concepto de la necedad humana, y lo mismo dice de este otro texto: “El misterio de la Cruz es ciertamente una necedad para los que se condenan.”

Mas ¿para qué he de cansarme vanamente en seguida alegando testimonios en apoyo de mi tesis, cuando en los sagrados Salmos leemos que Cristo, hablando con su Padre, le dice: “Tú conoces mi ignorancia”? No es, en verdad, extraño que Dios sintiese tanta predilección por los necios; y, a mi juicio, tuvo para ello la misma razón que la que asiste a los grandes reyes para que les sean sospechosos y aborrecibles los hombres demasiado sensatos, como le sucedió a Julio C´esar con Bruto y Casio (en tanto que de aquel borrachín de Marco Antonio nada recelaba), a Nerón con Séneca y a Dionisio con Platón. En cambio, agrádanles los espíritus rudos y simples, y así, Cristo detestó y condenó constantemente a esos “sabios” que se ufanan de su sabiduría, como claramente lo atestigua San Pablo con estas palabras: “Dios ha elegido lo que el mundo tiene por necio”; y con estas otras: “A Dios le plugo (3ª.pers. sing. (pret. perf. simple) de placer.) salvar al mundo por la necedad”, ya que por la sabiduría no podía ser regenerado. El mismo Dios lo declara manifiestamente cuando exclama por boca del profeta: “Yo confundiré la sabiduría de los sabios y reprobaré la ciencia de los doctos”, y cuando da gracias porque habiendo escondido a los sabios el misterio de la salvación, lo reveló a los pequeños, es decir, a los necios, pues en griego la palabra párvulo significa lo contrario de la palabra sabio. 

Esto nos explica cómo en el Evangelio se ataca repetidamente a los fariseos, a los escribas y a los doctores de la ley, mientras que a los indoctos se los defiende a capa y espada. Porque ¿qué otra cosa significan estas palabras: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos!”, sino “¡Ay de vosotros, sabios!”? En cambio, los rapaces, las mujeres y los pecadores eran los seres que Jesucristo acogía con mayor cariño; y hasta entre los animales prefería aquellos que se apartan más de la astucia, de la zorra. Por eso eligió un asno por cabalgadura Aquel que, de quererlo así, hubiera podido montar sobre el lomo de un león sin riesgo alguno; por eso el Espíritu Santo descendió en figura de paloma y no en la de un águila o milano; por eso en las Sagradas Escrituras se hace mención a cada paso de los ciervos, corzos y corderos, y por eso Jesús llama ovejas suyas a los que destina a la vida eterna, pues ciertamente que no hay otro animal de mayor simplicidad, como lo demuestra el que, según Aristóteles, la frase cabeza de borrego, tomada de la estupidez de esta bestia, suele dirigirse como una injuria a los imbéciles y a los cortos de luces, y, sin embargo, ´estos son los que forman el rebaño del que Cristo se dice pastor; a quien también le agradaba el nombre de cordero, puesto que San Juan Bautista le anunció con las palabras: “He aquí el Cordero de Dios”, que aparece también después en muchos lugares del Apocalipsis.

¿Qué otra cosa significa todo esto, sino que todos los hombres, aun los más santos, son necios, y que el mismo Cristo, aun siendo la sabiduría del Padre, se hizo en cierto modo necio para remediar la necedad de los hombres, cuando tomando naturaleza humana se revistió de carne mortal, de la propia suerte que se transformó en el pecado para redimir el pecado?

Y no quiso valerse de otros medios de reducción que de la necedad de la cruz, de apóstoles torpes y rústicos a quienes recomienda cuidadosamente la necedad, que huyan de la sabiduría, presentándoles como ejemplo a los niños, a los lirios, al grano de mostaza y a los pajarillos, seres todos estúpidos que carecen de inteligencia y que viven solamente guiados por la Naturaleza, libres de artificios y de cuidados, amonestándolos, además, a que no se preocupasen de las palabras que hubiesen de responder delante de los tribunales, y vedándoles, en fin, reparar ni en los tiempos ni en las ocasiones, para que no confiasen en su propia sabiduría, sino que pusieran en El toda su esperanza.

Por el mismo motivo, Dios, gran arquitecto del Universo, prohibió que se gustase del árbol de la Ciencia, cual si ´esta fuera el veneno de la felicidad, y también San Pablo la condenó abiertamente como un manantial de orgullo y maldad, siguiendo la idea que, a mi juicio, inspiró a San Bernardo, cuando a aquella montaña sobre la cual plantó sus reales Lucifer la llamó montaña de la ciencia.

Tampoco hay que omitir aquel otro argumento en pro de la necedad, a saber, que goza de los favores del Cielo, ya que éste sólo a ella concede el perdón de las faltas, que niega al sabio, y de aquí que todo el que pide perdón por una falta, aunque la haya cometido conscientemente, se sirva del manto y de la protección de la necedad.

Así, Aarón, según el libro de los Números, si mal no recuerdo, implora a Moisés el perdón de su hermana en estos términos: “Os suplico, Señor, que no nos tomes en cuenta este pecado, porque obramos neciamente”; Saúl pide también misericordia a David diciendo: “Parece que me he conducido neciamente”, y el mismo David, a su vez, apacigua así al Señor: “Os ruego, Señor, que no tengáis en cuenta mi iniquidad, porque he procedido como un necio”, como si no pudiera obtener el perdón sin invocar para ello la necedad y la ignorancia.

Pero una prueba más decisiva es que cuando Cristo en la cruz pidió por sus enemigos, exclamando: “¡Padre mío, perdónalos!”, no alegó mejor excusa que su ignorancia al añadir: “porque no saben lo que hacen”. San Pablo escribía en el mismo sentido a Timoteo: “Si he alcanzado la misericordia de Dios, es porque he obrado por ignorancia en mi incredulidad.” ¿Qué significa la frase he obrado por ignorancia, sino que obró por necedad y no por maldad? ¿Y qué otra cosa quiere decir con las palabras si he alcanzado la misericordia, sino que no la hubiera obtenido sin recurrir a la protección de la necedad?

El Salmista, de quien no me acordé citarlo en su sitio, confirma también mi opinión cuando dice al Señor: “No os acordéis de los pecados de mi juventud ni de mis errores”. ¡Ved con qué dos motivos se disculpa!: la juventud, de la que soy yo, por lo general, constante compañera, y los errores, cuyo número considerable nos revela la fuerza incontrastable de la necedad.

CAPITULO LXVI: AFINIDAD DE LA RELIGIÓN CRISTIANA CON LA NECEDAD

Y ya, para que esto no sea el cuento de nunca acabar, y abriendo mi discurso, diré que parece evidente que la religión cristiana guarda cierta afinidad con la necedad, y que, en cambio, se aviene muy poco con la sabiduría. Si queréis una prueba de ello, notad primeramente que los niños, los viejos, las mujeres y los tontos gustan grandemente de las cosas religiosas y de las ceremonias del culto, y por eso están siempre cerca de los altares, llevados tan sólo de su natural inclinación. Ved, además, que los fundadores de esta religión fueron hombres simplicísimos y enemigos acérrimos del saber. Y por último, fijaos en que no hay necios que hagan mayores extravagancias que aquellos a quienes el ardor de la piedad cristiana los embarga por completo, pues los vemos malversar sus bienes, despreciar las injurias, sufrir los engaños, no distinguir entre amigos y enemigos, aborrecer los deleites, complacerse en los ayunos, vigilias, lágrimas, trabajos y afrentas; estar disgustados de la vida, no desear más que la muerte; en una palabra, mostrarse como si hubiesen perdido por completo el sentido común, tal que si su alma viviera en cualquier sitio menos en su cuerpo. Ahora bien: ¿qué otra cosa es esto sino volverse loco? Por eso no hay que maravillarse de que algunos creyesen que los apóstoles estaban bebidos, ni de que el juez Festo tomase a San Pablo por un loco.

Pero ya que me he vestido con la piel de león, quiero ir hasta el fin y demostraros que la felicidad que los cristianos compran a costa de tantos sacrificios, no es más que una especie de locura y de necedad; y os ruego que no veáis en mis palabras ánimo alguno de ofender, y que atendáis más bien a la idea que encierran. Por de pronto, sabemos que los cristianos convienen poco más o menos con los platónicos en afirmar que el alma está como sumergida en el cuerpo y sujeta por sus vínculos, y así, embarazada con la materia, no le es posible contemplar la verdad ni deleitarse en ella. Por eso define Platón la Filosofía diciendo que es “una meditación de la muerte”, porque separa el alma de las cosas visibles y corpóreas, que es lo mismo que produce la muerte. Y de este modo, mientras el espíritu hace buen uso de los órganos del cuerpo, se dice de él que es sensato; mas, cuando, rotos los lazos que a él le ligan, intenta buscar su libertad, cual si quisiera fugarse de la prisión en que yace, entonces dicen que se ha vuelto loco. Si tal vez aquello sucede por enfermedad o por algún defecto orgánico, estos casos todo el mundo los estima como locura. Y, sin embargo, vemos a estos locos pronosticar el porvenir, conocer lenguas y ciencias que jamás habían aprendido y presentar los caracteres de una divina inspiración. Esta nace, sin duda, de que el alma, en cuanto se libra un poco del contacto del cuerpo, comienza a mostrar su virtud natural. La misma causa produce, a mi juicio, efectos semejantes en los moribundos, de tal modo, que dicen cosas tan sorprendentes, que parecen estar bajo un soplo divino.

Lo propio se observa en la práctica de la piedad, pues, aunque quizá no se trate del mismo género de locura, es, sin embargo, algo tan parecido, que la mayor parte de las gentes creen que no es más que mera locura, sobre todo cuando ven a esos pobres hombres que no encuentran nada en la vida humana con lo que estén conformes; y así les suele acontecer lo que en la alegoría de Platón acontecía, si no me equivoco, a los que se hallaban encadenados dentro de la caverna contemplando las sombras de las cosas, o sea, que si por ventura se escapaba alguno de ellos, y de regreso, en el antro, aseguraba haber visto las cosas verdaderas, y que se engañaban muchos de ellos, creyendo que fuera de las vanas sombras no existía absolutamente nada, juzgábanle completamente iluso. Claro está que este sabio compadece y deplora la locura de sus camaradas, víctimas de tan grande error; pero éstos, a su vez, se ríen de él como de un visionario, y le arrojan del antro.

De la misma manera, la mayoría de los hombres admiran más las cosas cuanto más materiales son, a las que casi exclusivamente reconocen realidad positiva; por el contrario, los devotos, cuanto más se aproxima una cosa a la materia, más la desprecian y se entregan por completo a la contemplación de las cosas que son invisibles. Aquellos, pues, dan la primacía a las riquezas, el segundo lugar a las comodidades del cuerpo, y dejan el ´ultimo al espíritu, el cual, sin embargo, los más ni siquiera creen que existe, porque no se ve con los ojos. Otros, en cambio, no viven absolutamente nada más que para Dios, el ser simplicísimos por esencia, y mediante El, el alma, que es lo que por su espiritualidad tiene con Él mayor semejanza. Desdeñan los cuidados del cuerpo, desprecian el dinero, apartándose de él como si fuera basura, y si se ven precisados a tratar alguna de estas cosas, lo hacen con repugnancia y disgusto, porque tienen como si no tuviesen y poseen como si no poseyesen. 

Existe entre ellos una profunda diferencia en todas las cosas de la vida. Observemos primeramente lo referente a las facultades humanas, y veremos que, si bien todas ellas se relacionan con el cuerpo, hay algunas, sin embargo, que son más groseras que otras, como son las del tacto, el oído, la vista, el olfato y el gusto; otras son más independientes del cuerpo, como la memoria, el entendimiento y la voluntad. Ahora bien: aquellas en que el alma concentra sus esfuerzos son las que prevalecen. Los devotos, como aplican toda la fuerza de su espíritu a lo que es más extraño a la materia, acaban por enajenarse y quedarse como atónitos, mientras que el vulgo da un gran valor a las cosas materiales y muy pequeño a las espirituales, y ´esta es la causa de que algunos santos varones, según se cuenta, bebiesen aceite tomándolo por vino.

Además, entre las pasiones observamos también que hay algunas que guardan una estrecha afinidad con el cuerpo, como son la lujuria, la gula, la pereza, la ira, la soberbia y la envidia, a las que hacen los devotos una guerra implacable, al paso que la gente vulgar cree que sin ellas no se puede vivir.

Hay, otrosí, ciertos sentimientos comunes y en cierto modo naturales, como el amor a la patria, el cariño a los hijos, a los padres y a los amigos, a los que el vulgo reconoce asimismo alguna importancia; pero los hombres piadosos se esfuerzan también en arrancar del alma tales sentimientos, como no sea que les sirva para elevarse a las puras regiones del espíritu, y así, por ejemplo, amarán a su padre, no como padre, porque ´el no engendró más que su cuerpo, si bien ´este lo han recibido tanto de Dios como de él, sino como varón justo, en quien brilla un destello de la mente suprema, que es a lo que ellos llaman el Sumo Bien, asegurando que fuera de él nada hay digno de ser amado y deseado.

Esta misma norma de tal modo aplícanla a todos los deberes de la vida, que, si bien es cierto que no desprecian completamente todos los objetos visibles, por lo menos los ponen muy por debajo de los objetos invisibles. Por eso dicen que hasta en los sacramentos y en los deberes de la piedad hállase un aspecto corporal y otro espiritual, y así, por ejemplo, en algunos no tiene gran importancia el abstenerse de comer carne y de cenar (que es lo que se entiende por verdadero ayuno), a no ser que al mismo tiempo repriman lo más posible sus pasiones, moderando su ira y su soberbia, a fin de que el espíritu, libre del peso del cuerpo, pueda gustar y saborear los bienes celestiales.

Así razonan también respecto de la misa, y sin desdeñar sus ceremonias, dicen, no obstante, que en sí mismas son poco útiles y hasta pueden llegar a ser perjudiciales si no se penetra por medio de ellas en lo espiritual, esto es, en lo que los símbolos visibles representan. En este sentido es saludable a los mortales el simulacro de la muerte de Cristo, la cual deben copiar en su corazón, domando, crucificando y sepultando, por decirlo así, sus pasiones a fin de resucitar a una nueva vida y formar un solo cuerpo con Cristo y con los demás cristianos. Así piensan y obran los devotos. El vulgo, por el contrario, cree que el sacrificio de la misa consiste simplemente en plantarse delante del altar, y cuanto más cerca, mejor; en oír los vozarrones de los cantores y en asistir como espectador a las ceremonias de la liturgia.

Y no solamente en estos casos, que sólo como ejemplos he citado, sino también en su vida entera huye sinceramente el devoto de aquello que se relaciona con el cuerpo, para elevarse hacia lo eterno, lo espiritual y lo invisible. Por lo cual, existiendo entre los mundanos y los devotos tan enorme discrepancia acerca de todas las cosas, resulta que, recíprocamente, se tachan de locura, aunque, en mi opinión, confieso que esta palabra, mejor que al vulgo, es a los devotos a quienes debe aplicarse.

CAPITULO LXVII: LA SUPREMA FELICIDAD ES UNA ESPECIE DE LOCURA. —EL MISTICISMO

Lo que acabo de decir aparecerá más claro si, como os he prometido, demuestro en pocas palabras que esa suprema felicidad a que aspiran los devotos no es otra cosa que una especie de locura.

En primer lugar, advertid que ya Platón hubo de vislumbrar algo parecido cuando escribió que el delirio de los amantes era la mejor de todas las felicidades, porque el que ama ardientemente ya no vive en sí, sino en aquel a quien ama, y cuanto más se separa de sí mismo y más se acerca al otro, su gozo es mucho mayor. Pues bien: cuando el alma quiere separarse del cuerpo y ya no usa adecuadamente de sus ´organos, hay evidentemente delirio. De otro modo, ¿qué significan estas vulgares expresiones: no está en sí, vuelve en ti y ha vuelto en sí? Por consiguiente, cuanto más perfecto es el amor, más profundo y delicioso es el delirio. ¿Qué será, pues, esa vida de los bienaventurados, tras de la cual suspiran tan ardientemente las almas piadosas? Porque el espíritu, como más noble y poderoso, absorberá al cuerpo, y esto con tanta más facilidad cuanto que el cuerpo habrá sido preparado ya para esta transformación ayudando y haciendo penitencia. El espíritu será después absorbido en la inteligencia soberana, que le es infinitamente superior, y así, el hombre estará totalmente despojado de todo lo material, será feliz por la sencilla razón de que, puesto fuera de sí mismo, se gozará de modo inefable en ese Sumo Bien que atrae hacia sí todas las cosas. Es verdad que tal felicidad no podrá ser perfecta hasta que, reunida el alma con el cuerpo en que estuvo, goce la inmortalidad; no obstante, como la vida de los devotos no viene a ser otra cosa que una meditación, y en cierto modo una imagen de esa otra vida, son, a las veces, recompensados con una especie de goce anticipado de las delicias celestiales, que les trae algo así como el gusto y el aroma de ellas, y que, si bien no sea más que una gota pequeñísima en comparación de aquella fuente de felicidad eterna, vale más que todos los deleites del cuerpo, aunque se pusiesen juntas todas las delicias de todos los mortales. ¡Tanto aventaja lo espiritual a lo corporal y lo invisible a lo visible!

Esto es, sin duda, lo que anuncio el Profeta cuando dijo: “Ni el ojo vió, ni el oído oyó, ni el corazón del hombre sintió nunca lo que Dios ha preparado para los que aman.” Pero tales deliquios no son más que una parte de la necedad, que no se extingue con el tránsito de ésta a la otra vida, sino que, por el contrario, se perfecciona. A quienes les es dado experimentarlos (que son muy pocos) les acontece algo muy parecido a la locura, porque se expresan a veces con alguna incoherencia y no como la generalidad de los demás hombres: hablan sin ton ni son y cambian bruscamente de fisonomía; ya alegres, ya abatidos, tan pronto lloran como ríen o sollozan; en una palabra, están verdaderamente fuera de sí mismos; y cuando después recobran el sentido, no saben decir dónde se encontraban, si en el cuerpo o fuera del cuerpo, despiertos o dormidos; ni recuerdan más que como a través de un sueño, entre nubes, lo que oyeron, vieron, dijeron e hicieron; únicamente saben que han sido muy felices durante este delirio, y así deploran haber recobrado la razón, por lo cual no hay nada que más deseen que enloquecer perpetuamente de este género de locura. Tal es este ligero y anticipado saborcillo de su futura felicidad.

CAPITULO LXVIII: EPÍLOGO

Pero ya hace tiempo que me he olvidado de que estoy traspasando los límites que me había propuesto. Si os parece que me he excedido en pedantería o charlatanería, pensad que quien a vosotros se ha dirigido es la Necedad, y por añadidura, que es mujer. Acordaos, sin embargo, al mismo tiempo, de aquel proverbio griego que dice: “Muchas veces el necio habla con cordura”, a menos que creáis que esto no reza con las mujeres. 

Veo que estáis esperando el epílogo; pero muy necios seríais si imaginaseis que me acuerdo de lo que he dicho, después de haberos soltado tal fárrago de palabras. Es viejo el adagio que dice: “Odio al convidado que tiene buena memoria”; mas este es nuevo: “Aborrezco al oyente que se acuerda de todo.” 

Y con esto, salud, aplaudid, vivid y bebed, ilustres partidarios de la necedad.

FIN DE “ELOGIO DE LA NECEDAD”, de ERASMO

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